Capítulo 2

Jamás había contemplado un edificio tan hermoso. Por la mañana, los primeros rayos del sol le iluminaron la cara, medio escondida bajo la manta, reclamando su despertar. Francisco se puso en pie sobre el camastro para asomarse al angosto ventanuco, a través del cual se colaba, fría y limpia, la luz del nuevo día.

Ante sus ojos apareció majestuoso el real alcázar, aquel sobrio y monumental palacio que habitaban desde hacía siglos los soberanos de España.

El taller de cerrajería del rey, que ahora regentaba el maestro José de Flores, ocupaba un lugar privilegiado en este entorno. Encaramado a un terraplén conocido como el «pretil de palacio», paralelo a un costado de la plaza de Armas y próximo a las caballerizas reales, gozaba de esa extraordinaria vista sobre el conjunto palaciego que ahora tanto asombraba a Francisco. Atento, escuchaba el tañido de las campanas de la cercana iglesia de San Juan, instando a los fieles madrugadores a acudir a la primera misa diaria. Era el lugar de culto para los criados reales y donde varias generaciones de la familia Flores habían celebrado sus ceremonias religiosas. Apenas mediaban un centenar de pasos entre el portalón de la iglesia y la cerrajería, atravesando la estrecha y quebrada calle de Rebeque.

La casa del maestro Flores era un lugar de referencia entre los artesanos de Madrid. Un sencillo edificio de muros enyesados en color rojizo, de dos plantas, con una hermosa simetría de ventanas y puertas, correspondientes a sus dos entradas, una para el hogar familiar y otra para el taller. Sus diferentes habitáculos para almacenar carbón, hierros y obras en construcción eran reflejo de la intensa actividad que allí se llevaba a cabo. Rejas, balcones, pasamanos, estufas, romanas, candados, cerraduras y otros tantos objetos de hierro, se apilaban por doquier. Aunque era en su patio posterior donde lucía el mayor signo del favor real: un pozo propio, como algunas de las casas de la nobleza. Este estaba conectado con el túnel subterráneo que conducía el agua hasta palacio y permitía el necesario abastecimiento de la fragua, sin tener que surtirse de fuentes exteriores ni sufrir el abusivo precio de los aguadores.

Frente a la cerrajería, se perfilaba contra el cielo el regio alcázar. Una gigantesca mole cuadrada que albergaba en su interior dos enormes patios, el del rey y el de la reina, con sus muros exteriores de ladrillo y granito, tejados de pizarra provistos de afilados chapiteles y esa fachada de tres pisos con altas ventanas, enfiladas cual ejército en formación, que se alzaba como un símbolo del poderío de la monarquía española.

Un golpe seco en el hombro lo sacó abruptamente de su ensimismamiento.

—Vaya, apuesto a que tengo ante mis narices un nuevo candidato a aprendiz, ¿me equivoco? —preguntó a Francisco su anónimo compañero de cuarto, un chico desaliñado y de complexión robusta, algo mayor que él, recién levantado del camastro contiguo—. ¿Quién eres?

Francisco se sintió incómodo por su tono desafiante, pero decidió sostenerle la mirada. Era todo menos una amable recepción en su nueva casa. Se fijó en el pelo negro alborotado y los ojos oscuros y saltones de su repentino interlocutor. Le extrañó ver su mano derecha enfundada en un desgastado guante de cuero, que dejaba cuatro sucios dedos al aire. Era visible que había sufrido la amputación de un dedo en alguna etapa de su vida. Francisco sintió la tentación de interesarse por el asunto, pero entendió que era momento de contestar, más que de hacer preguntas.

Soy Francisco Barranco, de Morata de Tajuña. Llegué anoche a esta casa. Soy… —se detuvo a pensar— aprendiz de cerrajero.

—¿Te ha contratado el maestro Flores en su último viaje?

—Sí, mi madre y yo lo encontramos en Nuevo Baztán. Pero es una larga historia… ¿Y tú quién eres?

—Responderé a tu curiosidad cuando yo quiera, Francisco Barranco… aprendiz de cerrajero —dijo, acompañando sus palabras de un tono ampuloso e irónico.

—No sé por qué te burlas de mí, puesto que no nos conocemos.

—Descuida, es mi carácter. Aunque te daré la razón: no nos conocemos, pero tampoco tengo ganas de conocerte, ¿sabes? Seamos sinceros, para mí no eres más que un molesto competidor.

—Creo que te equivocas en juzgar tan pronto a la gente. Hasta este momento no creo haber hecho nada que pueda molestarte —dijo conciliador Francisco.

—De acuerdo. Te daré una tregua y empezaré por presentarme. También soy aprendiz del maestro Flores. Llegué aquí hace dos años, los que te llevo de ventaja. Y mi nombre es Félix Monsiono.

Quedaron callados durante un breve instante, observándose mutuamente.

—Encantado de conocerte, Félix —rompió el silencio Francisco, alargándole la mano.

—Quizás no haya sido demasiado cortés —admitió Félix, respondiendo al saludo—, pero, entiéndelo, no eres el primero que pasa por este cuarto. Y quizás tampoco seas el último. Conozco bien al maestro Flores y he visto ya a otros mocosos como tú abandonar antes de tiempo. Pensándolo bien, puede que yo también tenga que seguir un día el mismo camino.

—¿Qué insinúas? —inquirió Francisco.

—Te aseguro que no pretendo llegar a ser el cerrajero favorito de la corte —contestó acentuando nuevamente sus palabras con sorna—. Eso es para los que están dispuestos a desollarse las manos entre herramientas y a doblar el espinazo ante los cortesanos. Lo único que busco es un plato de comida caliente en la mesa y un oficio que me salve de pedir en la calle como un mendigo.

—Si tanto aborreces tu aprendizaje en este lugar, ¿por qué no te marchas?

—Te crees muy listo, Francisco Barranco. Ocúpate de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos —sentenció tajante Félix, dándole la espalda y encaminándose fuera de la habitación en busca del habitual desayuno matutino.

Francisco, desorientado por su desconocimiento del lugar, no tuvo más remedio que seguirlo.

Las primeras impresiones que obtuvo de su nueva vida no fueron del todo favorables. El recuerdo de su madre y de su confortable vida dejada atrás laceraba a ratos su inexperto espíritu.

Pasaba días enteros sin apenas salir de la fragua más que para las comidas, en las cuales se sentía fugazmente reconfortado por el ambiente familiar que se respiraba en la casa contigua. El maestro Flores tenía esposa y dos hijas, Josefa y Manuela.

El aprendiz no podía quejarse del trato que se le dispensaba. La matriarca, Nicolasa de Burgos, lo atendía con entrañable afecto. Francisco presentía que era la compasión lo que movía a esta mujer en sus atenciones, pero la dejaba hacer. Algunas noches, antes de irse a acostar, buscaba intencionadamente la compañía de Nicolasa. Su voz serena y sus educados modales le transmitían la paz que necesitaba para conciliar el sueño después de un duro día de trabajo; demasiado trabajo para su edad. Le pedía entonces agua o un trozo de pan, si es que se había quedado con hambre. Y aprovechando que el resto de la familia ya se había acostado, ella le invitaba a sentarse un rato junto a la chimenea, consciente de que un poco de amable conversación era capaz de aliviar las penas y disipar los miedos de aquel chico, que ya era especial a sus ojos. Únicamente por eso se le hacía a Francisco soportable el rudo oficio y el áspero trato de José de Flores.

—En este taller, por obra y gracia de su majestad y la mía propia, no hay plazos establecidos para el aprendizaje —espetó el cerrajero real a Francisco en sus primeros días de práctica—. Tan sólo la habilidad y el talento marcarán tu ritmo de progreso. ¿Entiendes, muchacho?

—Sí, perfectamente, maestro.

—De igual modo has de saber que si bien la fase del aprendizaje es la más ingrata para el alumno, también lo es para los maestros. Aquí habrá mucho que hacer, y la casa del rey necesita perfección. No hay tiempo para corregir una y otra vez a un pupilo torpe, ¿te queda claro?

—Sí, señor.

—Bien, chico. ¿Alguna duda? —preguntó con autoridad José de Flores.

—Sólo sobre el horario de mi jornada. Ayer apenas dormí y me gustaría saber si puedo descansar esta tarde —se atrevió a preguntar Francisco.

Una sonora carcajada se escuchó en la zona donde trabajaba Félix. Francisco se arrepintió inmediatamente de su pregunta y sintió vergüenza. José de Flores acalló las risas con una fulminante mirada sobre aquel aprendiz.

—Francisco, la única regla de este taller es la del buen hacer. Las horas que le dediques vendrán impuestas por la cantidad de encargos que se reciban de la corte y las ganas que tengas de demostrar tus habilidades. Ahora tú decides si quieres descansar esta tarde —contestó el maestro, con los ojos fijos sobre él, poniendo en su mano un pesado martillo y abandonando el taller en dirección al patio.

Félix aprovechó el momento para acercarse.

—Ansioso por destacar, ¿verdad? Apuesto a que pronto querrás ser el primero en ganarte los elogios de esta casa. Espero simplemente que no hayas venido a fastidiarme —le dijo, escupiendo hacia un lado.

El maestro Flores, un hombre enjuto y de aspecto más refinado de lo que cabría esperar para su oficio, era muy exigente con sus ayudantes. Cuanto más dotados, mayor presión ejercía sobre los mismos. En la fragua vestía siempre una cómoda chaquetilla de paño oscuro, suficientemente amplia para permitirle libertad de movimientos. Era raro encontrarle descamisado y sudoroso, aunque hiciera labores de machacar con el mazo el hierro caliente.

Con el transcurso del tiempo, Francisco fue aprendiendo a admirarlo, porque, a pesar del modo brusco de dar órdenes y las pocas concesiones que hacía a la fatiga de los alumnos, empezó a distinguir en él a la persona capaz de transmitir enseñanzas y crear discípulos. Le enfurecía el poco aprecio que José demostraba por sus avances, pero era impensable en este ambiente exigir un mínimo reconocimiento.

Francisco se agotaba. Trabajaba sin cesar hasta que un dolor punzante le entumecía los brazos, accionando los enormes fuelles y manejando hierros con tenazas y martillos sobre el yunque. Muchas veces sorprendía a Félix burlándose de su inicial torpeza y su esfuerzo.

Se dio cuenta de que su compañero era un joven con demasiadas ansias de ser adulto. Poseía una personalidad compleja, formada en una niñez repleta de experiencias despiadadas. Hijo de un maestro herrero madrileño, había quedado huérfano de padre, al igual que Francisco, a muy corta edad. Su madre había optado por alquilar fragua y herramientas a un oficial que aspiraba a la maestría y a tener negocio propio de la manera menos gravosa para su economía. Regentando como inquilino la fragua, con embelecos y engaños había logrado seducir a la viuda, ocupando también su cama, sin tener intención alguna de pasar por la vicaría.

Félix, un muchacho inteligente, había crecido lleno de resentimiento hacia ese hombre, que cada vez les prodigaba peor trato, especialmente al regresar por las noches de frecuentar tabernas y tugurios. Cuando la violencia y los insultos comenzaron a ser habituales en el hogar, Félix se convirtió en un niño henchido de ira, de la cual hizo demostración la noche aciaga en que se desencadenó la previsible tragedia. Presenció cómo su madre trataba de enmendar el error de su vida, dando por terminado el contrato de alquiler y la historia que la unía a su amante y arrendatario. La violenta discusión desembocó en una brutal paliza hacia la viuda, que recibió golpes en la cabeza hasta quedar tendida en el suelo, moribunda. Félix, armado con un atizador de fragua, arremetió contra el asesino. Este se revolvió y, asiéndole fuertemente de la mano, se la introdujo sin compasión entre las ascuas candentes. Lo dejó allí malherido, con los dedos abrasados y su madre muerta a pocos metros. Cargado con un sinfín de valiosas herramientas, el indeseable desapareció de Madrid sin dejar rastro y logró salir indemne del crimen.

Félix pasó varios años vagando de hogar en hogar, acogido por misericordia entre otros maestros herreros, compañeros del gremio paterno; mal atendido, sintiéndose siempre un estorbo, con el recuerdo de aquel dramático suceso en su mano mermada y repleta de feas cicatrices, que desde entonces ocultaba con un guante que robó en la calle del Arenal del bolsillo de un caballero.

José de Flores lo había encontrado así cuando tenía ya quince años, a punto de echarse a la calle para convertirse en un maleante. Apiadado de su situación y de su historia, lo había acogido también en su taller como aprendiz del oficio. A pesar de su defecto en la mano, Félix tenía destreza para el manejo del mazo en el yunque; lo hacía con ritmo y con fuerza, pero apenas había mostrado interés por adquirir habilidades en el trabajo fino.

Madrid era una ciudad conmocionada por tristes acontecimientos y cambios en el tiempo que Francisco se asentó en la corte. A las pocas semanas de su llegada, cuando aún se celebraba la firma del tratado de paz que había puesto fin a la Guerra de Sucesión, la joven reina María Luisa Gabriela de Saboya moría de tuberculosis. Dejaba viudo a Felipe V y tres hijos, Luis, Felipe y Fernando, de muy corta edad; el menor de sólo cinco meses. Esta vez el sonido fúnebre de las campanas, tañendo a difunto desde todas las iglesias de la ciudad, impresionó a Francisco profundamente. Comprendió por primera vez el escalafón divino de la familia real por la solemnidad con que la ciudad vivía este fallecimiento. De lejos contempló la salida del enlutado cortejo mortuorio por la puerta principal del palacio, caballos, sirvientes y féretro revestidos de riguroso negro, camino del panteón que las personas reales poseían en el monasterio de El Escorial, según le había relatado la mujer del maestro.

La reina María Luisa Gabriela había sido muy querida para José de Flores. Francisco fue testigo de su congoja, cuando un oficial de la guardia se acercó hasta la cerrajería para hacerle partícipe de la mala nueva.

Durante los siguientes días, sentados a ratos en taburetes al calor de los rescoldos de la fragua, Flores había abierto su corazón a los aprendices. Rememoró por primera vez curiosas anécdotas de la reina y de su propio pasado familiar, especialmente la forma en que había heredado de su padre, Tomás de Flores, el famoso cerrajero del anterior rey Carlos II, las normas de «fidelidad y secreto» que tanto prestigio habían proporcionado a su familia. Tomás había sido el hombre de confianza del soberano en materia de seguridad concerniente a su más estricta intimidad en los palacios reales. En una corte carcomida entonces por terribles intrigas, Carlos II confiaba más en el poder de una buena cerradura y una llave para controlar el acceso a su persona, que en toda la guardia disponible para su defensa.

Tomás de Flores inventó un complejo sistema de cerrajería palaciega. Tres tipos de llaves: sencillas, de dos vueltas y de tres vueltas, correspondían al grado de acceso que cada cortesano en posesión de las mismas tendría a los aposentos regios. Los que la tuvieran sencilla, sólo podrían acceder a habitaciones de servicio o alejadas de la cámara regia. Los de llave de dos vueltas, lo harían a aposentos de uso cotidiano y privado de los reyes, generalmente personas de alto cargo en la servidumbre. La de tres vueltas sería de uso exclusivo del rey, que además guardaba la llave maestra de cada uno de sus palacios, de forma que únicamente él tenía capacidad para circular por todo el espacio habitable de sus residencias sin dar explicaciones a nadie. Carlos II acostumbraba a llevar siempre consigo una bolsita de ante con el juego de sus llaves maestras, simbolizando así que sólo él era dueño y señor de aquel extraordinario patrimonio.

—Pero los inventos de mi padre no terminaron ahí —contaba con pasión y brillo en los ojos José de Flores.

Se levantó del taburete sin interrumpir su relato y se encaminó hacia una esquina del taller, donde reposaba en el suelo un viejo baúl de madera, cubierto con un tapete de terciopelo verde. Hacía tiempo que Francisco ya había reparado en aquel bulto, sorprendido de que permaneciera siempre oculto y cerrado. El maestro lo abrió con cuidado y extrajo de él hermosas piezas de cerrajería antigua, bruñidas y brillantes a pesar del paso de los años. Eran artilugios extraños, que manoseaba con respeto y mimo mientras hablaba, sin permitir que los aprendices pusieran sus manos en ellos.

Francisco contemplaba admirado aquellos ingenios, escuchando absorto las historias de lo que venía a ser un mundo completamente nuevo y fascinante para él.

—Mi padre —continuó Flores— inventó complejos mecanismos de cerraduras, algunos de ellos secretos, de los cuales nadie más que el rey tuvo conocimiento. Fabricó algunas con bocallaves y resortes falsos, que delataban cualquier intento de forzar el paso a una habitación. Otras con dos entradas, que necesitaban de la acción simultánea de dos llaves, siendo una de ellas siempre la del rey, para poder abrir una determinada puerta. En definitiva, un sinfín de astutos artificios que hacían sentirse más seguro al pobre soberano y orgulloso a su cerrajero, que fue uno de los artesanos más reputados de la corte. Ni que decir de las famosas llaves de gentilhombre, de las que elaboró cientos.

—¿Qué tienen de singular esas llaves? —preguntó con curiosidad Francisco.

—Las llaves de gentilhombre —prosiguió relatando el maestro— fueron una de las grandes distinciones que los monarcas de la anterior dinastía otorgaban a los nobles. Eran llaves hermosas, bañadas en oro, que, una vez concedidas, los grandes señores lucían de manera bien visible, colgadas de una banda de satén atada a la cintura. En un principio, todas tenían uso y daban acceso a la cámara donde los reyes solían reunirse con sus gentileshombres. Contaba mi padre que su señor Carlos II las distribuyó a mansalva, incluso entre personalidades de provincias que jamás pisarían palacio, y por ello hubo que empezar a fabricarlas de mero adorno, sin uso efectivo en ninguna cerradura. La mayoría no estaban diseñadas para abrir puerta alguna, y por ello se las llamaba socarronamente «llaves caponas».

—Pues, según mis cortas entendederas, esas «caponas» fueron una malévola invención para deshonrar a los que nunca entrarían en el cuarto del rey —apostilló Félix.

—¡Calla Monsiono! ¡Qué sabrás tú de lo que piensan los nobles! ¿Es que tampoco sabes escuchar sin interrumpir un buen relato? —contestó enfadado Flores.

—Continúe, por favor, maestro —intervino Francisco.

—Este muchacho me saca a veces de quicio, pero voy a terminar mi historia —dijo Flores—. Os iba a contar que el rey además estaba harto del gasto y las molestias que causaba la pérdida de esas llaves. Si un gran señor extraviaba una de aquellas que sí tenían uso efectivo, era necesario, por seguridad, proceder al cambio de todas las cerraduras que correspondieran a su mecanismo. Tan es así, que acabó por dictaminar que el que perdiera una llave de palacio pagaría el coste del trabajo de cerrajería que se derivara de su descuido.

—¡Bien! A llave perdida, cerrajero rico —interrumpió Félix.

José de Flores se levanto del taburete, dispuesto a propinar un cachete al aprendiz, indignado por el insolente comentario.

—La verdad, maestro, es que eso suena a buenas rentas para el taller —comentó Francisco, incitando a Flores a volver a su asiento.

—Tendré que admitir que, por esta vez, no os falta razón. Los hurtos y extravíos de llaves de palacio han sido siempre una fuente de prosperidad para esta casa. No pasan dos años seguidos sin que haya que renovar cientos de cerraduras. Durante la última década, desde la muerte de mi padre, yo mismo he sido encargado del cambio de cerrajería en todos los palacios reales.

—Lo que yo digo, un buen gasto —volvió a interrumpir Monsiono.

—El nuevo rey Felipe V así ha querido que sea. Es la mejor fórmula de hacer tabla rasa del pasado. Nadie que tuviera acceso a los aposentos regios en el anterior reinado lo tiene ahora asegurado, a no ser que haya recibido otra vez tal privilegio. Y nadie ha escapado a esta peculiar purga.

—¿Nadie? —preguntó Francisco.

—Nadie. A mi padre, Tomás de Flores, le correspondió el dudoso honor de tener que pedir a la reina viuda Mariana de Neoburgo la devolución de la llave de la habitación del rey su difunto esposo, que sólo ella poseía. Ninguno de los cortesanos se atrevía a hacerlo. Doña Mariana se mostró comprensiva con el que había sido siempre su fiel cerrajero, y le instó, por el bien de nuestra familia, a que jurara lealtad cuanto antes a la nueva dinastía que habría de ganar la Guerra de Sucesión.

Si Tomás de Flores había honrado siempre con veneración su vínculo con la reina Mariana de Neoburgo, su hijo José lo iba a hacer con igual dedicación a su sucesora, María Luisa Gabriela de Saboya. Durante los difíciles días de la guerra, cuando el rey se ausentaba para marchar al campo de batalla y su esposa quedaba sola, sin apenas guardia, en un Madrid asediado por el enemigo, la labor del maestro Flores en la seguridad del alcázar había sido de gran importancia. María Luisa Gabriela acostumbraba entonces a encerrarse en sus aposentos caída la tarde y a dormir siempre acompañada por su inseparable camarera mayor, la princesa de los Ursinos.

Una noche, la reina se despertó al escuchar el sonido inconfundible de alguien intentando forzar la cerradura de la puerta de su habitación. Sintió pánico. El presunto asaltante jamás fue descubierto, ni tampoco aclaradas sus posibles intenciones. La desconfianza de la soberana hacia los cortesanos fue en aumento, y desde entonces no hubo día en que José de Flores no fuera reclamado en palacio para revisar las cerraduras y comprobar que ninguna había sido falseada o violentada. La obsesión de Felipe V y María Luisa Gabriela por su seguridad elevó al maestro Flores al grado de servidor altamente valorado en la corte.

Aquellos relatos despertaron en Francisco una intensa curiosidad por el recién adquirido oficio y el entorno en el que habría de desarrollarlo en el futuro como criado del rey.

A los seis meses de la muerte de María Luisa Gabriela de Saboya, pudo leerse en las bulliciosas calles de Madrid el edicto que anunciaba el siguiente compromiso matrimonial de Felipe V. Una nueva soberana, también de procedencia italiana, venía ya de camino. Era Isabel de Farnesio, y José de Flores fue solicitado por el rey para que lo acompañara, formando parte de la comitiva de servidumbre, en su viaje a Guadalajara, ciudad en la que habría de recibirla oficialmente y donde se procedería a ratificar la boda. La misión del maestro cerrajero sería la de adelantarse al séquito real para instalar cerraduras de alta seguridad en los aposentos donde habría de dormir el soberano, en todos aquellos palacios y caserones que ocupara solo o con su esposa durante el trayecto de ida y vuelta.

—En esta ocasión, el cortejo de criados va a ser reducido a lo esencial —comentó Flores en el taller—. Con un único ayudante habrá de bastarme. Tú, Félix, prepara el hatillo para acompañarme. Espero que no tenga que avergonzarme allí de tu comportamiento.

—A mí también me gustaría ir, maestro —se atrevió a sugerir Francisco.

—Imposible. Todavía no. El servicio al rey es algo serio y tú apenas sabes nada del oficio. Te tendría más por estorbo que por ayuda. Más te vale encerrarte durante mi ausencia en el taller, habituarte a las herramientas y memorizar lo que hasta aquí te he enseñado, como si te fuera la vida en ello.

—Pero maestro —protestó Francisco—, si quedo solo en el taller, jamás aprenderé.

—Te equivocas. Los oficios se aprenden practicando. Basta que el maestro enseñe algo para que el pupilo no aprenda. Estando solo te darás cuenta de tus carencias y lo mucho que debes trabajar aún para ser un buen oficial. Serás responsable de tu propio quehacer durante mi breve ausencia y eso ya es una buena enseñanza. Dejo la casa y la fragua al cuidado de Nicolasa, que lo hará con más autoridad que yo mismo. Ella sabrá cuidarte.

Francisco no pudo evitar sentir envidia por su compañero de aprendizaje, de quien evitó despedirse. Desde su primer encuentro, la relación entre ellos había ido empeorando inevitablemente por días. Félix aprovechaba cualquier ocasión para demostrarle su indiferencia y hacerle desaires. Jamás le había ayudado a acoplarse al trabajo de la fragua ni a aprender sus principios. Más bien al contrario, a espaldas de Flores no dudaba en confundirle para que tomara la herramienta equivocada y estropeara la labor, para mayor enfado del maestro. Félix se sentía desplazado por la llegada del nuevo aprendiz y manifestaba sus celos hacia Francisco con rabia contenida en cada mirada, cada palabra que le dirigía. Si Francisco le estorbaba en el taller, lo empujaba sin miramientos para que se apartara de su camino. La conversación entre ellos, porque así lo imponía Félix, era parca y desabrida, aun en las noches, cuando compartían el aire de su estrecho dormitorio. Nunca se había interesado por los sentimientos personales de Francisco, que a su vez se había acostumbrado a responder con el mismo tono áspero, aunque no fuera acorde con su carácter noble y conciliador.

Desde el anuncio del viaje, Félix había procurado con sus irónicos comentarios hacerle notar la diferencia que entre los dos mediaba por sus conocimientos en la fragua.

—Quedas entre féminas, Francisco. Quizás puedan enseñarte algo sobre el difícil arte de los metales… —comentó Félix con sorna.

—¿Acaso no regentó tu madre una herrería al quedarse viuda? Tal vez fuera a ella a quien se le olvidó inculcarte el amor por el trabajo —contestó enfadado Francisco, sin calibrar bien la reacción que sus palabras iban a provocar en Félix, que se revolvió loco de furia contra él, agarrándole fuertemente de la pechera de la camisa. Por la expresión violenta de sus ojos, enrojecidos de ira, Francisco entendió el daño que los recuerdos del pasado aún provocaban en su contrincante. Se arrepintió de sus palabras, pero no le dio tiempo a disculparse. Félix lo soltó con desprecio.

—¡Algún día te ajustaré las cuentas…! —sentenció Félix, mientras salía precipitadamente del cuarto que ambos compartían, propinando un sonoro portazo.