Al cabo de una semana, Francisco volvió a toparse en la calle con la doncella de la condesa de Valdeparaíso. Esta vez se sintió extrañamente incomodado por el repentino encuentro. En las estrechas callejuelas del barrio de palacio las paredes oyen, se decía. Resultaba difícil que la coincidencia entre dos personas pasara desapercibida, aunque fuera fortuita. Era la segunda vez que en pocos días se veía a Teresa esperando a Francisco, y cualquier vecino podría dar pábulo a comentarios maliciosos. Imaginó que era portadora de un mensaje de la condesa y no quiso, a pesar de sus recelos, perderse el encuentro. Se acercó hasta ella. Esta vez no era una nota escrita, sino un mensaje de palabra lo que Teresa traía. Por razones que Francisco ignoraba, la condesa tenía plena confianza en su criada y no había querido dejar rastro del recado que le enviaba.
—Tú dirás… —le dijo escuetamente el cerrajero, tratando de abreviar en lo posible esta reunión callejera.
—Mi señora me manda decirte lo siguiente: «Ese dios guerrero con el lobo a sus pies es Marte, y Marte es la representación del hierro».
—¿Sin más?
—Tal cual. Sin más.
—Gracias, Teresa. Es suficiente. Supongo que tu señora te ha hablado de la importancia de tu mutismo…
—Sobra el comentario, cerrajero… Sé bien lo que hago, y cuanto hago es por el bien de mi señora —concluyó la doncella, imprimiendo a sus palabras un aire de dignidad ofendida, que dejó a Francisco abochornado.
La despidió y vio partir atravesando las mismas calles que hasta allí la habían conducido, cruzándose en la esquina con una muchacha que llevaba en su regazo un niño. Distraído, el cerrajero había comenzado ya a cavilar sobre la importancia del escueto mensaje recibido. Si el personaje representado en el manuscrito era el dios Marte, a la vez un símbolo del hierro, era evidente que todo el dibujo era una alusión, una fórmula, tal como él imaginaba, referida al tratamiento de ese metal. Era indudable el interés que desentrañaba su comprensión.
Esa tarde Francisco regresó al hogar arrastrando un pesado cansancio. El trabajo en el real alcázar había aumentado extraordinariamente en los últimos tiempos.
Tras su instalación de nuevo en Madrid, Felipe V había decidido emprender en el rancio edificio reformas decorativas en algunas de las salas de aspecto más anticuado. La familia real pasaba por ello poco tiempo entre sus muros centenarios y alargaba sus estancias en el Buen Retiro y cuantos palacios habitables poseía en los alrededores de Madrid: Aranjuez, El Pardo, San Lorenzo de El Escorial o La Granja de San Ildefonso, cuyos amplios entornos de jardines y bosques convenían mejor a la salud del rey. Pero las largas ausencias del histórico alcázar estaban dotando al edificio de un lamentable aspecto de abandono. Más vacío de criados que ninguna otra residencia y sin apenas vigilancia exterior, sus puertas de entrada habían intentado ser forzadas varias veces por saqueadores y maleantes, que en extraña mezcla con los vagabundos que buscaban refugio bajo la arquería de la plaza principal, amenazaban con convertir el monumental conjunto regio en un antro de delincuencia. Un mozo del servicio de palacio había sido degollado en un altercado en las mismas puertas del alcázar. Incluso los aledaños de la fragua real, colindante al palacio, habían dejado de ser seguros. Francisco aconsejaba a Josefa y a Manuela no salir de casa después de la puesta de sol, cuando las calles quedaban envueltas en sombras. Por suerte, la casa del rey decidió tomar medidas estrictas para detener cuanto antes los abusos. Un servicio de centinelas al exterior, el cambio de cerraduras en todas las puertas y la llave echada en los salones, aposentos reales y despachos de mayor interés fueron las decisiones más acertadas.
Francisco, como cerrajero real, tuvo que trabajar así muchos días a destajo. Deseaba llegar a casa para disfrutar de una suculenta cena y un bien merecido reposo. Le molestó por ello que su esposa lo recibiera esa tarde arisca y cariacontecida. Josefa no respondió a su habitual saludo e hizo ostensible el rechazo a cualquier muestra de afecto que Francisco intentaba. Con la cena servida en la mesa, la joven evitó en todo momento cruzar palabras y miradas con él. Era extraño que Josefa se comportara así. Desde que se casaran, jamás la había visto tan huraña. Francisco fue consciente de que algo serio había sucedido durante su ausencia, y que quizás se correspondía con los gestos sarcásticamente burlones con que Félix intentaba provocarle desde que había entrado por la puerta. Por ello, evitó pedir explicaciones a Josefa hasta que no pudieran hablar en la intimidad de su cuarto.
Esa noche, los llantos y quejas de Josefa, sin embargo, pudieron escucharse en toda la casa. Desesperada, le echaba en cara a Francisco su evidente infidelidad. No podía negarlo, le habían visto varias veces en la calle con otra mujer. Josefa creía saberlo todo. Era la criada de una aristócrata que había estado en Sevilla y estaba convencida de que allí ya había mantenido relaciones con ella. Se lo había contado Manuela, que esa misma mañana les había sorprendido conversando en susurros en una calle cercana a la fragua. Y, al parecer, no era la primera vez que los habían visto juntos. Francisco entendió entonces el significado de las burlas de Félix. Él y su atontada esposa eran quienes estaban malmetiendo a Josefa contra él en base a calumnias que, a pesar de todo, no podía desdecir. Era imposible que pudiera dar explicaciones sobre el asunto del manuscrito, sus investigaciones de la mano de la condesa de Valdeparaíso, su especial vínculo con ella y la presencia de la doncella Teresa como mensajera de confianza entre ambos. Confiaba en que Josefa simplemente le creyera en la negación de la infidelidad que se le imputaba y que con el paso de los días entrara en razones.
Era cierto que la infidelidad de Francisco hacia Josefa no era física, y que además los calumniadores se habían equivocado de mujer. Sin embargo, no podría jurar a su esposa que su mente, su espíritu, su deseo amoroso estuviera plenamente con ella, sino del lado de otra dama. Esa era la contradicción en que vivía Francisco y la contradicción en que se movía su sociedad. Si fuera caballero, volvía a repetirse una y otra vez, nada de esto ocurriría así…
Mientras tanto, obligado por su propia esposa, se veía forzado a dormir en el antiguo catre de la habitación de los aprendices, maldiciendo una vez más al oficial; buscando la manera de resarcirse de esta nueva infamia.
El encontronazo fue inevitable, por más que José de Flores clamaba a sus hijas desde la cama para que trataran de poner distancia entre sus maridos. Francisco y Félix se vieron las caras, otra vez, de buena mañana, ya trabajando en la fragua.
—Crees que te has salido con la tuya, ¿verdad, Francisco? —gritaba rabioso el oficial, blandiendo en su mano derecha el grueso martillo con el que estaba machacando en el yunque—. Imaginas-te que con casarte con Josefa y lograr que tus caballeros de postín te recomendasen en palacio ibas a lograr pisotear mi derecho a suceder al maestro… Se te olvida que yo llegué a esta casa antes que tú y crees que puedes ignorar mi antigüedad, ¿no? Pues, ¡no voy a dejarte! ¡Juro que voy a quitarte ese cargo que acaban de concederte, aunque sea lo último que haga en esta vida!
—Tú no vas a hacer tal cosa —contestó con pretendida serenidad Francisco, sin perder de vista un segundo la mano de Félix que sujetaba el martillo, mientras se acercaba con disimulo al banco de trabajo donde reposaban unas pesadas tenazas.
—Lo haré —volvió a rugir Félix—, porque voy a contar, a quien quiera escucharme, que Josefa es hija de Sebastián de Flores. Estoy decidido a hacerlo. No me importan tus amenazas sobre el azufre, porque demostraré que lo utilizaba para los trabajos de fragua y nadie dará pábulo a tus acusaciones…
—Podrás hacer eso, pero… —reaccionó Francisco en defensa propia, con la misma malicia— quizás no puedas librarte de ir a prisión por la violación de aquella chica que vejaste en Carabanchel, cuando te largaste dejando sola a Manuela en el parto del niño… —se atrevió a incriminarle, seguro de que acertaba, aunque no pudiera realmente demostrarlo—. Hay gente que lo sabe y te acusa de ello, porque hablas demasiado cuando vas borracho. Conozco a personas influyentes a quien acudir para llevarte si es preciso a la horca, si haces algo que pueda perjudicar a Josefa.
Mudo y desencajado, el oficial dejó caer el martillo al suelo con estrépito. Su mirada cargada de odio denotaba la contención de una extrema violencia. Sabía que al callar estaba otorgando veracidad a la acusación, pero en ese momento no supo cómo reaccionar. Cometió aquel crimen, como siempre, tras una ingesta desmesurada de alcohol y cuando estaba sereno le remordía vagamente la conciencia, no por el daño infligido a aquella muchacha, sino por el perjuicio que le podría causar si llegaban a detenerle. En el fondo, era un cobarde.
Asqueado del inmundo ser humano en que se había convertido Félix, y apiadado de él, aunque le costara reconocerlo, Francisco decidió poner fin a la acalorada pelea, a sabiendas de que moralmente siempre resultaba el vencedor de la misma.
—Y ahora quiero que aclares a Josefa que mi supuesta infidelidad con esa criada es una patraña de Manuela y tuya.
No fue necesario que así lo hiciera, puesto que en ese preciso instante fue la propia Josefa quien entraba en la fragua, alarmada por las voces. Había escuchado, de principio a fin, toda la controversia. De nuevo se veía intercediendo entre los dos hombres. Desconcertado, Félix abandonó el taller apartando de su camino con malos modos a su cuñada. Francisco y Josefa se quedaron solos. Ella se reconocía triste, hundida, afectada por los conflictos que se acumulaban en esa casa y que parecían no tener final. Pidió a su marido perdón por haber dudado de su lealtad. Se sentía realmente avergonzada y, al mismo tiempo, conmovida por la manera que su esposo había defendido su honor. Ambos estaban deseando reconciliarse y darse mutuo apoyo frente a ese enemigo común. Se abrazaron tiernamente, aparcando sus últimas diferencias. Francisco pensó que era el momento de abordar una importante cuestión pendiente:
—Josefa, no podemos estar de por vida atados al chantaje de ese malnacido. He pensado que debes resolver dignamente lo de la identidad de tu verdadero padre.
—No, Francisco. No estoy preparada para ello.
—En algún momento tendrá que ser. Si no te sientes con ganas de hacerlo, y me das permiso, seré yo quien se lo cuente a ambos, José y Sebastián de Flores. Lo haré de la forma más considerada posible. Será lo mejor para todos, porque a nadie interesa ya una polémica a costa de una historia íntima del pasado. Así evitaremos que Félix siga intentando hacernos chantaje.
—Si tú lo dices, será lo mejor. Pero entonces, déjame que sea yo quien relate a mi padre del alma, José, las últimas confidencias de mi madre. Viniendo de mis labios todo será menos traumático. Recordaremos a Nicolasa, lloraremos, nos abrazaremos y nos querremos aún más, aunque no seamos padre e hija de sangre. ¿A quién le importa eso cuando existe verdadero amor filial entre nosotros? —dijo Josefa, con la emoción en la voz.
—Estoy seguro de que Sebastián reaccionará con la misma dignidad que su primo. Me precio de conocer algo de su personalidad y puedo asegurarte que es un gran hombre.
La reunión iba a celebrarse en el claustro del convento dominico de santo Tomás, un valioso edificio, patronazgo en el siglo anterior del conde-duque de Olivares, cuyos majestuosos espacios servían anualmente para las reuniones de las numerosas corporaciones de artesanos que sustentaban la riqueza comercial de Madrid. Con más de un centenar de maestros asociados, el gremio de cerrajeros madrileño podía presumir de su importancia entre las instituciones de artes y oficios de todo el reino.
A pesar de su enfermedad, José de Flores se negaba a dejar de asistir a la cita gremial, como cada año, puesto que su voto como veedor perpetuo y servidor del rey era siempre decisivo a la hora de aprobar ordenanzas y tomar decisiones. Era la primera ocasión en que Francisco Barranco iba a estar presente, con pleno derecho, entre los más viejos del oficio. El estreno de tal honor le hacía sentirse importante. Tenía pensado estar atento a cada palabra que allí se pronunciase e intervenir en algún debate para hacerse notar, dejar constancia de su presencia y sus opiniones. Ayudó a José de Flores a caminar, torpemente agarrado a su brazo, hasta la calle de Atocha donde se ubicaba el edificio. Hacía rato que las campanas habían tocado las doce, lo cual suponía que la reunión ya habría comenzado, pero por más que Francisco tiraba de su maestro, era difícil avanzar más rápido. Al entrar en el claustro asignado, los asistentes se levantaron en honor a José, al cual habían reservado un sitio destacado entre los bancos. Francisco hubo de retirarse al lugar donde se ubicaban los maestros neófitos. Desde allí, discretamente situado, recorrió su vista de cara en cara, reconociendo rostros y nombres. Pudo ver que Sebastián de Flores también se hallaba en un lugar principal. No había vuelto a tener noticias de él desde que supo que estaba de viaje en Vizcaya. Lo miró con curiosidad y extrañeza al ver que formaba parte de la congregación.
Uno de los veedores anuales inició la reunión con los habituales rezos a San Pedro y la Virgen de la Soledad, patronos espirituales del gremio. Acto seguido dio la bienvenida a los nuevos maestros, entre cuyos nombres figuraba el de Francisco, que al sentirse nombrado notó el gesto de satisfacción y complicidad que le dedicaba Sebastián de Flores. Supuso por ello que habría leído la nota que le dejó en su casa. Cada paso de la cita discurría cordialmente, incluida la revisión de las finanzas gremiales y las pertinentes quejas sobre el exceso de impuestos gubernamentales, hasta que salió a colación el tema central de la jornada.
El gremio de herreros, principal rival de los cerrajeros, en una ciudad como Madrid donde sólo una delgada línea dividía la especialización de los oficios, pretendía llevarles a pleito ante la justicia por invasión de competencias. El protagonista de la disputa era Sebastián de Flores, al que se acusaba de trabajar en facetas del hierro que no le competían, contraviniendo un antiguo convenio entre los dos gremios. A costa de la actitud de Sebastián, los herreros exigían una severa multa. El tono del debate y las protestas fueron en ascenso entre todos los maestros; todos menos uno, porque Sebastián no decidió hablar hasta que se hartó de recriminaciones y demandas para que asumiera la multa y abandonara sus aventuras industriales con el hierro. Se alzó de su asiento con decisión y mandó callar a todos. Su discurso los dejó boquiabiertos. Francisco admiraba cuanto el maestro decía, haciendo claros gestos de aprobación con la cabeza.
Sebastián de Flores relató con amarga indignación el asalto que había sufrido en la fragua durante la semana anterior. Aprovechando su viaje a Vizcaya, tres representantes del gremio de herreros, acompañados de un escribano, se habían presentado de improviso, entrando por la fuerza en el taller. Inspeccionaron con especial alevosía todos sus rincones, sus hornos y maquinarias; obligaron a sus oficiales a prestar declaración y pretendieron requisarles obra realizada, materiales, dibujos y plantillas. Ahora querían llevarle ante la justicia y solicitar una multa tan abultada que le obligaría al embargo. Lo que más le dolía era la falta de solidaridad de sus compañeros.
—Estáis ciegos, amigos míos; ciegos y paralizados por el atraso. Aún me asombro de vuestra mentalidad arcaica y cicatera —habló en tono de arenga Sebastián de Flores—. Empiezo a pensar, como muchos otros, en la inutilidad de los gremios, más preocupados por entorpecer el progreso individual de cualquiera de los miembros que destaque, que de procurar el verdadero avance de su conjunto. Tenemos delante de nuestras narices un mundo de nuevas posibilidades industriales del hierro, un mundo aún por explorar y descubrir. Pero a vosotros, como a nuestros compañeros herreros, sólo os preocupa que yo pueda trabajar el hierro de una forma que no me compete, según qué absurdas ordenanzas. Os fijáis en las ramas más cercanas y no veis la amplitud del bosque. Os auguro que jamás pasaréis de ser meros artesanos, porque por encima de vosotros hay ferrones y financieros dispuestos a comerse ellos solos el pastel de la fabricación industrial del hierro y el acero. Vosotros seguiréis mientras tanto debatiendo minucias y ordenanzas inútiles. Os lo digo, este sistema es obsoleto, impide la progresión y está podrido por las envidias. Así ha ocurrido con la fábrica de hojalata de Ronda, recientemente auspiciada por la Corona y ya arruinada por obra y gracia de las ferrerías vascas, que haciendo uso de viejos privilegios, le han hecho el boicot para impedir que acapare el mercado de las colonias americanas. Y eso mismo es lo que pretenden y pretendéis hacer ahora conmigo: boicotear mi trabajo… haciendo caso a las envidias.
Un murmullo interrumpió las últimas palabras de Sebastián de Flores, que concluyó con su particular declaración de intenciones.
—Podéis imaginar que no voy a ceder, ni dejar que nadie aplaque mi deseo de progreso. Ahora tenéis dos opciones: obligarme a pagar esa multa que me exigen y arruinarme, o solidarizaros con mi causa y luchar por la libertad de acción y progreso de nuestro gremio.
Tras el tumulto de opiniones contradictorias que generó el discurso del maestro, la votación entre los presentes demostró su capacidad de liderazgo. Los cerrajeros se avenían a defender la causa de Sebastián de Flores como si fuera propia. Le nombraron su representante en el juicio que se abriría contra la competencia.
Al salir del convento de Santo Tomás, Francisco se percató de que José de Flores trataba de esquivar ostensiblemente a su primo, indudable protagonista de la reunión. Dado que debía ir agarrado a su brazo para que no tropezara, no quiso forzarle al encuentro, aunque deseaba con todas sus ganas saludar a Sebastián de Flores y felicitarle por su intervención. Decidió acompañar al viejo maestro hasta el hogar y marchar raudo, sin dar explicaciones, al encuentro del otro, que seguro ya habría llegado a su propio taller. Y así era. Allí lo encontró, como siempre, esperando su venida como si fuera obvio que Francisco estuviera obligado a aparecer por allí.
Sebastián acaba de llegar de su viaje por el norte, que finalmente se había alargado durante unos meses, ante el interés del reconocimiento de numerosas ferrerías y menas de hierro. La hospitalidad que había encontrado entre ferrones y maestros de gremios locales le había retenido más tiempo del que imaginaba. Después de relatarle algunos detalles de su recorrido, y de los mutuos parabienes sobre la maestría de Francisco y el éxito de Sebastián en la reunión gremial, la conversación fue derivando hacia asuntos más personales.
Siempre había deseado tantear a fondo el conocimiento que Sebastián de Flores tenía sobre la existencia del raro manuscrito sobre hierro y cerrajería en posesión de su primo José. Le preguntó si sabía algo sobre el paradero de un libro de extrañas recetas del oficio que, al parecer, según una leyenda que le habían relatado, fue propiedad de un gran artesano en Madrid. Prefirió no revelar a Sebastián el hecho de que él mismo sabía dónde se hallaba ese manuscrito, que ya había pasado por sus manos y era parte de sus continuos desvelos.
Sebastián volvió a remover los recuerdos de su niñez y empezó a contarle una historia similar a la que Nicolasa había revelado a su hija en el lecho de muerte. Le habló del manuscrito que perteneció a la familia de arcabuceros Asquembrens, antepasados de Nicolasa, y que fue robado por los Bis, ascendientes de Sebastián, origen de la enconada enemistad entre las dos familias que impidió su matrimonio. Le relató igualmente las desgraciadas circunstancias de ser huérfano de padre y madre, junto al hecho de que Sebastián quedara por ello como único heredero de ese libro, del que oyó decir en su infancia que estaba repleto de viejas fórmulas, transmitidas oralmente de padres a hijos y de maestros a discípulos, durante siglos, desde ciudades de Oriente donde se trabajaban los mejores aceros. Sebastián sospechó siempre que su padre adoptivo, tío y mentor, el gran cerrajero Tomás de Flores, padre de José, aprovechando su orfandad, cedió a la tentación de poseer ese mítico manuscrito, tan deseado por todos, que sustrajo impunemente de las pertenencias de Sebastián y desde entonces hizo suyo.
—No me extrañaría que ese libro estuviera escondido, guardado a buen recaudo, por José —siguió hablando Sebastián—. ¡En-cárgate de buscarlo tú, Francisco! Tendría maldita gracia que Nicolasa, a cuya familia perteneció originariamente, lo hubiera tenido toda su vida cerca, sin saberlo. De cualquier modo, si fuera así, estoy convencido que ese torpe de mi primo no ha sido capaz de desvelar lo que contiene dentro. No está capacitado para ello.
La frase hizo pensar a Francisco que un día sería él quien demostrara sus talentos, al sacar a la luz el misterioso significado de las fórmulas contenidas en el libro. Mientras tanto, era preciso callar. Nadie podría pensar, ni mucho menos, que el joven cerrajero y la condesa de Valdeparaíso tenían pleno conocimiento del asunto.
—Maestro, quería contarle además que me he casado con Josefa de Flores… —dijo Francisco, atrayendo la atención sobre la principal cuestión que deseaba tratar.
—Enhorabuena, muchacho. Has hecho lo que todo discípulo con mínima inteligencia debe hacer: casarse con la hija del maestro.
—Y sobre eso quería hablarle… en confianza… si me lo permite.
—Claro, Francisco. ¿Qué pasa?
—Verá, antes de morir Nicolasa, durante sus últimas horas de vida, hizo una importante confesión a su hija mayor, Josefa…
—Ya, ¿y qué debo esperar de esa confesión? —preguntó Sebastián de forma seca, empezando a incomodarse.
—Lo diré sin rodeos. Josefa no es hija de José de Flores. Nicolasa ya estaba encinta cuando contrajo matrimonio con él. Es decir, que Josefa, en verdad, es fruto de una relación previa de Nicolasa con… —Francisco se detuvo, respirando profundo. Temía la reacción del maestro a lo que iba a escuchar—. Con… —volvió a intentar decir.
—Vamos, Francisco. ¿Quieres decir que fue… conmigo?
—Así es.
—Josefa… ¿mi hija? —preguntó Sebastián, con estupor—. Es decir, ¿que tengo una hija, sangre de mi sangre, mi descendiente… y un yerno, mi heredero, que eres tú?
—Sí, maestro, así es. He pensado que nadie mejor que yo para contárselo. Espero no haberme equivocado. Era necesario que lo hiciera, por el bien de todos.
Sebastián se quedó mudo, conmocionado. Estando de pie, apretó sus ojos, bajó la cabeza y cruzó los brazos sobre su pecho. Así pasó unos segundos, conteniendo su emoción. Francisco, frente a él, no era capaz aún de determinar cómo había asumido la noticia. Estaba impaciente, preocupado. El maestro abrió después los ojos y esbozó una sonrisa. Su rostro reflejaba una emotividad como jamás le había conocido Francisco.
—Dame un abrazo, muchacho —dijo el maestro, demostrando indudable emoción—. Es la noticia más maravillosa que me han dado en mi vida. Yo amé y amaré a Nicolasa hasta el final de mis días. Saber que engendramos una hija reconforta y compensa mi soledad de tantos años.
Se abrazaron con efusividad.
—Me alivia que sea de este modo, maestro. Temía su reacción. Entiendo que es una situación inusual e impactante.
—Pero dime una cosa… —prosiguió Sebastián—. ¿Qué opina tu esposa de esto? Jamás nos hemos tratado personalmente, es decir, de una manera familiar. La conozco de vista nada más y sé que parece una muchacha dulce y bonita. De niña la vi en la calle, de la mano de Nicolasa, que siempre evitó nuestro encuentro para no reabrir heridas, ni provocar sufrimientos. ¿Cómo podía imaginar entonces que esa niña era mía? Es probable que, por la enemistad que siempre ha existido entre José y yo, le hayan enseñado a odiarme. Quizás el descubrir la verdad haya sido un trauma para ella, ¿no es así?
—Josefa es una mujer excepcional, maestro. Madura, cariñosa e inteligente. Para ella, su padre es y será siempre José de Flores. Si he de serle sincero…, no tiene mucho interés en tratar con intimidad a su verdadero progenitor. Para ella también supone abrir las heridas de su madre y quizás alguna propia. No quiere hacer daño a José de Flores.
—Está bien así. Lo entiendo perfectamente.
—Únicamente nos preocupa el hecho de que también lo sabe el oficial Félix Monsiono. Debió de escucharlo cuando Nicolasa se confesaba en su lecho de muerte. No sólo puede humillar a Josefa como hija ilegítima, sino que igualmente puede utilizarlo contra mí, si malmete en los oficios de palacio…
—No te preocupes. Por mi parte, todo está bien como está. Negaré cualquier historia que pretenda estropearle la vida a esa encantadora mujercita, y por ende a ti. Con saber que existe en el mundo un fruto del amor eterno que profeso a Nicolasa me basta. Su felicidad es la mía, y veo que estará bien a tu lado. ¡Cuídala, Francisco!
—Lo haré, maestro, juro que lo haré.
Esa tarde, de regreso a casa, Francisco traía en su cabeza mayor obsesión por el manuscrito que por la historia de Josefa, a quien creía ya a salvo de cualquier imprevisto que pudiera afectar a su vida.
Al día siguiente, la joven vio la ocasión de una agradable y soleada mañana para sacar a su padre de paseo hasta la plazuela contigua a la fragua, con la intención de hablarle, fuera de las cuatro paredes de su cuarto, acerca de la confesión de Nicolasa sobre la verdadera paternidad de su hija mayor. Para sorpresa de Josefa, nada de lo que le relató le era desconocido. Por desgracia, le confesó José, se había enterado de la historia a través de la mala intención de Félix, al que rogó juramento de silencio. Jamás pensó que el tema volviera a tener repercusión. Para mayor tranquilidad de todos, el asunto quedaría por fin zanjado para siempre. Padre e hija se abrazaron con el cariño habitual de su estrecha relación.
En la habitación de José de Flores, mientras tanto, Francisco aprovechaba para volver a hurgar una vez más el viejo baúl de artilugios. Se asombró a sí mismo de la extrema facilidad con que era capaz ya de abrir cualquier cerradura sin llave. Ningún mecanismo se resistía a su hábil manejo de la ganzúa. Rebuscó y apartó herrajes. Según se acercaba al fondo, incrédulo, comenzó a proferir improperios y blasfemias. Para su asombro, el manuscrito había desaparecido. No afectaba a sus aspiraciones, puesto que ya había aprendido lo suficiente de él y había sido previsor al copiar en papel sus extraños dibujos. Sin embargo, la inquietud sobre el nuevo destino del libro se apoderó de él. Podría ser que el propio José de Flores hubiera decidido cambiar la ubicación de su escondite. No quería ni pensar que Félix hubiera sido capaz finalmente de descerrajar el baúl y robarlo. La posibilidad de que alguien ajeno al maestro pudiera acceder a esos secretos y fórmulas dejó a Francisco con una incómoda desazón.