Capítulo 16

Hoy desayunaba al mediodía, más pronto de lo habitual. La reina se había acostado la noche anterior a las cinco de la madrugada, como de costumbre desde que su esposo decidiera pasar más tiempo bajo el influjo de la luna, que bajo los rayos del sol. Aunque sus gustos culinarios eran muy diferentes, Isabel y Felipe solían comer siempre juntos. Pero la soledad le sentaba bien en este día a la soberana. Estaba deleitándose con las viandas preparadas especialmente para ella, conforme a su refinado gusto gastronómico, y quería hablar a solas con Miguel de Goyeneche. Le había hecho llamar para que se presentase de inmediato, antes del horario de despachos y audiencias. Así lo hizo el financiero, consciente de la impaciencia de la soberana.

De pie, frente a la mesita que servía a Isabel de Farnesio para degustar su plato diario de huevos pasados por agua, Goyeneche relató a la reina el resultado de sus recientes pesquisas. Había encargado a Francisco devolver la falsa partitura al cajón donde la encontraron. Dejó al ingenio del cerrajero el lograrlo, para no despertar sospechas. Y Francisco había obedecido lealmente la orden de su benefactor, aunque sólo él sabía la agitación de conciencia que estos encargos contrarios a la ética de su profesión le provocaban. Aunque las notas musicales parecían parte de un documento cifrado, cuyo contenido únicamente podría saberse si se encontraba el código que emisor y receptor compartían, relataba Goyeneche a la reina, era obvio que se trataba de comunicación secreta entre Bárbara de Braganza y la corte lusitana, recibida bajo el amparo cómplice del músico Scarlatti y el embajador de Portugal. No era difícil imaginar que la princesa estuviera informando por esta vía a sus padres de la situación de la familia real española. Era probable, además, que estas revelaciones estuvieran circulando por Europa, en la correspondencia entre embajadores, debilitando la posición de España ante las complejas negociaciones de tratados que en este momento se maquinaban en el concierto internacional. Isabel de Farnesio, enfadada, pegó un puñetazo sordo en la mesa. Insistió a Goyeneche para que no dejara de investigar y averiguar. Ella no pararía hasta desenmascarar a esa nuera petulante, según su criterio, que por mala fortuna le había caído en gracia.

—Por cierto, Goyeneche, no me duelen prendas en reconocer el éxito de tu iniciativa metalúrgica —dijo la reina, levantándose ya de la mesa, para encaminarse a su saleta de trabajo—. El rey está fascinado de nuevo con la idea de las manufacturas. Ya conoces el placer que le supuso promover las reales fábricas de tapices en Madrid y de vidrios en La Granja. Siempre ha estado convencido del progreso que las artes y los oficios reportan a su reino.

—Sin duda lo reportan, majestad. Sabéis que soy parte interesada por historia familiar en ese aspecto…

—El caso es que el rey ha dado orden al secretario de Estado de dinamizar algunas propuestas pendientes, que pueden afectarte, no sé si porque debes asociarte a ellas o combatirlas como competencia.

—Si vuestra majestad tiene la bondad de contármelas, podré juzgar por mí mismo —contestó inquieto Goyeneche, a quien claramente no arredraba la idea de las rivalidades comerciales, sino todo lo contrario, suponían un estímulo para su espíritu emprendedor.

—Entre los papeles de la Junta de Comercio figura la próxima puesta en marcha de una real fábrica de hojalata en una pequeña localidad llamada Ronda, cercana a Málaga. Sé poco de esta materia, pero al parecer será la primera de España, ¿me equivoco? Dos caballeros suizos, que responden a los nombres de Meuron y Dupasquier, han convencido a la junta de que importarán la clave de su fabricación a España, a cambio de monopolios y pingües beneficios. Han contratado artesanos alemanes, que han salido de su tierra escondidos en barriles, puesto que la fuga de maestros con secretos industriales se castiga allí con severas penas. Y no me extraña. Con su traición, esos pobres diablos causan tanto perjuicio a su país, como beneficio al que los acoge.

—De cualquier forma, no todos los artífices extranjeros son fiables, majestad. Lo sé por experiencia. En esta peculiar guerra, algunos juegan con la posesión de supuestos secretos para estafar a quien los cree. Parece más asunto de alquimistas que otra cosa —sentenció Miguel.

—Tienes razón. Sin ir más lejos, te anuncio que el rey recibirá en audiencia en estos días a un extraño aristócrata francés, que viaja hacia Sevilla. Dice ser el conde de Salvagnac, un aficionado a la química, muy conocido en la corte francesa por sus raros experimentos. Asegura haber logrado hace años transmutar los metales y dice poder convertir directamente el hierro en cobre, en un proceso que dura escasos minutos y es muy rentable. Todo radica en cierto polvo, cuyo condimento esencial se niega a desvelar. Así me lo ha relatado el secretario de Estado. Me añadió que Salvagnac cuenta con la garantía y la protección del gobierno de París. Y si es así, me pregunto qué busca en la Corona española. Siento curiosidad por lo que ofrece, pero no me fío.

—Majestad, permitidme que yo haga mis indagaciones sobre el conde de Salvagnac… —ofreció Goyeneche, sospechando igualmente algún trasunto poco claro detrás del personaje.

—Bien. Tómalo como otra responsabilidad propia de tu cargo —concluyó la reina, dándole su mano a besar según su inequívoca manera de poner fin a las conversaciones.

Se miró en el pequeño espejo de su tocador con satisfacción. Esa tarde la condesa de Valdeparaíso estrenaba un vestido de seda color marfil, repleto de florecillas bordadas. Se sentía bella. Era inútil ocultar sus acciones a la doncella que la ayudaba a acicalarse, así que después de que le untara su acostumbrada esencia de lavanda, le pidió sin tapujos que le colocara al cuello el collar de perlas que sólo se ponía en contadas ocasiones. La criada ya sabía que era signo de que su señora iba al encuentro con el caballero Goyeneche. La luz flameante y cálida de los hachones que a esas horas comenzaban a iluminar en el alcázar, compensando las sombras del atardecer, invitaba a la sensualidad. Miguel sabía bien cómo enaltecer el arrebato femenino y el disfrute íntimo del anhelo amoroso. Esa tarde su aposento estaba iluminado por decenas de velas de diferentes tamaños, que proporcionaban al ambiente una mágica calidez. Había dispuesto todo para que María se sintiera querida, amada y deseada. Pero, sobre todo, para que se abandonara al fragor del momento y hablara más de la cuenta. Siempre había sentido por ella una intensa atracción, un amor bien fundado, pero en este momento su principal preocupación hacia María no era otra que la forma de sonsacarle valiosa información sobre los príncipes herederos. Ningún lazo de familia, amistad o afecto resistía la corrosión de las intrigas de corte. Presionado cada vez más por Isabel de Farnesio, Miguel empezaba a perder de vista el valor de sus sentimientos por la condesa. Jamás en su vida había antepuesto tanto la razón al espíritu como ahora. El ansia de negocio y el conflicto político estaban logrando nublar esa caballeresca y sentimental personalidad, de la cual se había enamorado María.

La pasión invadió más que nunca la cita de esa tarde. La intención seductora de las velas había surtido efecto. La condesa se sentía animada y ligera. Hubiera querido hablar de sentimientos y frivolidades, pero se encontró extrañamente conversando de política y proyectos industriales entre sábanas. Miguel había dirigido la conversación, desde los arrumacos a las preocupaciones de Estado, con extrema habilidad. María deseaba ante todo complacer al hombre que la arrebataba el corazón. Siguió por tanto la charla sobre los serios asuntos que Goyeneche planteaba.

—¿Y si hiciera partícipe a la princesa Bárbara de tus planes industriales? —preguntó María—. Es una mujer inteligente, estoy segura de que se interesaría vivamente por el conocimiento del mundo del hierro, el acero, la metalurgia… Es curiosa, intelectual, refinada y apreciaría, como aprendí a hacerlo yo misma, la hermosura de algo que aparenta ser tan tosco y masculino. Además, sería capaz sin duda de valorar el rendimiento monetario que el asunto podría aportar al reino.

—¿Tanto se interesa doña Bárbara por la economía del reino? —interrogó con maliciosa intención Goyeneche.

—Bueno…, no es descabellado pensar que los príncipes tengan que asumir el trono antes de lo imaginado. Todos conocemos la delicada salud del rey y sus deseos de abdicar desde hace años, si la reina se lo permitiera…

—Y tú que la conoces bien… ¿Crees que está la princesa preparada para ello? Y más importante todavía, ¿tendría apoyos para enfrentarse a la oposición de una suegra tan poderosa como Isabel de Farnesio…?

—Sí, claro que lo está. Es una mujer nacida para ser reina. Estoy segura de que nos colmaría de favores, si la apoyamos en sus intereses…

—¿Sus intereses? Bueno, cuéntame en qué enredos debo apoyarla, y si es en aras de mi economía, daré la bienvenida a los intereses de doña Bárbara —recalcó Goyeneche en un frío tono irónico que no pasó desapercibido para María.

Un súbito sentimiento de desconfianza cruzó fugazmente por la mente de la condesa. Se sintió repentinamente incómoda por su desnudez, hablando de cosas tan serias. El seductor ambiente que habían disfrutado se volvió tibio.

—Miguel, ¿por qué me preguntas estas cosas? —dijo, reposando su cabeza sobre el pecho de él, todavía en actitud tierna—. Los dos sabemos que nos debemos al servicio de las personas reales, pero no me gustaría que eso interfiera en nuestra relación. Dejemos los problemas de la corte fuera del lecho. ¿Te he dicho hoy que te adoro?

María notaba ya a Miguel distraído, como si en su mente se desvaneciera la sensualidad de aquel momento. Parecía incluso nervioso, ávido de salir de entre las sábanas.

—¿Ocurre algo que yo no sepa, Miguel? —preguntó seria la condesa, sin poder disimular su preocupación. Empezaba a arrepentirse de haber revelado ciertas cosas de la intimidad de la princesa.

—Nada, María, no ocurre nada —contestó Goyeneche, también con gesto serio y abandonando la cama para cubrirse con un batín.

—¿Entonces…? Te noto raro.

—No es nada, repito —contestó tajante Miguel. Anduvo unos pasos por la habitación, pensando sobre su actitud, y volvió después a sentarse sobre el borde del lecho. Acariciando con un dedo el brazo de María, continuó hablando—: Las intrigas de la corte me tienen preocupado, ¿sabes? Don Felipe está cada vez más ido y aunque tengo la confianza de doña Isabel, he meditado sobre la posibilidad de ayudar a los príncipes herederos en la sombra. No he querido contártelo hasta ahora, pero tienes razón, quizás apoyarlos puede serme interesante para el futuro.

—Me alegra que así lo pienses.

—Aunque, incido en lo mismo, María… me gustaría saber a qué tengo que atenerme en este complot. Te necesito, y lo más valioso que puedes darme ahora, aparte de tu alma y tu cuerpo, es… información —sugirió de una forma extrañamente embaucadora.

Un turbador silencio se interpuso de repente entre ellos. Se miraban fijamente a los ojos con mucha intensidad, pero a María le pareció ver que el brillo de deseo que siempre iluminaba la mirada de su amante, cuando estaba frente a ella, parecía más opaco que otros días. No podía explicar por qué, pero su confianza en él comenzaba a tambalearse. ¿Quizás se había desencantado de ella? María había volcado, sin embargo, demasiado en esta relación como para no resistirse a dejar que se estropeara. No podía soportar la idea de esa decepción.

—Disfrutemos de la noche que se adentra, Miguel. Tengo frío. Si de verdad me amas, vuelve a entrar en el lecho… —insistió ella, a pesar del sabor agridulce del encuentro.

En el patio de la Montería, mientras la particular contienda dialéctica y amorosa de Miguel de Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso se desarrollaba, coincidiendo con el crepúsculo, tenía lugar la primera representación teatral de la compañía de Luis de Rubielos. Se trataba de una de aquellas comedias de magia tan a la moda. El autor de esta era el aclamado José de Cañizares y llevaba por título Juan de Espina, un personaje madrileño, que hacía las delicias del público cortesano. A excepción de la familia real, que asistiría a la representación del día siguiente, se esperaba hoy la concurrencia de la corte en pleno. Pedro Castro tenía asignado un papel de segunda fila, pero se sentía orgulloso del brillante montaje que había sido capaz de lograr su compañía. Durante los últimos días se había incorporado a la troupe el actor italiano Giacomo Coriolano, un comediante simpático y de primera categoría, que llegaba a España desde la ciudad de Pisa escapando de ciertas deudas con la justicia. El éxito de la obra parecía garantizado. Francisco se había apresurado a reservarse un buen lugar, de pie, en el espacio reservado a los criados. Sólo los caballeros y damas de cierto rango tenían derecho a ocupar taburetes y sillas.

Apenas se había iniciado el primer acto cuando, en medio del silencio que dominaba aquel instante de divertimento, se escuchó el trote de caballos y el rodar de carruajes, accediendo al alcázar por otro patio. Al cabo de unos instantes, se vio movimiento de criados y se extendió el rumor de que había llegado un convoy con varias carrozas desde la villa y corte. Pronto se supo de quién se trataba, puesto que sus ocupantes aparecieron en el patio de la Montería, distrayendo sin remedio al público. El conde de Valdeparaíso, Juan Francisco Gaona Portocarrero, había adelantado su venida a Andalucía, aprovechando la ocasión de sumarse, por seguridad en el largo viaje, al vistoso cortejo francés del conde de Rotemberg, nuevo embajador que el rey Luis XV enviaba a la corte de su tío Felipe V.

A pesar del cansancio y el polvo del camino que deslucía sus pelucas y ropajes, pesadas casacas de grandes puños, los dos aristócratas venían ufanos y con ganas de ser reconocidos, saludados y celebrados, especialmente el diplomático, a quien se había advertido que el rey podría recibirle esa misma noche, a altas horas de la madrugada, cuando terminara en ese horario su acostumbrada cena. Al enterarse de la identidad del caballero español, Francisco pensó de inmediato en la condesa de Valdeparaíso. Sentía curiosidad por observar la reacción de María cuando se diera cuenta de la inesperada llegada de su esposo. La buscó con la mirada entre la zona noble del teatro, pero por más que oteó, no la halló por ninguna parte. Como por instinto, se fijó entonces en el público masculino. Tampoco pudo localizar a Miguel de Goyeneche. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Imaginó en un instante el significado de ambas ausencias.

Se escabulló a empujones entre los criados, encaminándose a paso acelerado hacia el aposento del financiero. Se dio cuenta durante el trayecto que actuaba tan sólo movido por el ánimo de proteger a la condesa. La sentía más débil, amenazada y frágil que nunca. No deseaba verla envuelta en una comprometida situación ante su esposo y la corte. Aporreó la puerta con decisión. No hubo respuesta. Volvió a golpear fuerte con los nudillos. No se atrevía a pronunciar el nombre de don Miguel, por no llamar la atención con sus voces. Aún esperó un momento más para volver a tocar, pero en ese instante se abrió por fin la puerta del aposento. Francisco se encontraba de nuevo frente a un Goyeneche descamisado, aunque no hubo tiempo esta vez para recriminaciones:

—El conde de Valdeparaíso acaba de llegar de Madrid. Se encuentra en el patio de la Montería, de momento entretenido con la novedad del alcázar, pero creo que en breve preguntará por su esposa… —explicó decidido Francisco, esta vez conservando la mirada altiva hacia su benefactor, consciente del favor que en ese momento se apuntaba en su modesto haber.

Dicho esto, dio media vuelta y se dirigió hacia el escenario del teatro, más por vigilar los siguientes pasos del conde español, que por deleitarse en la actuación de su amigo cómico. Su ánimo no estaba ya para celebraciones.

Se vistió y arregló con la máxima celeridad que pudo, contando con que esta vez no podía echar mano de su doncella. Desde que celebrara su matrimonio años atrás, María había sentido muchas veces el fastidio del rencuentro con su esposo, pero hoy, a pesar de la precipitación y el sobresalto, sentía una extraña sensación de alivio al abandonar el aposento de Goyeneche. Cuando recogía sus escarpines, colocados en una esquina de la habitación, reparó en dos pesados libros de tapas de pergamino que reposaban sobre una mesita esquinada. No pudo evitar la curiosidad y sin reparar en el tiempo que perdía, mientras se calzaba, levantó las portadas y echó un vistazo. Se trataba de hojas manuscritas con asuntos contables propios de las empresas familiares de los Goyeneche. Debajo de los libros, sin embargo, asomaba otro pliego suelto. Tiró delicadamente con sus dedos de la esquina del papel hasta lograr tenerlo a la vista. Era una partitura musical y parecía firmada por el maestro Scarlatti. Recordó aquellos tiempos de su niñez en que había recibido lecciones de clavicordio e intentó leerla. Después de los primeros acordes en do, no fue capaz de seguir. Pensó que había olvidado ya sus conocimientos de música. Se fijó en la última página, donde, en una caligrafía minúscula y bien alineada, pudo leer «Antonio Pelegrín copit». No tuvo tiempo de captar más detalles, pero se quedó francamente extrañada del conjunto. No era consciente de que Miguel apreciara tanto la música, y además, él jamás había estado en las tardes musicales de doña Bárbara. ¿Cómo era posible que obrara en su poder una partitura del maestro de la princesa, cuando este tenía tanta reserva para su obra? ¿Y quién era ese tal Pelegrín a quien se permitía copiar una composición original del gran Scarlatti?

Con la mente cargada de preguntas surgidas en esa intensa tarde, la condesa de Valdeparaíso tuvo que despedirse con prisa del hombre a quien poco antes había entregado cuerpo y alma. Anduvo todo lo ligera que le permitían los escarpines y llegó hasta su propio aposento. Hacía rato que la doncella la esperaba adormilada para desvestirla. Después de ponerse el camisón, se metió en su propia cama, aunque en el horario sevillano a que la corte se había acostumbrado era muy temprano para hacerlo. No tardó mucho en aparecer su marido. Juan Francisco Gaona había hecho gala siempre de enorme caballerosidad con su esposa. Adoraba su personalidad y aunque era consciente de los riesgos de casarse con una mujer de su belleza y atractivo, deseable para cualquier hombre, estaba dispuesto a no dejarse consumir por las sospechas de infidelidad. Nada había más ridículo que un esposo carcomido de celos. Después de todo, era inútil tratar de coartar la libertad de acción de una dama imbuida del espíritu de seducción e independencia que había calado desde Versalles, como signo inequívoco de sofisticación y elegancia. Por ello, estaba dispuesto a no hacer demasiadas preguntas. María alegó padecer un ligero malestar, por el cual había decidido no asistir al teatro y reposar en cama. De todas formas, el conde de Valdeparaíso venía ávido de sentir de cerca el cuerpo de su esposa y de hacer uso, después de tanto tiempo de ausencia, de los deberes carnales del matrimonio. Y María hubo de ceder a sus deseos, a pesar de la vaciedad de sentimientos que en ese momento la invadían, de la fatiga acumulada y de haber consumido por ese día su sensualidad en otro aposento.

Su último pensamiento, esa noche, sin embargo, fue para dar gracias a Dios por que Francisco Barranco, el cerrajero, la hubiera salvado de un bochorno ante la corte.

Como buen financiero, era generoso con quien le procuraba favores. Por las enseñanzas recibidas de su padre creía firmemente en que el agradecimiento es un bien, que cuanto más se prodiga con otros, más multiplica el beneficio propio. Por ello, Goyeneche decidió ser espléndido una vez más con Francisco. Fue a buscarlo a la fragua, donde el cerrajero trabajaba a diario los múltiples herrajes, y puso en sus manos una bolsita de tela con el peso inconfundible de una decena de monedas. El aviso de la llegada del conde de Valdeparaíso había merecido tal premio, justificó Goyeneche, ante el asombro complacido que manifestaba en su rostro Francisco. Pertrechado con el delantal de cuero para no quemarse al atizar el fuego y con el hollín del carbón ennegreciendo sus uñas, se sintió sucio e incómodo ante el caballero, que pese a ello parecía fascinado por el ambiente penumbroso y el olor a hierro y fuego que se respiraba en la fragua. Empezó a curiosear entre las herramientas menudas, esparcidas encima del banco de trabajo. Parecía tener ganas de charla.

—Barranco, quizás no te lo he dicho últimamente, incluso puede que jamás, no me acuerdo —comenzó a exponer Goyeneche—. Creo que eres un hombre de gran talento. Actúas siempre con discreción, eficacia y lealtad. Justo es reconocerlo. No hace falta imaginar mucho para saber que si profundizas en conocimientos, llegarás lejos.

—Gracias —contestó con franca modestia Francisco—. Tengo los pies bien anclados al suelo. De momento me limito a aprovechar las oportunidades que se presentan.

—Y haces bien… Dime, ¿has aprendido algo sobre la transmutación de los metales? ¿El hierro en cobre…? —preguntó sin más preámbulos Goyeneche, sin dar tiempo a que el cerrajero contestara—. Va a presentarse próximamente en la corte el conde de Salvagnac.

—¿Otro ministro francés? —inquirió extrañado Francisco.

—No. Esta vez se trata de… un farsante. Estoy convencido. Viene dispuesto a solicitar al rey el monopolio y patente de un supuesto secreto de conversión del hierro en cobre. Fascinado como está recientemente por la metalurgia, es posible que crea sus mentiras e influya para que la junta apruebe su propuesta. Aun en el caso de que se demuestre más tarde la estafa, será para nosotros un estorbo, porque agotará los recursos del gobierno y las ilusiones del rey por fábricas metalúrgicas de nueva invención. Será difícil hacerles creer después que se posee la verdadera y viable clave de la fabricación industrial del acero. Debemos desenmascarar al personaje cuanto antes…

—Podemos consultar al maestro Sebastián de Flores… —sugirió Francisco—. Es probable que desde Madrid pueda acceder a mayor información de la que en Sevilla tenemos a nuestra disposición. Es hombre de amplios recursos y conocimientos. Podría servir de gran ayuda en este asunto.

—Interesante proposición… Ocúpate de ello, Barranco —concluyó el caballero, propinándole una amistosa palmada en la espalda a modo de despedida, gesto que pareció a Francisco señal de plena confianza—. Y no bajes la guardia. Es más que probable que necesite hacer uso en breve de tu buen oficio…

Esa tarde, después de abandonar la fragua, Francisco dedicó su tiempo a escribir una misiva a Sebastián de Flores, el hombre al que debía su presentación a Miguel de Goyeneche y, con ello, su intromisión en los complejos proyectos del hierro, amén de las intrigas de la corte, de las cuales, de manera involuntaria y casi inconsciente, era ya parte. Solicitó cuanta información pudiera recabar sobre el conde de Salvagnac, supuesto metalúrgico, inaudito convertidor de hierro en cobre. Desde que estaba en Andalucía no había tenido noticias del devenir del maestro y aunque sentía interés por saber acerca de su salud y últimos acontecimientos de su vida, así como contarle los suyos propios, le pareció mejor ser explícito y breve en la carta, para que entendiera la urgencia del informe que le requería. No le fue difícil lograr que un toledano, viajante y proveedor de carbón de brezo, se comprometiera a llevar la nota consigo hasta la villa y corte.

La elección del conde de Rotemberg como nuevo embajador en España no había sido aleatoria ni caprichosa. La misión que desde Versalles se le encomendaba era digna de su habilidad diplomática. La sagacidad de sus gestiones en los últimos años ante las Coronas imperiales de Rusia y Austria le avalaba. De mediana edad, cosmopolita, conversador y galante, resultaba el caballero perfecto para epatar a una corte como la española, que desde hacía décadas aspiraba, siempre con retraso, a imitar en casi todo a Francia. Rotemberg debía confirmar lo que en París se sospechaba: que ante la enfermedad mental de Felipe V y la debilidad de carácter de su heredero, Fernando, el trono español estaba en manos de dos mujeres, Isabel de Farnesio y Bárbara de Braganza. La rivalidad entre ellas, lejos de preocupar a Francia, se postulaba como una ocasión de oro para manipular a su favor. Harto de guerras y gasto, a costa de los tratados de colaboración firmados con España para sostener la ambición de la soberana española por conquistar Italia, el gobierno francés era partidario de provocar una particular revolución en el seno de los Borbones españoles. Hundir a la Corona, para ayudar a recomponerla a su gusto; tal podía ser la consigna. Entre las muchas tretas que se urdían, era fundamental apoyar las intrigas a favor de Fernando y Bárbara y obtener la abdicación de Felipe V, para aupar de forma inminente a los herederos al trono, ayudándoles a formar un gobierno acorde a los intereses de Versalles. Lo primordial, en esta estrategia, era ganarse la amistad y la confianza de los jóvenes Príncipes de Asturias, conocer sus intrigas y alimentar su ambición. Dividir para vencer, en definitiva.

Doña Bárbara había logrado una mañana alejar de sus aposentos a aquel hombre primordial en el servicio de su esposo, el conde de Salazar. No le profesaba la más mínima simpatía. Por los cargos que había ostentado desde la tierna infancia del príncipe, como su ayo y sumiller de corps, le consideraba responsable de las deficiencias en su educación, de su carácter timorato y la falta de ideas en su intelectualidad. Muchas veces había presentido a Salazar como un serio competidor en la intimidad de Fernando y, además, tampoco le despertaba confianza.

El flamante embajador Rotemberg solicitó ser recibido en privado por los príncipes herederos y nadie, aparentemente, osó negarle esa petición al representante de Francia. Desde aquel encuentro, primero de muchos, un sincero aprecio mutuo cimentó la relación entre ellos. Rotemberg quedó impresionado por la sensatez de aquellos dos jóvenes, llamados algún día a gobernar, y por sus serias pretensiones de provocar un cambio de política en el reino. En el ambiente de hostilidad hacia Fernando y Bárbara que la reina fomentaba en la corte, era fácil que estos se sintieran de inmediato comprendidos y respaldados por el diplomático, que no dudó en prometerles la colaboración de Francia en sus planes y la revelación de documentos confidenciales entre los dos gobiernos. En un alarde de confianza, Bárbara llegó a confesar sin tapujos que ella se comunicaba en secreto con la corte de Portugal, por mediación del marqués de Belmonte, su embajador, en aras de una futura alianza entre los dos reinos ibéricos. Esta proposición interesó vivamente al conde de Rotemberg, que ideó desplazar a Inglaterra y fomentar una pronta alianza de las tres Coronas: Francia, España y Portugal, sobre la base del cambio de política internacional deseado por el gobierno francés.

Al terminar la audiencia, regresó a su mesa de trabajo, en el cuarto que le habían asignado en el alcázar, cercano al de los otros embajadores. Rotemberg tenía claro el sucinto contenido de su próximo despacho al primer ministro francés, que redactó con suma impaciencia:

Sevilla, 25 de noviembre de 1731

A su eminencia el cardenal Fleury

Eminencia:

La princesa gobernará totalmente aquí. Será Bárbara quien suceda a Isabel, más que Fernando a Felipe. Salvo cambio de parecer, sigo instrucciones. Beso las manos de vuestra eminencia.

El conde de Rotemberg

Terminada su elaborada rúbrica, espolvoreó polvos secantes sobre la tinta, dobló y lacró el papel. Al levantar la vista de la carta se dio cuenta de que algunos documentos parecían ligeramente movidos del sitio donde los había depositado antes de marcharse. La marca del polvo acumulado sobre la mesa delataba la antigua posición de los expedientes apilados. Entre sus muchas virtudes, pasaba por ser una persona minuciosa y ordenada. Supuso de inmediato que, en su ausencia, el cuarto había sido inspeccionado por alguien. Estaba convencido de que el robo de dinero u objetos valiosos no había sido el fin. Después de todo, pensó, en esta corte les falta mucho que aprender. Un buen espía en París jamás habría dejado tan burda huella de su pesquisa. Volvió a tomar la pluma, la impregnó de tinta y sobre otro papel escribió:

Alteza:

Me consta que algún sujeto ha violado el respeto debido a la privacidad de mis documentos diplomáticos. No había información relevante, pero me veré obligado a extremar la precaución y a espaciar mis visitas a sus altezas. Ruego que en próxima ocasión designe como testigos de nuestro encuentro a su camarera mayor y una dama de confianza, para aliviar la sospecha de que existen conversaciones comprometidas entre ambas partes.

C. de R.

Bárbara de Braganza leyó la nota con el mayor sigilo. Sospechaba de su importancia por la forma en que se la había entregado en mano un secretario francés. Venía a confirmar sus temores sobre la vigilancia a que todas sus acciones estaban sometidas en la corte. Presagiaba en ello la mano de su suegra, Isabel de Farnesio, aunque sin imaginar quiénes eran los verdaderos artífices de la trama.

Una vez más, por imperativo de la soberana, y en honor a la lealtad debida y los beneficios prometidos, Miguel de Goyeneche había accedido a ejercer de espía, buscando algún detalle entre la documentación del embajador de Francia que diera pistas sobre la dirección de sus consejos y las confidencias que recibía de los príncipes. A pesar de sus reticencias, que hasta ahora no se atrevía manifestar abiertamente, Francisco Barranco había sido su obligado colaborador. Empezaba a pensar que había perdido el respeto a la apertura indebida de cerraduras y, a ratos, por las noches, cuando se acordaba de las enseñanzas de su maestro José de Flores, sentía cómo el insomnio se apoderaba de él.

Sentadas sobre sendos escabeles en una esquina de la habitación, suficientemente alejadas del núcleo de la conversación, la condesa de Montellano, como camarera mayor de la princesa, y la condesa de Valdeparaíso servían de coartada a las entrevistas que los herederos seguían manteniendo, de forma espaciada y comedida, con aquel embajador que ya consideraban su amigo. La presencia de las dos mujeres valía como garantía de que las reuniones no eran sino un mero entretenimiento cortesano, correspondiente al interés de los príncipes por estar al día en las novedades culturales y científicas de Francia. Cualquiera de estas damas podría ser interrogada por la soberana sobre las actividades en los cuartos de los príncipes y relevada de su cargo, con la humillación que conllevaría para un miembro de la nobleza, si despertaban sospechas de ocultación de intrigas y deslealtad hacia sus reyes. Sin embargo, ni la Montellano ni María Sancho Barona se arredraban ante esos temores. Ambas se habían convertido en partícipes de las intrigas en los aposentos de Bárbara y Fernando. No sólo era inevitable que a sus oídos llegaran las comprometidas palabras que se cruzaban entre diplomáticos y príncipes, sino que era deseo de la propia heredera consorte el que estuvieran al tanto de su actividad. Estaba segura de que jamás la traicionarían, antes bien, era capaz de jurar que arriesgarían la dignidad por adhesión a su causa. De hecho, hacía tiempo que la condesa de Valdeparaíso andaba maquinando por cuenta propia las posibilidades de contribuir a desenmascarar ciertos atropellos que pensaba se estaban cometiendo a escondidas contra doña Bárbara. La actitud desconcertante de Miguel de Goyeneche durante la última cita empezaba a abrirle los ojos. Por el amor que le tenía, le dolía reconocer que la confianza en él se le fugaba por instantes.

Unos días después volvieron a encontrarse. La presencia del conde de Valdeparaíso en Sevilla coartaba la libertad de movimientos de María, que se sentía agobiada, además, al compartir con él la estrechez de su aposento. A veces, esta opresión y la imposibilidad de encontrarse con Miguel, ahora que su relación había perdido fuerza, se le hacía insoportable. Salió una tarde del alcázar para ir a rezar a la catedral y deleitarse en las obras de arte que albergaba el edificio. Al terminar sus plegarias y abandonar el templo, sintió la necesidad de caminar hasta la orilla del Guadalquivir y sentarse en el suelo, como una campesina, a contemplar el relajante fluir del agua.

Había pasado un rato, cuando notó que alguien se agachaba a su lado. Era Goyeneche, que la había visto cruzar por la puerta del palacio y había decido seguirla.

—Este no es sitio ni situación para una dama de la reina, María —inició él la charla.

—Lo sé. Necesitaba respirar un aire diferente al de palacio. A veces me parece que me ahogo —contestó María, sin apartar la vista del río.

Incapaz de intuir la angustia personal que afectaba a la condesa, Goyeneche pensó que su malestar se debía al ambiente de intrigas en torno a la familia real.

—Desde que yo te conozco, nunca has sido una mujer débil. No debes flaquear ahora. No es propio de una dama inteligente como tú —dijo, en un tono más afectivo que amoroso—. Recuerda que tenemos asuntos de importancia política pendientes…

—¿Qué asuntos, Miguel? —preguntó María enfadada, que-riendo iniciar una conversación encaminada a resolver su desencuentro sentimental—. Para mí no hay más asunto ante ti que la tristeza que me produce ver cómo has cambiado respecto a nuestro amor…

—Bueno, en realidad, yo me refería a mi vinculación a doña Bárbara y nuestro trato de intercambio de información sobre las personas reales, ¿te acuerdas? —propuso Goyeneche con frialdad, eludiendo la discusión afectiva.

—No tengo información relevante que pueda contarte —mintió María, decepcionada por la actitud de Miguel y ya en alerta por su insistencia en querer sacarle noticias íntimas de su señora—. La princesa es muy cauta y no hace confidencias a nadie. Ella respeta los designios del destino y no hará sino esperar con respeto a que Dios quiera auparla al trono junto a su esposo.

—Bien, entonces seré yo quien te hable de doña Isabel… —añadió Miguel, tratando de aliviar la tensión y recuperar la confianza de la condesa con sus argumentos—. La reina se ha mostrado resuelta a interceder por la concesión del monopolio que yo pediré a la Junta de Comercio, cuando la esencia de la fabricación del acero esté en mis, es decir, nuestras manos…

—¿Puedo saber a cambio de qué? —interrumpió escéptica María—. Las gracias y mercedes de doña Isabel no son nunca gratuitas…

—La reina me tiene gran estima y confía en mi habilidad financiera, ya lo sabes. No hay nada más que eso —mintió también él.

—Miguel, es extraño y triste… Desearía no equivocarme en mi juicio, pero no te creo —afirmó la condesa, mirando fijamente a los ojos de Goyeneche.

Se alzó con agilidad del suelo, a pesar del amplio vuelo de su vestido y, sin mediar más palabra, caminó de vuelta al alcázar, dejando al caballero plantado y pensativo junto al río.