Capítulo 15

El tedio comenzaba a invadir la cotidianidad de Felipe V. Salir de la cama, asearse y vestirse suponía para él un reto mental que muchos días rehusaba por desidia y pereza. La luz de Sevilla y el embriagador perfume de sus jardines habían ido perdiendo el efecto sanador que tuvieron sobre él en un principio.

La última conversación mantenida con Goyeneche había despertado en Isabel de Farnesio curiosidad por asuntos hasta ahora desconocidos para ella. Si era verdad que el descubrimiento de nuevos procesos metalúrgicos podría beneficiar a la situación económica del reino, tanto como a la suya propia, y hacer realidad los anhelos de grandeza para sus hijos, no cabía duda que lo más inteligente era favorecerlos. Aunque por supuesto, todo habría de hacerse a su manera, interesadamente y bajo la perspectiva de férreo control.

El alcalde de Sevilla había ofrecido a los reyes visitar algunas de sus instituciones más representativas. Conventos e iglesias habían sido la prioridad de la reina, cumpliendo con las prerrogativas de una soberana católica, pero ahora sentía la necesidad de tornar la espiritualidad de capillas, rezos y tedeums por el pragmatismo de fábricas y finanzas. Ella, que era un amante de las obras de arte, una coleccionista de cuadros de los mejores pintores, se veía impulsada a interesarse de manera apasionada por los procesos fabriles, en los que pronto habría de encontrar la belleza implícita de la maquinaria industrial. Se descubrió hablando con su esposo del interés de las manufacturas de metales, y convenciéndole para salir de la cama y visitar la real fundición de cañones de Sevilla. Había que demostrar el agradecimiento de la Corona, según sus propias palabras, a ese establecimiento que surtía a los buques españoles de la artillería de bronce necesaria para defender las vastas posesiones de ultramar. Cañones, entre los mejores de Europa, que valían un imperio. La corte se revolucionó ante la próxima salida de los reyes a esta actividad, que nada tenía que ver con las frívolas jornadas de caza y pesca a que Felipe V les tenía últimamente acostumbrados. Las órdenes para la formación del cortejo corrieron raudas por los pasillos.

Miguel de Goyeneche se sorprendió de la eficacia con que la reina había logrado interesar a su esposo en el asunto. No dejaba de admirar la astucia que Isabel de Farnesio demostraba en todos sus actos. Pensó en la conveniencia de involucrar a Francisco Barranco en esta visita, que sin duda habría de reportarle conocimientos. Su empeño en que el cerrajero formara parte de la comitiva, no obstante, no era tan honesto como cabría pensar. Las crecientes intrigas de la corte estaban afectando a la honradez personal de Miguel. Se resistía a cambiar su carácter, a perjudicar su parte sentimental, pero era difícil sustraerse a ellas, en especial cuando uno se veía sometido por la propia soberana a la presión de los sobornos en aras de la lealtad.

Volver a presentarse aquella tarde en el aposento de su benefactor resultó extraño para Francisco. No lo había vuelto a hacer desde aquella tarde en que sorprendiera a Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso juntos, en su encuentro amoroso. Esta vez era diferente. El financiero le esperaba para informarle de que al día siguiente podría adherirse al séquito que acompañaría a los reyes a la fábrica de cañones de Sevilla. Lo tenía ya resuelto. Estaba seguro de que el oficial sabría sacarle buen partido a la contemplación de ese proceso industrial. Le contó la forma en que había logrado interesar a los soberanos en su proyecto, pero no tardó en dejar clara su intención con este nuevo favor que le hacía al cerrajero.

—Barranco, creo que ha llegado la hora de que emplees de una manera verdaderamente útil tus habilidades… —dijo Goyeneche, con evidente doble intención.

—No sé a qué os referís, pero quiero pensar que mis habilidades resultan siempre de provecho… —contestó Francisco, cauto en sus palabras.

—Sí, no hay duda. Pero no es menos cierto que también ha llegado el momento de pedirte el pago de algunos favores…

—A ello me debo. Vuestra señoría dirá… —atajó el oficial, consciente de que no podía rehuir el momento de devolver al financiero los beneficios que le procuraba con su protección.

—Necesito que me franquees las puertas de los aposentos que ocupan los Príncipes de Asturias. No preguntes por qué. Esta vez es una orden, Barranco. No admitiré dudas ni excusas de tu parte. Simplemente lo harás porque yo así te lo mando, y has entender que se hará por cuestiones de alta política. No puedo ni debo dar más explicaciones. Piensa simplemente que si me aprovecha a mí, y estás de mi lado, también te aprovechará a ti —explicó Goyeneche, mudando su habitual simpatía en un ademán más severo de lo que normalmente se conocía en él.

Así planteada la cuestión, obedecer sin más era la única alternativa posible, también para Francisco, aunque tuviera que traicionar a los principios de la honestidad debida a su oficio de cerrajero. En efecto, se hacía inútil plantear dudas ni excusas. Era obvio que hacerlo significaría en este momento el final de su carrera en la corte, el abandono de sus ansias de progreso. Sin consentir que el sentimiento de culpa invadiera su conciencia, dio conformidad a lo que exigía Goyeneche y le hizo ver que estaba de su lado, dispuesto a contribuir, fuese cual fuese el plan que albergara.

—Acompañaremos a los reyes en su visita a la real fundición de cañones. Aunque estarás atento a mis señales durante la misma. Abandonaremos el recinto y regresaremos al real alcázar antes que nadie. Me consta que la familia real al completo disfrutará después de un paseo fluvial por el Guadalquivir, junto a la mayor parte del séquito. No quedará nadie en los aposentos de los príncipes, que fían la seguridad de su espacio íntimo a llaves y cerraduras… pobres ilusos. —Miguel iluminó su cara con una media sonrisa cargada de cinismo, mientras escrutaba la de Francisco, buscando un gesto cómplice. El cerrajero se sintió aludido por el malicioso comentario y bajó la mirada al suelo, rehuyendo los ojos penetrantes del caballero.

Lo que el oficial no podía imaginar era que la reina se había encargado en persona de que la excursión para acompañar la salida del rey fuera lo más multitudinaria posible. Lo extraordinario de la ocasión justificaba el que la mayor parte de los aposentos del alcázar quedara vacía de la alta servidumbre que siempre circulaba ociosamente por ellos. Doña Isabel no daba puntada sin hilo. Goyeneche tendría el paso franco para el encargo que la soberana le había encomendado.

—Ten la certeza de que, a la larga, serás bien recompensado por lo que haces, Barranco… —concluyó el financiero, emplazándole a verse en la fecha planeada para la salida del rey y la corte.

El ruido de tablones de madera cayendo pesadamente sobre el suelo y el martilleo constante sobre clavos y juntas sobresaltaron a Francisco aquella mañana. Últimamente dormía mal, incomodado por recientes preocupaciones y hoy se despertaba más tarde de lo habitual. Agobiado por el hecho de que el aposentador mayor le estuviera ya poniendo falta, se vistió rápido y se acercó al llamado patio de la Montería, aquel espacio trapezoidal que recibía a los visitantes al palacio, de donde procedía el trajín de la construcción que se escuchaba. Para su sorpresa, vio que lo que se levantaba, a llamativa velocidad, era un tablado de teatro. Una veintena de operarios trabajaban en ello. Sabía que aquel emplazamiento era el habitual, desde siglos atrás, para las funciones de comedias ante la corte. Vio avanzar entre los oficiales que cargaban maderos de aquí para allá al empresario teatral Luis de Rubielos, con esa dignidad de hombre experimentado en la vida y cultivado por las letras que desprendían sus ademanes, aunque fuera solamente para dar órdenes sobre la disposición del escenario.

Tal como su amigo Pedro Castro le había anunciado meses atrás, la gente de teatro seguiría a la corte allá donde fuera. La necesitaba para sobrevivir. Luis de Rubielos se preciaba de tener en su compañía a los mejores actores de España y las obras más a la moda. Era lógico que hubiera logrado el permiso para establecerse en el recinto del real alcázar. Y con él, estaba seguro Francisco, habría llegado a Sevilla el simpático cómico, cuya amistad y consejos añoraba en la soledad que muchas veces le acuciaba ahora. Preguntó por el alojamiento de los cómicos y le indicaron los aposentos que estos ocupaban desde la madrugada en otro de los patios. Se encaminó hacia allí, pero antes de que hubiera llegado, se topó en uno de los intricados pasillos del recinto con un tropel variopinto de mujeres y hombres, entre los que reconoció a Pedro. Se abrazaron con efusividad, ante la divertida mirada del resto del grupo. Pedro le presentó de inmediato a los actores que le acompañaban y que formaban el grueso de la compañía. Entre ellos había féminas de destacada belleza, que el cerrajero admiró con descaro. Necesitaban hablarse y contarse los últimos acontecimientos de sus vidas, así que Pedro invitó al oficial a sus habitaciones, compartidas con sus compañeros de oficio, en las que no faltaban, bien escondidas, un par de botellas de vino. Sus deberes ante el aposentador mayor reclamaban en ese momento a Francisco, pero prometió presentarse a la caída de la tarde en el cuarto de los actores.

Cuando llamó a la puerta, se escuchaba desde fuera la entretenida algarabía de la charla entre comediantes, discutiendo tanto acerca de personajes, diálogos y vestuario, como de salarios y mujeres. Por algún extraño efecto, esta morada se había contagiado de la viveza de sus ocupantes y parecía la más luminosa y colorida de todas las ocupadas por la servidumbre regia, a pesar de contar con las mismas estrecheces y escasez de mobiliario que todas las demás. Olía fuertemente al vino derramado en el fragor de la conversación. Por ello, Pedro Castro sugirió a Francisco la conveniencia de charlar tranquilamente caminando por las calles de Sevilla, para no perder la costumbre de sus antiguas caminatas por Madrid. La buena temperatura de la tarde invitaba a ello.

Pedro traía noticias frescas de la villa y corte. Intuía que su amigo no tardaría mucho en preguntarle por las personas que había dejado allí atrás.

—¿Has visto a Josefa? ¿Sabes algo de ella? —le preguntó Francisco al instante, ávido de detalles.

—Sí, la he visto varias veces marchar rauda, siempre a buen paso y mirando al frente, cruzando por la Puerta del Sol, en el camino desde el Buen Retiro a la fragua de su padre. Está bien. Luce siempre recatada y seria. Me consta que permanece libre de compañía masculina y soltera.

—¿Por qué habría de precipitarse en cazar marido? —preguntó algo incómodo Francisco, sintiendo en el fondo la punzada de unos celos que jamás había experimentado antes respecto a Josefa.

—Nunca le has asegurado un compromiso, Francisco. Y cada año que pasa para una mujer soltera equivale a un lustro para un hombre. Tiene cierta edad y es una muchacha bonita, que haría las delicias de cualquier esposo. Sin embargo, descuida, conozco bien al género femenino y creo que Josefa te esperará de por vida, aunque no lo merezcas, porque te ama sinceramente.

La penosa situación del maestro Flores y su fragua fue el siguiente objeto de la conversación, aunque Francisco prefirió en ese punto obviar los pormenores. Se dio cuenta de que nada podía hacer por remediar lo que ocurría a tantas leguas de distancia y por ello era mejor concentrarse en lo que a él le tocaba aquí vivir. Sabía que aunque el cómico pareciera parlanchín y frívolo de cara a la gente, podía confiar plenamente en su discreción. Se dejó llevar por las ganas de plática y dio rienda suelta a su lengua, más de lo que hubiera deseado. Le contó así los próximos planes en los que Miguel de Goyeneche le había comprometido, muy a su pesar por la obligación que entrañaba de infringir el código de fidelidad de todo cerrajero. Se sintió con libertad de confesar a Pedro su extrañeza por algunos rasgos de la personalidad del financiero que empezaban a causarle desconfianza.

—No seas inocente, Francisco —le interrumpió Pedro, dándole jocosamente una fuerte palmada en el hombro—. Para sobrevivir en las altas esferas de la corte es imprescindible poseer pliegues y esquinas; doble inteligencia y doble moral. Goyeneche, como tantos otros, posee todo eso. De otra forma no ocuparía el cargo que ostenta. Te aseguro que en este ambiente Goyeneche es uno de los pocos caballeros que merecen la pena. Si conocieras a los demás… Y no deben extrañarte las intrigas y subterfugios. No hay mejor arma para protegerse y ascender en la corte que la corrupción.

—Bienvenido el consejo… —contestó Francisco con el mismo aire de chanza.

—Hazme caso, sigue la corriente y súmate al bando de las intrigas que mayor beneficio te ofrezca. No lo pienses demasiado. Sólo te hace falta no equivocarte en la elección. Y me parece que junto a Goyeneche no has de salir mal parado. Te ha abierto las puertas de su casa y de sus ambiciosos proyectos.

—Lo sé, pero no me gusta su relación con la condesa de Valdeparaíso. Hay algo que me desconcierta en esa pareja, y no sé realmente qué es…

—¡Acabáramos! Ese es tu malestar. Aún tienes el seso comido por esa mujer… —exclamó Pedro, en medio de una sonora carcajada.

—No te rías, amigo. Esa dama es pura belleza, belleza de Dios…

—¿La has visto aquí en Sevilla?

—Sí. Gracias a Dios, en este recinto cerrado en que vivimos todos en esta ciudad, nos vemos unos a otros, aunque sea de lejos… y a ella además la he podido contemplar como nunca antes, y muy cerca… —dijo Francisco, arrepentido al instante por hablar demasiado.

—¿A qué te refieres? Eso suena muy pícaro… —indagó Pedro, empujando a su amigo entre risas—. Creo que el traslado a Andalucía te ha afectado la cabeza y sueñas cosas raras.

—Tienes razón. Será tal cual dices… sueños raros —zanjó Francisco, aliviado por haberse mordido la lengua a tiempo ante la tentación de contarle a su amigo acerca de la espléndida desnudez de la condesa. Lo hacía por ella, como un verdadero caballero.

Y así fue terminando el paseo, ya de vuelta a las puertas del alcázar sevillano, con los elogios de amor idealizado que Francisco dedicaba a María Sancho Barona y que sólo compartía con este incondicional compañero, que entendía sus intimidades y aliviaba sus preocupaciones mejor que nadie.

En algunos tramos se asemejaba al mismísimo infierno. Las salas de fundición de metales, con su golpe de fuego abrasador, junto aquellas otras de moldeado y barrenado de cañones, componían un conjunto sobrecogedor. El sonido atronador y constante de algunas máquinas, junto a la visión de las llamas y el bronce candente, fluyendo como un río de lava, impresionaron vivamente a Felipe V, despertando en él el espíritu guerrero que a retazos tuvo en su juventud. Seguido de la corte, el rey recorrió sin perder detalle todas las dependencias de la magna fábrica de fundición de cañones de bronce, que desde mediados de la centuria anterior pertenecía a la Corona.

Vestido con las mejores ropas de que disponía, Francisco seguía al cortejo más cerca de lo que era propio de su escalafón en la servidumbre real. Miguel de Goyeneche había maniobrado para que al menos pudiera escuchar, a una distancia prudente, las explicaciones que sobre el funcionamiento de la factoría ofrecía a la familia real y otros tantos personajes ilustres su afamado director, el comandante Adolfo Bischof. La pericia de este artillero había convertido la fábrica en una de las más prestigiosas de Europa. Fue así como el cerrajero tomó buena nota de la historia de esta fundación, que había pertenecido durante un siglo a la familia sevillana de los Morel, que, siendo modestos fundidores de campanas de iglesia, habían logrado progresar hasta convertirse en los principales fabricantes de artillería para los ejércitos de Carlos V, procurándose una ingente fortuna. El secreto de su éxito fue la decisión de decantarse por el bronce fundido, aunque era más caro, para la elaboración de cañones en molde, de una sola pieza. Desecharon por ello construirlos a base de hierro forjado, juntando láminas al rojo vivo, cuya tendencia a explotar por el escape de gases los convertía en armas letales para quien los disparaba, más que para el enemigo. El rey Felipe IV quiso que el negocio fuera rentable para la real Hacienda. Decidió su adquisición y pasó a manos públicas, así como el contrato de los mejores fundidores de Flandes y Alemania, que redoblaron su prestigio a nivel europeo, logrando una sorprendente producción de cuatrocientos cañones al año. Fue en ese tiempo, escuchó con atención Francisco, cuando trabajó en la real fundición un hombre llamado como él, Francisco Ballesteros, hijo de un cerrajero, que desde su modesta formación, llegó a idear secretos de fabricación y manejo del bronce que resultaron en cañones más fuertes y duraderos. Fue, sin duda, uno de los mejores artífices de su tiempo.

El entretenimiento del relato hacía las delicias de Felipe V y todo su acompañamiento. El rey prometió que no sería la última vez que visitaría la fábrica y su director se comprometió a que la próxima ocasión tendría preparados varios cañones que llevaran grabados en sus cañas el nombre de Felipe V, junto al año de fundición. Los gestos de asentimiento y adulación de la reina hacia su esposo acompañaban a cada una de las ocurrencias del rey a lo largo de todo el recorrido. Isabel de Farnesio estaba dispuesta a apuntalar cualquier proposición que motivara al rey a salir de su enclaustramiento, así como a interesarle por esa actividad económica, la metalurgia, que tanto afán generaban en personas de reconocida visión comercial, como Goyeneche. Nada podía causarle mayor satisfacción que el hecho de que España poseyera secretos de artes, industrias y oficios que otras cortes de Europa desearían. Sería una deliciosa manera de desagraviar al reino de los desaires que las Coronas de Francia, Inglaterra y Austria les habían infligido en las últimas décadas. La reina era una mujer competitiva y el desafío industrial entre países suponía un reto interesante para ella.

Un conjunto de falúas adornadas esperaban ya a la orilla del Guadalquivir para iniciar el paseo fluvial de la familia real y la corte. Francisco no llegó a divisarlas, porque cuando salía de la fundición, impresionado por cuanto acababa de ver y escuchar, siguiendo la estela del resto de criados, se dio de bruces con Miguel de Goyeneche, que lo esperaba con disimulo junto al portalón del edificio. No fue necesario cruzar palabra para saber que era hora de poner en práctica lo convenido. Lograron despistarse del gentío y llegar, por separado y diferentes itinerarios entre callejuelas, hasta el real alcázar.

Francisco se apresuró a tomar de la fragua alguna herramienta de cerrajería, que escondió entre los pliegues de su fajín atado a la cintura. No olvidó llevar, ante todo, la ganzúa maestra elaborada por él según el secreto que aprendió en el viejo manuscrito del maestro Flores. Con ella sería capaz de abrir cualquier cerradura palaciega en este alcázar sevillano.

Los pasillos y patios del enrevesado palacio se encontraban más desiertos de lo habitual. Se acercó con sigilo hasta las puertas de los aposentos de los Príncipes de Asturias. De momento, nadie merodeaba por los alrededores. Pero los minutos que tardó en aparecer Goyeneche se le hicieron eternos. Prefirió no pensar mucho en el paso que iba a dar: traspasar los límites debidos a un cerrajero real. Hecho una vez, pensaba, jamás podría presumir ya de honestidad, ni poner su fidelidad como garantía de cualquier juramento o compromiso. Simplemente debía hacerlo, porque así lo exigían las circunstancias, y como tal lo aceptó. Introdujo la ganzúa en la cerradura de la entrada principal a los cuartos. La giró, desgiró y presionó hasta el fondo. Notó cómo el resorte interior de seguridad se liberaba, abriendo los pestillos con suma facilidad.

—Démonos prisa —susurró nervioso Goyeneche—. Necesito que me abras cuantos cajones o baúles existan en estas habitaciones, con apariencia de guardar documentos. Aligera, Barranco, por tu fortuna y la mía… Terminemos rápido, antes de que nadie pueda sorprendernos…

Las puertas de varias salitas anexas, así como la del dormitorio de Fernando y Bárbara, fueron cediendo con facilidad a los manejos de Francisco, como si quisieran abrirse de par en par por sí mismas. Con agilidad y decisión, Francisco fue seleccionando el mobiliario susceptible de ser descerrajado, y aplicó la ganzúa con eficacia en los cajones de dos mesas, una cómoda, un armario alto, una caja de bella marquetería y un baúl de viaje de rancio cuero. Goyeneche escrutaba con diligencia entre papeles sueltos, fajillos de cartas y dosieres cosidos al margen, sin encontrar nada de lo que buscaba: información que demostrara la existencia de un complot político en las dependencias de los herederos contra los soberanos reinantes. La decepción y el enfado empezaban a reflejarse en la cara de Goyeneche. Le parecía que estaba corriendo demasiados riesgos, si sus pesquisas no ofrecían un resultado que mereciera la pena. Estaba en juego el prestigio de su inteligencia y quizás también el cese de los favores y recomendaciones que la reina le había prometido para sus proyectos industriales, a cambio del resultado positivo de esta acción.

Se escucharon de repente unos pasos en la galería exterior. La puerta principal de acceso a los aposentos comenzó a abrirse despacio. Goyeneche y el cerrajero permanecieron quietos en el pequeño recoveco donde dormía la camarera mayor.

—¿Francisco, estás aquí? —sonó la voz clara de un hombre que preguntaba—. Te he visto entrar, sé que estás dentro… soy Pedro Castro.

Jamás la presencia del cómico le había causado tanto alivio. Francisco salió de su escondite, solo, y avanzó hasta donde le reclamaba su amigo.

—¿Qué diablos te ha traído hasta aquí? —preguntó el cerrajero, atónito por tan inesperada presencia.

—Creo que eres tú quien debe dar explicaciones… —contestó el actor—. Pero está bien, empezaré yo. Estaba solo, al lado del escenario de la comedia, puesto que el resto de mi compañía se ha ido a descansar y jugar a los naipes, cuando te he visto cruzar el patio con mucha prisa. Al principio me pareció raro verte por aquí, puesto que sabía que marchabas a la excursión junto al resto de la corte, pero luego recordé tus intrigantes planes con Miguel de Goyeneche…

El cerrajero trató de hacerle señas con la cara para que no siguiera hablando. No quería que el financiero supiera que se había ido de la lengua confesando a otros sus propósitos de espionaje. Enfrascado en la explicación, Pedro no se dio cuenta.

—Parece que con los nervios se te ha olvidado que me lo contaste, ¿no te acuerdas? —prosiguió el actor—. Por increíble que parezca, hoy estos corredores parecen deshabitados y nadie te impide el paso. Se ve que con la salida de la familia real han descuidado en exceso la guardia. Me ha parecido excitante y he decidido seguirte.

Francisco comenzaba a balbucear, intentando concebir una excusa, cuando Miguel de Goyeneche salió del recoveco donde había quedado oculto a la espera de acontecimientos.

—Tranquilo, Barranco, no hace falta que inventes extrañas razones —dijo con voz firme y segura el caballero—. Podemos confiar en el cómico, es un viejo confidente, y no por edad sino por astucia, de muchas tretas de mi existencia…

Mientras Pedro saludaba con respeto al financiero, denotando agradecimiento sincero por sus elogios, Goyeneche tuvo la habilidad de explicarle, con tanta brevedad como contundencia, los motivos de la intriga cortesana que les había traído hasta aquí. No podían demorarse. Esta mínima distracción estaba ya haciendo correr demasiado deprisa el tiempo. En cualquier momento podría regresar la servidumbre de su paseo.

—Si lo que busca son documentos que comprometan a la princesa Bárbara… —comenzó a decir Pedro Castro, con la facilidad que tenía para estar al tanto de todas las confidencias—, yo lo haría entre las pertenencias del maestro Scarlatti, su profesor de música. Los músicos son tan indiscretos como cualquier damisela y yo he escuchado más de una vez información de cierta relevancia entre los contratados para las funciones de comedia…

—Cuenta. ¡Rápido! —espetó impaciente Goyeneche.

—Dicen que no todo lo que reluce es oro en Scarlatti. Goza de privilegios y favores de la princesa que muchos cortesanos quisieran para sí en palacio. Algunos hablan de su amor platónico por ella. La adora como a una pequeña diosa de la música. La mira con un arrebato impropio de un criado a su señora, máxime considerando la gran diferencia de edad existente entre ellos…

—Vamos, Pedro, no te entretengas en chismorreos propios de mujeres… —volvió a insistir enérgico el financiero.

—Está bien. Lo importante es que de sus frívolas murmuraciones he deducido que Scarlatti es algo más que un compositor que idolatra a su alumna. Estoy seguro de que es su enlace en asuntos políticos. El maestro se comunica con el embajador de Portugal sin levantar sospechas y las lecciones de clavicordio sirven para traspasarle información a doña Bárbara sobre temas de cierta trascendencia.

Los ojos de Miguel de Goyeneche refulgieron de inmediato como iluminados por una idea clarividente. Se dirigió raudo hacia la habitación donde se celebraban las tardes musicales que tanto deleitaban a los Príncipes de Asturias y sus acompañantes. Aquellas en las que nunca faltaba la presencia leal de la condesa de Valdeparaíso. Francisco y Pedro Castro siguieron con la misma diligencia al financiero. Casi al unísono, repararon en el bello clavicordio de Bárbara de Braganza, pero sobre todo en un cajón cuadrado de mediano tamaño, de madera de sándalo con motivos musicales incrustados en nácar, que reposaba en el suelo junto al instrumento.

Sin pensarlo dos veces, Francisco se arrodilló ante el cajón, hizo uso de su ganzúa y en un instante sostuvo la tapa abierta entre sus manos. Encontraron en el interior varios fajos de partituras, apilados unos encima de otros. Los primeros parecían salidos claramente de la mano del maestro Scarlatti. Estaban firmados y fechados por él, y su caligrafía, incluso para las notas musicales, se les hizo reconocible de inmediato. Era de sobra conocida la facilidad para la composición que poseía el maestro, y la absoluta preferencia que su ilustre alumna tenía por él, de forma que no había sonata que se escuchara en ese clavicordio, que no fuera escrita por el afamado italiano. Sin embargo, otra partitura llamó su atención. Estaba al fondo del cajón, debajo del resto, atada con una cinta de diferente color. El tono de la tinta era a todas luces distinto, así como el trazo de los pentagramas y las figuras musicales. Tenía el título de la composición en portugués, y aunque parecía firmada por Scarlatti, la rúbrica presentaba trazos ligeramente diferentes. Goyeneche no dudó en tomarla y esconderla en el interior de su pesada casaca. Entendieron que quizás habían encontrado por fin algo de interés y, en cualquier caso, no era cauto entretenerse por más tiempo. Francisco se aseguró de que todo cuanto había descerrajado volvía a estar como lo encontró, sin rastro de haber sido manipulado. Abandonaron los aposentos de los príncipes con la misma cautela y celeridad con que habían llegado hasta ellos. Por los patios del alcázar comenzaban ya a pulular los primeros criados, que regresaban en avanzadilla de la regia excursión.

Pretendía ofrecer a la reina el resultado inmediato de sus pesquisas. Por ello Goyeneche no quiso desperdiciar ni un instante en resolver el enigma que sospechaba escondía esa rara partitura de música, cobijada bien al fondo del cajón de madera, con evidente fin de ocultación. Francisco tuvo la oportunidad de tenerla en sus manos, de analizar los raros signos que, para un neófito absoluto en música como él, figuraban página tras página. Él solo no hubiera sido capaz de darse cuenta de la diferencia existente entre este pliego de hojas y los otros que se guardaban junto a él. Pero, como siempre hacía últimamente, mantenía la mente bien despierta para aprender de cada nuevo acontecimiento que le tocaba experimentar.

A sugerencia de Pedro Castro, se acercaron hasta el cuarto que ocupaba uno de los actores de la compañía, que se hacía llamar Antonio Pelegrín. Era este un artista completo y vocacional, hijo de comediantes, que desde niño igual bailaba que actuaba, tocaba instrumentos o escribía inspiradas poesías que le servían para hacer caer a las mujeres en las redes de su seducción. Creía Pedro que su polifacético compañero sabría leer música, pues varias veces le había visto enmendar partituras a su gusto para el acompañamiento de las escenas teatrales. Era hombre, además, enemigo de todo lo que oliera a complicación. Por ello, Pedro estaba seguro de que Pelegrín no haría preguntas incómodas y olvidaría de inmediato el motivo de la consulta que le hicieran. Lo hallaron, en efecto, dormitando en su habitación. Haciendo gala de la confianza que tenía con él después de muchos años de trasiegos por los escenarios, Pedro lo levantó del jergón. Sin molestarse siquiera en hacer las pertinentes presentaciones de Miguel de Goyeneche y Francisco Barranco, para que no pudiera más tarde identificarlos, lo llevó hasta un taburete y puso entre sus manos un viejo laúd que encontró en una esquina de la habitación.

—¡Toca esta música, Pelegrín! —le dijo, señalando con el dedo la partitura, que había colocado a la vista sobre una mesita—. El caballero quiere regalar a una dama esta sonata musical que le ha llegado por encargo de Italia, y necesita saber primero cómo suena. Le he contado que eres bueno en esto de las trovas, así que hazme ese favor, toca…

Aturdido por la urgencia con que se le atropellaba en su descanso, Pelegrín no acertó ni siquiera a protestar. Después de todo, tenía simpatía por este joven zascandil que a su entender era Pedro Castro. Se puso cómodo en el taburete, miró de reojo a sus mudos invitados, estiró los brazos, movió las manos y los dedos, carraspeó y se dispuso a tocar. Con la mirada fija en la partitura, sus gestos empezaron a denotar extrañeza, estupefacción.

—Oye, Pedro… todavía estoy adormilado y reconozco que no soy experto en composiciones de grandes maestros, pero doy fe de que este manuscrito no es música.

—¿Cómo dices? —inquirió Pedro.

—Estas notas así colocadas no pueden interpretarse, no tienen sentido. Hay acordes imposibles. No tiene tempo ni armonías… —explicó Pelegrín.

—Tal como sospechaba… —saltó Goyeneche, arrancando la partitura de las manos del artista, que observaba incrédulo la reacción del caballero—. Gracias por tus servicios, Pelegrín. Es todo cuanto necesitaba saber. Voy a pedirte una cosa más… —continuó con determinación el financiero, mientras introducía su mano en el bolsillo de la casaca para sacar veinte reales, que depositó sobre la mesa—, quiero estas partituras copiadas al pie de la letra para dentro de un rato.