Capítulo 26

Luisa Isabel de Borbón entró en Madrid cuando el color de los árboles anunciaba ya el otoño. Una vez más, una dama de la familia real de Francia iba a casarse con un pariente español. Se trataba de la primogénita de Luis XV, que venía para contraer matrimonio con el infante Felipe, segundo hijo varón de Isabel de Farnesio. La madama infanta, como se la conocería en la corte, no iba a dejar indiferente a nadie.

Era una niña de sólo trece años, que sin embargo gastaba aires de mujer adulta. A diferencia de su cuñada, Bárbara de Braganza, Luisa Isabel era toda una belleza, de grandes ojos negros, rostro agradable y expresivo. Compartía con ella, no obstante, una señalada inteligencia, un carácter enérgico y voluntarioso, que iba a impedir, a pesar de su corta edad, el dejarse manipular por nadie. Había sido bien aleccionada acerca de las personas que encontraría en la familia real española y su servidumbre más cercana; sobre la forma y manera en que debía tratar a cada cual y a quién debía dar su confianza. Al principio, cumplió a rajatabla las instrucciones: ser cariñosa con su esposo; distante en cambio con los Príncipes de Asturias, Fernando y Bárbara, con el fin de no molestar a su suegra Isabel de Farnesio. A esta última debía dedicar todos sus esfuerzos; ganarse su simpatía y afecto. A buena fe que Luisa Isabel lo intentó desde el principio, pero a partir de sus primeras discrepancias, la relación entre suegra y nuera entró en rápido declive. Doña Isabel comenzó a llamarla despectivamente la galeuse y a emplear con ella los mismos desaires que años ha gastaba con su nuera portuguesa. Bárbara y Luisa Isabel hubieran unido sus talentos para enfrentarse a esa suegra que amargaba sus vidas, de no haber sido porque apenas les permitieron compartir espacio y porque el destino quiso que el paso de la francesa por Madrid fuera breve. Su esposo sería investido duque de Parma tan sólo un año después y aquella tierra italiana pasaría a ser su soberanía.

Tal como Bárbara de Braganza había leído en la escasa documentación que pasaba por sus manos, Francisco Barranco iba a colaborar en la remodelación de los aposentos que esta pareja real, Felipe y Luisa Isabel, iba a ocupar en el Buen Retiro durante su corta estancia en España. Francisco estaba exultante, pues aunque pasaba horas trabajando en las fraguas hasta la extenuación, sólo veía en ello la posibilidad de progresar y aprender de otros artistas experimentados. Le gustaban los encargos que venían del jovial Giacomo Bonavía. Su trato con él resultaba siempre estimulante y enriquecedor. Y este cometido de elaborar rejas, balcones y nuevas cerraduras para los cuartos de los duques de Parma, tenía su sello. Bajo la dirección de Bonavía, Francisco iba a formar parte en esta obra de un equipo de maestros de todos los oficios, en los cuales habían calado las consignas del artista italiano: buen hacer y belleza artística.

En este momento de cambios y oportunidades, cualquier compromiso cumplido, cualquier movimiento personal realizado con inteligencia, podía servir para procurarse un ascenso en la corte. Elegir las correctas amistades, los adecuados contactos y colaboradores era de vital importancia. Francisco era consciente del valor de este juego sutil de relaciones humanas, presente a todas horas en cualquier recinto de palacio. Por ello, desde que vio merodear por las obras del Buen Retiro al flamante marqués de la Ensenada, su obsesión principal fue procurar con él un encuentro, llamar su atención para que le reconociera como aquel joven cerrajero que estuvo presente años atrás en la tertulia en casa de Miguel de Goyeneche.

Ensenada, como secretario del infante Felipe, revisaba con frecuencia la buena marcha de la remodelación de sus aposentos. Fue en una de esas ocasiones cuando Francisco se atrevió a abordarle en una galería del Buen Retiro. Se presentó formalmente y le refrescó la memoria sobre su primer y lejano encuentro.

—Sí… Recuerdo bien aquella tertulia. Recientemente he vuelto a ver a la condesa de Valdeparaíso, que también formó parte de ella.

—Así es, señor. Todos lo recordamos… —apostilló Francisco.

—Ha pasado mucho tiempo y algunas cosas han cambiado sustancialmente. Ella, claro está, ha mejorado lo que ya era difícil de mejorar. Todos los demás hemos aumentado en edad y algunos, además, en cargos y ambiciones. Y ahora eres tú el cerrajero de cámara, ¿no es eso? —preguntó Zenón de Somodevilla, apreciando el refinado trabajo que Francisco realizaba sobre una cerradura.

—Sí, señor. Entonces era sólo un oficial inexperto, con ganas de aprender. Después logré la maestría, la promesa de la futura plaza de cerrajero de palacio y últimamente la dirección de las nuevas reales fraguas.

—Veo que no has desaprovechado el tiempo. Eres, sin duda, uno de esos a los que me refería, que han cambiado sustancialmente.

—No puedo quejarme. Gracias a Dios, puedo estar orgulloso de mi trabajo y mis responsabilidades. Con Bonavía, por otra parte, tengo buen entendimiento artístico y a él debo interesantes encargos —añadió ufano el cerrajero.

—Bonavía es un artista brillante, no se puede negar. —Ensenada se quedó pensativo unos segundos—. Por cierto, Barranco, ¿qué fue de aquel proyecto industrial sobre el acero que animó aquella tertulia? ¿No estaba Goyeneche tan interesado en ello? ¿No eras tú el ayudante de ese Sebastián de Flores en los experimentos que iba a realizar?

Francisco sopesó durante un momento su contestación. Le pareció raro que quisiera informarse a través de él, y no directamente de su antiguo amigo Goyeneche. Quizás sabía más de lo que aparentaba y buscaba contrastar pareceres. Fue cauto en su respuesta, pero dio a entender con claridad que la idea seguía vigente, a la espera de conseguir apoyos precisos de la Corona que permitieran desarrollar investigaciones y obtener monopolios.

—Interesante lo que cuentas, Barranco. No estaría de más relanzar el proyecto… —concluyó Ensenada, murmurando para adentro—. Ese astuto Goyeneche y yo debemos retomar nuestra amistad. Podríamos tener grandes intereses comunes.

La mención de Sebastián de Flores resultó extrañamente premonitoria. Hacía un tiempo que Francisco sólo sabía de él a través de su mutua relación con Giacomo Bonavía. Sebastián andaba intensamente ocupado en la realización de aquellas puertas-rejas que el italiano había diseñado para los jardines del palacio de Aranjuez, y que el maestro se había empeñado en concluir, a pesar de los ruegos de Josefa para que cediera el encargo a José de Flores. Según comentaba Bonavía, esas piezas estaban quedando bellísimas. Las había revisado en el taller de Sebastián varias veces. Francisco tuvo intención de visitar al maestro en su fragua. Quería contemplarle forjando esas hermosas rejas, pero cuando tuvo un respiro en el trabajo y se decidió a hacerlo, fue ya demasiado tarde.

Bonavía se presentó en el Buen Retiro con el rostro compungido. Casualmente había pasado esa mañana por el taller de Sebastián de Flores, en la calle de Segovia. Cuando llegó, se encontró en el portal con el revuelo de sus oficiales. Lo acababan de hallar muerto en su dormitorio. Vivía solo, y en soledad se había despedido de la vida esa noche. El tumor que padecía, según desveló a Josefa, había terminado lentamente con su existencia. En las últimas semanas se mostraba dolorido y pálido, pero jamás dejó de empuñar a ratos el yunque ni de dar instrucciones precisas a sus ayudantes sobre cada voluta o cada remache. Finalmente, tal como él intuía, dejaba esta gran obra inacabada.

Tras escuchar la infausta noticia de boca del italiano, correspondió a Francisco hacerla llegar a Josefa y al maestro Flores. Quería ser él quien se lo dijera, antes de que pudieran enterarse por terceras personas. Estaba seguro de que la mala nueva circularía pronto por las calles del barrio y por eso caminó rápido atravesando la ciudad, desde el Buen Retiro hasta su casa. Francisco fue cálido y afectuoso al relatar el suceso, pero no pudo evitar provocar en su esposa la más profunda pena. Josefa no quiso que su padre la viera llorar, y prefirió salir apresuradamente a la calle a desahogarse, sentada en el brocal de una fuente cercana. Allí la encontró Francisco, que pasó un buen rato estrechándola entre sus brazos, hasta que logró consolarla. La convenció después para acudir a la fragua del fallecido. Después de todo, alguien debía ocuparse de los trámites del entierro y la apertura de su testamento.

Sabiendo que estaba a punto de morir, el maestro había dejado encima de su mesa de despacho una copia de sus últimas voluntades, junto al nombre del escribano a quien debían reclamar el original. Francisco la encontró al revisar la casa, aposento por aposento, aún con el difunto de cuerpo presente en la cama. Su lectura fue una gran sorpresa. Supo por aquel papel que Sebastián de Flores quería ser enterrado en la iglesia del convento de Santo Tomás, donde se celebraban las reuniones del gremio. Lo más sustancioso del contenido, sin embargo, se refería a su patrimonio. Sebastián había llegado a ser un acaudalado artesano. Su generosidad dejó a Francisco emocionado. El maestro disponía que se repartieran más de seis mil reales de sus ahorros entre sus parientes. Entre ellos estaba su primo José de Flores, que con esta repentina herencia iba a poder saldar lo que le restaba de aquel débito pendiente que amenazó con arruinarlo. Sebastián se acordaba de su primo y rival incluso para nombrarle albacea de sus bienes, para los cuales dejaba como únicos herederos a Josefa de Flores y Francisco Barranco. No cabía duda de que el maestro satisfacía así sus deudas emocionales.

El entierro se celebró con mayor solemnidad de lo acostumbrado para un artesano. Josefa se encargó personalmente de amortajar a su verdadero padre, cuya muerte siguió llorando durante mucho tiempo. Cerrajeros y herreros de Madrid, al unísono, unieron sus oraciones por él en el oficio de difuntos que enmarcó la bajada del féretro a la cripta de enterramientos. Miguel de Goyeneche le rindió su particular homenaje publicando en La Gaceta de Madrid la reseña de su muerte, señalando con ello que el prestigio del maestro merecía honores de personaje ilustre: «También murió en esta villa, de edad de cincuenta y ocho años, Sebastián de Flores, ayuda de la furriera de su majestad, y tan insigne en su profesión de herrero y cerrajero, que excedió a los más delicados ingenios de estos ejercicios, como acreditan las muchas obras que se le encargaron para los reales sitios, Casas de Moneda y caballerizas reales», rezaba la noticia.

Una vez puesto punto y final a los oficios fúnebres, Francisco tuvo que asimilar que el testamento de Sebastián de Flores lo había convertido también en un artesano moderadamente rico. Por primera vez en su vida se hallaba en posesión de patrimonio y ciertos caudales. Josefa tomaba para sí varios miles de reales, mientras que Francisco se hacía cargo de la propiedad de la famosa casa taller de la calle de Segovia. Heredaba con ella todos los enseres, herramientas y obras inacabadas que permanecían en la fragua. Había sido el deseo de Sebastián de Flores que se convirtiera en su sucesor y en la persona que disfrutara de los bienes acumulados a lo largo de toda una vida de trabajo. Esta circunstancia hacía a Francisco dueño de su propia casa. Hubiera podido optar por abandonar la vieja fragua real e instalarse por cuenta propia, pero en él pesó más el sentimiento de buen discípulo y yerno. En este particular, la enfermedad de su maestro era un impedimento para el progreso de Francisco. Optó en cambio por alquilar la enorme superficie de aquella casa, dividida en taller para diversas tiendas de cerrajería en su piso bajo. Con ello obtendría buenas rentas mensuales que permitirían al cerrajero sustentar dignamente a su esposa y su suegro.

Francisco quedaba en posesión, además, de las puertas-rejas del palacio de Aranjuez, que habría de concluir por deseo expreso del maestro fallecido, e hipotéticamente al frente de la parte experimental del proyecto de la fábrica de acero. Nada de eso le abrumaba. Más bien al contrario, le había dado nuevo bríos. Gastaba ahora ademanes de mayor autoridad en la dirección de las fraguas reales y se sentía anímicamente reforzado para culminar, a satisfacción de todos, las obras artísticas de hierro que desde hacía tiempo tenía entre manos. Francisco Barranco se estaba convirtiendo en un hombre de prestigio y respetado.

Desde su niñez amaba la lectura. Por ello, una de las posesiones que más valoró sentimentalmente de la herencia fue el conjunto de libros que encontró apilados en diversos cajones de madera. No pudo evitar apreciarlos por encima de otros objetos aparentemente más valiosos. Por su disposición, parecía que Sebastián se había dedicado a ordenarlos en las semanas anteriores a su muerte. Quizás pensara entonces en facilitar la mudanza a sus herederos. Entre esos volúmenes, encontró los más diversos temas, incluido algún viejo ejemplar sobre metalurgia y diseño arquitectónico, similar a los atesorados en la biblioteca del viejo alcázar. Nada nuevo para Francisco, que ya tuvo su oportunidad de consultarlos allí. Le extrañó en cambio encontrar una decena de curiosos ejemplares dedicados a la alquimia. Es probable que el maestro se sintiera atraído por esos saberes a lo largo de sus experimentos, aunque jamás se lo había confesado. Les echó un vistazo, pero encontró que su comprensión era difícil; digna de personas acostumbradas a los conceptos a medio camino entre la ciencia y la mística, con tiempo que perder en quiméricos experimentos entre redomas y alambiques. Si los vendía a un librero de viejo, apenas obtendría unos poco reales. Decidió así que la mejor opción era regalárselos a quien de verdad sintiera aprecio por ellos. Pensó en la condesa de Valdeparaíso. Si ella le aceptaba el presente, los libros serían suyos. Los metió en un saco de tela y esperó a que se presentara la ocasión propicia para ofrecérselos.

Había sufrido un día áspero y conflictivo en las reales fraguas. Francisco tuvo que sacar a relucir su capacidad de mando para poner orden en las rencillas entre sus oficiales. A medida que avanzaba la obra del nuevo palacio, el trabajo se intensificaba y se hacía cada vez más exigente. El invierno se había presentado de súbito en Madrid, frío y nevado. Algunos días se hacía obligatorio cerrar los comercios y teatros, porque era del todo imposible transitar por las calles. A pesar de todo, la construcción del edificio regio no se detenía ni siquiera en esas duras condiciones. Los sótanos, reservados a los oficios, estaban en su interior prácticamente terminados. Sus bóvedas parecían listas para servir de suelo al piso superior, que iba a ser el primer cuerpo del edificio a nivel de calle.

La elegante fachada de gruesa piedra de Colmenar almohadillada comenzaba a ser una realidad emergente, tan visible como emocionante. La Corona hacía enormes esfuerzos por reunir lo necesario para abordar el extraordinario gasto de este principio de obra. Los tesoreros reales como Miguel de Goyeneche se devanaban los sesos para acaparar, tal como exigían los reyes, los dineros suficientes de las más diversas fuentes de ingresos. Los impuestos sobre el tabaco, la conducción de agua a las casas de Madrid, el servicio de correos, o el arrendamiento de dehesas de la Corona y la venta de sus árboles, todo era válido para sufragar el anhelo constructivo de los primeros Borbones españoles. Un equipo de escultores de piedra, a las órdenes del italiano Juan Domingo Olivieri, daba inicio a la frenética actividad de ornamentar las fachadas. Al igual que ocurría con el suministro de hierro, el tránsito de carromatos cargados de grandes bloques de piedra y mármol, con destino al taller de cantería de palacio, era ya constante en los aledaños de la gran obra. El edificio se hallaba en su fase más dura: la construcción de cimientos, el levantamiento exterior de sus primeros pisos. Algunas jornadas se hacían agotadoras para los obreros y artistas. A todos se les exigía el máximo de sus posibilidades.

Una espléndida luna llena comenzaba a despuntar al anochecer cuando Francisco regresó a casa. Traía las manos doloridas de sostener martillos y mazos. Apenas probó bocado de la cena que Josefa había preparado. A pesar del desahogo económico que ahora gozaban, su forma de vida familiar no había cambiado sustancialmente. Francisco tenía esa noche una obsesión predominante: la entrega de los libros de alquimia a la condesa de Valdeparaíso.

La tarde siguiente pudo ver desde palacio un convoy de carrozas que bajaba por la calle mayor en dirección al camino de Toledo. Distinguió en la portezuela de una de ellas el escudo de los Valdeparaíso y le pareció identificar que el conde viajaba dentro. Dedujo que María Sancho Barona estaría unos días sola en la corte. Era pues buen momento para llevarle los ejemplares, sin ponerla en riesgo de que su esposo indagara por la recepción de esos libros y su temática. Sintió más que nunca la llamada del corazón y decidió dejarse llevar por el impulso. Tenía verdadera ansia por volver a verla.

Se presentó sin avisar en la casa palacio de la condesa, en la calle ancha de San Bernardo, portando al hombro el pequeño saco cargado de erudición alquímica. Caminó nervioso desde la fragua, como un jovenzuelo excitado ante el encuentro de una mujer deseada. Al abrir el portón, la doncella Teresa se sorprendió al verle. Su señora no esperaba aquel día visitas, le explicó, estaba ocupada. Aun así, le dejó pasar, recordando que la condesa se alegraba siempre de los encuentros con el cerrajero. Francisco se había encargado de comprar ropas de mayor calidad, y su aspecto, vistiendo casaca de lino, chupa, camisa y calzón a estreno, era ahora más lucido que de costumbre. Hubo de esperar un buen rato en el zaguán, mientras la criada se adentró hacia el interior de la casa para avisar a la condesa sobre esta inesperada presencia. Teresa apareció después, con misterioso sigilo, y le pidió que le siguiera hacia un patio posterior de la casa. Tenía instrucciones de conducirle hasta allí. Francisco fue tras ella sin rechistar ni soltar de las manos su saco de libros. Se encontró de repente en un espacio ajardinado con olorosos parterres de boj y frondosos árboles. Esos jardines interiores eran el secreto guardado de muchas casas nobiliarias en la corte. En un lateral del patio, sin embargo, se disponía en desorden un conjunto de modestas edificaciones de paredes encaladas y tejados de viejas tejas, que albergaban cocheras, caballerizas y habitaciones para criados. Teresa llegó con Francisco hasta una puerta recóndita, que parecía dar paso a un habitáculo sin importancia. A Francisco le pareció todo muy intrigante. No podía imaginar hacia donde le conducían. Sus ojos quedaron atónitos cuando vio lo que ese cuarto escondía.

La condesa de Valdeparaíso había establecido en ese minúsculo espacio, a espaldas de su esposo, un pequeño laboratorio de alquimia. Bien camuflado en el enjambre de cuartos de servicio, y, cerrado siempre con llave, era impensable que nadie llegara a descubrirlo. Mucho menos el conde, que jamás transitaba por las habitaciones de los criados. A pesar de la intencionada modestia del recinto, de su angostura y oscuridad, la habitación tenía un aire exquisitamente pulcro y femenino. Repisas, mesitas y estantes acogían en perfecto orden los más diversos enseres: finos botes de porcelana con sustancias y polvos, redomas y crisoles de vidrio, cuencos de cerámica, aparatos para destilación, un hermosos reloj de arena para medir el tiempo y hasta un espejo con mango de marfil para captar la luz solar a través de un estrecho ventanuco. En una esquina se había dispuesto una pequeña chimenea de mármol, junto a la cual se ordenaban pinzas, atizadores, martillos y hasta un fuelle de mediano tamaño, todo elaborado en plata y finos metales. La penumbra del ambiente, iluminado por velas estratégicamente encendidas, invitaba al recogimiento. El intenso aroma a aceites esenciales de flores y plantas embriagaba al instante de entrar por la puerta. Se diría que aquella pequeña estancia había sido diseñada para despertar los sentidos.

Envuelta en el delantal que utilizaba en el laboratorio para proteger de manchas sus trajes, María recibió con ostensible emoción a Francisco. Hacía tiempo que tenía en mente enseñar al cerrajero aquel espacio donde se transformaba en la alquimista que soñó ser en su infancia. Siempre pensó que el artesano sería el único que entendería, sin criticarla, sus desvelos por ampliar la teoría y la práctica de sus actividades en aquel taller. Los alquimistas y los hombres que trabajaban el hierro tenían, en definitiva, mucho en común. Compartían la sensación de dominar los materiales, las sustancias, y ser capaces de mejorarlos y transformarlos en cosas más bellas. ¿Sería quizás eso lo que tanto parecía unir uno a otro sin saberlo? De todas formas, esta inesperada visita de Francisco Barranco había pillado a la condesa por sorpresa. Se sentía azorada ante su presencia. Si alguna vez pensó que su trato con él era un mero capricho o un acto de inconsciente rebeldía, de repente, al dejarle acceder a esta parte de su mundo íntimo, se le desmoronaban los prejuicios. Tenía la sensación de que ese hombre encajaba en aquel espacio, inédito para los demás, con una naturalidad pasmosa. Ante cualquier otro caballero, especialmente su marido o Miguel de Goyeneche, se hubiera sentido avergonzada de dejarse ver revestida por un mandil, con sus blancas manos entre polvos y raros líquidos, o atizando la chimenea con fuelle y tenazas. Francisco, por el contrario, le hacía sentirse auténtica, comprendida y satisfecha de poder mostrarse en plena faena. Era la primera vez que no le importaba desvelar a alguien su mundo oculto.

Este laboratorio de alquimia era insospechado para una dama de su alcurnia. Francisco estaba epatado. Saludó a la condesa con franca cortesía, besando su mano. Parecía no haber pasado el tiempo desde su último encuentro. Más allá del saludo, cuando los dos quedaron encerrados en la curiosa habitación, apenas pudo pronunciar palabra ni dar explicaciones sobre su visita en los primeros momentos. Sus ojos no daban abasto para fijarse en todos los detalles del taller, y mucho menos para creerse que tenía a María Sancho Barona de nuevo ante él, a solas.

La condesa entendió la sorpresa inicial del cerrajero. Aprovechó con resolución el silencio de él para romper el hielo y explicarle con graciosa verborrea el uso de algunos utensilios. Los había ido adquiriendo y recopilando a escondidas desde hacía muchos años. Contaba con la complicidad de algún comerciante en Madrid, que a cambio de mantenerla como buena clienta, la proveía de raras herramientas traídas del extranjero y guardaba fielmente su secreto.

—De momento, no sé sino destilar plantas y obtener aceites y esencias. El olor a lavanda que siempre me acompaña, mi favorito, el que me subyuga… —dijo María.

—Conozco bien ese olor… —interrumpió Francisco—. No se me olvidará en mi vida…

—Pues no es obra del mejor perfumista de Madrid, como muchos creen, ¿sabes? —contestó ella resuelta—. Lo fabrico yo misma. Es una de mis mejores creaciones.

—No lo dudo —confirmó el cerrajero, que seguía obnubilado ante la condesa.

María continuó hablando con extraordinaria soltura. Se diría que parloteaba impulsada por la alteración que le producía la cercana presencia de Francisco en aquel reducido espacio. Ella también parecía nerviosa. Trataba de evitar la mirada fija de aquel hombre puesta en ella, y los incómodos silencios que iba rellenando de momento con palabras científicas.

Le habló brevemente de algunos principios básicos de la alquimia; de los cuatro elementos que según Aristóteles componen el mundo: fuego, aire, agua y tierra, y de las cuatro cualidades, caliente, seco, húmedo y frío, que combinadas entre sí transforman todas las cosas. Le contó acerca de los tres principios de Paracelso, cuerpo, alma y espíritu, que se corresponden a las tres esencias posibles en toda materia: solidez, untuosidad y volatilidad. Hizo referencia a la materia prima, la esencia primigenia y pura de todo cuerpo; a los planetas, los minerales, los metales y los procesos de laboratorio. Le habló, en definitiva, de cómo la alquimia no era más que una colaboración del hombre con la naturaleza, pues no pretendía sino ayudarla a acelerar el tiempo que esta emplea en modificar y transformar cualquier sustancia.

—El alquimista maneja en su laboratorio la naturaleza, de igual modo que hizo Dios con la creación del universo, ¿no es eso maravilloso, Francisco? —preguntó la condesa finalmente al cerrajero.

—Sin duda lo es —contestó, realmente abrumado tanto por el saber de la dama como por la encantadora naturalidad con que lo expresaba.

—¿Y cuál es el fin último de la alquimia…? —insistió la condesa, deleitándose en demostrar sus conocimientos ante Francisco, que la escuchaba con encendida atención, apreciando sus ideas, sin escandalizarse.

—Lo ignoro realmente… —mintió a medias Francisco, animándola a que siguiera disfrutando con su propia disertación.

—Fabricar la piedra filosofal y el elixir de la vida eterna, capaces de asegurar la inmortalidad del hombre… —concluyo ella, con emoción impregnada en sus palabras.

María parecía crecerse con cada explicación que ofrecía. Le gustaba ser admirada por Francisco. Y a él le parecía encontrarse ante la más bella obra de arte: la mera contemplación de la condesa le producía el placer que proporcionan a los sentidos la perfecta combinación entre armonía y estética. Era inútil negarse que la amaba y deseaba con toda el alma. La veía, sin embargo y como siempre, tan superior a él, que pensaba que jamás se atrevería a manifestarle sus sentimientos por miedo al rechazo. Era impensable imaginar, se decía tortuosamente Francisco una y otra vez, que una aristócrata pudiera caer en los brazos de un simple artesano. Pero sólo Dios sabía cuánto deseaba que algún día llegara ese momento.

—Aunque, la verdad… —prosiguió la condesa—, lo mío es alquimia de andar por casa. Conozco algo de la teoría, pero sólo la aplico para fabricar aguas destiladas de olor y algún que otro mejunje.

—Siempre cabe la posibilidad de seguir aprendiendo.

—Por supuesto. No pienso desistir. Continuaré estudiando en los libros con todo el entusiasmo que la vida y mis circunstancias me permitan.

—Creo que entenderéis entonces las razones de mi visita.

—¿Sí? Me encantaría escucharlas, aunque la verdad sea dicha, tu presencia aquí, querido cerrajero, no necesita razones. Desde hoy serás siempre bienvenido…

Francisco se apresuró a abrir el saco que había traído y empezó a extraer de él los libros que hasta allí había acarreado.

—Supongo que estaréis al tanto de la muerte del maestro Sebastián de Flores.

—Por supuesto. Lo leí en La Gaceta y lo lamenté mucho. Supuse que para ti fue una gran pérdida.

—Estáis en lo cierto. Lo fue. Le admiraba. Nos unía un profundo afecto. Por esa razón, el maestro me favoreció con la generosidad de nombrarme uno de sus herederos.

—También lo escuché decir, Francisco. He estado pendiente de tus novedades más de lo que imaginas…

El cerrajero asumió esas palabras con emoción, dándoles el valor que merecían, pero siguió hablando.

—El caso es que entre las pertenencias que heredé de él figuraban varios y raros libros de alquimia. Los valoro enormemente por quien fue su dueño. Aunque pensé que nadie iba a sacarles mejor partido, ni a cuidarlos con más cariño que vos misma… y por ello me decidí a venir y a traerlos.

—Qué hermoso regalo, Francisco. Te lo agradezco de corazón —contestó la condesa, posando por primera vez su mano en el brazo de él, con la intención de reforzar la verdad de su agradecimiento.

Se sostuvieron la mirada durante un instante. Los ojos claros de la condesa reflejaban un intenso brillo a la cálida luz de las velas. De inmediato, inquietos y con el corazón palpitante, desviaron su atención sobre los volúmenes de alquimia que Francisco había depositado sobre la mesita del centro. Los libros… otra vez los libros les unían también sin remedio. María reconoció que desconocía los ejemplares que le traía; jamás los había tenido entre sus manos. Juntos fueron revisándolos, dejando que sus dedos se rozaran casualmente al manejar las páginas al mismo tiempo. La condesa se deleitaba en comentarios sobre la belleza de las ediciones, el interés de su contenido y su profunda emoción ante la generosidad del cerrajero.

—¿Cómo podría demostrarte lo mucho que aprecio este regalo, Francisco? —dijo María, alzando de nuevo su mirada, para posarla con ternura y solicitud sobre él—. Más que su cuantía material, es el valor de tu hermoso gesto, de tu interés siempre por agradarme y ayudarme, de tus atenciones hacia mí…

La condesa se dio cuenta de que había liberado en exceso su lengua, pero ya era demasiado tarde. Francisco, sonriente, posó con delicadeza su dedo índice sobre los labios de ella, como indicándole que no eran necesarios más halagos. Se miraron a los ojos, permitiendo que ese inquietante silencio, al que tanto temían y a la vez tanto deseaban, les invadiera. Antes de que quisieran darse cuenta, se habían fundido en un abrazo. Lo hicieron al principio con miedo, delicadeza y extrema ternura, pero al notar el calor de sus cuerpos, se estrecharon con pasión, como dos enamorados. Francisco se atrevió a posar un beso en la boca de María y encontró en ella una ardorosa respuesta.

Pasado el primer arrebato, se apartaron para mirarse frente a frente. A María le temblaba el pulso; le parecía que el corazón se le escapaba por el escote. Francisco entornaba los ojos y respiraba profundamente, tratando de fijar para siempre ese momento en su memoria. Le ardía la piel y necesitó pronunciar esas palabras tantas veces reprimidas en su ánimo:

—Os amo, siempre os he amado —dijo en un suave susurro al oído de María.

Cualquier barrera entre ellos parecía haber desaparecido.

—Francisco… yo… me siento tan distinta, tan fuera de mí… ¿será posible que también te ame? —contestó María, entre confusa y entregada.

Era el más dulce momento que ambos podían haber imaginado. A los ojos de Francisco aparecía una María diferente, más mujer y menos aristócrata que nunca.

De todos modos, la conciencia de lo que acababa de suceder, la vergüenza, el miedo a haberse equivocado se resistía a deshacerse y amenazaba con embargarles esta fugaz, pero profunda, felicidad que les había invadido. Los condicionamientos sociales les pesaban demasiado; se imponían a sus sentimientos de hombre y mujer, a lo más básico de su condición humana.

Motivado aún más por esta extraña sensación que a ratos los enfriaba, y luchando por atrapar ese instante de amor, Francisco introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó de él su llave de maestría.

—Nada puedo desear más, que entregaros mi objeto más preciado —dijo, con la voz embargada por la emoción, colocando la llave en la mano de María, firmemente sostenida por la suya.

—Francisco, ¿es tu llave de maestría…?

—Así es —afirmó, con su mirada fija en la de ella.

La condesa entornó los párpados, pensando durante unos segundos. Se acordaba de aquel momento, en la fragua sevillana, en que fue ella quien depositó su valioso collar de perlas en las manos del cerrajero.

—La acepto —contestó resuelta—. Reconozco el valor sentimental que tiene para ti, y que será compartido… Pero, ¿estás seguro de que no quieres conservarla como muestra de tu valía para tus futuros hijos?

—Ni hablar. No podría dejarla en mejores y más bellas manos… las de la mujer más admirable que conozco. Las de la mujer que amo…

—Por favor, no sigas…

—Sí, ¿por qué no debo decirlo? Es una realidad, mi realidad, y creo que también la vuestra…

María se alejó unos pasos de él. Empezaba a sentirse compungida, sobrepasada por la situación. En su interior, corazón y razón se debatían en una cruel pugna. Al momento, su rostro y su figura parecieron recomponerse con su habitual dignidad aristocrática.

—Gracias por tu llave —contestó la condesa—. La tomaré en depósito, para cuidarla como merece. Si cualquier día deseas que vuelva a tu bolsillo, no tendrás más que pedírmela.

—Quizás la necesite en mi vejez para recordarme quién fui y cuánto me costó cumplir mis sueños. Preferiría, no obstante, que quisierais guardarla hasta el final de vuestra vida. Nada podría proporcionarme más orgullo que saberme apreciado por la dama más increíble que jamás vaya a conocer…

—Francisco… insisto, no sigas… —volvió a intervenir María, con el rostro marcado por la repentina preocupación—, olvidemos lo que ha ocurrido aquí esta tarde…

—¿Por qué ha de ser así?

—Es lo mejor para los dos… Es un error dejarnos llevar. No nos causará más que sufrimiento.

—Ya entiendo… soy un artesano y vos, una dama inalcanzable, digna de los sueños de un iluso… que no se arrepiente, sin embargo, de amarla más de lo que cualquier caballero podría hacerlo.

—Por desgracia, hay sueños que es mejor dejar en sueños, antes de que se transformen en pesadillas.

—No es necesario decir más, condesa. Conozco bien quién soy, de dónde vengo y cuál es mi sitio —contestó el cerrajero, sin disimular su orgullo herido.

—No quiero que me malinterpretes, Francisco. Te aprecio más de lo que puedas creer, pero debemos ser pragmáticos. A ninguno de los dos nos beneficia esta historia. No podemos dejar que aquello que nos une, nuestros secretos en la corte y los proyectos sobre metalurgia, nos haga traspasar una delicada frontera íntima. Y lo digo así, porque no tengo más remedio que endurecer mi corazón para sobrevivir en la corte… —culminó María, mostrando en su cara el sufrimiento que le causaba la hipocresía de tener que atender a la razón antes que a su alma.

La condesa insistió en que, después de lo ocurrido, deberían procurar que nada cambiara de su cómplice relación anterior entre ellos. Seguía ilusionada por la interpretación de aquella fórmula secreta del hierro que figuraba en el papel que Francisco había copiado del manuscrito de la familia Flores. Era probable que encontrara nuevas claves y símbolos entre los libros que el cerrajero le había regalado. Se comprometió a extraer de ellos toda la información posible.

—Sé que está de más insistir en ello, Francisco, pero nadie debe conocer la existencia de este laboratorio alquímico. Sólo tú has tenido acceso.

—Soy consciente de ello, condesa —dijo Francisco, trasluciendo ya una triste añoranza por el intenso encuentro vivido, el más hermoso de su vida—. Creo que ha llegado el momento de marcharme. Supongo que nos veremos cuando las circunstancias de nuestros proyectos comunes nos reclamen…

—Eso creo y así lo deseo.

—Si vos lo decís…

Al despedir a Francisco en el zaguán de la casa, María volvió a cogerle fuertemente de las manos. Quería hacerse perdonar la dureza de algunas de sus últimas palabras. Era una despedida cómplice, que traslucía más verdad de lo que sus ademanes exteriores proclamaban. Después de todo, no podía soportar la idea de que Francisco desapareciera para siempre de su entorno íntimo. No quería que se marchara enfadado. Necesitaba como el respirar seguir siendo admirada por él. Al verle marchar y cerrar la puerta, sintió la punzada de esa soledad que tanto odiaba y tanto daño le hacía.

Cuando Francisco regresó a su casa, ya anocheciendo, el reencuentro con Josefa le pareció más extraño que nunca. Se notaba agotado, derrotado por los sentimientos. Aunque tenía necesidad de ser reconfortado y de recibir cariño. Josefa lo notó esa noche más fogoso que nunca. Por raro que pareciera, el cerrajero no sentía remordimientos. Josefa y la condesa de Valdeparaíso ocupaban parcelas diferentes de su existencia; a una la quería de una forma terrenal y realista, a la otra la amaba con la ilusión de un amor tan pasional como imposible. Tumbado en la cama, en la oscuridad de la noche, pensó por un momento en dejarse vencer, de una vez por todas, por la fría realidad de su vida amorosa, pero el sueño se apoderó de él antes de que pudiera llegar a ninguna conclusión convincente.