Los gritos de Felipe V que, encerrado en su habitación, pedía a Dios que le enviara la muerte, se escuchaban por los aposentos y patios del real alcázar. La situación comenzaba a desbordar a la reina, entristecida ante todo por la reciente marcha de su primogénito, el infante Carlos, lo más querido para ella, a emprender la conquista de varios reinos de Italia. La despedida había sido contenidamente emotiva y dolorosa. Quizás no volviera a ver a su hijo nunca más. Era el precio de pasar a la historia como un soberano glorioso y no como simple infante de España. El vacío de poder se acentuaba en las últimas semanas. Cada vez más criticada por los ministros, Isabel de Farnesio no veía otra salida que acceder a compartir el poder con su hijastro Fernando y entretener así sus ansias de acceder al trono. Los príncipes herederos, sin embargo, hartos del menosprecio, se oponían al reparto de autoridad. O todo o nada era su apuesta, convertida en chantaje político y emocional a una soberana en situación desesperada por la enfermedad de su marido. El momento parecía propicio a la inmediata coronación de Fernando y Bárbara. Pero una inesperada decisión volvió del revés lo que ya se daba por confirmado.
La constatación de que la estancia en Andalucía, lejos de sanar al rey, lo había llevado aún más al precipicio de la demencia, sumado al cúmulo extraordinario de gastos e incomodidades que asfixiaba a los cortesanos, las quejas de nobles y criados que deseaban regresar a sus hogares, apremiaba a tomar drásticas soluciones. Era inútil prolongar una situación que no funcionaba. Los tres años allí vividos parecían eternos. Así, sin previo aviso, la reina dio la orden de abandonar Sevilla y poner rumbo hacia la villa y corte. Corría el mes de mayo de 1733, y la noticia dejó a los sevillanos estupefactos.
La servidumbre de la familia real acogió la novedad con alegre revuelo. Por momentos, la recogida de enseres y preparativos de vuelta se asemejaba a una estampida de animales nerviosos. Todos deseaban dejar atrás ese infierno de intrigas en que se había convertido la corte. Todos menos Bárbara de Braganza, que tenía malos presentimientos acerca de su partida del lugar que había sido su primer hogar de casada en España; el sitio donde ella se había hecho fuerte. Era consciente de que el cambio de escenario no le iba a ser propicio. Temía, con razón, por su suerte.
Encerrado en la fragua, Francisco se había enterado de la noticia por un criado de Miguel de Goyeneche, que se presentó allí una tarde, de parte de su señor, para darle un recado importante. En aras de la seguridad del libro de Réaumur, que Francisco había tenido oculto en su cuarto para poder dedicarse a su estudio, el financiero le ordenaba que se lo devolviera. Era mejor que el ejemplar viajara de vuelta a Madrid bien protegido en el equipaje de la carroza de un alto cargo, y no entre los hatillos de artesanos que transportarían modestas carretas. Francisco estaba de acuerdo. Aún sorprendido por la novedad de la repentina mudanza a la capital, se encaminó sin tardar a su dormitorio, sacó el libro de su escondite entre unas mantas, lo envolvió en un paño de tela y con él agarrado entre los brazos, se dirigió a entregárselo a Goyeneche.
Recorriendo un largo pasillo, a punto de llegar a los aposentos de nobles, se abrió de repente una puerta a su paso. Era la condesa de Valdeparaíso, que inmersa en la acelerada recogida de enseres, salía también de sus habitaciones, cercanas a las del caballero, su amante. Los dos se sorprendieron. No esperaban encontrarse.
—Francisco…
—Condesa…
—Supongo que recibiste el regalo de doña Bárbara… —dijo María, en tono de confidencia, acercándose al cerrajero.
—Sí. Extraordinario regalo, por cierto… Me gustaría que le hicierais llegar mi gratitud.
—Es ella la que me pidió que te hiciera llegar, también de palabra, su reconocimiento. Pensaba hacerlo en breve, pero las prisas del viaje se nos han adelantado… Has cumplido lo que te rogué y te has puesto en riesgo por ello. A pesar de los oropeles que me adornan, me gustaría que entendieras la sencilla verdad de mi agradecimiento —dijo con emotividad.
—Si así me lo decís, así lo entiendo, condesa. Creo que no he recibido nunca más hermoso pago por mi trabajo…
—¿Puedo saber que llevas tan agarrado entre los brazos? Si sostuvieras de ese modo a una dama, la ahogarías… —dijo María, aliviando la intensidad creciente del encuentro con su ligero coqueteo.
—Llevo a Réaumur de vuelta a don Miguel y a Madrid. Y este francés es duro de pelar, no creo que se ahogue entre mis brazos… Seguro que echa de menos a la dama que lo rescató del olvido.
La condesa rio la ocurrencia de Francisco. No era propio de una dama noble que riera las gracias a un artesano, que por ende parecía estar respondiendo a su coqueteo. Si alguien la viera en estas circunstancias, daría aún más pábulo a las críticas sobre su excesiva libertad de conciencia. De todas formas, a la vista de la original relación que la estaba uniendo sin remedio al cerrajero cualquier código social parecía a María inservible. Se dieron cuenta, no obstante, de que su reunión en un pasillo no era lo más conveniente. Se escuchaban pasos y voces desde dentro de los aposentos. En cualquier momento podrían sorprenderlos.
—Debo entregar el libro de inmediato a don Miguel. Disculpadme, condesa… En esto debo ser sensato.
—Tienes razón, Francisco. Si Dios quiere, todos volveremos a encontrarnos en Madrid pronto. Te deseo un buen viaje —le dijo con encantadora sonrisa, regresando al interior de sus cuartos y cerrando, sin quitarle la vista, la puerta.
Al día siguiente, Pedro Castro fue a buscarle a la fragua por la tarde, con la intención de celebrar el próximo cambio de aires. Lo convenció para salir a dar un último paseo por las calles de Sevilla, cosa que el cerrajero había hecho en todo este tiempo menos de lo que hubiera deseado. Vagando sin rumbo fijo por el barrio de Santa Cruz se toparon con aquel comercio de antigüedades que tanto había impactado a Francisco al poco de su llegada. Al parecer, don Anselmo, el anticuario, había fallecido hacía sólo unos meses. Los ventanales de su pequeña tienda se veían cubiertos por una espesa capa de polvo. Pero el cerrajero aún tenía presente las curiosas enseñanzas que de allí había sacado: el silicio y el manganeso como componentes esenciales del vidrio, y la relación que esto podía tener con las copas de cristal que recordaba dibujadas en el manuscrito del maestro Flores. Francisco empezó a revelar a Pedro la singular personalidad del viejo comerciante, cuando el cómico le interrumpió, abordando un tema más espinoso:
—¿No sientes nervios ante la idea del regreso a casa? ¿No te preguntas qué habrá sido de las personas que dejaste allí? —inquirió, como siempre, animado por la curiosidad.
—No negaré que estoy intranquilo. El tiempo y la distancia juegan la mala pasada de borrar de la mente las caras, incluso de la gente más querida. No sé cómo voy a encajar mi vida cuando llegue; cuál será mi relación con Josefa y el resto de la familia. Después de todo, empezaba a acostumbrarme a las particularidades de esta corte, que ha hecho de mí un hombre curtido en intrigas, ¿sabes?
—Incluso, diría yo, aquí has gozado de la cercanía de una dama… que te ha utilizado y alimentado tus vanas ilusiones, pero que en Madrid te apartará como a un perrillo pulguero. Créeme, Francisco —trató de aconsejar inútilmente Pedro.
—No empieces con tu perorata, amigo. Te lo agradezco, sé lo que hago —contestó tajante Francisco, acelerando el paso de vuelta al alcázar, tratando de eludir así posibles recomendaciones sentimentales que no iban a gustarle nada.
Unos días después, el cortejo regio se alejaba definitivamente de Sevilla. Además de los nervios ante la incertidumbre de los reencuentros en Madrid, Francisco llevaba encima una cantidad considerable de dinero. Era mucho lo que había ahorrado en este espacio de tiempo. Antes de partir, cada uno de los artesanos al servicio de la casa real había recibido el importe de los numerosos trabajos realizados en el acondicionamiento del alcázar. A eso, él sumaba de forma confidencial la generosa cuantía recibida por su colaboración en asuntos inconfesables.
Como los caballos de vuelta a la cuadra, el retorno se hizo a todos más liviano de lo imaginado. Los colores, aromas y sonidos de la ciudad andaluza quedaron en el olvido, cuando el paisaje árido y llano de la meseta castellana empezó a perfilarse en el horizonte.
Pero lo más sorprendente del viaje fue el milagro acaecido en la enfermedad de Felipe V. La propuesta de regresar a Madrid pareció despejar su mente de la noche a la mañana. Se sintió de nuevo capaz de gobernar y con ánimo para tomar las riendas del reino. Dispuesta a no perder ni un minuto y aprovechando la intimidad de la carroza, su esposa fue informándole durante el camino sobre la alarmante sedición que los príncipes herederos habían promovido, según ella, aprovechando vilmente su enfermedad en Sevilla. El perfil de la traición fue pintado de tal forma, que el rey no tuvo más remedio que responder con inusitada dureza. Tan sólo un día después de que la corte llegara al palacio de Aranjuez, a pocas leguas de la capital madrileña, se hizo público el humillante decreto de castigo a los príncipes Fernando y Bárbara. La decisión causó estupor en la corte. Atendiendo al grave delito de traición a la Corona, el rey penalizó a los herederos con el confinamiento en sus cuartos. Durante un tiempo indefinido, se les apartaría de toda actividad política, social y familiar. Serían relegados de cualquier función pública, aunque no de sus honores, a la espera de ese relevo al trono que figuradamente habían pretendido acelerar. Una reducida servidumbre se haría cargo de atenderles de acuerdo a su rango, aunque sin dispendios ni vistosos cortejos visibles. El aislamiento de los príncipes obligaba a una reducción del servicio asignado a su casa, en el que permanecerían, al menos, personas de probada lealtad y afecto, como el conde de Salazar, fiel ayo de Fernando, y la condesa de Montellano, camarera mayor de Bárbara. Tampoco se apartaría de ellos el fiel Domenico Scarlatti, ligado moralmente a su alumna, cualquiera que fueran las vicisitudes de su existencia.
No había ocurrido lo mismo, por desgracia, con los condes de Valdeparaíso. El enfado del rey, presionado por Isabel de Farnesio, se había extendido también hasta María Sancho Barona. Aunque la reina no podía aportar pruebas, intuía que la sagaz colaboración de esta dama había contribuido a las intrigas de Bárbara de Braganza. Por el grado de intimidad y confianza que las unía, apartarla de la corte era una forma más de mortificar a la princesa. El conde de Valdeparaíso recibió así indicaciones de Felipe V de retirarse momentáneamente a sus posesiones de La Mancha, llevándose con él a su esposa. No era un castigo al uso, puesto que reconocía en su fiel servidor a un futuro y valioso hombre de gobierno, pero sí una llamada de atención para que tuviera mayor control sobre las perjudiciales actividades de la condesa.
La salida de su carroza desde Aranjuez en dirección a la localidad manchega de Almagro, fue un golpe duro de encajar para muchos. Por casualidad, Francisco la vio arrancar del patio posterior del palacio. En ese momento, aún no sabía bien lo que ocurría. Intuyó que algo anormal había sucedido a los condes de Valdeparaíso, puesto que se marchaban de la corte solos, abandonando intempestivamente el cortejo que había llegado en fila desde Andalucía. Alcanzó a ver también sus rostros. Don Juan Francisco iba ceñudo, enfadado y protestando; María, callada y muy seria. Francisco se percató de que ella miraba a través de los vidrios de la ventana hacia el lugar donde él se hallaba. Le pareció ver que le dedicaba un suave gesto de mano en señal de despedida, pero era evidente que no tenía ánimo para fijarse en nadie. Francisco permaneció en el sitio, paralizado por la extrañeza, hasta que la carroza se perdió en el horizonte.
La princesa Bárbara, aunque fuerte de espíritu, se sumió durante un tiempo en la más profunda tristeza. El sentimiento de añoranza de la condesa de Valdeparaíso fue notorio en los aposentos de los herederos, donde cundió el desánimo y el miedo a las represalias contra cualquiera que fuera sospechoso de haber colaborado con ellos.
Francisco se sintió igualmente afectado. A sus ojos, la corte parecía radicalmente distinta sin la presencia de esa dama que le tenía obsesionado. Se dio cuenta de que la ausencia de María Sancho Barona le dejaba en el alma una dolorosa sensación de vacío. «El verdadero amor duele cuando se marcha», le había dicho una vez Pedro y ahora comprobaba la verdad de su argumento.
Al cruzar el río Manzanares, que con la cercanía del verano ya iba escaso de agua, empezó a perfilarse la imponente mole del alcázar madrileño. Su sobriedad geométrica, en contraste con los desordenados vericuetos del palacio sevillano, pareció a Francisco más regia que nunca. Había madurado desde su niñez junto a ese austero edificio castellano y no podía evitar que su vista le sobrecogiera, una y otra vez, el alma. Las noticias sobre la inminente entrada del cortejo real se habían expandido ya por la capital y muchos ciudadanos se habían echado a la calle, inquietos, a la espera de volver a presenciar el prodigioso desfile de carrozas. Los capellanes de las iglesias esperaban el momento para dedicarle un atronador recibimiento a golpe de campanas.
Cuando se quiso dar cuenta, Francisco estaba plantado, con sus pertenencias, ante la puerta de la casa de José de Flores. Sintió la misma emoción ante su modesta fachada de yeso rojizo que ante la grandiosidad del alcázar. El cambio de ambiente y de personas, sin embargo, se le hacía raro. Tenía el estómago encogido en un puño. Desde la plazuela cercana se reconocía el familiar olor a hierro, carbón y fragua. Aunque era notable el silencio de los martillos y los yunques, cuando en otros tiempos ese soniquete machacón y metálico imperaba en esa calle. Le dio miedo anticipar lo que iba a encontrarse dentro.
Tocó la puerta con tanta inquietud como decisión. Cerró por un momento los ojos, deseando que fuera Josefa quien abriera, aunque no estaba seguro de cuál iba a ser su reacción al encontrarla. Así fue. Josefa abrió la puerta, pero no estaba sola. Tenía un niño de apenas un año en sus brazos. Francisco quedó enmudecido por un instante, ofuscado. La encontró como la recordaba, con su aspecto pulcro y sencillo, su rostro dulce y sereno, sus delicados ojos grises. El tiempo pasado en su ausencia, por otro lado, había dejado huella en la madurez de sus rasgos. ¿Podía ser que se hubiera cansado de esperarle y ya tuviera marido y un hijo?, pensó fugazmente. Estaba predispuesto a comprender sus razones.
La amplia sonrisa que se dibujó en los labios de Josefa al verle, sin embargo, le convenció al menos de que se alegraba del reencuentro. Hacía rato que lo esperaba, confesó, porque el aviso ya había circulado entre los criados de palacio. Aún sosteniendo al niño en un costado, se las arregló para lanzarse a él con cariñoso contento.
—Es el hijo de Manuela —aclaró mientras se apartaba del abrazo, mostrándole la carita del chiquillo—. De Manuela… y Félix. Queda a mi cuidado muchas veces, cuando sus padres se ausentan de casa.
La novedad de ese matrimonio entre el indeseable oficial y la hija menor del maestro dejó paralizado y asqueado a Francisco durante un instante.
—¡Pasa dentro, Francisco! ¡Aún se puede decir que estás en tu casa! —le animó Josefa.
El hogar de los Flores estaba tal cual lo dejó hace tres años, salvo que ahora había un mueble nuevo: la cuna de la criatura. Josefa dejó al pequeño durmiendo y subió al piso de arriba a avisar a su padre y ayudarle a bajar las escaleras. La visión del maestro le causó a Francisco enorme lástima. Su precoz envejecimiento era notorio. José de Flores caminaba con torpeza y sus ojos parecían tristes, como cubiertos por una extraña neblina. Se abrazó a él con emoción y le indicó que se sentara a la mesa para hablar. Estaba ávido de saber qué tal le había ido a su discípulo en Sevilla. La conversación derivó con rapidez del buen hacer profesional de Francisco y la generosa compensación de dinero recibida, al contrastado desastre que se había producido en el ámbito de este hogar y su fragua. Josefa, sentada también a su lado, había demudado el gesto de su alegre bienvenida por otro de preocupación. Tomó ella la palabra para relatar con detalle todos los sinsabores sufridos, evitando al maestro la vergüenza de hacerlo.
Era lógico que, después de un tiempo de relación íntima, Félix Monsiono dejara a Manuela preñada, sólo que lo había hecho sin aparente intención de casarse. Durante los meses de embarazo, desapareció durante largas temporadas y ni siquiera estuvo presente en el parto. De no ser porque el trabajo de fragua quedaba desatendido, todos, incluida la propia Manuela, hubieran preferido no volver a verle, pero por desgracia regresó cuando el niño ya había nacido, y lo hizo sucio, con el rostro desencajado y medio borracho. De esta guisa fue reconocido merodeando dos días antes por los Carabancheles, donde una niña de apenas trece años, hija de un pastor de ovejas, había sido violada. El siempre desagradable rictus de la cara de Félix parecía espantar hasta a su hijo, que desde que él apareciera por la casa no había parado de llorar durante semanas. Manuela, desquiciada, había optado por ceder el mayor tiempo posible a su hermana Josefa el cuidado del recién nacido. Pero un rayo de malévola inteligencia había iluminado al oficial, que decidió casarse con la joven tullida, a la cual en el fondo despreciaba. Aprovechando la ausencia de Francisco, pensó que ser el oficial más antiguo y el primer yerno de José de Flores le daría mayor derecho a sucederle como cerrajero del rey y quedarse con la fragua. A pesar de la oposición familiar, Manuela y Félix contrajeron matrimonio en la parroquia cercana. Desde entonces, Monsiono sólo tenía un deseo: ver la pronta muerte de su suegro, ser su sucesor y heredar su patrimonio. Ni el maestro Flores ni Josefa quisieron ser testigos del dislate, que se veían obligados a aceptar como una fatalidad del destino.
Flores, además, siguió relatando Josefa a Francisco, se había dejado llevar por el desánimo. Nada en su vida parecía ya importarle lo más mínimo. Ni siquiera el dinero. Y una decisión equivocada en este ámbito le había llevado a la amenaza de embargo de su taller y herramientas. En recuerdo a la vieja amistad que tuvo con el arquitecto José Benito de Churriguera, había accedido a avalar a su sobrino, el escultor José de Larra Churriguera, en el contrato que este firmó ante notario para elaborar la escultura de un santo, en plata, destinada al convento de los trinitarios calzados. El escultor, por razones desconocidas, se portó como un mangante, huyendo a Lisboa con el cargamento adquirido de plata, dejando a Flores como principal responsable del desfalco. Y ahora, tras un juicio perdido, se le reclamaba el pago de treinta y cinco mil reales. Si no daba una pronta satisfacción a la justicia, lo iba a perder todo, hacienda, dinero y algo imposible de recuperar: el prestigio, sin el cual José de Flores se dejaría llevar a pasos agigantados hacia la tumba. Josefa se mostraba desolada.
Impactado por lo que oía, Francisco se levantó nervioso de la mesa. Necesitaba asimilar el cúmulo de desgracias que de sopetón se encontraba, sin haber tenido tiempo siquiera para descansar del viaje.
—Por la cuestión económica, maestro, no debe preocuparse —dijo Francisco—. Yo aportaré todo lo que he ganado en Sevilla para rebajar esa deuda que amenaza con el embargo. El resto que quede pendiente, puede resolverse a base de trabajo.
Según terminó de hablar, Francisco se levantó y anunció su deseo de ir a la fragua. No quería ver al maestro deshacerse en palabras de agradecimiento por su generosidad. Pensaba que era su obligación moral hacerlo y no buscaba con ello lisonjas. En medio de aquellas tribulaciones, le apeteció mucho el reencuentro con su lugar de aprendizaje. Josefa se levantó de la silla y se decidió a seguirle. Y allí, junto al banco de trabajo, testigo de tantos sacrificios e ilusiones en la juventud del oficial, Josefa arrancó de nuevo a hablar. Primero le alabó, emocionada, su noble gesto con el dinero. Después, sin embargo, no pudo evitar recriminarle en la intimidad otros asuntos personales.
—Me alegro de que hayas vuelto, pero no puedo negar que me siento decepcionada contigo —comenzó a decir—. ¿Por qué no te has puesto nunca en contacto con nosotros? ¿Tan poco te importamos?
—Josefa, sé que no tengo perdón —contestó Francisco, avergonzado—. Supe por Pedro Castro que estabas bien y el tiempo en Sevilla, la verdad, se me ha pasado muy rápido…
—Aquí, por el contrario, estos tres años han transcurrido lentos y problemáticos —dijo Josefa, mientras endurecía la voz y el gris de sus ojos se tornaba color de acero—. Yo podría haber solventado ciertos asuntos, simplemente con haber contraído matrimonio con algún comerciante o artesano bien posicionado. Pareces no darte cuenta, pero quiero que sepas que durante todo este tiempo he estado aguardando una noticia tuya, una señal, que nunca ha llegado.
Josefa calló un momento y suspiró, como tomando aire y fuerza para soportar sus emociones. Con emoción en la mirada, siguió hablando.
—Estoy cansada de esperar, Francisco. Y creo que sabes a qué me refiero. Yo te quiero, ¿entiendes? Me gustaría, de una vez por todas, que aclares tus pensamientos y digas si yo formo parte o no de tus planes.
Francisco permaneció inmóvil, de pie junto al banco de trabajo, conmovido por la declaración de Josefa. Era bonito escuchar a una mujer decir que le amaba. De hecho, hasta entonces, sólo se lo había escuchado sinceramente a ella. De todas formas, se sentía extrañamente confuso respecto a Josefa. Algo en lo más profundo de su ser le impedía corresponderla con la misma intensidad. Era como si tuviera el corazón ya entregado a otra mujer y no pudiera dividirlo en dos partes iguales.
Con el arrebato de dignidad que a veces la caracterizaba, Josefa se acercó hasta un cajón de madera donde se apilaban piezas de cerrajería inservibles. Se agachó y rebuscó entre los hierros, hasta llegar al fondo. Extrajo de allí un pequeño hatillo de tela. Se levantó y lo dispuso sobre el banco de trabajo, a la vista de Francisco.
—¡Ábrelo, por favor! —rogó al cerrajero.
Francisco obedeció. Desató y desenvolvió la tela con curiosidad, hasta destapar el objeto que venía dentro: la tosca llave que durante sus días de aprendizaje pretendió iniciar como obra de maestría. Aquella con la que soñó asombrar a un jurado de examinadores y lograr su ansiado título de maestro cerrajero. Ni siquiera se acordaba de ella. Pensó que se había perdido en el desorden de hierros viejos. Se sintió henchido de satisfacción y nostalgia al tenerla otra vez entre sus manos. Permanecía callado, emocionado; como un adulto que hubiera reencontrado el juguete favorito de su infancia.
—Sí. Es tu llave de maestría. La guardé cuando empezaste a arrumbarla entre objetos inservibles y a dejarte llevar en exceso por tus sueños de grandeza. Ahora vuelve a ti y cobra todo su sentido. Francisco, tienes que terminar lo que empezaste y obtener el título que consagre tu talento. Tú lo mereces y esta casa, es decir, nosotros, lo necesitamos, te necesitamos…
Los ojos de Josefa se anegaron otra vez de las lágrimas, como cada vez que se sentía impotente para demostrar a Francisco la profundidad del amor que sentía por él desde hacía tantos años. La flaqueza de la joven y su ruego desolado, entre tantas desgracias, enternecieron al oficial. Parecía pedirle a gritos un gesto de cariño. Le apeteció más que nunca estrecharla entre sus brazos. Josefa le había devuelto a la realidad de su vida a pie de fragua. Llevaba razón. Tenía pendiente un compromiso con su maestro y consigo mismo. Quizás también con ella. Debía terminar su obra de maestría cuanto antes y ascender al máximo escalafón de su oficio. Saldaría de inmediato las deudas de José de Flores y devolvería a la fragua su centenario prestigio. Con Josefa ya apretada contra su pecho, sintió asimismo la necesidad de besar su boca, con más cariño acumulado que pasión, y pedirle matrimonio. No pudo evitar, sin embargo, que su mente le traicionara fugazmente, trayendo a su recuerdo a María Sancho Barona.
Los susurros de amor de Josefa le devolvieron a la realidad. Con emoción contenida y un aparente arsenal de ilusiones compartidas, acordaron que celebrarían su boda en unos meses, cuando Francisco hubiera obtenido el título de maestro cerrajero. Pensó que debía tener con Josefa algún detalle que la hiciera sentirse como cualquier novia querida. Extrajo de su hatillo de viaje aquel collar de perlas que lucía la condesa de Valdeparaíso como signo de su amor por Miguel de Goyeneche y que ahora obraba en sus manos, y se lo colocó en el cuello a su prometida, asegurándole que siempre había estado en su mente ese momento y para ello había adquirido la costosa joya en Sevilla. Como por efecto de una extraña magia, si el collar desprendía luz como un signo de lujuria en el escote de la condesa, puesto en Josefa, esa luz parecía apagada como un símbolo de recato y modestia.
Si se dejaba llevar por la confusión de sus sentimientos, Francisco era incapaz de decidir a cuál de las dos opciones estaba traicionando: ¿a su amor platónico, soñado y pasional por María o a la realidad familiar, tierna y comprensiva, que Josefa le ofrecía? ¿Era posible amar con intensidad y querer con sencillez, al mismo tiempo, a dos mujeres opuestas?
La intimidad del momento no había impedido que el cerrajero se fijara con atención en todos los enseres que le rodeaban en la fragua. Necesitaba tomar contacto con el trabajo inacabado y ordenar sus pensamientos. Se percató entonces de que el mítico baúl de secretos de los Flores ya no estaba en su sitio.
—Josefa, ¿qué ha sido del baúl? —preguntó preocupado, rompiendo de sopetón el encanto de ese instante largamente deseado por la joven.
—¿El baúl? Ah, sí. Convencí a mi padre para que lo subiera a su habitación. Pensé en ti y en el valor de lo que, al parecer, contiene dentro. Me pareció que allí estaría resguardado.
—Has hecho bien —respiró Francisco aliviado—. Alabo tu decisión.
—¿Es eso lo que más te importa ahora? —preguntó Josefa, molesta por la falta de atención de su novio.
—No, claro que no. Ahora lo que más me importa eres tú… —mintió Francisco, sellando con un beso los labios de su prometida.
Francisco empezó a darse cuenta entonces del cansancio acumulado por el viaje. Rogó a Josefa comprensión. Deseaba realmente descansar y dormir, aunque fuera en su viejo catre.
En la soledad de aquella habitación, según se desvestía, pensó aún en los avatares de ese baúl que le comía el seso desde que descubriera lo que atesoraba. Se acordó de repente de que antaño escondió un papel doblado entre la paja de su jergón, en el cual había dibujado los extraños símbolos de aquel jeroglífico que aparecía representado en el manuscrito de los Flores. Con las yemas de los dedos consiguió descoser el colchón y rebuscó entre la paja, partida ya en infinitos pedacitos por el paso de los años. El papel se encontraba todavía allí. Lo extrajo. Estaba amarillento y el carboncillo del lápiz se había atenuado, pero seguía siendo legible. Provocó en él la misma intensa curiosidad por su significado. Volvió a mirar con atención los símbolos dibujados y se alegró de reconocer entre ellos las dos copas de vidrio que había encontrado idénticas en el anticuario de Sevilla. Pensó en los conceptos allí aprendidos: silicio y manganeso, silicio y manganeso… Y con esas dos palabras en mente, acurrucado en la cama, se quedó profundamente dormido.
Una discusión subida de tono, junto al llanto desesperado de un niño, fue la molesta cantinela que despertó a Francisco a la mañana siguiente. Félix y Manuela habían regresado de Dios sabe dónde y Josefa les regañaba por haber abandonado a su hijo durante tanto tiempo. Sus obligaciones en palacio no admitían demora y luchaba por convencer a su hermana de que debía cuidar a su criatura. Pero Manuela, más corta de entendederas que nunca, sólo veía a través de los ojos de Félix, a pesar de la desconsideración con que él la trataba. El desagradable oficial, por su parte, hizo mofa del regreso de Francisco, al que ya se imaginó alojado en la casa y se negó a gritos a recibir órdenes de su cuñada, una simple criada con ínfulas de damisela, según sus palabras, injuriándola de una forma insoportable. Al escuchar los insultos contra su prometida, Francisco se presentó en la sala, raudo y furioso. Lo único que tenía en mente era castigar a Félix por sus impertinencias. Deseaba liberarse, por fin, de la rabia acumulada contra ese hombre dañino. Ágil para prevenir la desgracia, Josefa logró sin embargo interponerse entre ambos. Detuvo a Francisco y desesperadamente le rogó que no cayera en la provocación de ese malnacido. Era mejor esquivarle. Enfrentarse a él en una burda pelea no traería más que desgracias. Los dos oficiales se observaron con inquina por encima de los hombros de Josefa. Parecían sopesar cada cual el mejor modo de buscar venganza, uno contra otro; si no iba a ser a golpes, ya buscarían la fórmula. El aire cargado de enemistad se hacía ya irrespirable en esa casa. Atosigada por la tensión, Josefa gritó «¡Basta!» con tal fuerza, que dejó a todos paralizados y obligó a José de Flores a salir, reclamado por la sensación de que algo grave pasaba, arrastrando los pies, de su cama al rellano de la escalera. Con la misma intensidad con que había detenido la pelea, la muchacha fue capaz de dar las siguientes órdenes. Sentía que el enfrentamiento de los dos oficiales estaba destruyendo su familia. Siempre había sido así. Y puesto que además ahora estaban obligados a compartir maestro, suegro y parentesco por muchos años, les pedía que cada cual buscara su espacio en esa casa. Que se limitaran a trabajar por el bien común y el propio, y procuraran evitarse en todo momento, hasta que Dios quisiera traer la paz a este entorno.
El restablecimiento de la corte en Madrid y los reales sitios en rededor vino a favorecer los proyectos inmediatos de Francisco. La euforia por la mejoría en la salud de Felipe V revitalizó el deseo de los reyes de concluir la gran obra de su vida: su amado palacio de La Granja de San Ildefonso, la residencia creada a su antojo, el sueño cumplido de dejar para la posteridad una hermosa creación arquitectónica, en la que todas las artes confluyeran a mayor belleza del conjunto y deleite de sus moradores. Francisco fue nuevamente reclamado para avanzar en la elaboración de exquisitos balcones y rejas al gusto del resto del palacio. Asumió con alivio la oportunidad que le brindaba la estancia en aquel lugar, para retirarse por un tiempo del enfrentamiento con Félix y concentrarse en su obra de maestría. Josefa lo entendió bien y le alentó en su idea. Llegaba el verano y aquel lugar, entre jardines al pie de frondosos bosques, era un oasis de frescor en medio de la naturaleza. A pesar de eso, Francisco ocupaba el día trabajando duro en la fragua, arrebolado por el calor del fuego, dando forma a los hierros que, según los diseños que le entregaban, convertía en espléndidas obras de arte, adornos fundamentales de las fachadas. De noche, como cuando era sólo un aprendiz, se sentaba junto al banco de trabajo, y arrimado a la luz de una lámpara de aceite, limaba, cincelaba y torneaba, a buen ritmo y con infinita paciencia, la llave que preparaba para sorprender a los maestros del gremio. La empuñadura iba a llevar cinceladas volutas y rocallas, tal cual las había visto en un grabado francés, dejando en su centro el espacio de un simulado corazón compuesto de follaje; la tija la dispondría en forma de triángulo, remarcando sus aristas con inverosímiles estrías; y el paletón lo imaginaba formado por complejas guardas, que ocultaban entre sus ranuras dos letras, F y B, sus iniciales, grabadas con extraordinario esmero a pesar de que iban a ser difícilmente visibles para quien no supiera de su existencia. El conjunto resultaría sorprendente. Tenía confianza en ello. En la soledad de la noche, acompañado del sonido metálico de sus herramientas, se le consumían las horas trabajando, hasta que lo hacía también la llama de la lámpara que iluminaba sus anhelos.
Tuvo la pieza lista para el mes de septiembre, justo cuando se preveía el regreso a Madrid de los artesanos que habían trabajado en La Granja durante el verano. Por suerte, fue en la última noche, recién acabada la hermosa llave, cuando un descuido provocado por el cansancio le hizo lastimarse seriamente con el torno el dedo índice de la mano izquierda. Lo vendó con un trapo y pensó que ya se encargaría de curarse en la villa y corte. Y así decidió presentarse, dos días después, con la herida aún abierta, ante los examinadores del gremio de cerrajeros madrileño. José de Flores, que tenía el privilegio real de serlo a perpetuidad, había convocado de inmediato al resto, que ese año eran tres: Alonso Cid, Antonio Pascua y Ruperto de Pontes, según estricta rotación entre los maestros agremiados. Estos aparecieron en la fragua, como era preceptivo, junto a un escribano. Flores, a quien correspondía presidir de forma honoraria el jurado, no quiso perderse el acontecimiento e hizo enormes esfuerzos por estar presente en su taller, con la figura orgullosamente erguida, disimulando sus males. Él tampoco sabía con qué pieza pensaba sorprenderles el oficial. Francisco desplegó ante ellos la llave que con tanta dedicación había trabajado en La Granja de San Ildefonso. Mientras el jurado la estudiaba con detalle, pasándola de mano en mano, explicó con aplomo las diferentes operaciones que había desarrollado para perfeccionar su mecanismo y lograr los refinados adornos. El rostro de los cerrajeros denotó su deslumbramiento.
El dictamen fue unánime. La pieza presentada excedía con creces la calidad de ejecución que normalmente se esperaba de un aspirante a maestro. Había demostrado la excelencia de sus manos como artesano, amén de un especial talento artístico. Le hicieron igualmente unas preguntas de rigor, para que demostrara ciertos saberes sobre el uso del hierro, el conocimiento de las ordenanzas gremiales y su compromiso con la ética de la cerrajería. En este punto, se le vinieron a la mente las fechorías que había realizado en Sevilla que, por supuesto, pasó por alto. El escribano dio fe de la aprobación del examen, sellado con la rúbrica de todos los presentes. Francisco Barranco ya era maestro cerrajero.
Era difícil que José de Flores pudiera ocultar la emoción. Se abrazó fuertemente a su brillante alumno y con los ojos iluminados por la satisfacción, sólo fue capaz de musitar: «Gracias, Dios mío, gracias». El pasado hizo entonces acto de presencia en la mente de Francisco, trayéndole vagos recuerdos de su madre, siempre su madre. Aunque después pensó en las mujeres que componían su presente, Josefa, a quien debía el reconocimiento de haberle impulsado a alcanzar lo que siempre había soñado; pero también, de forma inevitable, la condesa de Valdeparaíso. Hubiera deseado hacerle llegar a Almagro, de alguna forma, la noticia de su éxito.
Se acordó también de Sebastián de Flores. Estaba seguro de que se alegraría de su progresión. Aunque era factible que se enterara a través de las novedades que circulaban entre maestros del gremio, pensó que debía visitarle. Agradecería que se lo contara cuanto antes y le relatara sus vivencias durante la estancia andaluza. Le debía asimismo la gratitud por haber respondido a su carta desde Sevilla, con aquella información sobre el conde de Salvagnac que le valió los halagos de la reina.
Tenía la herida del dedo aún sin curar y le dolía intensamente. Debía prestarle atención para evitar que siguiera sangrando. Decidió echarse a la calle y terminar el día con el periplo de visitas que tenía pendientes.
Se presentó primero ante las puertas de la fragua de Sebastián de Flores, en la calle de Segovia. Para su decepción, no estaba. Un viejo casero, que se ocupaba del cuidado del edificio cuando su amo faltaba, le abrió la puerta y le contó que el maestro había emprendido viaje, hacía tres semanas, rumbo a Vizcaya. Al parecer, iba a reconocer cierto hierro en una ferrería, de cuya excelente calidad le habían hablado. Si no sufría ningún percance, no tardaría en estar de vuelta. Francisco se identificó, le pidió entrar y poder tomar papel y pluma para escribir al maestro una nota. No se arredró ante el gesto antipático que el hombre le dedicó, e insistió:
—Se lo ruego. Creo que al maestro le gustará encontrarse mi nota cuando regrese.
El casero le dejó pasar, no sin reticencias, y sentarse en la mesa de trabajo de Sebastián de Flores: «Maestro, por fin puedo anunciar que, por la gracia de Dios y mis propias manos, soy maestro cerrajero. Estuve aquí para contárselo. A su disposición, siempre. Francisco Barranco», anotó en un papel que dejó a la vista, sobre unos libros de cuentas, para que fuera visible. Confió en que la leyera. La sangre de su dedo manchó por descuido una esquina del papel y se acordó entonces de la siguiente parada de su periplo.
Al marcharse de allí, se encaminó pues a la cercana botica de la calle Mayor. No era la primera vez que don Bartolomé Fernández le suministraba remedios para heridas y rasguños producidos por el oficio. Lo encontró trajinando en la trastienda del establecimiento. El boticario se alegró mucho de volverlo a encontrar por Madrid. Mientras le destapaba el tosco vendaje del dedo y decidía el emplasto que le iba a aplicar, le hizo partícipe de cierta preocupación.
—Tú sabes, Francisco, que aprecio mucho al viejo Flores, ¿verdad? Juntos hemos recorrido estas mismas calles desde niños.
—Lo sé, don Bartolomé, lo sé. Pero, ¿por qué lo dice? —preguntó Francisco, preocupado por el tono misterioso que el boticario había imprimido a la conversación.
—Verás, no es su enfermedad lo que me preocupa; eso son achaques de la edad y del esfuerzo realizado en su trabajo durante tantos años. Es ese otro oficial, Félix Monsiono lo que me reconcome últimamente…
—A usted y a todos, don Bartolomé, eso no es ninguna novedad…
—También lo sé. Pero es algo más grave lo que voy a decirte —apuntó el boticario, asegurándose de que estaban solos—. Ese Félix estuvo hace unas semanas aquí y me encargó una libra de polvo de azufre.
—¿Azufre? —preguntó Francisco extrañado.
—Sí. Azufre. Le mostré mis reticencias para vendérselo. Aunque tengo sustancias de todo tipo para fabricar mis remedios, no las despacho a cualquiera. Insistió mucho en la necesidad de comprarlo…
—¿Y no le preguntó para qué quería esos polvos?
—Sí, claro que lo hice. Primero le inquirí si es que tenía alguna dolencia, sin contarle qué utilidad medicinal posee el azufre. Entonces no supo realmente qué contestarme. Noté su desconcierto. Y luego me explicó que había leído en un tratado de secretos de artes y oficios que el azufre sirve para endurecer el hierro y para eso lo necesitaba. ¿Es eso correcto?
—¿Félix leyendo? ¡Imposible! Jamás ha tocado un libro. Es mentira.
—Lo mismo pensé yo, pero me refería al azufre y el hierro…
—Bueno, en eso hay algo de cierto. El azufre mezclado con grasas se emplea para dar pátina al metal y al parecer está presente en el hierro cuando se funde con el carbón. Su exceso es la causa de que el acero sea quebradizo y malo. Así lo cuenta un libro que estudio…
—Bien, bien. No necesito saber más… —interrumpió el boticario—. Sólo quiero advertirte de que el azufre es un potente veneno, capaz de matar a una persona si se hace de él mal uso. Y arde con facilidad, no en balde se emplea para fabricar pólvora. De otro oficial me fiaría, pero con ese tipo cualquier precaución es poca… Busca en la fragua un pequeño bote que contiene un polvo amarillento y blando. Desprende un desagradable olor a huevo podrido. Asegúrate de comprobar para qué lo utiliza Monsiono.
—Descuide, don Bartolomé, así lo haré. Desde luego, el maestro Flores puede preciarse de tener buenos y leales amigos. Y gracias una vez más por curarme. Estoy siempre en deuda con usted —se despidió Francisco, realmente agradecido.
Al salir de la botica la celebración de su maestría pasó tristemente a un segundo plano, para dejar lugar en su mente a una nueva preocupación añadida.