Sus carrozas se habían cruzado en el camino. Una imprevista casualidad hizo que el mismo día que Francisco salía hacia Nuevo Baztán para asistir al entierro del viejo Goyeneche, llegara a Madrid, procedente de Italia, Filippo Juvara.
El arquitecto venía precedido de su fama y prestigio. Felipe V e Isabel de Farnesio estaban ansiosos por conocer al flamante maestro, de quien esperaban ilusionados el más brillante proyecto arquitectónico de su carrera. Juvara no habría de defraudarles. Rondaba ya los sesenta años, había recorrido gran parte de Europa con sus planos a cuestas y había edificado palacios para cardenales, aristócratas y soberanos. No venía por ello impresionado ante la idea de trabajar para los reyes de España, que pese a todo le recibieron con extraordinario agasajo. Juvara fue alojado en casa del príncipe Masserano, hombre de confianza del rey, que iba a tratarle como a un huésped de alto rango. Para que el maestro se sintiera bien recompensado por el esfuerzo de trasladarse hasta la capital de España, se le ofrecieron de inmediato condiciones económicas privilegiadas para un artista, como el reembolso de los seiscientos doblones de plata que le había costado el viaje, y la promesa de un sustancioso sueldo de otros dos mil doblones anuales. Las dificultades pecuniarias por las que pasaba la Corona ante el ingente gasto de la construcción del nuevo palacio, sin embargo, se encargarían de dificultar el cumplimiento del compromiso.
Juvara era un hombre de palabra; un profesional serio, de personalidad curtida por el hecho de haberse formado en Roma como sacerdote al mismo tiempo que aprendía arquitectura junto a reputados maestros, que lograron hacer de él un disputado arquitecto entre las cortes de Europa. No deseaba perder el tiempo en Madrid, así que fue palpable su inmediata implicación en el proyecto de palacio que anhelaban Felipe V e Isabel de Farnesio.
A los pocos días de su llegada, cuando la cálida primavera comenzaba a derretir la gelidez del invierno, pudo verse al abate Juvara recorriendo palmo a palmo, entre los materiales de derribo, las ruinas del alcázar. Atendiendo a la inagotable extracción de hierros para chatarra, Francisco se entretenía a veces en observar la forma en que el arquitecto tomaba medidas y notas. Pertrechado con su peluca de rizos cortos por encima del hombro, y vestido con su particular, oscuro y estricto atuendo religioso, don Filippo no parecía muy satisfecho con lo que había encontrado en el entorno del edificio destruido. El solar irregular del alcázar no le encajaba en el proyecto de la belleza y magnitud que se le exigía. Cercado de un lado por las calles y casas de una ciudad que había crecido al amparo del palacio, y del otro por el río Manzanares, el lugar que había ocupado la residencia de la Corona española durante siglos le parecía angosto e insuficiente. Juvara inspeccionó el espacio urbano de la villa y corte y sus alrededores hasta dar con el enclave ideal para el nuevo edificio: sería en los altos de San Bernardino, alejado del núcleo de población, en un terreno regular y amplio, que permitía el desarrollo en horizontal de un gigantesco proyecto. La idea fascinó a los reyes. Imitar al mítico Versalles seguía siendo su objetivo. Por eso, Juvara ideó un conjunto palaciego que era más que un conglomerado de salones y aposentos; era, en definitiva, toda una ciudad cortesana, en la cual tendrían cabida espacios para todas las instituciones de gobierno. Una mole de piedra, con mil setecientos pies de fachada, veintitrés patios, treinta y cuatro entradas y un sinfín de cuartos y dependencias.
El coste exagerado, unido al largo tiempo necesario para levantar ese proyecto, provocó de inmediato dudas e indecisión entre los reyes. Tenían prisa por habitar el nuevo palacio. Juvara se ocupó de la construcción en su estudio de una bellísima maqueta a escala, con el fin de convencer a los reyes sobre la idoneidad de su idea. La negativa, cada vez más clara a llevarla a cabo, hizo que Juvara comenzara a sentirse presionado e incómodo. Cualquier reticencia a sus propuestas le malhumoraba. Aunque seguía siendo muy apreciado en la corte, últimamente se quejaba de la forma cicatera y mezquina con que trataban de rebajarle el sueldo prometido, y de la tardanza en proporcionarle una carroza propia, lo cual le obligaba a realizar largas y cansadas caminatas de un lado para otro.
Para mayor enfado de Isabel de Farnesio, que consideraba al arquitecto de su propiedad, el viejo abate Juvara encontraba frecuente reposo en los aposentos aislados de los Príncipes de Asturias. La circunstancia de haber trabajado en las mismas ciudades, Roma y Lisboa, en igual época y para idénticos mecenas, había forjado una estrecha amistad entre Juvara y el compositor Domenico Scarlatti; brillantes artistas italianos que, llamados por su prestigio, coincidían de nuevo en la capital de España. Bárbara de Braganza había hecho lo posible por incorporar al abate a sus tertulias y tardes musicales, no en vano su padre, el rey Juan V de Portugal, había sido anteriormente promotor en su país de los proyectos de Juvara. El arquitecto no ocultaba su curiosidad por saber qué había sido en Madrid de esta joven princesa, a la que conoció de niña en Lisboa, y cuyo talento e inteligencia eran ponderados en toda Europa.
—Y ya ves, Juvara, lo que ha sido de mí en esta corte… —le confesó Bárbara en un alarde de aplomada serenidad, sentada entre la condesa de Valdeparaíso y la duquesa de Montellano, mientras Scarlatti tocaba sus sonatas al clavicordio—. Me cortaron las alas, como a ti te cortarán las de tu proyecto… La reina manda y querrá que el palacio esté presto para habitarlo ella, como hizo con La Granja de San Ildefonso. No consentirá que se alargue tanto la construcción como para que yo, como futura reina, sea la primera en disfrutarlo…
La princesa no andaba descaminada en su juicio. Agobiado por las contrariedades que hacían imposible la realización de su obra, Filippo Juvara cayó enfermo en el siguiente invierno, tan sólo ocho meses después de haber llegado a España. Había vuelto a su casa bañado en sudor por el esfuerzo de un largo paseo en reconocimiento de solares y trazas, y pasó directamente a dormir a su fría habitación, carente de chimenea, de la que ya nunca saldría. Un fuerte resfriado le mantuvo postrado en la cama durante seis días. La reina estuvo pendiente de esa enfermedad, que el arquitecto no pudo superar debido a las altas fiebres. Su aclamada carrera profesional terminaba repentinamente en Madrid con su muerte, a finales de ese frío mes de enero.
—Con la entrega de su alma a Dios, Juvara nos ha dejado muchos problemas —se quejaba Isabel de Farnesio a Miguel de Goyeneche, en el curso de una de sus habituales audiencias—. Es necesario dar soluciones inmediatas para que la construcción del palacio no sufra interminables retrasos.
—Sé bien que vuestra majestad sabrá actuar con inmediatez y diligencia en la búsqueda de otro arquitecto que se haga cargo del edificio —contestó el tesorero.
—Sin duda. En este momento, encontrar a ese hombre es prioritario.
Para decepción de Goyeneche, la tajante contestación de la soberana venía a confirmar sus sospechas; aquello que ya había adelantado a Francisco cuando regresaban juntos en la carroza. La culminación de la nueva residencia regia podía ser la causa del retraso de sus proyectos industriales.
Aparentemente absorta en la lectura de algunos balances de tesorería que tenía sobre la mesita donde despachaba asuntos, Isabel de Farnesio pareció intuir los pensamientos del caballero.
—Lamenté mucho la muerte de tu padre, ¿sabes? Fue muy generoso con el rey y a él se debió gran parte del mérito de haber alcanzado el trono. Sin sus préstamos para pagar y proveer a los ejércitos, no sé qué habría sido de la Corona. Quizás hoy estaría en manos de los Habsburgo —doña Isabel se quedó pensativa—. Pero dime… ¿qué hay de las industrias que os ha dejado?
—Se encuentran todas a pleno rendimiento, aunque no negaré que será difícil mantener su nivel de beneficios. Sabe bien vuestra majestad que sin las contratas y los monopolios oficiales, nada resulta rentable en este reino. Y desde hace un tiempo, los privilegios del Estado escasean en este sentido…
—Es cierto. No es época para derroches. Y… respecto a aquel proyecto que me hablaste sobre el acero… ¿Tienes ya algo tangible que poder enseñar? ¿Acaso una maqueta, como la de Juvara, para convencernos? ¿El diseño de una fábrica o la demostración en una fragua de que conoces los secretos metalúrgicos que traerán al reino riqueza y poderío militar?
—De momento no, majestad… Estamos avanzando en ello…
—Bien. Pues cuando tengas algo tangible, hablaremos. Mientras tanto, cuéntame, Goyeneche, ¿hay enredos interesantes en la corte que yo deba saber…?
—Majestad, os conozco bien… ¿os referís a algo en concreto?
—Por supuesto, Goyeneche. Sabes que no me ando con rodeos. Comienza por contarme los tuyos propios. Algo ha llegado a mis oídos de tu adiós a la condesa de Valdeparaíso.
—No dejáis nunca de sorprenderme, majestad.
—Me alegro de que así sea. Vamos, Goyeneche, ¿vas a contármelo tú, o prefieres que me llegue por la vía de criados bien informados…?
La expectación ante la llegada del nuevo arquitecto contratado por la Corona española fue aún más intensa que cuando apareció en Madrid el pobre Juvara. La elección había sido difícil y venía precedida de una lucha de intereses encontrados. Los maestros de mayor prestigio internacional que deseaban los reyes se negaron a hacerse cargo de un diseño ajeno. Uno adujo enfermedades; otro imposibilidad de abandonar sus obras en curso, y la mayoría hicieron caso omiso del interés que mostraban Felipe V e Isabel de Farnesio por ellos. Las intrigas bajo cuerda en la corte comenzaron a ser notables. Algunos, renovando la sempiterna queja del exceso de extranjerismo, abogaban porque el proyecto recayera en manos de un español. Sin duda los había de gran prestigio. Otros, pensando en el ahorro de presupuesto, proponían que se tuviera en cuenta a los artistas foráneos que ya pululaban por el entorno creativo madrileño. El cardenal Acquaviva, embajador de España en Roma, hacía gestiones para traer a algún italiano de renombre. Lo mismo hacía, por su parte, el barón de Carpené, ministro de Cerdeña en Madrid, cuyo candidato, por sentido común, acabó imponiéndose.
Se trataba de Juan Bautista Sacchetti, un turinés al servicio de los Saboya, cuyo principal mérito era haber sido alumno de Juvara y conocer las minucias de su estilo. Sacchetti era un hombre formado a la sombra de un gran maestro. No tenía un brillante currículo ni grandes edificios que mostrar como propios, a pesar de haber cumplido ya los cuarenta y cinco años. De todos modos, su falta de brillo profesional venía a ser una ventaja para la Corona española. Sacchetti fue el único que aceptó el modesto sueldo ofrecido —un quinto de lo que cobraba Juvara— y de comprometerse a respetar el proyecto original, al menos en aquellos detalles que fueran del gusto de los reyes.
El carácter tímido, taciturno y hasta huraño del nuevo arquitecto cayó mal en el ambiente artístico de la corte. Sacchetti apenas mostraba interés en ser amable con nadie. Era, eso sí, un incansable profesional, al que únicamente preocupaba la perfección de su trabajo. Sólo se molestó desde el principio en granjearse el afecto de sus mecenas, Felipe V e Isabel de Farnesio, que en poco tiempo le colmaron de cargos y honores, reconociendo su profundo conocimiento del arte de construir y sus dotes para el dibujo. No le iban a faltar, sin embargo, enemigos entre los compañeros de oficio, recelosos del fulgurante ascenso de este italiano, que compensaba sagazmente su escaso brillo social con una señalada ambición de progreso, oculta pero efectiva.
Francisco habría de sufrir en sus propias carnes las consecuencias de las enemistades generadas por el arisco Juan Bautista Sacchetti. Pronto, para triunfar en la corte, sería imprescindible asociarse a uno de los clanes artísticos surgidos al albur de las nuevas obras reales. Ni siquiera el cerrajero real podría escapar a posicionarse en esta lucha, en la que entraba en juego algo más que los meros intereses creativos. Con Sacchetti o contra Sacchetti; esa era la disyuntiva.
Atender a las necesidades particulares de la familia real en lo que atañía a su oficio de cerrajero seguía siendo en estos tiempos de agitados cambios responsabilidad propia de Francisco. Una tarde se dirigió, cruzando por la bulliciosa Puerta del Sol hasta llegar a la amplia y hermosa arboleda del paseo de San Jerónimo, antesala del destartalado y descomunal palacio del Buen Retiro, cuyas viejas estancias, poco preparadas para la residencia estable de la corte, necesitaban de arreglos continuos. Una vez dentro, recorrió sus amplios patios para acudir a la galería donde se sucedían alineados los numerosos despachos destinados a la variopinta administración de la Corona y el gobierno. Buscaba recibir instrucciones del mayordomo mayor sobre ciertos arreglos en las llaves propias del rey. Varias de estas habitaciones estaban abiertas, y en una de ellas se topó con Sebastián de Flores, en animada conversación con un joven de buena apariencia y marcado acento extranjero.
—¡Francisco! ¡Qué alegría verte por estos lares! —exclamó el viejo cerrajero, verdaderamente emocionado con el encuentro—. ¿Qué te trae por aquí?
—Buenos días, maestro. Me han avisado de ciertos arreglos que debo hacer en las llaves del rey, ya sabe… cosas que sólo se en-cargan a nuestro taller, y ando buscando al mayordomo mayor para recibir instrucciones.
—Qué casualidad que hayas aparecido. Precisamente hace un rato hablábamos de ti… Francisco Barranco, el mejor artesano del hierro en esta corte, después de mí, claro está —dijo Sebastián de Flores en tono animoso—. Permíteme que te presente a Giacomo Bonavía, otro extraordinario artista, que viene a completar esta peculiar conquista que los italianos están haciendo de nuestra corte.
—Encantado —se adelantó Francisco, extendiendo amistosamente la mano al hombre que le presentaban.
Una cálida sensación de complicidad se estableció de inmediato entre ellos. Giacomo Bonavía tenía la misma edad que Francisco e igual ímpetu. Ambos sobrepasaban ya la treintena y se sentían en el verdadero despegue de sus carreras profesionales. Tenían suficiente experiencia como para no cometer errores de bulto, grandes aspiraciones y valentía para asumir riesgos. Nacido en Piacenza, Bonavía se había formado como escenógrafo y pintor, pero se creía capacitado para llevar a cabo obras de mayor importancia en el mundo arquitectónico.
Había llegado a España hacía un tiempo, atraído por las oportunidades de trabajo y acompañando al decorador Galuzzi, su maestro, a quien estaba muy vinculado. Este había sido requerido por Felipe V para modificar salones y aposentos de varios palacios, pero su muerte inesperada fue un golpe de fortuna para el discípulo. De la noche a la mañana, Bonavía pasó de ser pintor y embellecedor de espacios a director de las obras de remodelación del palacio de Aranjuez, aquel encantador real sitio, un vergel ajardinado en la vega del río Tajo. Pasó de diseñar muebles, chimeneas, marcos de espejos, tallas de puertas, bonitos herrajes, paredes forradas de mármoles y bronces, a tomar responsabilidades de arquitecto. Y lo hizo sin temblarle el pulso, aprovechando bien la ocasión para demostrar sus verdaderos talentos. Bonavía había subido de escalafón, y conocía bien lo que era traspasar la delgada línea entre el artesano y el artista. Francisco se percató de la pujante personalidad de este italiano, al que admiró desde el mismo momento en que fueron presentados.
—Encantado de conocerte igualmente —contestó Bonavía en un marcado acento italiano, estrechando la mano de Francisco—. Estoy al tanto ya tus trabajos y tus méritos por las alabanzas que te dedica Sebastián. Te aprecia realmente.
—Giacomo acaba de ofrecerme la realización de un interesante encargo —interrumpió Sebastián de Flores—. Se trata de tres hermosas puertas-rejas que habrán de cerrar el nuevo jardín frente a la fachada del palacio de Aranjuez. Una por cada calle, que en forma de tridente, confluyen desde el exterior en un bellísimo parterre central.
—Creo que el diseño que he imaginado —intervino Bonavía, con igual entusiasmo—, con sus rocallas y volutas vegetales doradas al fuego, ensalzará la belleza que el hierro alcanza también cuando se trabaja con ligereza. Proporcionará a ese espacio un cierre espectacular, transparente y liviano, al estilo de los palacios franceses.
—Y ¿sabes, Francisco? Me enorgullece decir que han sido los reyes quienes han sugerido a Giacomo que se me adjudique esa obra, que tendrán a la vista desde las ventanas de sus aposentos. Creo que serán el colofón de mi carrera. Lo siento por tu maestro, pero sé que sigo siendo el mejor entre los mejores.
—Me alegro mucho por usted, maestro. Sabe que no me gusta entrar en polémica. Bastantes quebraderos de cabeza he soportado ya en la familia Flores. Le deseo que esas rejas sean tan hermosas que ni siquiera hechas en oro por un orfebre las iguale en mérito —contestó el cerrajero con sinceridad, aun a sabiendas de que el asunto traería cola en el ámbito de su hogar.
—Gracias, Francisco. De todas formas, he recomendado a Giacomo que cuente contigo para cualquier otro encargo. No va a encontrar a nadie más competente que tú.
—De hecho —interrumpió Bonavía—, me gustaría conocer esa vieja fragua real de la que tantas veces he oído hablar. Entiendo que el prestigio de los cerrajeros Flores viene de lejos…
—Así es. Esa es una historia de siglos, en la cual yo soy un mero advenedizo, pero estaré orgulloso de presentarte a mi maestro y mostrarte el emblemático lugar en donde se fabrican las mejores cerraduras de este reino —contestó ufano Francisco.
—Vayamos, pues, sin más —rogó animoso el italiano.
El camino de regreso a la cerrajería se hizo ameno y distendido. Sebastián de Flores se había despedido de los dos jóvenes, retirándose a trabajar a su taller. El hecho de estar solos permitió a Francisco y a Bonavía charlar en confianza. A los dos les extrañaba no haberse encontrado con anterioridad. Resultó que el italiano, como escenógrafo, era un gran entendido en teatro. Por encargo de Felipe V, había elaborado decorados para el coliseo del Buen Retiro, pero al margen del teatro de corte, le gustaba empaparse del ambiente populachero que reinaba en Madrid en otros escenarios. Por ello, conocía a Pedro Castro. Tenían pues un amigo en común, pero Bonavía creía que era mucho más lo que podía unirles en el aspecto artístico. Era un amante del hierro en su vertiente noble y estaba convencido de que en España faltaban por hacer en ese oficio grandes obras que ilustraran lo mejor del barroco.
—Tú puedes ser ese gran maestro del hierro que le falta a tu país, Francisco Barranco —le animaba Bonavía—. Sebastián de Flores es bueno, y seguramente su primo también, pero, por edad, ya no tienen futuro. El futuro de ese arte te pertenece por derecho propio. Puedes hacerlo. Créelo.
—En este reino es difícil progresar como propones, Giacomo. Existe una barrera infranqueable entre los oficios manuales y las artes. Una cerradura, por más que posea una extraordinaria belleza estética, jamás será apreciada más que como un mero utensilio bien decorado. Un artesano nunca será considerado un artista, entre otras cosas, porque no le dan la misma formación —iba exponiendo Francisco al paso de su caminata, desvelando pensamientos propios que hasta entonces no había confiado a nadie—. Pero creo necesario, desde luego, luchar en esa dirección.
—Bueno, los pintores ya lo consiguieron en siglos pasados. Pasaron de artesanos anónimos a autores con reconocimiento por su estética, con nombre y apellido —apuntó Bonavía—. Y sin ir más lejos… yo mismo he logrado algo parecido, Francisco. Puedo asegurarte que la consideración que se me tenía como decorador era bien distinta a la que me profesan ahora como arquitecto. Pero sigo siendo la misma persona…, un creador de belleza. ¿Cuál es la diferencia?
—A mi entender, ninguna —afirmó tajante Francisco.
—Exacto, amigo mío. Son meras etiquetas, que no corresponden a la profunda verdad del arte en sí mismo, presente en todo lo sublime, sin importar para lo que sirve o si es simplemente inútil. Por eso mismo te animo a luchar por ese sueño. Si eres capaz de crear arte con tu oficio, ¡adelante! Darás una lección a muchos, y antes de nada, a ti mismo.
Llegaban ya a la casa de los Flores, satisfechos por el resultado de la conversación. Por suerte, José de Flores se encontraba esa tarde mejor de ánimo, y reposaba sentado en una silla junto a la chimenea, contemplando con placidez cómo Josefa guisaba la cena en los pucheros. La irrupción de Francisco, trayendo a Bonavía, interrumpió la escena familiar, pero mereció la pena. Con su encanto dicharachero, el italiano se ganó de inmediato las simpatías de padre e hija. El viejo maestro se sintió halagado por los elogios del arquitecto, a quien contó la historia de su dinastía al servicio de los reyes de España y se empeñó en acompañarle a visitar el taller contiguo. Hierros y herramientas hicieron las delicias de Bonavía, que mostró gran interés por conocer de primera mano algunos de los secretos del oficio que se manejaban en esa fragua. Bonavía aceptó con placer la invitación para quedarse a cenar y compartió con Francisco, su esposa y su suegro entrañables momentos. Al despedirse, no le cabía la menor duda de que juntos, Barranco y él, podrían hacer grandes cosas.
Hacía tiempo que Francisco no se mostraba tan exultante en la cama con Josefa. Se sentía eufórico ante las alentadoras perspectivas de su encuentro con Bonavía. Se sentía cómodo para contar a su esposa cosas del oficio, que otras veces callaba por pereza; casi siempre prefería dormir a charlar con ella. Josefa se había acostumbrado a esa templada relación sin sobresaltos, aunque seguía amando a su esposo con la misma intensidad de siempre. Se preocupaba mucho más por el futuro de Francisco de lo que él alcanzaba a imaginar. Estaba feliz, por tanto, de la nueva amistad trabada con ese italiano, que le despertaba confianza y seguridad. Sus divergencias salieron a la luz, sin embargo, cuando Francisco le relató el importante trabajo de puertas-rejas para el palacio de Aranjuez que Bonavía le acaba de encomendar a Sebastián de Flores.
—No es posible que admitas eso, Francisco —protestó Josefa, removiendo nerviosa las sábanas—. Tú sabes la falta que le hace a mi padre el dinero para saldar las deudas del embargo pendiente. Es probable que no le quede mucha vida por delante, y necesita que le adjudiquen esas obras, aunque seas tú quien las haya de ejecutar. Otra vez ese Sebastián de Flores viene a disputarle su prestigio y su buen nombre. ¡Debes impedirlo!
—Josefa, no puedo intervenir en una adjudicación que ha salido de la propia voluntad de los reyes. Yo no soy nadie para decidir en esos asuntos.
—Pero ahora conoces a Bonavía, la persona que puede influir para la adjudicación de esa obra. Utiliza entonces tu amistad con él para medrar, como hacen otros, y lograr que le den a mi padre la oportunidad de labrar su última obra, quizás su verdadera obra maestra, de tu mano y con tu ayuda…
—Lo siento, Josefa. Es imposible lo que pides. No puedo hacer tal cosa —concluyó Francisco, dándose media vuelta en la cama para dejar claro que no le apetecía seguir discutiendo.
—Entonces, si no lo haces tú, lo haré yo… —susurró para sus adentros Josefa, con el rostro encendido de enojo—. ¡Juro que lo haré!
Le faltó tiempo para salir de casa a la mañana siguiente, un instante después de que Francisco la abandonara para marchar a las ruinas del alcázar, que, poco a poco y con extraordinario esfuerzo, iban desapareciendo. Josefa se había propuesto resolver a su manera la discusión que les había separado la noche anterior. Jamás se hubiera atrevido a tomar esa decisión, si no fuera porque intuía los pocos años que le quedaban a su padre de vida. Quería procurarle una alegría que le hiciera olvidar los sinsabores pasados. Estaba segura de que nada podría proporcionarle mayor felicidad que el reconocimiento a su valía artesana, adjudicándole una obra de hierro representativa en el marco de las nuevas obras reales. Creyó que lo mejor era pedirle el favor a Sebastián de Flores, ese padre, el suyo verdadero, al que jamás había visto cara a cara, al que jamás había hablado o abrazado, y al que jamás, en definitiva, había pedido nada. Esta vez se sentía con fuerzas para hacerlo, aunque no fuera por su propio bien, sino por el de José de Flores.
Sabía de sobra dónde encontrar ese gran taller de cerrajería, en la calle de Segovia, junto a la placita de la Cruz Verde, que cualquier madrileño conocía. Josefa se había arreglado para estar ese día, como siempre era ella, aseada y bonita. La falta de sueño, debido al insomnio que le propició el enfado, resaltaba aún más el extraño color gris de sus pupilas, que precisamente había heredado del hombre a cuya puerta acudía por primera vez en toda su vida. Se atusó la falda y el corpiño antes de llamar, y golpeó después la aldaba con fuerza. Le abrió un oficial del maestro, que la hizo pasar hasta la misma entrada a la fragua, donde Sebastián de Flores había vuelto a empuñar con ilusión, después de mucho tiempo en el dique seco, tenazas y martillo para trabajar bellas rejas sobre el yunque. Al ver a la joven, soltó las herramientas de golpe, se sacó de encima el delantal de cuero y se acercó, con el asombro marcado en la cara, hasta donde esperaba Josefa. Después de la mediación de Francisco entre los dos, no les hacía falta ya pedirse explicaciones sobre el pasado. Cada uno sabía quién era respecto al otro, y cómo había sufrido la delicada situación de su parentesco. El recuerdo de Nicolasa parecía flotar en el aire, como si estuviera en espíritu, uniéndolos, sin conocerse, de una manera inconsciente. Aun así, les costó mucho iniciar la conversación.
Uno frente a otro, quedaron mirándose fijamente, sin decir palabra. La emoción les embargaba a los dos, pero ninguno quería dar rienda suelta a años de sentimientos ocultos y contenidos. Era la primera vez que, padre e hija, iban a escuchar su voz.
—Maestro Flores… —comenzó a decir con tibio respeto Josefa.
—Josefa, por favor… Aunque apenas nos conocemos, ambos sabemos quiénes somos. Sería absurdo que me llamaras… padre, pero como mínimo debes concederme que sea Sebastián para ti —interrumpió el cerrajero, tratando de romper el hielo al intentar agarrarla de la mano—. Me entristecería mucho que no lo hicieras así.
Josefa permanecía algo rígida, desconcertada, aunque la dulzura de su cara denotaba su personalidad cariñosa.
—¿Me dejas abrazarte… al menos una vez en mi vida? —se atrevió a preguntar Sebastián—. Santo Dios, te pareces a mí en los ojos, pero creo estar viendo en ti a mi amada Nicolasa.
La mención de su madre ablandó el corazón de Josefa, que instintivamente se lanzó a abrazar al viejo maestro. Permanecieron así un breve instante, sin cruzar palabra, sintiendo crecer en su interior el afecto que las circunstancias de la vida les habían hurtado.
—Eres preciosa, hija —se atrevió a musitar el maestro, acariciando por un momento la cabeza de Josefa—. Y quizás no deba llamarte así. No es mérito mío haberte criado tan bonita.
—Maestro…, Sebastián…, no sé realmente qué decir… —contestó, con la voz entrecortada por la emoción, Josefa, que veía diluirse el ánimo de exigir y reivindicar a favor de su padre con el que había llegado hasta esta casa.
—No necesitas decir nada que no quieras. Ya acordé con Francisco que este asunto de nuestro pasado quedaría zanjado para siempre. No me gustaría ponerte ahora en un apuro. Entiendo tus sentimientos encontrados, Josefa. Nada es culpa tuya —habló con ternura el maestro, tratando de aliviar la opresión que se palpaba en ambos—. Y ahora, dime, a qué debo el honor de tu visita.
Josefa respiró hondo, logrando calmar sus nervios. Recordó, con repentino pragmatismo, que su visita tenía un objetivo preciso. Jamás hubiera venido hasta allí si no fuera por eso. Inició entonces el relato sobre la forma en que había conocido recientemente a Giacomo Bonavía en su casa, gracias a Francisco, y las noticias que tenía sobre el encargo de las rejas para el palacio de Aranjuez que le habían adjudicado.
—Vengo a pedirle un favor extraordinario; una muestra de generosidad sin límites. Soy consciente de ello. Pero también me considero víctima de sus amores en el pasado con mi madre y de la enemistad entre dos parientes, José y usted mismo; una pesada carga que siempre ha amenazado con hundir a mi familia y hundirme a mí misma, y por la cual jamás he pedido nada a cambio.
Sebastián de Flores se quedó mudo de nuevo ante las emotivas palabras de su hija, que denotaban el sufrimiento moral acumulado.
—Sebastián, le pido que renuncie a trabajar con Bonavía y que al retirarse del proyecto facilite que le sustituya mi padre. Puede ser su última obra, lo necesita por prestigio y por dinero —espetó Josefa de un tirón, sin titubeos.
—No puede ser, Josefa —contestó con el mismo aplomo el maestro—. Sabe Dios que te concedería lo que me pides, pero no puedo hacerlo porque… también será mi última obra, ¿sabes?
Mostrando un cierto cansancio físico, que pareció agudizarse con las emociones, Sebastián decidió tomar asiento en una silla cercana.
—Creo que es mi obligación confesarte algo que no he dicho a nadie —comenzó a sincerarse—. También yo estoy enfermo. Sé que tengo un bulto en el estómago que acabará por matarme, más pronto que tarde. No hay remedio de matasano que pueda curarme y me encuentro cada día más débil. Esas rejas serán sin duda mi última obra, y si he aceptado hacerlas es porque después, cuando cierre mis ojos definitivamente, dejaré escrito que sea Francisco, tu esposo, quien las termine. Sé bien que él hará una obra maestra de ellas, y es él, y no mi primo José, quien merece mis favores. Aprecio mucho a ese Barranco. Tienes suerte de haberte casado con un gran hombre.
—Siento mucho lo de su enfermedad, Sebastián —contestó Josefa, impactada por la noticia—. Ahora sí que estoy desconcertada. ¿Puedo sentarme yo también? Lo necesito.
—Claro, Josefa. Toma asiento.
Quedaron otra vez en silencio, encontrando mutuamente sus miradas de una manera afectuosa, aunque llena de sufrimiento.
—Sebastián, usted en un buen maestro y un buen hombre. Y, después de todo… es mi padre. Sé lo mucho que Francisco le admira, pero yo me debo a José de Flores, ¿me entiende?
—Perfectamente, Josefa. Sabes que ya no hacen falta explicaciones…
—Usted sigue siendo un maestro reputado en el gremio y bien relacionado en la corte —insistió Josefa, como buscando nuevos argumentos—. Con eso quiero decir, que probablemente pueda conseguir de inmediato otras obras de igual relevancia que las que acaban de adjudicarle…
—Josefa, por favor, no me insistas…
—Maestro… mi padre lo necesita. Y yo he venido hasta aquí para rogárselo. Le aseguro que no ha sido fácil dar este paso. Por favor, reconsidere lo que le pido…
Sebastián se levantó de la silla. Anduvo unos pasos por la habitación, cabizbajo, meditabundo. Josefa le observaba, inquieta, compungida, con las manos entrecruzadas, esperando una respuesta.
—No puedo, Josefa. Lo siento. No puedo. Esas rejas serán mi obra maestra y te repito, será tu esposo, Francisco Barranco, quien las concluya cuando yo muera. Siento decepcionarte, pero es lo que me dicta mi conciencia.
Josefa se alzó a su vez de la silla. Entendía que la visita terminaba. No tenía sentido seguir insistiendo. Aunque no había logrado su objetivo, le repelía concluir el encuentro de una manera indigna. Si Sebastián estaba cercano a la muerte, era injusto que su hija verdadera fuera a despedirse de él de una manera agria. No estaba en la naturaleza de Josefa comportarse de esa manera tan inhumana. Las lágrimas inundaron de repente sus pupilas grises. Sebastián se dio cuenta. Se acercó hasta ella y le pasó el brazo por los hombros, consolándola.
—Tendré que aceptarlo… ¿qué otro remedio me queda? —dijo Josefa, derrotada, enjugándose las lágrimas—. Cuídese, Sebastián, cuídese. Se lo ruego. Si le soy de utilidad en su enfermedad para algo…
—Gracias, Josefa. Eres bondadosa. No te preocupes por mí, estoy acostumbrado a mi soledad. Ocúpate de José, tu padre… él es más delicado que yo y te necesita —dijo finalmente, aligerando la emoción con su fina ironía. Los dos sonrieron y volvieron a abrazarse en una cálida despedida.
Cuando Josefa caminaba de vuelta hacia su casa iba pensado que, aunque el resultado del encuentro no había sido el ansiado, daba por buena su decisión de haber hablado y abrazado por fin a su padre, de quien Francisco iba a ser brillante heredero. No contaría a nadie esta cita. A pesar de que nada habían acordado, estaba segura de que Sebastián de Flores también lo guardaría en secreto para sus adentros.