Sopesó la decisión durante una larga noche pasada en blanco, pero Francisco se decidió por fin a hacer justicia. No quería cargar en su conciencia con los actos delictivos que conocía de Félix Monsiono. Era de ley tratar de evitar que siguiera perjudicando con su carrera criminal al entorno de la familia Flores y a cualquier otro inocente que se interpusiera en su camino. Tan sólo tres días de la expulsión de Félix y Manuela del hogar familiar, Francisco se presentó ante los alcaldes de casa y corte para denunciar a Monsiono por dos causas criminales: la violación de aquella chica en Carabanchel y el intento de envenenamiento de José de Flores. Los jueces le creyeron en ambos casos. Francisco aportó testimonios verdaderos de cuanto contaba. Pedro Castro le facilitó, a pesar de la urgencia, el encontrar en el más oscuro ambiente de las tabernas a dos desarrapados que habían escuchado una vez a Félix alardear del espantoso abuso sobre aquella pobre joven. El relato impactó tanto a los honorables alcaldes como cuando Francisco contó la forma en que había descubierto el intento de asesinato de José de Flores. La historia causó preocupación debido al indudable prestigio que el viejo cerrajero del rey gozaba entre las autoridades. El boticario don Bartolomé se prestó a declarar, confirmando los hechos hasta donde tenía conocimiento. Francisco lamentó que las consecuencias de su denuncia fueran a afectar a la atontada Manuela y a su hijo; al fin y al cabo, sangre del maestro Flores, pero no le quedaría a esta más remedio que asumir su equivocada elección de marido.
La extraña pareja andaba dando tumbos por Madrid. Buscaban la posada de más baja condición que se adecuara a sus exiguas posibilidades económicas. Apenas habían tenido tiempo en esos pocos días de asimilar la desastrosa situación que se les echaba encima, ni de decidir hacia dónde encaminarse. Félix rumiaba ya la posibilidad de trabajar para otro maestro cerrajero, si es que alguno le admitía en la villa y corte, y desde allí hacer la más dañina competencia posible al taller de su suegro y antiguo maestro. Estaba convencido de que sus secretos de oficio valían oro. Pero no le dio tiempo siquiera a intentarlo. Los alguaciles, que ya le buscaban por las calles, le prendieron merodeando por las tabernas de la plaza Mayor una tarde y fue retenido durante varias semanas, en las peores condiciones, en los calabozos de la cárcel de corte. Félix Monsiono fue condenado finalmente al destierro de la capital. Durante diez años no podría acercarse a menos de diez leguas de Madrid. Francisco rezaba para que la providencia le otorgara no volver a encontrarse con ese indeseable rival durante el resto de su vida.
Félix acató sin remedio la sentencia dictada y marchó con su familia, resentido y lleno de rabia. En su beneficio se llevaba el no tener que presenciar, ya en frío, la magnitud de la destrucción que él mismo había contribuido a provocar en el real alcázar.
Una vez apagados los últimos rescoldos del incendio y recogidos del patio de la armería los muebles, cuadros y enseres evacuados del palacio, fue necesario tomar medidas urgentes para evitar que las ruinas sirvieran como campo de acción a vagabundos y ladrones, que aún podían aprovechar para robar infinidad de objetos. Algunas partes del edificio no quemadas seguían estando habitadas. Fue preciso por ello tabicar paredes, tapiar puertas, postigos y ventanas. Después, un silencio triste y melancólico se cernió sobre el esqueleto ennegrecido del alcázar.
Nadie podía concebir, sin embargo, que los reyes no fueran a reconstruir el palacio. De hecho, el fuego, lejos de hundir la moral de Felipe V, le había propiciado bríos y deseos de edificar una nueva residencia regia que dejara la impronta de los Borbones sobre la vieja dinastía de los Austrias. Iba a ser una empresa titánica, para la cual sólo haría falta la ayuda de Dios y dinero, grandes cantidades de dinero. Nada imposible para la Corona. Por delante esperaba la ingente labor de derruir lo que quedaba del alcázar, a todas luces inservible, y retirar piedra a piedra, objeto a objeto, muchos siglos de historia de España.
La ardua tarea de desescombro iba a servir ya para demostrar una extraordinaria capacidad organizativa. Se comenzó por acotar el recinto en ruinas con una alta tapia circundante, que sólo era posible traspasar a través de seis puertas, convenientemente custodiadas por seis veedores, uno por puerta, responsables de controlar a las personas y enseres que a diario por allí transitaran. Su labor de vigilancia y control estaría reforzada, además, por un regimiento de guardias suizos, llegados de la ciudad de Arenberg, para quienes se construyó un cuartel propio. Cerca de mil quinientos trabajadores, divididos en cuadrillas de veinticinco peones, con varios oficiales al frente, formaban el otro peculiar batallón dispuesto a demoler los restos de la catástrofe. La magnitud de su trabajo se correspondía a la cantidad de utensilios con que fueron provistos: veinte tornos para elevar pesos, más de dos mil azadas y palas, quinientas carretillas, seiscientas espuertas y doscientas carretas de mulas. Su jornada, entre cascotes, material incinerado y polvo, acrecentado por las necesarias voladuras con dinamita, se hacía difícil día a día.
Francisco vivía la misma incertidumbre, el mismo periodo de transición, que el resto de la villa y corte. Nadie sabía a ciencia cierta de qué manera iban a afectar los cambios a su situación personal y la de sus familias. De momento, toda la atención constructiva de la Corona se centraba en el levantamiento del futuro palacio que habría de sustituir al alcázar. Ni un solo maravedí se desviaba ahora a cualquier otro proyecto que no fuera este. El trabajo de los artesanos reales se había reducido al mínimo. Ellos, como los peones del desescombro, debían conformarse durante una larga temporada al escaso lucimiento de su trabajo y la merma de sus ingresos. A pesar de todo, en casa de los Flores y gracias a la ausencia de Félix se respiraba un ambiente sosegado. Francisco era optimista respecto al futuro y se había acoplado bien a las nuevas circunstancias profesionales. Al igual que el resto de los artesanos, cada cual en su especialidad, había sido encargado de rescatar de las ruinas del alcázar todo el material servible y reutilizable que encontrara concerniente a su oficio. Por efecto del incendio, se veía ahora abocado a realizar labores de chatarrero, escarbando entre cascotes con el fin de recuperar rejas, cerraduras y herrajes. El hierro había resistido bien el calor del fuego, por lo que fue mucho el material al que se pudo devolver un uso. Muchos habrían de servir para el futuro palacio, otros encontraron rápida venta en el mercado de hierros viejos a iglesias, monasterios y conventos. La fragua del maestro Flores se convirtió así temporalmente en una gran chatarrería, dispuesta para la refundición y remodelación de piezas destinadas a los más variopintos lugares.
Eran tiempos para la demostración del buen hacer profesional y lealtad a la Corona. Francisco se había jurado a sí mismo ser honesto y dar aviso de cuanto encontrara entre las ruinas, aunque no todos sus compañeros hacían lo mismo. No era raro encontrar entre los cascotes objetos y pedazos de metales preciosos, oro, plata, monedas, joyas, documentos o trozos de lienzos, en los cuales aún era posible apreciar la maestría de pinceladas excepcionales, detrás de las cuales estaba la mano de Tiziano, Rubens o Velázquez. A pesar de la vigilancia, muchos se las ingeniaron para sustraer esos tesoros polvorientos, que, puestos en manos de comerciantes, podían proporcionarles un dinerillo que les sacara del apuro económico que afectaba a todos por igual en ese momento. Madrid se inundó así de anticuarios y tratantes de objetos viejos; un comercio floreciente que surgió de las ruinas y distribuyó entre nuevos propietarios miles de objetos acumulados con anterioridad por la corte.
En el Buen Retiro, convertido ya forzosamente en la residencia de la familia real en Madrid hasta que el nuevo palacio estuviera finalizado en un tiempo previsible de varias décadas, Bárbara de Braganza se aburría enormemente. El aislamiento de los príncipes herederos seguía siendo un castigo inamovible. La visita a las ruinas del alcázar se había convertido en el macabro entretenimiento de moda en la corte. El panorama desolador, único, y el hormigueo de personal trabajando en su interior era un espectáculo digno de contemplar. Debido a la tapia circundante, sin embargo, sólo podía ser visto desde algunas zonas elevadas, como aquel «altillo de palacio» en el que se asentaba la fragua de Flores. El maestro, Francisco y Josefa tuvieron que acostumbrarse al trasiego repentino de lujosas carrozas, trayendo en su paseo diario a caballeros y damas, deseosos de solazarse con la curiosa visión del desescombro, que habría de ser tema en tertulias, frente a una taza de rico chocolate.
La condesa de Valdeparaíso acompañaba esa tarde a Bárbara de Braganza en su paseo. Habían salido del Buen Retiro de incógnito, para que la reina no pusiera pegas a la visita que la princesa deseaba hacer al alcázar. Para ella había algo más que las simples ruinas. Un asunto de trascendencia personal la incitaba a correr ese riesgo.
Por indicaciones de su señora, María descendió de la carroza y se acercó hasta una de las entradas de la tapia ante la atónita mirada de cuantos trabajadores pululaban por los alrededores. Era inaudito encontrar una dama de alcurnia, bella y engalanada, pisando en el derribo. Uno de los veedores, gordo y acalorado, pretendió cerrarle el paso. No era sitio para damas, le explicó. Tenía órdenes estrictas de impedir el acceso a nadie que no fuera trabajador acreditado. Con elegante disimulo, la condesa extrajo de su bolsito de terciopelo un puñado de monedas envueltas en un fino pañuelo de lino, que dejó caer con aplomo sobre la mano del vigilante.
—No necesito ir más allá —le dijo María—, si me haces el favor de avisar a cierta persona que trabaja en el desescombro. Prometo que no te pondré en apuros si haces lo que te pido.
—La señora dirá a quién debo avisar… —cedió el veedor, cuidando de que nadie le viera cerrar el trato.
La condesa se permitió la licencia de adentrarse en el recinto unos pasos. A lo lejos vio a Francisco entre las ruinas, descamisado y polvoriento, acarreando entre las manos largos hierros retorcidos que iba depositando en una carretilla. Después le vio agacharse y desenterrar una llave de gentilhombre.
—Es ese hombre, el cerrajero Barranco, a quien debes avisar. Dile que le espera en esta puerta una dama… con un encargo particular —ordenó María al veedor, que aún se mostraba reticente a tener que abandonar la comodidad de su garita para adentrarse entre cascotes. El sonido de las monedas recibidas, ya a buen recaudo en su bolsillo, le convencieron para hacerlo.
La sorpresa de Francisco ante el imprevisto recado fue mayúscula. Se abrochó como pudo la camisa y se sacudió el polvo del pelo, la cara y las manos. Se acercó raudo hasta la puerta. La alegría de encontrar allí a María, tan delicadamente engalanada como siempre, le hizo olvidarse de su rudo aspecto. El contraste entre los dos les causó un igual y mutuo impacto. Se atraían como imanes. María le pidió que la siguiera hasta la carroza, desde la cual, con las cortinas a medio cerrar, doña Bárbara se maravillaba del escenario desplegado ante sus ojos.
—La princesa necesita ayuda, Francisco, en un asunto personal e íntimo, que para ella es de gran importancia. He pensado que tú serías la persona indicada —dijo la condesa.
—Para mí sería un honor servir de nuevo a su alteza —contestó con una altanería que contrastaba vivamente con su apariencia descamisada.
—Sabes que te lo agradecerá y sabrá premiarlo…
—En cualquier caso, no es la recompensa lo que me movería a hacerlo, condesa…
—Lo sé bien, Francisco.
—¿De qué se trata esta vez?
—Doña Bárbara ha perdido en el fuego un objeto devocional singular. Lo guardaba en el pequeño oratorio de damas, junto a otros cuadros y tallas de gran valor sentimental para ella. Había entre ellos un precioso cuadro de una Inmaculada de un manto azul violáceo, que la princesa adquirió en Sevilla…
Francisco sintió un escalofrío en su interior. La casualidad había hecho que el aposento en que estuviera a punto de morir abrasado fuera ese oratorio tan querido para la princesa heredera, y que él mismo hubiera salvado con sus manos aquellas piezas que ahora doña Bárbara buscaba, con la esperanza de que algún milagro las hubiera librado del fuego.
—… Pero no es el cuadro lo que más importa a la princesa… —seguía explicando María Sancho Barona—, sino un extraordinario rosario de maderas exóticas y cuentas de oro, con un crucifijo portugués, al cual tenía gran devoción. Era el preferido de su madre, tan devota como todas las Habsburgo, y se lo regaló al venir a España. Lo cree verdaderamente milagroso. Y además, Francisco, es importante que lo recupere, porque… esas cuentas se abren por la mitad y en ellas guardaba escritos doña Bárbara muchos pensamientos, anhelos, peticiones y ruegos a Dios, que no le gustaría que fueran leídos por nadie… Y ahí ya va algo más que lo meramente sentimental.
—Entiendo… —contestó el cerrajero, que volvió a evocar con dolorosa viveza las circunstancias en que lanzó esos objetos por la ventana. Se atrevió entonces a relatarle aquellos momentos a la condesa, que quedó espantada con la idea de que Francisco hubiera podido perecer en el incendio—. Recuerdo que vi caer el cuadro y el rosario, junto a otros muchos objetos, sobre una pila de enseres medio quemados. Si se hubieran salvado de la quema y el pillaje, son los monjes del convento de San Gil quienes los habrán recogido. Ellos se ocupan de rescatar cuantos objetos religiosos salen de los escombros y las habitaciones abandonadas; los limpian, restauran, catalogan, bendicen y guardan. Conozco a uno de los frailes jóvenes que más atención dedica a esta labor.
—¿Podrías acompañarme al convento y presentármelo? Quizás tengamos suerte. La princesa ha rezado ya tanto para que aparezcan sus cosas queridas…
—Sí, ¿por qué no? Vayamos ahora. Hace rato que fray Antonio marchó de las ruinas y debe de estar ya allí.
—Gracias, Francisco, como siempre… y por adelantado —contestó María emocionada.
Quedaron en encontrarse a las puertas del monasterio de San Gil, cercano al alcázar. María subió a la carroza junto a la princesa, que la esperaba en el interior, ansiosa por conocer el resultado de la entrevista. Francisco, por su parte, se dio prisa en llegar a su casa, lavarse el torso y la cara en la palangana de agua fría, enfundarse una camisa limpia y, sin pérdida de tiempo, volver a salir hacia la cita acordada. Se sentía satisfecho y ansioso de poder servir como merecían esas damas, que ya le esperaban en la carroza de forma tan enigmática. Volvieron a encontrarse frente al portalón del convento, un austero edificio barroco, de ladrillo y granito, apreciado entre los madrileños tanto por ser una de las parroquias más antiguas de la ciudad como por su imponente torreón campanario de grandes bloques cuadrados. Francisco se presentó en la entrada como criado del rey y preguntó por fray Antonio, un monje agradable y jovial, que al rato apareció con ánimo de ser de utilidad en lo que le pedían: encontrar entre las miles de piezas recogidas, aquellas dos que tanto significaban para Bárbara de Braganza. Las muchas horas de trabajo compartidas en las ruinas, codo con codo, habían forjado entre el monje y Francisco una entrañable amistad que había hecho que el cerrajero reconsiderara la necesidad de refrescar su marchita devoción religiosa.
Le habló en ese momento al fraile de aquel cuadro de la Inmaculada, cuyos detalles recordaba a la perfección, así como de un importante rosario, que por sus características debía de ser inconfundible respecto a los demás. Fray Antonio se retiró a buscar a los almacenes, donde apilaba los enseres por categorías, dejando a la condesa y a Francisco paseando solos, uno al lado del otro, por la galería del claustro. Una especial empatía fluía entre ellos.
—Francisco, sigo dándole vueltas al manuscrito… —comenzó a hablar María Sancho en un tono de voz únicamente perceptible por el cerrajero—. No creas que he abandonado mis pesquisas durante todas estas semanas. Pensaba volver a citarte para reunirnos, pero el incendio nos ha trastocado a todos. Supuse que estarías muy ocupado.
—Y así ha sido, condesa.
—Aunque estoy segura de que has tenido al dios Marte bien presente, ¿no es así? ¿Qué pensaste después de aquel recado que te envié con mi doncella?
—Pensé que es evidente que nuestro misterioso dibujo se trata de una fórmula dedicada al hierro. Algo tan importante que un miembro de esas familias que lo poseyeron se encargó de codificar en símbolos secretos, solamente reconocibles para quienes conocieran de palabra la fórmula. Por desgracia, la transmisión oral de su significado se debió de perder hace tiempo. Las últimas personas que han estado en contacto con el manuscrito, Sebastián y José de Flores, parecen desconocerlo por completo. Creo que debe de tratarse de ingredientes y métodos para mezclarlos.
—Disfruté mucho leyendo sobre ese dios del Olimpo. Descubrí que se trataba de él por el lobo que le acompaña en el dibujo. Marte era hijo de Júpiter y Juno, y fue padre de Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad de Roma, ¿lo sabías?
—No, condesa. Apenas sé nada de los dioses antiguos —confesó Francisco sin vergüenza, pues en el fondo estaba extasiado de escuchar a la dama hablar de mitología. En boca de ella, hasta la ciencia y el conocimiento tenían un encanto inusitado.
—En principio, sus funciones eran rústicas —continuó Ma-ría—. Era un dios protector de la vegetación, la agricultura y los animales, entre los cuales su preferido era el lobo, que solía acompañarle siempre. Más tarde se convirtió en el dios de la guerra, la divinidad a quienes las legiones de Roma rendían tributo antes de partir hacia la batalla, y a cuyos templos entregaban parte del botín después de la victoria. Era un dios implacable, triunfante, agresivo y cruel, que sin embargo cayó rendido a los encantos de Venus, la diosa del amor, la única capaz de vencer la violencia de la guerra. Pero Venus era la esposa de Vulcano, el herrero de los dioses, que estando un día en la fragua, fue avisado por Apolo de la infidelidad de su esposa. Vulcano sorprendió a Venus y a Marte juntos, desnudos y abandonados a los placeres sensuales. Sin que estos se percataran, depositó sobre ellos una red de hierro, fina e invisible como una gasa, pero irrompible. Los amantes quedaron así atrapados y sufrieron el escarnio de verse observados así por todos los dioses del Olimpo, a quienes Vulcano había previamente avisado.
—Es una hermosa historia, desde luego. Intuyo que la relación de Marte con el hierro viene del uso de las armas, su atributo principal —se atrevió a sugerir el cerrajero.
—Pero aún hay algo más, Francisco, que atañe a esa escalera que aparece en el dibujo. Me fijé en sus siete peldaños y en la mano del dios Marte reposando sobre el quinto travesaño. ¿Por qué siete?, me pregunté. ¿Y por qué la mano sobre el quinto? Logré hacer indagaciones en varios libros alquímicos y creo haber encontrado las respuestas…
—¿Y… cuáles son?
—Siete son los planetas reconocidos por los alquimistas: La Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. ¿Y sabes ya cuál es el quinto?
—Sí. Acabo de saberlo… es Marte —dijo Francisco, entusiasmado con las pesquisas de la condesa.
—Exacto. En el manuscrito, el dios Marte apoya su mano sobre el quinto escalón de siete, es decir, sobre el planeta Marte, el planeta del hierro. Por si había la más mínima duda sobre su representación…
—Interesante. Enhorabuena, condesa. No esperaba menos de vuestra despierta inteligencia —concluyó Francisco, verdaderamente admirado por los talentos de esta dama, tan atractiva por su físico como por su mente.
Concluía el paseo en una esquina del claustro, donde los frailes habían acertado a cultivar unos bellísimos rosales de diversas tonalidades, que solían repartir entre las iglesias y conventos para los tributos florales a la Virgen. Francisco no pudo resistir la tentación. Se adentró en el jardín central del claustro, cortó entre las rosas rojas la de aspecto más lucido y se la entregó a la condesa. Con la flor, iba expuesto su sentimiento hacia ella. María se quedó confusa. Estaba acostumbrada a galanterías de alta alcurnia y dominaba el sofisticado arte del coqueteo, pero los halagos francos y sencillos de Francisco Barranco tenían la habilidad de desconcertarla. No sabía cómo responder a esta relación que traspasaba lo convencional, lo aprendido y acostumbrado.
—Gracias, Francisco. Es realmente preciosa. La guardaré entre las páginas de mis libros de alquimia… —comenzaba a decir la condesa, cuando en ese momento se percataron de la llegada, con sus pasos silenciosos bajo el hábito, de fray Antonio, que traía con mimo entre sus manos un paño arrugado.
—Lamento decir que el cuadro de la Inmaculada no aparece. Es probable que se desgajara del marco al caer y el lienzo se rajara hasta hacer inútil su arreglo. Alguien pudo haberlo recogido o destruido… como tantos otros.
—Fray Antonio, ¿y el rosario? —se aventuró a preguntar la condesa con inquietud.
—Del santo rosario que buscan no sólo traigo buenas noticias… sino el rosario en sí —contestó, esbozando una amplia sonrisa de satisfacción, al tiempo que descubría envuelto en el paño la bellísima pieza, con sus cuentas de oro ligeramente abolladas, pero intactas—. La princesa debe darse por satisfecha con este hallazgo. Es un objeto excepcional, apetitoso para los amigos de lo ajeno. Por otro lado, la reina nos ha reclamado el envío de las piezas de devoción más sobresalientes que atesoramos, para adecentar convenientemente su nuevo oratorio en el Buen Retiro. Es raro que este rosario no le haya sido enviado por alguno de mis hermanos.
—En nombre de doña Bárbara, le doy las más encendidas gracias por su ayuda —dijo la condesa al fraile, con sincera emoción—. Que Dios se lo pague…
—No me deis a mí las gracias, condesa, dádselas a este buen cerrajero, hombre de bien, que logró salvarlas, con peligro para su vida, y os trae hoy aquí. No solemos atender peticiones particulares que no vengan por mandato del padre prior. Caeríamos en el riesgo de entregar cosas indebidamente a quien no pertenecen… Si así lo he hecho hoy, es por el afecto en Dios que me une a Francisco.
El cerrajero se fundió en un respetuoso abrazo con el religioso. Ya sabían en el monasterio que Francisco Barranco estaría siempre a su disposición. Fray Antonio despidió a ambos con especial cordialidad, encomendándolos al Señor, pues le reclamaban otras labores en la comunidad. Con el rosario escondido entre sus manos, la condesa salió deprisa para volver a subir a la carroza, preocupada por el tiempo que la princesa había permanecido aguardando nerviosa este hallazgo, que por suerte se había producido. Al cerrar la portezuela, el cochero, ya impaciente, arrancó el carruaje de vuelta a palacio. María se dio cuenta entonces de que ni siquiera se había despedido de Francisco. Vio al cerrajero plantado ante el portalón del monasterio y sólo alcanzó a cruzar con él con una intensa mirada de agradecimiento. Bárbara de Braganza besaba mientras tanto su rosario, deseando las mayores bendiciones para quienes habían hecho posible el milagro de que volviera a sus manos.
La primera primavera después del incendio trajo consigo una infausta pérdida, no por esperada, menos sensible. Josefa preparaba la cena esa noche, cuando se presentó sin anunciarse un criado de Miguel de Goyeneche. Venía con el encargo de transmitir a José de Flores y Francisco Barranco la triste noticia del fallecimiento, esa mañana, del viejo caballero Goyeneche, don Juan, padre del joven don Miguel. Había ocurrido en su querida posesión de Nuevo Baztán, aquel pionero lugar industrial donde los dos cerrajeros, maestro y discípulo, se habían conocido. España perdía a un gran hombre, que se marchaba a los setenta y nueve años de edad, con una vida fructífera y cumplida. A la hora de su muerte, Juan de Goyeneche era sin duda uno de los hombres más ricos del país, aunque jamás había hecho ostentación de sus haberes, sino, más bien al contrario, gala de una austeridad ejemplar, ausente de toda pretensión de grandeza. Fue ante todo eficaz y realista en los negocios y uno de los primeros de esa nobleza comerciante, nuevos ricos, nuevos titulados, preocupados por la creación de fábricas y riqueza, que surgió con la llegada de los Borbones. El maestro Flores lamentó mucho la mala noticia. Recordaba con nostalgia aquellos tiempos en que gozaba de buena salud y realizó hermosos trabajos para las casas del viejo Goyeneche en Nuevo Baztán, junto a su también añorado amigo José Benito de Churriguera. El viejo Churriguera había sido como un hermano para él, y no como ese malnacido de su sobrino, que le había llevado recientemente al engaño y la ruina. Flores se encontraba ya en la tesitura de que cualquier cuestión del pasado le parecía infinitamente mejor que el presente. Después de todo, creía que su único futuro pasaba por seguir el mismo camino de las personas que admiraba y ya habían fallecido. Es decir, el camino de la tumba. Pretendía viajar hasta Nuevo Baztán al día siguiente para asistir a la sepultura de ese caballero que había venerado, pero Josefa no quiso permitírselo. A su juicio, su padre estaba demasiado enfermo como para soportar los vaivenes del viaje.
Francisco, sin embargo, decidió de inmediato que marcharía a Nuevo Baztán con las primeras luces del sol. El criado de Goyeneche le aseguró que podría hacerlo en cualquiera de los carros de mercancías que a diario transitaban entre Madrid y las fábricas de aquel lugar. Desde que había escuchado otra vez el nombre de esa localidad, tenía encogido el estómago. Esa noche no tuvo apetito para cenar. Sabía que algún día debería regresar allí y enfrentarse al dolor de visitar por primera vez la tumba de su madre. Quizás había llegado la hora de hacerlo.
Llegó a Nuevo Baztán subido a un carro que había trasportado a la capital grandes cantidades de papel, procedentes de la última fábrica creada recientemente por el viejo Goyeneche. A pesar de que salió bien de madrugada, con tiempo suficiente para recorrer el camino, cuando descendió de la carreta, el sepelio ya había terminado. Esas calles limpias y rectilíneas le trajeron inmediatos recuerdos de su breve paso por allí cuando era sólo un muchacho empobrecido por la muerte repentina de un padre, que de haber vivido le habría proporcionado otro estatus diferente. De todas formas, ya no lamentaba la existencia que le había tocado experimentar, salvo cuando se enfrentaba a su dilema con la condesa de Valdeparaíso. Disfrutaba en general de lo que era y soñaba intensamente con lo que aún quería ser.
Decidió acercarse hasta la bella residencia de los Goyeneche que presidía Nuevo Baztán, en cuyo frente esperaban alineados los lujosos carruajes de los tres hijos del difunto y sus acompañantes. Desde el exterior se presentía el bullicio de caballeros, damas y criados atareados en su servicio, que llenaban en esos días los aposentos del palacio familiar. Una doncella le abrió la puerta y, tras presentarse por su nombre y profesión, Francisco pidió que avisara a don Miguel. Al momento, le hicieron pasar al zaguán, donde poco después apareció el caballero. Su ropa de luto, desde las medias al calzón, la chupa y la casaca, le aportaban un aire de fúnebre solemnidad al cual Francisco no estaba acostumbrado. Por ello, su carismática y poderosa apariencia le impresionó aún más, aunque realmente era Goyeneche el asombrado por la presencia allí del cerrajero.
—Tanto el maestro Flores como yo agradecimos mucho que nos hicierais partícipes de la noticia del fallecimiento de vuestro padre —comenzó a explicar Francisco—. Mi suegro quiso venir a rendir homenaje a su antiguo patrono, pero en verdad no está en condiciones de viajar. Pensé que quien estaba en la obligación de llegar hasta aquí era yo. Fue gracias a don Juan de Goyeneche que mi vida tomó el rumbo en el que me hallo. Era de justicia que viniera a demostrar mi gratitud. Y además… vengo a conocer la tumba de mi madre y a depositar en el lugar donde reposa una ofrenda que desde el cielo le alegrará ver…
—Eres un hombre cabal, Francisco. Sabes que te aprecio y te tengo en alta consideración. Es emocionante que te hayas decidido a realizar este viaje en honor a mi padre… pero sobre todo, a tu madre —dijo Miguel, imprimiendo una sincera emoción a sus palabras—. Permíteme que te facilite la visita a la cripta de la iglesia y cuantas gestiones desees hacer a ese respecto. Recuerda que te lo ofrecí hace tiempo. Ahora toca cumplir mi palabra.
María Salado había sido sepultada en el lugar destinado a los trabajadores y moradores de Nuevo Baztán, en la cripta de la iglesia de San Javier, junto a los cuerpos de otros tantos fallecidos en parecidas circunstancias. Por indicación de Goyeneche, el viejo párroco, que aún se hallaba limpiando cálices y patenas después del solemne funeral que acababa de celebrar, se prestó a revisar en el libro de difuntos los datos que figuraban sobre la muerte de esa mujer. Examinó concienzudamente varias páginas, hasta encontrar lo que buscaban: apenas el nombre, la fecha y el número de nicho en el que se la inhumaba. No constaba que hubiera dictado testamento ante un escribano, ni tampoco ningún dato adicional más. Todo tan escueto como el propio enterramiento, que Francisco conoció al descender a los fondos de la iglesia, acompañado por Goyeneche. Ni una mísera lápida recordaba a su madre. Era el destino habitual de quienes no podían costearse un panteón o un túmulo en un recinto sagrado. Se hincó de rodillas en el suelo de aquella estrecha y húmeda nave que formaba la cripta y rezó. Se alzó después con el rostro contenido de emoción, extrajo del bolsillo de la chaquetilla su llave de maestría, que traía concienzudamente preparada desde Madrid, y después de besarla la depositó sobre un poyete cercano a los nichos. Era el mejor homenaje que podía hacer a su madre. Un trance doloroso, pero necesario, para cerrar por siempre las heridas del pasado. Quizás por ello, el camino de regreso a la villa y corte fue, por el contrario, una mirada ilusionante hacia el futuro.
Miguel de Goyeneche se ofreció a llevarle de vuelta en su carruaje. Tendrían tiempo así de conversar y retomar algunas cuestiones que durante los últimos tiempos, por efecto de la conmoción provocada por el incendio del alcázar, tenían abandonadas.
—El rey ha vuelto a las andadas —comenzó a decir el caballero—. Su enfermiza melancolía vuelve a atacarle, después de esa esperanzadora recuperación que experimentó al regresar a Madrid. Y lo peor es que descarga su cólera, como siempre, contra la reina.
—¿Y es doña Isabel quien vuelve a tomar decisiones en el gobierno?
—Así es. Su influencia es decisiva en todo cuanto se propone. Es tozuda y obsesiva. Primero fueron las guerras de Italia que provocó para colocar a sus hijos en los tronos de Nápoles y de Parma; ahora es el asunto de la construcción de un nuevo palacio real sobre las ruinas del alcázar…
—¿Qué hay de eso? —preguntó con curiosidad Francisco.
—El levantamiento de ese palacio se ha convertido en la principal preocupación de los reyes. No es de extrañar. Pretenden que sea algo más que una residencia regia. Debe ser la sede y el símbolo de una monarquía poderosa y con prestigio. Si hay algo que distraiga a don Felipe es la cultura, el arte. Y su esposa le empuja a que se ocupe de estas cuestiones con ahínco. Por esa razón, la elección de arquitecto para diseñar ese colosal edificio se ha convertido en verdadera cuestión de Estado. Y el gusto y la opinión de Isabel de Farnesio han acabado, cómo no, imponiéndose también en esto.
—¿De veras? ¿Qué decisión han tomado?
—Después de sopesar detenidamente diversos arquitectos es-pañoles y extranjeros, los reyes finalmente se han decantado por un artista de renombre internacional, un italiano, compatriota de la reina.
—¿Se sabe ya su nombre?
—Se llama Filippo Juvara. Conozco poco de él, salvo que debe estar a punto de llegar a Madrid. Ya ha sido contratado y se le exigió que se presentara en España, dispuesto a diseñar un grandioso palacio cuanto antes.
—No me negaréis, don Miguel, que ver cómo se construye algo de tal magnitud será para todos una experiencia fascinante.
—Te confieso, Francisco, que tengo sentimientos encontrados respecto a eso. Por un lado, serán malos tiempos para nuestros proyectos. Los gastos y el interés de la Corona se centrarán en esa obra, y todo lo demás habrá de sufrir un necesario reajuste. Fíjate en los negocios de mi padre. Deja fábricas prisioneras de cientos de jornales que hay que pagar, pero los privilegios de la Corona y las contratas oficiales que antes se nos concedían han empezado a decaer. Pronto, ni mi hermano ni yo podremos sostener esta industria. Tiempo al tiempo.
—No debéis ser tan pesimista. ¡Cuántos desearían estar en vuestro pellejo, aunque fuera con una ruina en ciernes! —exclamó Francisco.
—Y no lo soy, Francisco. Soy consciente de que la construcción del palacio traerá novedades al reino, gente diferente, ideas nuevas y necesidades de suministro, desde los materiales básicos hasta los bellos objetos que decorarán su interior, que pueden proporcionar a muchos pingües beneficios. Entre ellos, el del hierro…
—Por supuesto…
—Ahora quizás venga una época a mayor gloria de los arquitectos, pero pronto, antes de lo que imaginemos, llegará otra vez el protagonismo de los empresarios. Por ello, que no decaiga tu ilusión en nuestro proyecto industrial… Ya me has sido de gran utilidad, Francisco. Lo sabes. Pero aún nos queda mucho recorrido juntos…
—Descuidad. Jamás he pensado en abandonar mis estudios sobre la conversión industrial del hierro en acero. Sólo que las circunstancias actuales en el alcázar reclaman de mí funciones más modestas, que aun así debo cumplir con el mismo afán de perfección en mi oficio…
—Vuelve a la biblioteca de mi casa cuando puedas. Sabes que tienes las puertas abiertas. Y ese maldito Réaumur te está esperando. Por cierto, ¿has sacado de él ya algo en claro?
—Sinceramente, creo que ese francés anda tan despistado en los secretos del hierro como nosotros… —dijo Francisco en un irónico tono socarrón, que hizo reír a Goyeneche.
—¿Y cómo te va en tu vida matrimonial? ¿Te complace tu esposa? —preguntó Goyeneche con descaro y confianza masculina.
—No puedo quejarme, don Miguel. Josefa es una buena mujer. Vive para mí, sin más pretensiones.
—En el fondo, te envidio. Mírame a mí, todavía soltero. Y no es porque yo sea un mal partido, ¿verdad? —dijo de nuevo entre bromas—. Pero ya ves, así es la vida… mi lecho vacío de compañía femenina.
—Perdonad mi atrevimiento, don Miguel, pero no creo que un caballero como vos esté solo… ¿Y qué me decís de la condesa de Valdeparaíso? —preguntó Francisco, simulando no saber nada, con el ánimo de satisfacer aún más su dolorosa curiosidad sobre este asunto.
—María es una gran mujer, al igual que tu esposa… —dijo el financiero con una media sonrisa esbozada en los labios y los ojos brillantes, como animados por buenos recuerdos—. No puedo negar que la que he amado mucho. Realmente hubiera querido en otros tiempos que fuera mi esposa, pero el destino nos ha preferido separados, y tras el destino, la política se nos ha interpuesto. Es ella quien ha abandonado mi cama, quien ha puesto punto final a nuestros encuentros. No comparto su decisión ni la entiendo, pero soy práctico. Tiene su esposo y pronto tendrá otro amante que la corteje. Y yo, probablemente, también. Difícil entender los caprichos de una mujer, enamorada o desenamorada… Créeme, Francisco, lo que te he dicho: te envidio.
Le dolía al cerrajero escuchar hablar de la condesa en un tono tan frívolo. Sabía ya que era una mujer de espíritu sensible y admirable curiosidad intelectual, detrás de su ostensible belleza. Le había alegrado escuchar, sin embargo, que el fin de su relación con Goyeneche era un hecho.
Se acercaban ya a las afueras de Madrid, por el camino de Alcalá de Henares, cuando el caballero, en medio de esa entretenida conversación que había hecho parecer tan corto el viaje, se acordó repentinamente de un último detalle. Buscó en el bolsillo de su casaca y, para estupefacción de Francisco, sacó de él la llave de maestría que el cerrajero había depositado en la tumba de su madre.
—Me gustó mucho tu gesto, Francisco. Denota una generosidad de corazón extrema, pero permíteme la intromisión… es un gesto inútil. Tú has cumplido con tu obligación de buen hijo, pero esta pieza es demasiado hermosa e importante para ti, como para dejar que se pierda para siempre. Los muertos no necesitan estas cosas materiales —le dijo, alargándole la llave—. Guárdala a buen recaudo, o cuando menos, dásela a alguien que pueda disfrutar de su belleza como merece. Desde luego, es una pieza maestra. Y no tengas cargo de conciencia por haberla retirado del sepulcro de tu madre. Ha sido, simplemente, idea mía.