Jamás se había visto en la tesitura de tener que descubrir un veneno. Francisco se sentía incómodo y preocupado. Y compartía la misma opinión del boticario. Félix no era hombre de fiar y era raro que en sus manos el azufre sirviera para investigar tratamientos para mejorar el acero. En cualquier caso, pensaba Francisco mientras regresaba a la fragua, era preferible que Monsiono estuviera ensayando asuntos metalúrgicos que el hecho de que buscara envenenar a alguien. Decidió indagar por su cuenta, sin involucrar a nadie. Y mucho menos a Josefa, que andaba ya plenamente en activo, atendiendo en los aposentos de los Príncipes de Asturias, en el palacio del Buen Retiro. Aprovechó que la casa parecía desierta. El maestro estaba reposando en cama, tras el esfuerzo de levantarse para el examen de maestría; mientras que Félix, Manuela y el niño habían salido.
Por suerte, no tardó mucho en hallar huellas de los polvos de azufre. Para mayor inquietud, no fue en la fragua, donde tras revolver entre hierros, herramientas y enseres, no pudo encontrar rastro. Decidió entonces ponerse en la piel del propio Félix y tuvo una intuición malvada. Los utensilios de cocina. Se encaminó hacia los estantes, en la sala principal de la casa, donde se apilaban los botes de cerámica conservando la harina y las legumbres que comían casi a diario. Se acordó de la existencia de un tarro, que desde el tiempo en que él llegó hasta esa casa, siempre estaba lleno de unos garbanzos duros, que Nicolasa tostaba especialmente para su esposo. Josefa y Manuela habían mantenido la costumbre. No le hizo falta rebuscar mucho. Allí, sobre las repisas, confundidas con el polvo, resaltaban partículas amarillentas de azufre. Con indignación, inspeccionó bote por bote, hasta dar con el que estaba buscando. Podía ser que los polvos no se encontraran en abundancia, pero un fuerte olor a podrido delataba su presencia, aunque fuera en mínima cantidad y mezclados con los susodichos garbanzos. Con enorme rabia, vació el contenido del tarro sobre los rescoldos de la chimenea, siempre dispuestos para el guiso de potajes y sopas. La ofuscación le había hecho olvidar el efecto inflamable de la sustancia, que ardió de repente con una impresionante llamarada de color azul, que a punto estuvo de prenderle la ropa. Corrió al patio, azorado, y tomó en sus manos un cubo de agua del pozo, que lanzó sobre el fuego que aún se consumía violentamente en el hogar. La mezcla embarrada de agua y ceniza inundó parte de la sala, ensuciando el suelo.
Francisco maldecía para sus adentros la odiosa situación que había provocado, cuando se abrió de golpe la puerta de la casa. Los balbuceos nerviosos de un niño rompiendo a llorar le pusieron en guardia sobre la identidad de los recién llegados. Félix y Manuela regresaban del exterior, trayendo consigo los efluvios del exceso de vino prendidos en el aliento de ambos. Quizás por ello no se percataron del penetrante olor a azufre que invadía la sala, aunque sí quedaron petrificados ante el desaguisado que rodeaba a Francisco. La joven madre, a pesar de la embriaguez, se percató de la tensión reflejada en las mandíbulas de su esposo y decidió retirarse rauda, escaleras arriba, llevando a su hijo en brazos. Los eternos rivales quedaron de nuevo solos.
—¿Qué estás haciendo aquí, Francisco? ¿Qué significa este desastre? —interrogó Félix bruscamente, apuntándole de manera amenazante con el índice.
—Lo sé todo, Félix. Siempre pensé que eras un mísero desgraciado. Ahora soy consciente también de que eres un asesino. Y si no has matado ya, no es por falta de ganas, es porque Dios es justo y de momento te lo ha impedido… —contestó acalorado Francisco con toda la fuerza de su noble carácter, plantando cara al oficial.
—¿Asesino yo? —gritó, abalanzándose sobre el pecho de Francisco—. ¡Retira lo que dices o te juro que va a ser ahora y aquí donde cuente mi primer muerto!
El cerrajero, con la valentía y serenidad que le permitía saberse en posesión de la verdad, se zafó de su contrincante, que pretendía agarrarle por la pechera. Acto seguido, sin temor a las consecuencias de sus palabras, expuso al completo su acusación.
—Azufre. Sé que estás empleando azufre para envenenar al maestro, y quién sabe también si a tu pobre esposa y su hijo. Mala hora en que te conocieron todos ellos… Pero no voy a dejar que des-troces más a esta familia…
—¿Ah, sí? ¿Y cómo piensas hacerlo? —contestó amenazante—. Aunque te creas superior por esa maestría que acaban de regalarte, soy el yerno de Flores, su oficial más antiguo y también tendré mi título próximamente. Además… no pueden, ni puedes, echarme. Si lo haces, me llevaré los secretos de esta familia a donde vaya. Incluido uno que te atañe especialmente a ti…
—¿A mí? No tengo secretos que te incumban.
—Sí los tienes. ¡Y de gran envergadura, por cierto! ¿O acaso no te importa lo que tenga relación con Josefa?…
—¿De qué hablas? Ni se te ocurra mencionar a Josefa con tu lengua de víbora. —Esta vez era Francisco el que adoptaba la actitud amenazante.
—Entendámonos, Francisco —dijo Félix, haciendo uso de su ironía, reflejada en una fea sonrisa de media boca—. Yo hago desaparecer el azufre, tú te olvidas de este asunto y yo… no haré uso de lo que sé sobre la verdadera paternidad de Josefa. Es decir, que no es hija del maestro José de Flores, sino de su primo Sebastián…
Francisco, fuera de sí por lo que escuchaba, no pudo resistir el impulso de agarrar de la camisa a su rival, que esta vez se regodeaba con sibilina calma en el chantaje que le proponía, a sabiendas de que no podría rechazarlo aunque le repugnara.
—Sabes bien que si proclamo a los cuatro vientos lo que sé de Josefa… —prosiguió Félix—, aparte de desvelar que es hija bastarda, tu matrimonio no servirá para que te postules a suceder a nuestro suegro como cerrajero del rey. ¿Es eso lo que ambicionas por encima de todo, verdad, Francisco Barranco…? Pues yo también. ¿Y sabes qué? Pensándolo bien, todavía está por ver quién será el primero en lograrlo…
—Desgraciado… —dejó escapar Francisco.
Unos golpes en la aldaba de la puerta principal interrumpieron la hiriente discusión entre los dos hombres, que se separaron, aunque sin retirarse la mirada.
Fue Francisco el que decidió abrir la puerta, encontrándose por suerte a Pedro Castro, que enterado ya de la buena nueva de su maestría, así como de mil dimes y diretes de la corte, venía a felicitarle e invitarle a recibir la noche entre las paredes de alguna taberna de la plaza Mayor. El cerrajero no lo pensó dos veces. Tomó su chaquetilla, aunque la tarde era calurosa, y evitando otro roce con Félix, pegó tras de sí un portazo.
La frívola conversación con su amigo sirvió a Francisco para aliviarse de una tensión que parecía estallarle en las sienes. Los cotilleos de altura del cómico, además, resultaban útiles para ponerse al día sobre los asuntos que tristemente se cocían en la familia real. Por ello, le dejaba hablar sin apenas interrumpirle, tomando mentalmente nota de cuanto decía, como si de un relato literario se tratara. El estado de abandono de los Príncipes de Asturias era francamente preocupante. El rey, instigado por Isabel de Farnesio, insistía en no perdonar a los herederos las intrigas fomentadas en Sevilla. Y el príncipe Fernando, apegado a su padre aunque jamás hubiera recibido cariño de él, sufría lo indecible por el desdén paterno. Era humillante verse postrado de tal manera, cuando por el contrario, la corte se entretenía en celebrar las victorias de su hermanastro Carlos en Italia, a punto de conquistar el trono de Nápoles y Sicilia.
Los desaires habían logrado enfermar a Fernando, que padecía una grave afección de fístula, que los médicos españoles no acertaban a curar. El conde de Rotemberg, embajador francés, haciendo gala de la amistad que había compartido con el príncipe en Andalucía, era el único que se apiadaba de su penoso estado. Rogó al rey Luis XV que dejase venir desde Versalles al prestigioso doctor Monsieur Petit, que en el plazo de unas semanas se plantó en Madrid. Los príncipes se lo agradecieron mucho, aunque, ilusos, no eran conscientes de que el envío del médico francés se debía realmente a otra misión menos altruista, y sí, en cambio, maliciosamente política. La auscultación de los órganos sexuales de Fernando iba a servir para determinar a ciencia cierta si padecía alguna tara sexual. Habían pasado ya cinco años del matrimonio de los herederos y Bárbara de Braganza todavía no había quedado embarazada. Desde el punto de vista francés, era inútil seguir ayudándoles si, tal como corroboraba el afamado doctor, no serían capaces jamás de engendrar hijos. Monsieur Petit diagnosticó también que Fernando moriría pronto de la misma corrupción en la sangre que había llevado a su madre a la tumba. El funesto informe médico precipitó, al mismo tiempo, el final de la embajada del conde de Rotemberg, puesto que la relación de confianza trabada con Fernando y Bárbara no tenía ya ninguna utilidad para Francia.
La marcha del embajador, seguía relatando Pedro Castro a Francisco, venía a aumentar la sensación de vacío que reinaba en los aposentos de los príncipes. Bárbara de Braganza se refugiaba en su música. Las sonatas que Domenico Scarlatti componía para ella sonaban en el clavicordio a todas horas, llenando el silencio de las conversaciones calladas con la agilidad rampante de sus notas, que en las últimas obras del maestro recogían sonidos de la tradición moruna y popular de Andalucía. La princesa, sin embargo, se sentía más sola que nunca. Añoraba ostensiblemente a su dama favorita, la condesa de Valdeparaíso, que aún permanecía en sus posesiones de Almagro y no podía estar al quite de las preocupaciones de doña Bárbara.
Francisco tampoco tuvo reparos en confesar abiertamente a su amigo lo mucho que él también echaba de menos la presencia en la capital de María Sancho Barona. Le contó entonces que iba a casarse con Josefa, la hija del maestro Flores. Ya lo habían decidido. Ella había sido la impulsora final de su obra de maestría. Le debía gratitud y reconocimiento a la lealtad y al amor que ella, casi desde niños, le había demostrado.
—¿La amas, Francisco? —preguntó con sinceridad Pedro Castro.
—La quiero, Pedro, sé que la quiero y la respeto. Estoy seguro de que será una buena esposa, compañera y madre de los hijos que Dios tenga a bien enviarnos…
—Es decir… que no la amas —sentenció Pedro de una manera contundente—. Te conozco bien. Sé que todavía ardes en deseos, estás obnubilado y obsesionado por la condesa. Pero ya sabes lo que pienso: es una ilusión, una quimera… Lo tienes difícil, amigo. No te envidio, porque vas a casarte engañando a Josefa, y engañándote a ti mismo, al ofrecerle sólo un tibio cariño. Aunque si me pongo en tu lugar… creo que no te quedan más opciones.
—Pedro, prefiero no pensar para no volverme loco. Lo único que sé es que Josefa merece un marido que la cuide y le proporcione un hogar seguro, y yo voy a hacer ambas cosas. Ella es parte de mi vida desde que subí a aquel carro del maestro Flores que partió de Nuevo Baztán de los Goyeneche y me trajo a esta ciudad para siempre. Voy a luchar por su bienestar y el de mi maestro. No hay más. Empiezo a pensar que está escrito en mi destino que yo sea el sucesor de esa dinastía de cerrajeros y encumbrarla a lo más alto que un artesano haya podido soñar en este reino.
—Empieza por no perder las buenas relaciones que posees en la corte, amigo —aconsejó con acierto e inteligencia el cómico—. Miguel de Goyeneche está eufórico. Su padre, el viejo financiero, acaba de legarle el privilegio para la impresión de La Gaceta de Madrid, así que tu caballero protector es ahora también el impresor del diario oficial, el distribuidor de noticias, anuncios e información. Vamos, lo que se dice un hombre influyente. Conociéndole, auguro que se tomará demasiadas libertades en este negocio y pronto tendrá encima la censura del Consejo de Castilla. Pasada la tormenta de las intrigas sevillanas, volverá a necesitarte en la corte. No abandones tus proyectos con él y aprovéchate de sus favores…
—Jamás he pensado en abandonar mis cuestiones con él, Pedro. Todo lo contrario. En cuanto la corte vuelva a asentarse y todos los que nos fuimos a Sevilla estemos de nuevo cómodos en nuestras casas, estoy seguro de que volveremos a retomar el proyecto con fuerza. Tanto vaivén nos ha afectado a todos. Desconcierta y retarda cualquier idea interesante. Por cierto, ¿tienes noticias de cómo ha afectado a Goyeneche el exilio de la condesa en La Mancha?
—Tengo entendido que su relación íntima se estropeó mucho en Andalucía…
—Bueno, yo sé algo de eso, pero ¿cómo lo sabes tú?
—Los criados, Francisco, los criados. Son enemigos pagados en cualquier casa…
—No me hagas reír. ¿Y de qué más te has enterado?
—Nada especial. Goyeneche está tranquilo. Si ella está ausente, nada puede hacer o deshacer respecto a su relación. De todas formas, es hombre práctico, un cortesano perfecto. No le faltarán damas revoloteando a su alrededor. Recuerda que es hombre de fortuna y está soltero. Creo que en esta ruptura sufrirá más ella. Se la ve mustia junto a su esposo.
—Ojalá la vida le depare la felicidad que merece… Pedro, te juro que si yo pudiera…
—Vamos, Francisco, ¡olvídate de esta historia!
Por último, Pedro se atrevió a contarle los últimos rumores de taberna sobre el que iba a ser su cuñado, Félix Monsiono. Estaba preocupado por lo que se escuchaba acerca de su perfil de delincuente. Dimes y diretes entre la escoria que se emborrachaba de vino en esos locales, difíciles de demostrar, pero preocupantes. Le advertía de ello como un buen amigo.
La ascensión en el estamento de cargos de la corte era un asunto sujeto a las más estrictas tradiciones de la casa real española desde hacía cinco siglos. Ni siquiera la intención modernizadora de la nueva dinastía Borbón había sido capaz de introducir novedades en la manera de entrar a servir en palacio y progresar en sus honores. El estancamiento del personal era la norma imperante. La falta de libertad y dinamismo para expulsar a criados inútiles y aceptar a otros más valiosos hacía que el conjunto de servidumbre fuera, cada vez más, una pesada carga para la casa real y la causante de la sempiterna ruina de sus arcas. Francisco empezaba a conocer bien los mecanismos de esa entidad. A pesar de que José de Flores llevaba muchos años doliente de una enfermedad que le había obligado a ceder a sus discípulos el trabajo en palacio, su cargo de cerrajero de cámara no le sería devengado hasta su muerte. Para un artesano al servicio del rey, la pérdida de tal honor en vida sólo sería consecuencia de la absoluta inutilidad en su trabajo manual, un delito criminal probado o una grave deslealtad a la Corona. No era el caso de Flores, reputado, leal y respetado en el entorno de la casa real. Existía, sin embargo, una posibilidad para asegurar el futuro de Francisco Barranco en palacio, sin tener que esperar a que el fallecimiento de su maestro dejara libre el puesto. Se trataba del peculiar nombramiento para «ausencias, enfermedades y futura», un formulismo inventado para asegurar a un discípulo que se le guardaría la plaza vacante del maestro.
La influencia de Miguel de Goyeneche en palacio fue decisiva para que Francisco optara a «la futura» de cerrajero de cámara. El joven había acudido a él en su casa para contarle su reciente progresión y perspectivas de futuro. El caballero, demostrando un sincero orgullo por la iniciativa de su protegido, le prometió que incidiría para su promoción en palacio. El maestro Flores puso empeño igualmente en redactar una carta, dirigida nada menos que a José Patiño, secretario de Estado, exponiéndole la valía de su alumno Francisco Barranco, demostrada ya durante los últimos años al servicio de la familia real, y solicitándole el favor de un cargo y salario, a modo de dote del rey, para que pudiera contraer matrimonio con su hija, Josefa Nicolasa de Flores.
Hubo de esperar algunos meses para obtener una respuesta afirmativa. Pocas cosas en palacio se resolvían por la vía urgente. Por fin, en la primavera de 1734 Francisco fue citado al despacho del duque de Frías, ilustre sumiller de corps del rey, de quien recibió el papel que atestiguaba el juramento que iba a realizar. Y ante aquel grande de España dio un paso más en su carrera, respondiendo, con su mano derecha colocada sobre la Biblia, al formulario que le fue leído:
¿Juráis a Dios trino y uno servir bien y fielmente al rey nuestro señor en las ausencias, enfermedades y futura del oficio de cerrajero de cámara, que sirve José Nicolás de Flores para casaros con Josefa Nicolasa de Flores su hija, en que os he nombrado y hecho merced?
Sí, juro.
¿Juráis que si supiereis alguna cosa contra su real persona o servicio, próxima o remota, directa o indirectamente, que se ha de dar cuenta de ello a su majestad, o a mí como su sumiller de corps?
Sí, juro.
Si así lo hiciereis, Dios os haga bien y si no, os lo demande.
Amén.
La boda se celebró en el siguiente mes de julio, un caluroso día, a las doce de la mañana, y con alegría por ambas partes. Josefa estaba radiante y encantadora, a pesar del modesto vestido de novia que lucía. Le había ayudado a confeccionarlo una vecina costurera y se trataba de un sencillo atavío de corpiño y falda en lino floreado de colores suaves. Un velo corto de encaje de Bruselas, heredado de su familia materna, que le cubría cabeza y hombros, era el rasgo más distintivo que llevaba para la ceremonia de casamiento, aparte del collar de perlas de la condesa de Valdeparaíso, que Francisco le había regalado como signo de compromiso.
El novio se había engalanado con su casaca de paseo, aquella que vestía cuando iba de visita a casa de Miguel de Goyeneche. Francisco estaba conmovido por el paso que iba a dar ante el altar de la iglesia de San Juan, parroquia de los criados de palacio, y ante aquel cura que alguna vez había interrumpido sus rezos cuando apremiaba la hora de cierre del templo. Un cariño tierno y sin sobresaltos por Josefa le llevaba a tomarla allí por esposa y prometer serle fiel, en la salud y la enfermedad, todos los días de su vida. Así lo creía firmemente en el momento de pronunciar esas palabras ante Josefa y ante Dios, aunque hubiera preferido no profundizar en el análisis de sus sentimientos ni comprobar si podría cumplir en verdad con este solemne compromiso.
Un José de Flores orgulloso y emocionado actuó como padrino de su hija, y a falta de madrina por su parte, Francisco accedió a que lo fuera una de las viejas tías de la familia, Tomasa e Ignacia, que entre ellas decidieron en la misma puerta de la iglesia cuál de las dos iba a ejercer el papel. Manuela, la hermana tullida, asistió a la ceremonia, pero no así su marido, Félix, que desde el día anterior había desaparecido de casa sin dar explicaciones. Pedro Castro y algunos jóvenes criados de palacio, que apreciaban la amistad de uno y otro contrayente, habían sido los testigos de esta austera celebración, que empezaba y terminaba en la propia iglesia, con los deseos de felicidad eterna que dieron a los recién casados al terminar el oficio. Madurez para lograr ese idílico estado se les suponía, puesto que ambos acababan de sobrepasar los treinta años. El tiempo había pasado implacable desde que se conocieran por primera vez.
Unos días antes, Francisco y Josefa habían firmado ante el escribano la carta de dote que la novia aportaba a su esposo; necesariamente parca por el ruinoso estado económico del maestro Flores, que sólo podía ofrecer a su hija el valor de sus herramientas de trabajo por un importe que sumaba cerca de veinticinco mil reales, que pasarían a ser propiedad de su nuevo yerno cuando él falleciera. No obstante, poco importaba a Francisco este pragmático detalle, consciente de su obligación moral de contribuir a este matrimonio con más de lo que él tomaba en su beneficio propio. Por su parte, al convertirse en mujer casada, Josefa sacrificaba su buen estatus como criada en la intimidad de los aposentos reales, donde se exigía a las mozas soltería y total entrega. A partir de ahora, acudiría a palacio a realizar trabajos de menor categoría y horario, para que pudiera atender a su familia y habitar en su propia casa. No le importaba esa pérdida, puesto que era a cambio de la felicidad conyugal que siempre había imaginado.
Por primera vez, desde esa misma noche, Francisco dormía en una habitación de la planta alta de la casa los Flores. Su camastro en el cuarto de aprendices pasaba a ser historia, no sin cierta nostalgia. Ese pequeño y desabrido espacio había alimentado durante años sus sueños de grandeza. Esa era la ventaja de forjarse un provenir desde lo más bajo; con ambición, no cabía más posibilidad que mirar siempre hacia arriba, aspirar a mejorar el pobrísimo catre y a ampliar los muros de la estrecha habitación que se ocupaba. Y quizás esos pensamientos le impidieron disfrutar plenamente de su noche de bodas. La primera relación carnal entre ellos resultó torpe y escasa de pasión. La virginidad de Josefa, su inexperiencia y excesiva obsesión por lograr el disfrute de su esposo, según le habían aconsejado otras criadas de palacio ya casadas, hicieron del momento un trance agobiante y rutinario para ambos. No se atrevieron, pese a todo, a confesar su mutua decepción. Cada cual albergó la esperanza de mejorar con el tiempo su nocturna relación amorosa, que permaneció no obstante y ya para siempre, por lo menos para Francisco, entumecida y disfrazada por el cariño que se profesaban de día. Pero Josefa estaba dispuesta a ser la esposa perfecta; a hacer del bienestar de Francisco la verdadera motivación de su vida. A comprenderle y ser su sombra.
La nota había llegado a sus manos de forma intencionadamente discreta. Desde bien temprano en la mañana, Teresa, la doncella de la condesa de Valdeparaíso, esperaba a Francisco en la plazuela cercana a la cerrajería, con el encargo de entregarle el recado cuando este saliera a la calle. Los condes ya estaban de vuelta en su palacete de Madrid y María Sancho Barona citaba a Francisco en su casa, al día siguiente por la tarde. Tenía una consulta importante que hacerle. Esa misma noche Francisco apenas pudo conciliar el sueño. ¿Qué querría la condesa de él? La última vez que le solicitó un favor, allá en el alcázar sevillano, fue para un asunto de intriga política importante. ¿Qué sería ahora? Guardaba un hermoso recuerdo de sus últimos encuentros, aunque, sobre todo, de aquella breve desnudez que un día logró contemplar de ella. ¿Cómo le habría sentado la ausencia de la corte? Ardía en deseos de volver a verla. El mero roce de los pies de Josefa con los suyos, en la cama, le ponía en guardia, nervioso ante la próxima cita con esa dama que era capaz de robarle hasta las ganas de dormir.
Por primera vez tuvo que mentir a Josefa para poder escapar a casa de los condes de Valdeparaíso. Quería evitar a su mujer posibles suspicacias y celos. Y no era porque ella fuera a pensar que entre la condesa y Francisco existiera una relación, cosa inimaginable, sino porque él apenas podría disimular su fascinación por esa dama, si Josefa le pedía explicaciones. Tampoco estaba dispuesto a dejar de acudir jamás a la llamada de la condesa.
Con el fin de justificar su aseo y buen vestir, dijo que iba de visita al palacio de Miguel de Goyeneche. Llevaba puesta una buena chaquetilla, en cuyo interior escondía doblado el papel con el dibujo de símbolos copiado del manuscrito de su maestro. Al salir, no olvidó tampoco coger su llave de maestría, que se metió en el bolsillo del calzón para ir acariciándola por el camino, una manía que había adquirido en los últimos tiempos, convencido de que le traía inspiración y buena suerte en cuanto hacía.
Llegó a la calle ancha de San Bernardo cargado de expectación y curiosidad por el motivo de la cita, a la que de ninguna manera hubiera renunciado. Le abrió la puerta la doncella, con el mismo gesto de complicidad que ya le conocía de otras ocasiones. Lo miró de arriba abajo, sonriente, y le hizo pasar dentro. Siguió a Teresa a través de un gran zaguán, en cuya mesa central reposaba una bandeja de mimbre con grandes manojos de lavanda, ese olor tan identificativo de la condesa, que había traído desde sus propiedades manchegas; una excentricidad rural que añadía encanto a su refinamiento cortesano. Teresa lo acompañó a una sala contigua, que resultó ser la biblioteca. Para su sorpresa, allí estaba la condesa, sentada sobre la alfombra de nudo español, con su traje de seda graciosamente extendido y rodeada de pilas de libros, abiertos y cerrados, que reposaban sobre el mismo suelo. Con encantadora naturalidad, se puso de pie y dio la bienvenida a Francisco, ofreciéndole a besar, con su acostumbrada coquetería, su delicada mano. El corazón del cerrajero palpitaba agitado. Siempre, en cualquier ocasión y momento, la encontraba más bella que nunca. La estancia en Almagro le había sentado bien. María tenía un aspecto saludable y su pálida belleza se veía adornada por un atractivo sonrosado en las mejillas. Lucía el pelo recogido en una ligera redecilla de cordón negro entrelazado, como si quisiera poner a la moda la forma de acicalarse de las campesinas.
Las noticias habían corrido rápido. La condesa ya se había enterado de la maestría de Francisco, del juramento de su cargo en palacio y de su reciente matrimonio con la hija del maestro. Se mostró efusiva en la felicitación. Habían estado sin verse cerca de un año, pero parecía que la delicada confianza que se había ido estableciendo entre ellos permanecía intacta.
—Francisco, me alegro sinceramente de todos tus progresos y ese nuevo estatus familiar que te permitirá tener un hogar estable y el amor de una mujer pendiente de tu cuidado… —le dijo.
Al pronunciar estas palabras, sus miradas se cruzaron con especial intensidad. El subconsciente les había traicionado. Sintieron ambos el mismo pudor y bajaron la mirada al suelo. María desvió la conversación hacia asuntos de la corte.
Había vuelto a entrar en los aposentos de Bárbara de Braganza como su dama y la tristeza de la princesa la tenía realmente preocupada. La heredera estaba descuidando su físico y había empezado a engordar notablemente. Con ánimo de entretenerla, se dedicaba a contarle los chismes de cuanto había experimentado en La Mancha y cualquier noticia curiosa de fuera de la corte. Le había hablado de él, Francisco Barranco, el cerrajero que la había ayudado en Sevilla y la princesa le había encargado darle la enhorabuena por ese nombramiento como futuro cerrajero de cámara, que le acercaba aún más a la certeza de que un día lo sería bajo su propio reinado.
Pero ninguna de esas cuestiones era el motivo por el cual la condesa de Valdeparaíso había citado en su casa a Francisco.
—¿Ves todos estos libros? —le preguntó, señalando con la manos el desorden de volúmenes desparramados por el suelo—. Los he hecho traer hasta aquí desde Almagro. Son parte de la biblioteca que acumularon mi abuela y mi madre, de quienes heredé el título de marquesa de Añavete, que no uso desde que me casé. Estoy tratando de clasificarlos. Hay libros de autores y temas para todos los gustos, así que tengo por delante una labor entretenida, a la que me he propuesto sacarle el mejor partido.
Francisco la observaba con verdadera fascinación. Y el saberse admirada por los ojos de aquel hombre provocaba en María una confortable satisfacción. Esta extraña relación con el cerrajero la hacía sentirse libre, natural, soñadora y etérea. Se atrevió a contarle que en el desván de su palacio de Almagro había encontrado arrumbado un conjunto de redomas y alambiques, que, tras aquella enfermedad herpética sufrida en su adolescencia, le había regalado la curandera que obró el milagro de sanarla. Por aquel entonces su madre había tenido el buen criterio de retirar aquellos trastos de su alcance, antes de que su curiosidad intelectual le hiciera perder la cabeza por los espejismos alquímicos. En estos momentos, sin embargo, sentía una aguda nostalgia por aquellas raras artes de combinar sustancias, polvos, minerales, líquidos y metales. Pensaba en la posibilidad de instalarse un pequeño y recóndito laboratorio en su palacio madrileño. Ni su propio esposo, el conde de Valdeparaíso, habría de enterarse de ello.
—¡Y fíjate en este libro, Francisco! —le dijo entusiasmada, tomando un pequeño volumen del suelo, e invitando al cerrajero a tomar asiento junto a una mesita cercana—. Se trata de un Tratado de secretos de artes liberales y mecánicas, recientemente impreso en Madrid. Este ha sido una adquisición mía. Y escucha algunas de las recetas que contiene en su interior. Habla de la manera de hacer un acero finísimo, añadiendo astas de toro, cuero de zapatos viejos, ceniza de sarmiento y corteza de granadas; o cómo hacer que el hierro parezca plata, aplicándole sal, amoniaco y cal; o como templar el acero a base de zumo de puerros, vino blanco y aceite común; y cómo hacer lo mismo con el hierro, con zumo de ortigas, hiel de toro, orines de niño y sal…
—Condesa… no hagáis caso de semejantes recetas. Son absurdas proposiciones de algún charlatán alquimista que no ha practicado en su vida lo que propone.
—¿Así lo crees? —preguntó María, aún incrédula.
—Así es. Siento decirlo. Todo eso son supersticiones, falsa ciencia. Aún recuerdo una frase aprendida en un libro que hace años me hizo leer el padre Figueras, en la biblioteca real: «Si tuvieres enemigo poderoso a quien desees destruir, inspírale el ansia de adquirir la piedra filosofal, el secreto de la vida eterna, porque es el mayor mal que le puedes hacer… gastará todo su dinero en ello».
—Bueno, después de todo, es lo mismo que diría el padre Feijoo acerca de la alquimia.
—Incluso se me ocurre que puede ser algo parecido a lo que hacen ahora los gobiernos para proteger sus secretos industriales: impulsar a los países rivales a gastar su dinero en la búsqueda de algo inútil, proporcionándoles falsas pistas sobre algo tan pretendidamente valioso como imposible…
—Interesante reflexión, cerrajero —dijo divertida la condesa—. De hecho, si yo fuera gobernante, aplicaría esa estratagema. En cualquier caso, volviendo al libro, si es tan inútil… ¡tómalo, tuyo es! Ya había pensado dártelo, para tus estudios. Para eso te había llamado…
—Se diría que estoy obligado a aceptar un regalo cada vez que acudo a una cita con vos, condesa…
María Sancho Barona se sonrió, evidenciando que aceptaba el comentario como una galantería. Se acercó a otra de las pilas de libros y tomó entre sus manos un volumen de cuidada encuadernación y mediano tamaño.
—Entonces, contempla esta obra. Merece la pena admirarla. Sus grabados de temas mitológicos son de una increíble belleza artística —comentó, con el ejemplar colocado sobre la mesa, mientras pasaba a la vista de Francisco las páginas, ocupadas con impresionantes escenas de dioses de la Antigüedad en la más refinada técnica al aguafuerte.
Una de las escenas representadas llamó poderosamente la atención al cerrajero. Aparecía un joven dios guerrero, provisto de casco, armadura y espada, acompañado por un lobo a sus pies. Inmediatamente vino a su mente la comparación de esta figura mitológica con esa otra que aparecía dibujada en el manuscrito de los Flores. Se trataba sin duda del mismo personaje. Francisco colocó su mano encima del grabado, evitando que la condesa pasara la página. Ante la extrañeza que su reacción provocó en ella, se vio en la necesidad de darle ciertas explicaciones. Después de todo, pensó Francisco, quizás necesite su colaboración. Antes de empezar a hablar, extrajo del bolsillo interior de su chaquetilla aquel papel doblado en cuatro con la copia del enigmático dibujo. Lo extendió ante la condesa, junto al grabado donde aparecía el mismo dios guerrero. La comparación entre ambos los dejó maravillados. María señalaba con su dedo índice la similitud de detalles entre uno y otro.
—Pero, ¿qué significa esto? ¿Por qué llevas guardado este papel? —preguntó ella, con iluminada curiosidad en su rostro, ávida de respuestas.
La historia del viejo manuscrito con secretos del oficio del hierro, guardado en un infranqueable baúl por el maestro Flores, cautivó de inmediato a la condesa. No disimuló su admiración por la forma en que el cerrajero había logrado abrirlo cuando no era nada más que un aprendiz. Francisco fue describiendo con detalle el extraordinario dibujo original que encontró en aquel libro, y cada uno de los símbolos contenidos en él, cuyo significado se había prometido desentrañar hacía ya años: el dios guerrero acompañado de un lobo, con su mano apoyada sobre el quinto travesaño de una escalera de siete peldaños, el árbol con un dragón enroscado, la calavera, el león con su collar de eses, las copas de cristal traslúcido y opaco, el reloj de arena flanqueado por el sol y la luna, inmersos en un gran triángulo y una forma de cubeta.
—Fascinante —repetía la condesa a cada particularidad que aprendía sobre el dibujo.
Francisco se acordó también de contarle que creía haber descubierto por casualidad, en aquel anticuario de Sevilla, que esas dos copas representadas a los pies del dibujo podrían ser una alegoría de los minerales silicio y manganeso. Pero, si así fuera, ¿con qué fin alegórico figuraban ahí? Y, ¿qué significaban en relación al resto de los elementos dibujados?
María escuchaba obnubilada. Nada podía satisfacer más a su espíritu inquieto, que desentrañar este misterio científico que el cerrajero le planteaba. La pasión con que Francisco relataba los detalles del manuscrito y las anécdotas que hasta ahora habían rodeado a su descubrimiento logró fascinarla. Sintió admiración por él. La curiosidad por algunos aspectos de la ciencia, de repente, los unía de una forma espontánea como nunca hubieran imaginado.
—Estoy segura de que se trata de símbolos alquímicos —razonó la condesa, sosteniendo ya el papel, amarillento y desdibujado, entre sus manos—. Si confías en mí, me encantaría ayudarte, Francisco. Deja el papel conmigo, por favor. Prometo cuidarlo y ponerlo a buen recaudo. Nadie sospechará que yo lo tengo y mientras tanto puedo consultar papeles, libros y… personas, que pueden brindarme su sabiduría y esclarecer el significado.
—Me cuesta desprenderme de él, pero si he de hacerlo, no puedo pensar en mejores y más bellas manos…
—Sólo pido a cambio la máxima discreción. Si mi esposo sospechara que ando a vueltas con asuntos alquímicos, tendría un serio problema. Su carrera política en la corte es de máxima importancia. Imagínate que cundieran rumores de que una dama de la princesa Bárbara anda entre extraños símbolos y redomas… ¡esta vez me expulsarían por bruja! Y no me importaría por mí, que igual viviría más feliz como una mujer del pueblo, alejada de la corte, sino por el conde. Con todos sus defectos, no tengo derecho a arruinarle la vida y a punto he estado ya de hacerlo…
—Perdonad mi intromisión, ¿os referís a vuestro exilio de la corte?
—Me refiero a mi colaboración con doña Bárbara, a la que no pienso renunciar, y a mi relación con Miguel… Tú ya sabes algo de eso, ¿para qué voy a ocultarlo? A veces me siento tan sola y tan necesitada de alguien que escuche mis confidencias sin juzgarme…
—Líbreme Dios de juzgaros. ¿Puedo preguntaros entonces sobre vuestra situación con don Miguel? —preguntó expectante, se diría que celoso, deseando escuchar el final de esa relación.
—Los designios del corazón son complejos, Francisco. Parece que cuanto más se sufre por un amor, mayor es la huella que deja en uno —dijo la condesa, sintiéndose libre ante Francisco para exponer sin tapujos sus verdades—. Y tú, ¿amas a tu esposa?
—Os sorprendería mi respuesta, pero prefiero reservármela. Reconozco como propio lo que decís y me pregunto por qué ha de ser así.
—No lo sé, pero soy consciente de que, en mí, razón y corazón no van a partes iguales. Soy mujer de sentimientos y no pienso sustraerme a ellos. Son lo más auténtico de mi vida…
Un sólido sentimiento de haberse convertido en extraños confidentes, colaboradores en lo oculto, de ser uno encubridor del otro, remarcó el final de la visita de Francisco a la casa de los condes de Valdeparaíso. Al despedirse, Francisco besó la mano de María con elegante ternura y fervor. Salía de allí exultante por el delicioso tiempo pasado junto a ella. Le parecía haber soñado, si no fuera porque la ausencia del dibujo escondido en el bolsillo de la chaquetilla le confirmaba la realidad de la cómplice misión establecida con la condesa.