La euforia por la colocación de la primera piedra del palacio real formó un halo de entusiasmo que invadió el ambiente artístico y profesional de la corte. Francisco se dejó contagiar abiertamente por ese común deseo que todos tenían de crear algo nuevo.
Le pareció buen momento para volver a frecuentar la biblioteca de Miguel de Goyeneche, en aquella elegante casa palaciega ubicada en la céntrica calle de Alcalá. El ofrecimiento que este le hiciera hacía un tiempo, cuando regresaron juntos de Nuevo Baztán, para que retomara su estudio del traído y llevado libro de Réaumur, había sido sincero y esperaba su visita con los brazos abiertos. Goyeneche sintió franca satisfacción cuando fue avisado de que Francisco Barranco se hallaba en la puerta, preguntando por él. De inmediato se buscó al cerrajero acomodo otra vez en aquella interesante sala de libros. Todo estaba igual que cuando la visitaba regularmente antes del viaje real a Andalucía, y de eso habían pasado ya ocho años. Al entrar de nuevo en aquella habitación, Francisco recordó que fue allí donde él escuchó por primera vez a Goyeneche y a la condesa de Valdeparaíso conversar íntimamente a solas. Fue allí y en aquel momento cuando constató la estrecha relación que los unía. Aquella escena, como todo lo que atañía a María, permanecía viva en su memoria a pesar del trascurso del tiempo. Saltó a su vista, no obstante, que el número de volúmenes apilados en las estanterías había aumentado ostensiblemente desde entonces. Era evidente el amor que Goyeneche profesaba por los libros.
Francisco podría volver a concentrarse allí en el trabajo intelectual pendiente, sin que nadie interrumpiera sus sempiternas ansias de aprender. La carga de responsabilidades acumuladas recientemente le obligaba a no perder el tiempo. Acordaron por ello que vendría algunas tardes, cerca del anochecer, aunque a esas horas, vencido por el cansancio físico de cada dura jornada, tuviera que hacer esfuerzos sobrehumanos para mantener los ojos abiertos a la luz de las velas. La ruda tarea en la fragua y el alcázar contrastaba significativamente con el placer de encontrarse en casa del financiero rodeado de los sofisticados muebles, bellos objetos y centenares de libros que componían la biblioteca. Un deleite para el espíritu que le hacía renovar sus sueños de grandeza.
Volvía a tomarle el pulso a los conceptos científicos en los que se basaban los experimentos de Réaumur. Estaba claro. Hasta la fecha, los maestros occidentales creían que el acero no era sino el hierro limpio de impurezas por acción del calentamiento prolongado en un fuego de carbón vegetal y el constante machaqueo al yunque. Réaumur, sin embargo, concluía lo contrario. El acero era hierro en el que siempre estaban presentes azufre y sales. Y precisamente el exceso de estas dos sustancias daba lugar a un mal acero. Después de innumerables probaturas en laboratorio, la clave, según Réaumur, consistía en fundir el hierro junto a un «polvo cementador» compuesto de otras materias tales como huesos calcinados, carbón vegetal triturado, sal marina y hollín, capaces de reducir el exceso de sales y azufres que hacía al acero duro y quebradizo. Aparte de emplear las proporciones exactas, el secreto de Réaumur se sustanciaba igualmente en la forma y disposición de los grandes hornos, así como la temperatura y el tiempo precisos para alcanzar con éxito el proceso.
El asunto parecía sencillo y creíble, pero Francisco albergaba serias dudas sobre el mismo. En su opinión, el francés sólo había conseguido demostrarlo con pequeños trocitos de hierro y, además, no había olvidado la opinión de Sebastián de Flores, basada en su profunda sabiduría metalúrgica obtenida a pie de taller, de que esa hipotética fórmula estaba condenada al fracaso. Había algo más en el secreto de la fabricación del buen acero que seguía resistiéndose al moderno entendimiento humano, pero que fue conocido por otros pueblos en el lejano pasado, tal como era patente en los famosos aceros de Damasco. Era evidente que ahora que la ciencia estaba despertando, hacía falta experimentación que fuera más allá. Francisco era consciente de que en ese momento su proyecto carecía de los medios económicos y científicos necesarios para investigar en profundidad, tal como exigiría antes de fundar una fábrica que pudiera arruinarlos a todos. No cabía otra posibilidad que seguir estudiando.
Aquellas noches en que la corte descansaba de galas, óperas y festejos, Miguel de Goyeneche solía conversar con Francisco sobre sus mutuos proyectos e intereses. La diferencia de opiniones que la condición social de cada uno imponía había acabado por parecer al caballero francamente interesante. Sentía aprecio por el cerrajero y le divertía su compañía. En estas ocasiones, Goyeneche no dejaba de aprender sobre un mundo, el del hierro, que estimaba ya fascinante. Sentados uno a cada lado de la mesa de estudio en la biblioteca, a menudo su conversación giraba en torno a las obras de palacio.
—A lo largo de este último mes —contó el caballero—, ha habido un extraordinario movimiento en la construcción. Me han dicho que Sacchetti ha solicitado un aumento importante de trabajadores: quinientos canteros, veinte carpinteros, cuatrocientos peones, veinte ayudantes de carros y nada menos que veintiún pares de mulas. Exige igualmente que se le proporcionen de inmediato para poder avanzar en la apertura de zanjas y desmontes, especialmente en la fachada norte, donde debe alzar la parte más difícil del edificio, salvando el tremendo desnivel allí existente con el resto del solar.
—¿Es posible que se le conceda cuanto pide? —preguntó Francisco.
—Los reyes le darán satisfacción, seguro. Le adoran. Ven la obra a través de sus ojos y están maravillados de pensar en el hermoso resultado que tendrá su proyecto.
—Por lo que a mí toca, sé que Sacchetti no había calculado bien las cantidades de hierro que iba a necesitar inicialmente. Se han disparado en pocas semanas y no existe suministro suficiente. Me pidieron que utilizara los hierros viejos del alcázar, pero eso no puede cubrir más que una pequeña parte. Se ha dado orden de acaparar todas las existencias en los talleres y almacenes de Madrid. Y es tal la fiebre que se ha desatado por este metal, que yo mismo he sufrido un robo en el patio trasero de nuestra fragua donde lo almacenamos. Un centinela me cuenta que ha visto gente robar balcones y barandillas entre las ruinas. Los funden y revenden. ¿No es escandaloso que pueda ocurrir una cosa así con toda impunidad?
—Es evidente que abastecer al nuevo palacio de un material como el hierro es un pastel apetitoso, que hará rico a más de uno.
—Dicen que le han encargado a un tal Baltasar de Larrea, dueño de ferrerías en Durango, fabricar más de trece mil toneladas. Es el único en todo el país que se ha comprometido a servir tal cantidad en tan poco tiempo, porque la fortuna ha querido que el pedido le sor-prenda bien provisto de materias primas para poder fabricarlo —explicó Francisco, que procuraba últimamente estar bien informado de cuantas gestiones le incumbían en la construcción del palacio.
—Imagino que a medida que el edificio avance, la necesidad de hierro se hará cada vez mayor…
—Ya lo creo. Desde los elementos más modestos e invisibles, como clavos y grapas para asegurar la cantería, hasta los vistosos balcones de la fachada; desde las piezas gruesas a las más finas, habrá entremedias un colosal trabajo de muchos años, digno de un gran maestro…
—Supongo que ansías ese cometido… —intervino Goyeneche—. No quiero alarmarte, pero creo que hay que moverse rápido. Sacchetti es astuto. Desea controlarlo todo a su gusto y no hará concesiones vanas a nadie. Me consta que ha pedido la instalación urgente de una nueva fragua, espaciosa y específica para atender a las necesidades inminentes de la obra. Quiere que la dirija un herrero italiano llamado José Say, que ha llegado a Madrid formando parte de su equipo.
—¿También un italiano metido en las fraguas? Santo Dios. ¿Es que no va a haber un solo español que pinte algo en este negocio?
—Creo que respecto a Say puedes sentirte tranquilo. Al parecer, está harto del tiempo que lleva expatriado, se encuentra enfermo y no busca más que regresar cuanto antes a su tierra —explicó Goyeneche—. Ahora bien, debes ser consciente de que se está desatando en el ambiente artístico una curiosa guerra entre italianos. Cuestión de celos profesionales. La rivalidad entre Sacchetti y Giacomo Bonavía comienza a ser incómoda y evidente.
—Bonavía es un hombre de gran mérito; un tipo excepcional, que ha prometido contar conmigo para ciertas obras de notable interés artístico —saltó Francisco, dispuesto a posicionarse ya en esta confrontación.
—En cualquier caso, estas rivalidades no son minucias ni tonterías de creadores. Pueden afectarnos a muchos y arrastrar grandes intrigas en la corte. De momento, Sacchetti se opondrá a cualquier asunto que huela a Bonavía y eso te concierne a ti, si alardeas de su amistad. Sacchetti hará lo posible por boicotearte como candidato a dirigir esas fraguas.
—No debo consentirlo. Tengo mi vida entregada a este oficio, al rey, al alcázar, y ahora al nuevo palacio. No voy a permitir que advenedizos, por muy ilustres que sean, me quiten lo que merezco después de tantos años de esfuerzo. Lucharé con uñas y dientes por defender lo que creo me corresponde… —dijo Francisco, con un aplomo que no dejaba dudas sobre sus firmes deseos e intenciones.
—Veré cómo puedo ayudarte —le tranquilizó Goyeneche—. Conozco bien a Manuel de Miranda, el intendente de la obra. Tiene orden y mando sobre muchas cosas. Me debe ciertos favores económicos y estará de mi lado. Te mantendré informado, Barranco. Y ahora, regresa a tu casa. No es bueno que tu esposa pase tanto tiempo sola… Después de todo, es una mujer bonita y no habrían de faltarle pretendientes a ocupar tu puesto…
A la mente de Francisco vino entonces la imagen de la condesa de Valdeparaíso junto a Miguel de Goyeneche y aborreció en su interior la realidad pasada de esa relación, tanto como el comentario.
—Descuidad. Eso sólo ocurre entre damas y caballeros de alcurnia. Entre nosotros, los pobres, no se ocupa con tanta facilidad el hueco de un marido ausente en la cama —se atrevió a contestar con ironía y cierto enfado, provocando la risa del financiero, que así puso punto y final a la conversación de aquella noche.
Miguel de Goyeneche se había comprometido a recomendar en palacio la designación de Francisco Barranco como director de las nuevas reales fraguas y a fe que pensaba hacerlo. Se le había ocurrido, además, que podría sacar de esta gestión aún mayores réditos.
Se hallaba Francisco de buena mañana en su fragua, cuando llamaron a la puerta. Por su vestimenta, intuyó que se trataba del ayudante de algún caballero de buena posición y no se equivocaba. Su cara le era familiar, pero no era capaz de recordar dónde le había visto antes. Se presentaba cargado con un pesado objeto entre las manos, cubierto por una tela. Al momento de entrar, se identificó. Trabajaba para Miguel de Goyeneche en la imprenta de La Gaceta de Madrid, y este le había ordenado traer al taller de Barranco un viejo baulillo de hierro que ahora mostraba destapado. La pieza tenía en su frente un curioso candado, con un mecanismo de cinco ruedas con letras, de forma que sólo se abriría al formar una palabra clave. Estaba, sin embargo, oxidado, inservible y atascado. Francisco lo examinó con interés. A pesar de su mal estado de conservación, era un pequeño ingenio que bien merecía ser valorado.
—Don Miguel me manda traerte el baúl para que hagas en él los arreglos necesarios —dijo el hombre.
—Bonita pieza… —susurró Francisco, examinándolo ya entre sus manos.
—Yo mismo lo encontré en un almacén de la imprenta, entre otros trastos desahuciados —aclaró el ayudante de Goyeneche, dándose importancia—. Don Miguel pasó aquel día por el despacho de La Gaceta y se encandiló con esta antigualla. Uno no acaba nunca de entender a esos caballeros…
—Créeme, amigo, los objetos de hierro no perecen jamás y con el tiempo algunos se convierten en únicos. Este baulillo tiene ese aspecto.
—El caso, cerrajero, es que mi amo pide que trabajes en él con urgencia y lo dejes como nuevo. Debes acudir a entregarlo mañana en casa del marqués de Villarías.
—¿Mañana? Pero eso es muy precipitado para este arreglo… Seguro que será preciso desmontar el candado y forjar, limar, tornear y ajustar algunas piezas de su mecanismo. Y ¿dices que en casa del marqués de Villarías? —preguntó el cerrajero extrañado.
—Sí. Así me ha dicho. Que te presentes allí mañana, a la caída de la tarde, con el baúl arreglado.
Francisco no encontraba explicación al extraño encargo, pero no le pareció conveniente pedir más detalles. Viniendo de Goyeneche, intuyó que se trataría de algo interesante.
—Está bien. Dile a don Miguel que allí estaré. Se hará tal cual ordena.
Durante las siguientes horas, faenando a destajo, pero con tiento y delicadeza en aquel curioso conjunto de baulillo y candado, Francisco no pudo quitarse esa próxima cita de la cabeza. Don Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, era desde hacía tres años el secretario de Estado, máximo poder del gobierno, puesto al que había accedido tras la muerte del eficaz José Patiño. Isabel de Farnesio lo tenía en alta estima; se podía asegurar que era un hombre de la reina. A pesar de la proximidad de sus cargos en el entorno de la soberana, Villarías y Goyeneche nunca habían intimado para asuntos que no tuvieran estrictamente que ver con la casa de la reina. Se presentaba ahora una curiosa ocasión en la que ambos tenían insospechados intereses comunes. Nacido en la localidad vizcaína de Musques, lugar principal de aquel histórico valle de Somorrostro, de donde se extraía el mineral de hierro de mayor calidad del mundo, Villarías era propietario de la gran ferrería de El Pobal, cuya rentable producción de metal había hecho a su familia una de las más poderosas del concejo. A él, más que a nadie, podría interesarle igualmente controlar el suministro de esas ingentes cantidades de hierro necesarias ahora para palacio. Para ello era preciso limitar las atribuciones del poderoso Sacchetti y situar a personas de confianza en los cargos de decisión y responsabilidad que tuvieran que ver con la aportación de hierro. Era fundamental que Francisco Barranco fuera uno de ellos. Esta colaboración podría traer a todos grandes beneficios.
La casa de Sebastián de la Cuadra, marqués de Villarías, se hallaba en la plazuela de Matute, contigua a la transitada calle de Atocha. Detrás de una portada de moldurones y perfiles barrocos, se extendía un amplio edificio cuadrado, de amplias y sobrias estancias dispuestas alrededor de un ordenado jardinillo central. La abundancia de tapices, cuadros y buenos muebles, algunos de procedencia vasca, eran el signo inequívoco de la opulencia financiera de su dueño. Francisco se sentía intimidado por esta visita que iba a realizar. La entrega del baulillo de hierro le parecía una mera excusa para algo más importante. Desconocía realmente a qué motivo concreto respondía y a qué personas iba a encontrar allí.
Tras llamar a la puerta, un criado le hizo esperar en la calle. Francisco aprovechó para atusarse las arrugas de la camisa y la chaquetilla y comprobar que iba limpio de tiznes. Instantes después, un ayudante del marqués le acompañó hasta el gabinete principal. Al acceder a la habitación, con el baúl entre las manos, se encontró a dos caballeros de espaldas, con vistosas casacas de seda y largas pelucas de rizos blancos. Parecían entretenidos en comentar las particularidades de un retrato femenino allí colgado. Se trataba del marqués de Villarías y Miguel de Goyeneche, que se dieron la vuelta al entrar el cerrajero. La presencia de su protector le hizo sentirse satisfecho y aliviado. Era señal de que había llevado a sus máximas consecuencias la promesa de recomendarle en palacio. Y lo había hecho nada menos que a Villarías, quien después del rey, era el caballero más poderoso.
—Aquí tienes al famoso Francisco Barranco, de quien te he hablado, Sebastián —dijo Goyeneche, presentándole formalmente, aunque con franca familiaridad, como era su costumbre—. Él se ha encargado de arreglarte este pequeño ingenio de cerrajería, que pido le aceptes como un modesto, pero singular presente, que seguro sabrás apreciar.
—Por fin nos vemos, amigo Barranco —contestó Villarías con cálido ademán—. Después de todo, tanta gente se refiere a ti en elogiosos términos que uno no puede menos que sentir curiosidad por conocerte… Te agradezco el regalo. Recuerdo que en mi casa de Musques había uno parecido.
—Señor, el honor es mío —intervino Francisco, abrumado por el recibimiento.
Goyeneche tomó el bulto de manos de Francisco y lo depositó encima de una mesa, donde pudieron examinarlo con admiración y curiosidad. Francisco explicó brevemente la forma en que había tenido que despiezar el candado para recuperar su ingenioso uso, y fijar en él una nueva palabra clave de cinco letras, con la cual su próximo dueño lograra abrirlo y cerrarlo.
—¿Cuál es la palabra clave, Francisco? —preguntó impaciente Goyeneche—. El marqués necesita saberla para darle uso.
—En vista de que no había tiempo para consultar, hube de decirla yo solo. Con cinco letras… Quizás al señor marqués le hubiera gustado otra…
—Vamos, dinos, ¿cuál es? —insistió Goyeneche.
—Marte.
—¿Marte? —volvió a preguntar intrigado Goyeneche.
—Sí. Marte, el dios de la Antigüedad clásica que representa al hierro —contestó Francisco con suficiencia, aparentando tener amplios conocimientos sobre este asunto, del que había aprendido gracias a la condesa de Valdeparaíso.
—Me gusta. No podía ser más acertada para mi persona —concluyó con satisfacción Villarías, manejando ya las ruedecillas de letras de ese curioso candado.
El anfitrión los invitó a tomar asiento en tres bellos butacones dispuestos en torno a un velador, cerca de la chimenea, que permanecía cargada de leña, lista para ser utilizada en cualquier momento. Mientras los dos caballeros ocupaban con sus amplias casacas la totalidad del asiento, Francisco se sentó al borde del butacón, como si su cuerpo no quisiera relajarse, sino mantenerse tenso y a la expectativa de los acontecimientos.
—El intendente de la obra de palacio, Manuel de Miranda, anda preocupado por la dirección de las nuevas fraguas —comenzó a explicar sin más preámbulos el marqués de Villarías—. Quiere evitar que caiga en manos de un extranjero, como propone Sacchetti. Tanto Miranda como Goyeneche me recomiendan encarecidamente que te ofrezca el puesto a ti, Barranco.
—Y no te equivocarías, Sebastián, ya te lo he dicho… —interrumpió Miguel de Goyeneche.
—Daría mi vida por ese cargo, señor. Tanto el maestro Flores como yo, por los años de servicio y lealtad a la Corona, haríamos el honor a su confianza. Nadie llevaría a cabo esa labor con mayor celo que nosotros —intervino Francisco.
—Tengo entendido que tu suegro, mi viejo conocido José de Flores, está ya tan enfermo que no podría hacerse cargo, aunque realmente sea él quien está en posesión del título de cerrajero de cámara —sondeó Villarías.
—Así es, señor. Pero yo asumiría el trabajo, aunque el prestigio y el salario fueran para el maestro. Lo importante es que esas fraguas estén en manos de quien realmente pueda gobernarlas con honestidad y buen oficio.
—No puedo negar que este asunto del hierro me atañe de pleno —confesó Villarías—. No pretendía hacer llegar mi influencia hasta la designación de cargos en la obra. Como secretario de Estado me debo a otras responsabilidades y no quiero entrar en conflicto con ese tozudo y sombrío Sacchetti. Él sabrá lo que hace, y los reyes le acabarán pidiendo cuentas. Pero visto que Goyeneche…, mi rival en algunos asuntos, por qué negarlo, me pide y me ofrece entendimiento y colaboración, creo que es interesante que acceda a ello. El puesto será tuyo…
—Gracias, señor —interrumpió Francisco anticipadamente.
—… a cambio de que, desde las competencias que te correspondan, procures que en el suministro de hierros figure con regularidad mi ferrería de El Pobal, y que los informes que hagas sobre la calidad de mis metales sean adecuadamente favorables. Aunque no me cabe duda que allí sólo fabricamos hierro de la mejor calidad. Deberías conocerla; es un lugar hermoso.
—Estoy seguro de ello, señor. Contad con mi mejor disposición —aseguró el cerrajero con entusiasmo, aun a sabiendas de que le estaban haciendo una concesión cautiva, basada sólo en un intercambio de beneficios.
—Por otro lado, Goyeneche —prosiguió Sebastián de la Cuadra, esta vez dirigiéndose al caballero—, sabes que no estorbaré a tus pretensiones de lograr un futuro monopolio para la fabricación de acero, si es que das con la fórmula rentable para llevarlo a cabo. En este momento, a todos nos interesa, por el bien del reino, que exista una fábrica capaz de dotar a la armada de los mejores cañones que se fabriquen en Europa. Los necesitaremos frente a Inglaterra, Francia y Holanda, si queremos defender la posesión, el comercio y la explotación exclusiva de nuestras colonias en América. Eso es lo único que hace respetable a este país en el concierto internacional de potencias ansiosas de poder, riqueza y expansión.
—Estoy de acuerdo, Villarías. No tiene sentido que rivalicemos. Formamos parte del mismo bando —contestó Miguel, dando a entender que su apoyo al secretario de Estado se refería tanto a los mutuos intereses económicos, como a las intrigas políticas que pronto se desatarían en la corte.
—Estoy convencido de que los reyes pronto te recompensarán con ese título nobiliario que probablemente ansías, y que por otro lado tu padre rechazó…
—¿Así lo crees? Bueno, tú mismo has recibido recientemente el marquesado que ostentas.
—Sí. Y orgulloso estoy de ello —afirmó satisfecho Sebastián de la Cuadra, que efectivamente, había recibido ese mismo año el marquesado de Villarías—. El rey está por la labor de ennoblecer a quien procura prosperidad y finanzas a su reino. Son los que realmente lo merecen. Acaba de conceder sendos títulos de marqués al propietario de la fábrica de hojalata de Ronda y al de la fundición de Liérganes.
Francisco observaba cómo la charla amenazaba con derivar hacia cuestiones meramente sociales, cuando de repente se abrió la puerta del gabinete. Una joven dama de atractivo aspecto, vestida con un elegante traje de ramos florales en tafetán morado, irrumpió en la habitación. Goyeneche se levantó de su butacón caballerosamente y el cerrajero imitó su gesto.
—Perdonad, caballeros —dijo con frescura—. Tío Sebastián, sólo quería saber si al final nos acompañarás al paseo por el prado de San Jerónimo esta tarde.
—Antes de interrumpir de esta manera, querida, debes presentarte a mis invitados —le reconvino el marqués de Villarías—. Goyeneche, Barranco, esta mujercita intempestiva es Antonia, hija de un pariente lejano, que ha venido desde el norte a pasar una temporada en la corte.
La joven saludó alargando su delicada mano, con especial atención a Miguel de Goyeneche, que no quitaba la vista de la encantadora joven. Sebastián de la Cuadra ofreció excusas a su pariente y la instó a que paseara sola junto a su doncella de compañía. Antonia se despidió con la misma diligencia con que había entrado en la habitación, dirigiendo una alegre sonrisa hacia el caballero que tan fijamente la observaba.
—Goyeneche, ¿sigues sin compromiso matrimonial? —preguntó con evidente intención Villarías.
—Sí, Sebastián, así sigo, de momento.
—No es bueno que el hombre esté solo, ya sabes. Mírame a mí. Soltero a mis cincuenta y dos años. Acumulo riquezas y honores, ¿para quién? Para los descendientes de mis once hermanos y otros parientes lejanos. No tiene sentido. Cásate cuanto antes —Villarías se dirigió hacia Francisco—. Y tú, Barranco, ¿estás casado?
—Sí, señor, hace ya unos años, aunque todavía no tengo hijos.
—¿Lo ves, Goyeneche? Sigue su ejemplo. Corteja a mi sobrina, si es de tu gusto. Te doy permiso. Es encantadora y hermosa; no te quepa duda de que será un buen partido…
—No niego que me agradaría hacerlo —contestó Miguel, esbozando una sonrisa—. Hay damas por las que merece la pena entregar la soltería en prenda, y por lo que se ve tu sobrina es una de ellas. Hasta ahora no conozco más que el amor superficial y caprichoso. No me importaría sentar la cabeza en un futuro cercano…
El comentario de Goyeneche hirió profundamente la sensibilidad de Francisco. Le pareció que Miguel, con todas sus virtudes, se comportaba de una forma manipuladora y falsa en su relación con el sexo femenino. Se acordó de la condesa de Valdeparaíso y sintió rabia en su interior. Goyeneche no se merecía la entrega de una mujer tan bella de apariencia como de corazón. Nada desearía él más en el mundo que poder amarla para hacerla feliz, y ser correspondido. Sus pensamientos debieron traslucirse en su semblante, que se tornó repentinamente serio. No podía permitirse el lujo de resultar descortés, así que hizo esfuerzos por mantener el tipo hasta el final de la cita, de la cual Francisco se llevaba un alto concepto del marqués de Villarías.
Las nuevas reales fraguas se edificaron a toda velocidad en la zona conocida como El Picadero, junto a la fachada norte del palacio, sobre el lugar donde antiguamente se situaban unas caballerizas. Debido a la premura, su construcción carecía de calidades y lujos. Era un espacio simple y amplio, con varias fraguas, yunques y bancos de trabajo, en los que dar cabida a cerca de un centenar de trabajadores, entre herreros y cerrajeros. Su dirección fue ostentada de forma honorífica por José de Flores, aunque en realidad sería Francisco Barranco quien llevara el control y gestión diaria.
Francisco había dado un gran salto en su carrera y estaba dispuesto a demostrar que esto era sólo el inicio de su soñado progreso. Trabajaba de sol a sol. Aprendió rápido a dar órdenes, distribuir el trabajo, y ofrecer indicaciones sobre el modo en que cada pieza debía realizarse, en aras siempre de la más bella estética y el mejor resultado. Las instalaciones llegaron pronto a quedarse pequeñas y Francisco convenció a sus superiores de la necesidad de ampliarlas hasta tener catorce fraguas, acompañadas de una treintena de yunques, funcionando con una intensidad jamás vista en ningún taller de hierro de España. Bajo su gobierno, en otros tantos meses, salieron de aquel lugar cerca de doscientas rejas, más de cien barandillas y antepechos de escaleras, un sinfín de cerraduras, candados, herrajes de ventanas y puertas, junto a las herramientas necesarias para la construcción de palacio. Una ingente producción que Francisco Barranco llevaba con puntualidad y mano firme. Cuando se trataba de dirigir a tantos oficiales, no dudaba en aplicar su autoridad y despedir a todo aquel que no cumpliera con la calidad y el agotador horario de trabajo exigido en aquellos talleres. Francisco comenzaba a ser tan temido como respetado entre sus compañeros de oficio.
Mientras tanto, la corte se veía sacudida por un nuevo escándalo que afectaba al cuarto de los Príncipes de Asturias. Había llegado a Madrid el caballero Claude Champeaux, encargado de negocios interinos de la embajada de Francia. Champeaux confiaba en la seguridad de su correspondencia secreta y cifrada para informar con libertad a París de cuanto viera y escuchara de la familia real española. El pobre iluso no imaginaba que hasta su propia embajada estaba llena de espías a sueldo de los soberanos de España. Por ello no alcanzó a entender el porqué de la inquina de Isabel de Farnesio hacia él, hasta que no se vio fulminantemente expulsado. Champeaux, como los anteriores diplomáticos en su puesto, había quedado espantado del trato humillante que Fernando y Bárbara seguían recibiendo en esta corte gobernada por la soberana. Había relatado por carta cómo los príncipes no eran invitados a los conciertos privados de Farinelli, a los que asistían los reyes y los otros infantes; o cómo esos pequeños infantes, siguiendo indicaciones de su madre, se negaban a asistir a las celebraciones y tardes musicales en los aposentos de su hermanastro; o cómo la reina había procurado celebrar la boda de su adorado primogénito Carlos con ostensible mayor pompa con que se celebró la de Bárbara y Fernando; o cómo últimamente se les ocultaban las negociaciones para el matrimonio del infante Felipe, segundo hijo de Isabel de Farnesio, con la princesa Luisa Isabel de Francia, un casamiento que se preparaba especulando con que los Príncipes de Asturias no pudieran tener jamás descendencia. Champeaux había tratado de informar de todo ello en secreto a Fernando y Bárbara, pero fue torpe en las formas. Se descubrieron sus intenciones y fue por ese motivo relevado de su puesto.
Bárbara de Braganza procuraba llevar con dignidad cada nuevo desaire. Su salud, sin embargo, comenzaba a acusar los retazos de amargura acumulados interiormente. Sufría gran preocupación por su infertilidad. Pero nada era comparable a los ahogos que comenzaban a afectarle debido a una creciente dolencia asmática. Sus paseos por los jardines del Buen Retiro, acompañada por la fiel condesa de Valdeparaíso se hacían por necesidad cada vez más cortos. La falta de ejercicio y actividad le estaban haciendo engordar y afear prematuramente su figura. La lectura, las tertulias y la música eran para ella suficiente entretenimiento.
—Alteza, me preocupa mucho vuestro estado. Esos ahogos que sufrís… debería tratarlos el médico de cámara —se atrevió a sugerir María Sancho Barona, estando las dos en la coqueta antesala que precedía al dormitorio de la princesa.
—Ese doctor ya me ha recetado sus remedios. Ninguno funciona. Me niego a probar una más de sus purgas. Últimamente se empeña en mandarme un brebaje de suero de leche de cabra coagulada con flor de cardo, pero por más que lo tomo bien frío y endulzado con trocitos de azúcar de Holanda, no soporto el sabor. Prefiero quedarme sin aire. ¿Sabes, María? A veces, me siento muy cansada… —confesó doña Bárbara con aire lánguido.
—Aunque no debo aventurarme a prescribir, puedo deciros que he leído en varios libros que el hierro tiene grandes propiedades medicinales. Algunas se conocen desde la más remota Antigüedad. Dicen que ingerir finísimas ralladuras de este metal cambia el color de la sangre y levanta el espíritu, y que mezclado con diversas sales tiene también muy buenos efectos. Hay un remedio conocido como «emplasto negro de Augsburg», a base de limaduras de hierro, que va bien contra los tumores…
—María, ¡qué cosas tan raras lees! ¿Es que te dedicas ahora a la alquimia? —preguntó divertida la princesa.
—¡No, alteza, por Dios! —mintió a medias la condesa—. La alquimia no es cosa de damas. Podrían tacharme de bruja. Ya me conocéis, es sólo que soy curiosa y leo cuanto cae en mis manos. Me gustan las ciencias.
—Sí. A mí también me placen todos los saberes y me entretiene lo que me cuentas pero, de momento, no voy a ingerir hierro. Sólo me faltaba que la reina dijera de mí que ando comiendo llaves. Por cierto, ¿sabes qué viandas han preparado hoy para nuestra mesa?
—He escuchado que le decían a la duquesa de Montellano que hoy os servirán lo mismo que han cocinado para las infantas. Dejadme que recuerde: sopa de pichones, lomo de ternera, torta de crema y pernil, pecho de vaca, perdices en salsa, criadillas de carnero, menestra de pasta, capón relleno, liebre frita y un postre dulce —enumeró la condesa, respirando profundamente al final de la retahíla.
—Buena memoria, María. Y hablando de esos hierros… ¿qué ha sido últimamente de ese cerrajero de palacio… ese que tanta ayuda nos ha prestado en ciertas ocasiones, el que salvó del fuego mi preciado rosario?
La condesa sintió cómo el corazón se le agitaba. Tras el decepcionante reencuentro con Miguel de Goyeneche, hacía pocos meses, se sentía especialmente sensible a las cuestiones sentimentales. Aquella última noche con Miguel le había dejado una dolorosa huella. Todavía se arrepentía a diario de haber cedido entonces a los deseos de su antiguo amante. Escuchar la mención de Francisco la volvía a poner en guardia. Desde el encuentro en el convento de San Gil, donde la princesa recuperó su rosario, no habían vuelto a verse. Ella continuaba en el empeño de ayudarle a descifrar los símbolos de aquel dibujo, pero no le estaba resultando fácil. Permanecía atenta a cualquier noticia que circulara en la corte sobre el cerrajero. Se dio cuenta de que echaba de menos la mutua emoción de sus conversaciones.
—Aquel cerrajero, alteza, se llama Francisco Barranco. Creo que ha progresado últimamente mucho. He oído decir que dirige las nuevas reales fraguas que han construido para la obra de palacio.
—Entonces es el mismo que yo creo. Entre las pocas cosas que llego a enterarme es que van a hacer una gran reforma en los aposentos bajos de este palacio para que sirvan de residencia a la nueva pareja real: mi cuñado Felipe y su esposa, Luisa Isabel de Borbón, a la que sin duda querrán compararme y enfrentarme. El caso es que han encargado la obra a Giacomo Bonavía y este ha propuesto a Barranco, como experto en hierros, para intervenir en la obra. A falta de otras informaciones de mayor enjundia, me entretengo en leer esos listados…
—Me alegro mucho por él. Se merece todo el progreso que le llegue —musitó con aire de nostalgia la condesa.
—Sabía que te gustaría oírlo, María. Puede ser una tontería mía, pero siempre me ha parecido que ese artesano te atrae de algún modo. Se te ilumina la tez cuando lo mencionas o está a tu lado —dijo doña Bárbara, sonriente—. Perdóname, pero es gracioso y enternecedor contemplarlo desde mi posición, cercana a ti, pero ajena a lo que esté ocurriendo.
Las mejillas de María se ruborizaron ante el comentario. La perspicaz complicidad de doña Bárbara la dejó desconcertada.
—¿Tendremos pronto a esa princesa Luisa Isabel aquí en la corte? —dijo azorada la condesa, distrayendo la conversación hacia otro asunto.
—No lo sé a ciencia cierta, María, pero intuyo que llegará próximamente por la celeridad con que pretenden emprender esos arreglos y decorar las habitaciones. Además, anda ya por aquí ese Zenón de Somodevilla, al que mi cuñado el rey de Nápoles, a quien ha servido de consejero, acaba de hacer marqués de la Ensenada.
—Vaya, Zenón de Somodevilla… —recordó la condesa de Valdeparaíso—. Hace ya unos cuantos años le conocí en casa de Miguel de Goyeneche.
—Pues ha vuelto triunfante de las campañas de Italia, ¿sabes? Y dicen que será pronto el hombre fuerte del gobierno. Entre sus virtudes creo que está la de ser un perfecto adulador, que ha encandilado a la reina y a todo su entorno femenino. Es soltero y comentan que varias damas importantes coquetean con él y han procurado su rápido ascenso en la corte. Le protege también el marqués de Villarías y hasta ha entablado amistad con Farinelli. Ahora le han confiado la secretaría del infante Felipe y de Luisa Isabel de Francia, por eso le veremos con frecuencia por el Buen Retiro.
—¿Y cómo habéis logrado enteraros de todo eso, alteza?
—Porque las noticias sobre un caballero célibe y galante corren como la pólvora entre mujeres, María. Por otro lado, sé que tiene intención de presentarnos sus respetos hoy mismo al príncipe y a mí. El conde de Salazar nos ha informado de los detalles.
Había pasado un rato más de animada conversación, cuando en efecto llamaron a la puerta de la antesala. El conde de Salazar, hombre de confianza del príncipe Fernando, pidió permiso para entrar y accedió seguido del marqués de la Ensenada.
—Alteza, os he buscado junto al príncipe, pero no os encontraba. Perdonad si os incomoda ahora la visita, pero Ensenada insistió… Tiene que marcharse y no quería dejar de haceros los honores —se disculpó azorado el conde.
—No hay problema, Salazar. Estoy encantada de saludar al marqués —contestó Bárbara que, puesta en pie junto a la condesa de Valdeparaíso, alargó su mano para que Ensenada la besara. Acto seguido hizo la presentación de su dama de compañía.
—La condesa de Valdeparaíso, mi dama…
—Es un honor saludaros, alteza, y desde luego, una agradable sorpresa reencontrar a la condesa en vuestros salones. Hace tiempo que nos conocemos… —dijo el flamante marqués, tomando galantemente la mano de María para besarla, al tiempo que la apretaba más de lo que era costumbre.
El encuentro fue breve; apenas el tiempo de ese cortés besamanos, aunque suficiente para que la princesa, con su reconocida inteligencia y hábil diplomacia, halagara los éxitos del caballero y se congratulara de su regreso a la corte. Bárbara intuía que habría de ganarse el favor político de este hombre, si quería salir del ostracismo a que la tenía condenada su suegra. Suficiente también para que Ensenada se sintiera atraído por los encantos de María Sancho Barona, a quien recordaba de su anterior presentación hace años en casa de Goyeneche, aunque ahora, henchido de éxito, la encontraba más atractiva y deseable que nunca.