Los raros objetos apilados con desorden en la calle, a pie de puerta, llamaron la atención de Francisco. Paseaba sin rumbo a la puesta del sol por el barrio de Santa Cruz, cuando encontró por casualidad aquella tienda, que más que objetos, parecía vender el paso del tiempo. El comerciante que la regentaba, ya entrado en años y de aspecto tan polvoriento como su propia mercancía, acumulaba sabiduría a fuerza de recopilar, estudiar y trajinar con aquellos trastos de otras épocas, que mezclaba con la venta de ropa vieja, para poder sobrevivir. Don Anselmo «el anticuario» era toda una institución en Sevilla. Su pequeño bazar, angosto y penumbroso, con paredes forradas de estantes de madera repletos de extraños bártulos, resultaba fascinante a los ojos de un neófito en antigüedades como el joven cerrajero.
A sabiendas de su ignorancia, no se hubiera atrevido a entrar de no haber sido por la visión de aquellas copas de cristal, que reposaban en una sucia repisa del establecimiento. Eran idénticas a esas otras que Francisco recordaba formando parte del dibujo de símbolos en el manuscrito ancestral del maestro José de Flores. Sobresalía entre ellas una delicada copa de cristal opaco, casi negro. Don Anselmo apreciaba sobremanera la curiosidad de cualquier visitante con quien pudiera aliviar la soledad de sus horas y compartir anécdotas de los tesoros extraídos por él entre las ruinas de otras civilizaciones que habitaron Andalucía. Por ello, recibió de modo afable a Francisco, que accedió al comercio a preguntar por esas piezas.
—Entiendo que llame tu atención su belleza, aunque es obvio que no tendrías dinero para adquirirlas… —respondió con ironía don Anselmo al interés del cerrajero—. Pronto pasarán a formar parte de la colección de un noble erudito de esta ciudad. Me pagará lo que pido por ellas. Se trata de vidrios romanos ¿sabes? Algunas las he extraído con mis propias manos de ruinas árabes. Ellos apreciaban bien los refinados objetos de esa otra civilización que ellos mismos aplastaron. Ironías de la vida…
—Siento mi desconocimiento… ¿puedo preguntarle la causa de ese color opaco en una de las copas? —inquirió Francisco, que se atrevió a pasar el dedo con delicadeza por el contorno de la pieza.
—Cuánta ignorancia, por Dios bendito… —replicó el anticuario, simulando decepción, según un estudiado preámbulo que precedía a la demostración de su sapiencia—. El vidrio se compone de arena fundida, que llaman silicio. Según cuenta Plinio, el secreto fue descubierto por los fenicios. Y el color oscuro, del púrpura al negro, de algunas de esas copas que vendo se debe al añadido de un mineral, el manganeso, un enigma estético que emplearon los vidrieros romanos y después les robaron los de la mítica ciudad árabe de Damasco, igualmente la cuna de los mejores aceros que jamás ha fabricado el hombre…
—¿Ha dicho aceros? —preguntó instintivamente el oficial, dando un respingo.
—Sí. He mencionado el acero. ¿Tampoco sabes nada de eso? —Don Anselmo parecía dispuesto a verter otra retahíla de conocimientos, pero se detuvo nervioso al observar que un hombre bien vestido se disponía a entrar en la tienda. Reconoció en él a un agente comercial que hacía tiempo esperaba en la ciudad para embarcar ciertas antigüedades rumbo a Francia. Nervioso ante la evidencia de una próxima transacción que venía a sacarle por un tiempo de su sempiterna ruina, decidió cortar en seco la conversación con Francisco y despedirle con indisimulada prisa.
—Oye, no tengo inconveniente en que vengas de visita cuando te plazca, pero ahora debo atender asuntos de más trascendencia…
—Descuide, ya me marcho. Agradezco mucho la atención que me ha dispensado —se despidió Francisco, cruzándose ya en el umbral de la puerta con el caballero que entraba.
Según salió a la calle, satisfecho por la casual visita, iba pensando en los conocimientos que acababa de sonsacar al anticuario. «Esas copas… transparente y opaca, silicio y manganeso, silicio y manganeso…», se repetía para sus adentros una y otra vez. «Son iguales a las del manuscrito… ¿tendrán relación con el mensaje de ese raro dibujo…? Pero, ¿cuál…?», maquinaba abstraído, según regresaba hacia el alcázar, reparando de pronto en el frío de ese atardecer invernal, que empezaba a entumecer sus huesos.
Miguel de Goyeneche se había ocupado ya de que el cuarto que le correspondía, en el patio de Banderas del alcázar, estuviera próximo al asignado a la condesa de Valdeparaíso. La distribución de los cortesanos en viviendas aledañas al edificio principal había sido incómoda y tumultuosa. Los nobles, con sus familias y criados, hubieron de acoplarse al reducido espacio de unas pocas habitaciones, a veces compartidas con los criados sevillanos del alcázar. Todos se sentían forzados a estrecharse. Las quejas por el abandono de Madrid, con los consiguientes trastornos para la corte, comenzaban a ser la comidilla diaria de cualquier tertulia.
María Sancho Barona ocupaba dos habitaciones —una para sí y otra para su doncella— junto a un saloncito compartido con otras damas de la princesa portuguesa. Se había acostumbrado rápido a las limitaciones de comodidad y evitaba sumarse al descontento generalizado. Más bien al contrario, sentía arrebato ante las novedades de este viaje regio. El encanto de Sevilla la subyugaba. Se sentía a gusto acompañando a Bárbara de Braganza. La libertad de acción que le proporcionaba la lejanía de su esposo, además, le permitía volcar su pasión hacia Miguel, el hombre del cual se sentía realmente enamorada.
Por ello, atendió de inmediato a sus requerimientos para emplazarse una tarde en el aposento que él habitaba. María llevaba anudado el collar de finas perlas que Goyeneche le había regalado. Era el símbolo acordado para demostrarle que aún pensaba en él y deseaba su compañía. Con ayuda de su doncella, se había acicalado y untado delicadamente la piel con un agua de lavanda de exquisito perfume. La proximidad de sus cuartos le permitió llegar a la hora indicada con calculado sigilo, procurando no ser vista por nadie. Aunque el cortejo ajeno al matrimonio fuera asunto tácitamente consentido entre los nobles de espíritu libre y moderno, no dejaba de tener tintes de juego prohibido, una sensación que aumentaba siempre la excitación de la ocasión en beneficio del amor. Ambos deseaban fervientemente la cita. Ni la falta de lujos en la habitación de Goyeneche, ni los riesgos de ser más fácilmente descubiertos en las estrecheces del alojamiento sevillano, arruinaron la pasión de aquel momento.
De regreso al alcázar, Francisco se acordó que aún no había preguntado a Goyeneche por el destino del libro de Réaumur, aquí en Sevilla. Pensó que estaba a tiempo de hablar con él antes de que anocheciera y se encaminó hacia las habitaciones de su mentor. Comenzaban a encender las llamas de las lámparas de aceite que iluminaban de noche el edificio. Tocó a la puerta del aposento de don Miguel, que se abrió sola, con el mero impulso de sus golpes. Alguien la había dejado mal cerrada. Se sintió embriagado fugazmente por un intenso olor a lavanda. Antes de que se hubiera decidido siquiera a entrar, Goyeneche salió de sopetón de su habitación hacia el saloncito que Francisco ya inspeccionaba con la vista. Iba con la camisa por fuera, sin peluca, despeinado, y los calzones desabrochados. La situación resultaba embarazosa. Francisco comenzó a balbucear excusas por su presencia, pero Goyeneche no le escuchaba, más ocupado en el intento de regresar sobre sus pasos y cerrar de inmediato la puerta del dormitorio. Era demasiado tarde. Francisco alcanzó a ver dentro de él, entre sábanas, a la condesa de Valdeparaíso. Vio su pelo despeinado, cayendo sobre la espalda al aire, parte de su pecho, sus brazos y hombros desnudos. La imagen le extasió brevemente, pero al darse cuenta de la escena de la cual era testigo, sintió como si una daga le atravesara el estómago.
Lejos de enfurecerse por la inoportuna visita del cerrajero, Goyeneche reaccionó con exagerada simpatía y esa media sonrisa propia de su fuerte autoestima. Parecía incluso satisfecho de haber sido sorprendido en galanteos con la bella dama, sobre todo si era por un criado de categoría inferior, como Francisco, en el cual no podía causar sino admiración y envidia.
—Bueno, bueno, ¿qué te trae por aquí de improvisto y a estas horas, Barranco? —preguntó, remetiéndose la camisa y peinándose el pelo.
—Siento haber importunado… Me acordé del libro de Réaumur y me pareció que era más indicado venir a este asunto al anochecer, en horas discretas, cuando la servidumbre ya no circula por los patios…
—En el fondo, has hecho bien… —contestó Goyeneche, acercándose a Francisco, con gesto cínico—, siempre y cuando olvides lo que hayas podido ver en esta habitación.
—Por supuesto. Estad seguro de que no recordaré nada —contestó el oficial, ciertamente turbado por haber contemplado en esta situación a su idolatrada dama.
—Bien. Ocupémonos del libro —dijo Goyeneche, extrayendo el tomo de Réaumur de un baúl de viaje—. Dada la incomodidad de alojamiento en que todos nos hallamos, lo más práctico será que lo guardes en tu aposento. Aquí no hay sitio para bibliotecas ni estudiosos. Si pretendes seguir trabajando en él, no quiero que ocupes mi escaso espacio, a cualquier hora… —dijo de nuevo con aire de broma, aludiendo a la vergonzosa situación recién ocurrida—. Si lo escondes bien, nadie creerá que un cerrajero guarda algo de este valor entre sus pertenencias. Sí, definitivamente, llévatelo. Me irás reportando tus adelantos.
Francisco tomó el libro con sumo respeto y lo escondió bajo su chaquetilla. Entendía que no era momento de ahondar en la conversación y se despidió brevemente.
Al escuchar el cierre de la puerta, la condesa se atrevió a salir de la habitación. En su rostro se podía leer la inquietud por haber sido descubierta en su trance amoroso por alguien que ya parecía saber mucho de ella.
—No te preocupes, querida —se adelantó a abrazarla Goyeneche, intuyendo sus pensamientos—. Barranco es un buen tipo y le beneficia más callar que contar. De momento, es cómplice. Estoy seguro de que no dirá nada.
María también estaba convencida de la lealtad de Francisco. Por lo poco que conocía de él, intuía que era un hombre cabal, incapaz de perjudicar conscientemente a una dama. Mientras se vestía en presencia de Goyeneche para volver a su aposento, se sorprendió a sí misma preocupándose no tanto por la posible delación del cerrajero, sino por lo que este hubiera pensado de ella y el impacto que le hubiera causado el encontrarla en ese trance con un caballero. Era consciente de la fascinación que ejercía sobre él. Por un momento, se sintió mal. Le gustaba la personalidad y el atractivo aspecto de Francisco. Pero ante todo, y aunque no pudiera remediarlo, no quería causarle daño.
Esa misma noche, tratando de olvidar la visión de la condesa medio desnuda, Francisco inició la que iba a ser su rutina durante muchas más: ojear, leer, pensar, estudiar, a la luz de una vela, las páginas del libro de Réaumur y los pliegos de su traducción del francés que le había entregado Goyeneche. La nocturnidad parecía no medirse en horas, sino en las veces que su pensamiento le traicionaba, repitiendo inconscientemente el nombre de María Sancho Barona. Luchaba después por devolver su atención al libro y exploraba en él con ahínco referencias y claves que arrojaran luz sobre lo que estaba buscando: hierro, acero, carbón, quizás el manganeso, o el silicio, minerales y sustancias que acababa de aprender del viejo anticuario y de las que apenas conocía nada. Cuando el sueño lograba vencer los anhelos de su ambición, caía finalmente rendido sobre la mesita de estudio.
No hizo falta mucho tiempo para que la corte se forjara en Sevilla su propio ambiente, con arreglo a las circunstancias que la habían traído hasta aquí. Durante los primeros meses, el rey se sentía bien. Disfrutaba de la comida; había engordado y se mostraba lustroso. Le apetecían las jornadas de caza y con frecuencia se organizaban para él batidas de lobos en el cercano coto de La Corchuela. Con la llegada de la primavera, los jardines del alcázar florecieron y su espléndida vegetación mostró su máximo esplendor en formas, olores y colores. La familia real pasaba muchas tardes de ocio, protegidos del intenso sol, bajo el fresco verdor de los árboles. Felipe V había aprendido a lanzar la caña de pescar en los estanques, repoblados para él de truchas y variados peces, y se entretenía en ello indecibles jornadas, hasta el punto de convertirse en una de sus principales obsesiones, el síntoma claro de que tras una breve mejoría, volvía a caer en su paranoia mental. El rey empezaba de nuevo a rehuir sus responsabilidades de Estado, y a sentirse cómodo en las rarezas que su desdoblamiento de personalidad le imponían. Empezó a trocar la noche por el día, obligando a parte de sus cortesanos a acompañarle y servirle en sus manías. Miguel de Goyeneche hubo de pasar más de una noche junto a los soberanos, en el gran estanque del Mercurio, iluminado con miles de velas y atemperado por un gran brasero que calentaba la fresca humedad, sin más misión que la de felicitar al rey por cada trucha que era capaz de pescar en aquellas horas en que la otra parte de la corte ya dormía.
El bellísimo clavicordio de factura alemana había llegado de Lisboa algo desguazado. Las orlas pintadas en su exterior mostraban ahora lascas y descascarillados. Bárbara de Braganza lo echaba tanto de menos, que su padre cedió a los ruegos de que se lo enviaran a la corte española. Era su instrumento preferido, aquel en el cual había aprendido música junto a su maestro Scarlatti e interpretaba sus composiciones desde niña. Ningún otro que le pudieran ofrecer en España podía sustituir el sonido de ese clavicordio tan querido por ella. Aunque escapaba a su competencia, Francisco había recibido el encargo de enderezar al calor de la fragua ciertas piezas de hierro que se habían desencajado en el interior del mueble. Sabía por los comentarios de algunos criados que la princesa portuguesa valoraba sobremanera aquellas tardes musicales en las cuales las composiciones de Scarlatti embelesaban el aire de sus aposentos. La música era algo superior a cualquiera de sus sentimientos. El príncipe Fernando se sentaba en un sillón a escuchar a Bárbara tocar, a veces a cuatro manos, junto al maestro italiano. Las sonatas de Scarlatti sonaban ligeras y alegres. Se sentía embriagado por el talento y la inteligencia de su esposa.
La condesa de Valdeparaíso, junto a las otras damas de la princesa, formaba parte del reducido público que tenía el privilegio de disfrutar de ese concierto musical tan íntimo y refinado. María sentía un leal apego hacia Bárbara de Braganza, que a pesar de su extranjerismo y juventud, se sentía segura en su nueva posición como princesa heredera de España. Se mostraba en todas las situaciones, públicas y privadas, como una joven encantadora y bien educada, capaz de robar protagonismo a la mismísima reina. Ante la incertidumbre que causaba la enfermedad del rey, los embajadores y algunos grandes de España se decantaban ya del lado del futuro prometedor que suponían los Príncipes de Asturias. Los vaticinios que apuntaban a un posible enfrentamiento por celos y ambición de poder entre Isabel de Farnesio y su nuera estaban muy presentes en el ambiente del alcázar sevillano.
Hacía una tarde espléndida y la princesa Bárbara decidió terminar su concierto antes de lo previsto. A través de la ventana del saloncito de los príncipes llegaba un intenso olor a azahar y le apeteció salir a dar un paseo.
—Quiero que me acompañes a los jardines, María —dijo, dirigiéndose en exclusiva a la condesa de Valdeparaíso, al tiempo que cerraba con decisión la tapa del clavicordio, pillando por sorpresa los dedos del músico. Sobraron indicaciones para que la camarera mayor y las demás damas entendieran que la princesa no deseaba otra compañía. Scarlatti, acostumbrado a los caprichos esporádicos de su alumna, recogió sin rechistar las partituras desplegadas sobre el atril. El príncipe, por el contrario, continuaba sentado en el cómodo sillón, en plácida tertulia con el conde de Salazar, mayordomo mayor a su servicio.
La tarde era deliciosa para el paseo entre los parterres de boj, con el suave rumor del agua de las fuentes al fondo. Bárbara y la condesa caminaban despacio, acompasando el movimiento de sus ampulosos vestidos. La princesa inició la conversación sin preámbulos, como si necesitara liberarse con urgencia de ciertos pensamientos.
—Condesa, no me fío de nadie en esta corte. Sólo sé que doña Luisa, mi camarera mayor, me es leal, aunque no deseo involucrarla en intrigas. Al margen de ella, algo me inclina a creer en ti. Es un presentimiento, pero raras veces me fallan mis intuiciones sobre las personas que me rodean.
—Alteza, tened por seguro que estoy a vuestro lado como fiel servidora, si así me necesitáis —replicó con seriedad María.
—Bien. Creo que voy a necesitarte. El príncipe, mi esposo, es un hombre sereno y pausado, que odia las sombras de la política y venera a su padre. He notado que es incapaz de darse cuenta de lo que se está fraguando en esta corte. —Se quedó pensativa durante unos segundos, para después proseguir, aproximándose más a María, de forma que no pudiera ser escuchada casualmente por nadie—: Soy consciente de que mi persona molesta a la reina. No sólo tengo evidencias de ello, sino que aparte ha llegado a mis oídos que doña Isabel busca aislarnos a mi esposo y a mí del resto, especialmente de los nobles y las personas influyentes en el gobierno. Me consta que algunos no se atreven a ser amables con Fernando y conmigo por miedo a sus represalias.
—¿Tenéis vos misma una explicación para ello? —se atrevió a preguntar la condesa.
—Sí. Es obvia. O a mí me lo parece. El rey, mi suegro, no está en condiciones de reinar. Algunos temen que cualquier día su enfermedad lo lleve con Dios. Ante esta situación, es difícil evitar que nuestros aposentos se conviertan en el centro de las intrigas de aquellos que pretenden anticipar el futuro de la Corona. Fernando siempre ha sido marginado por su madrastra, cuya ambición es insuperable. Me ha bastado poco tiempo para conocerla. Pero no puede evitar que él simbolice la esperanza de muchos súbditos de este reino, que no desean verse envueltos en más guerras extranjeras a costa de los tejemanejes de Isabel. Y yo estoy aquí para ayudar a mi esposo en lo que el destino le depare.
—Diría que vuestras palabras suenan muy solemnes. No os niego que asusta adivinar que detrás de ellas hay una firme decisión de plantar cara a una situación que os desagrada.
—María, como sabes, el embajador de Portugal tiene acceso directo a mis aposentos. Representa el vínculo con mi familia, tal cual establece mi contrato matrimonial.
—Lo sé, señora.
—No quiero ocultarte que a través del embajador mi padre me presiona más allá de lo meramente familiar.
—¿Qué queréis decir con ello?
—Sabe que puedo incidir personalmente sobre mi esposo para inclinarle políticamente hacia uno u otro lado. Y por supuesto, no desaprovecha la ocasión. Para eso sirven los matrimonios reales, ¿no es cierto? —Su gesto se volvió serio para desvelar la siguiente confidencia—: El rey de Portugal quiere que convenza a mi esposo, si es que Dios quiere convertirle en soberano próximamente, para que rompa la alianza que España tiene con Francia y se decante por la colaboración anglo-portuguesa.
La condesa de Valdeparaíso se detuvo en seco, asustada de la gravedad política que estaba tomando lo que parecía en principio una nimia charla entre jardines.
—Alteza, ¿sois consciente del peligro que asumís al pretender incidir, desde vuestro rango secundario, en asuntos de política internacional de tal magnitud? Y además, y perdonad mi atrevimiento, ¿por qué me hacéis partícipe de asuntos tan serios, en los que nada, creo, puedo aportaros? —añadió María, con cierto desasosiego.
—Claro que puedes, condesa —afirmó la princesa con decisión—. No soy mujer miedosa, pero sé que asumo riesgos que no puedo evitar. Mi entorno me lo exige. Y necesito que tú, que eres dama de inteligencia y sigilo, tengas los ojos y los oídos bien abiertos para defender, no a mí, que si muero soy reemplazable por otra, sino los intereses de mi esposo, el príncipe Fernando.
Abrumada, pero igualmente conmovida por el gesto de confianza que Bárbara de Braganza acababa de hacerle, María Sancho Barona juró a su señora cumplir con el favor que le pedía, a riesgo de convertirse en parte ella misma de las intrigas que sin duda se avecinarían. Concluyeron el recorrido, cerciorándose de que nadie las había seguido de cerca. Aunque era imposible asegurar que desde las celosías medievales que aún conservaba el palacio en los viejos aposentos femeninos, alguien las hubiera observado charlando sospechosamente unidas en ese inusual paseo.
Por la tensión que notó en su rostro, se dio cuenta de que no era un buen día para ella. Había sido testigo de esa mirada dura y esa mueca torcida en la boca las suficientes veces como para saber que la mente de Isabel de Farnesio daba vueltas a una seria preocupación. Era la hora de su despacho habitual con la soberana y no podía eludir la entrevista. La encontró ya sentada junto a la mesa de trabajo, en el aposento que le servía para las audiencias. Vestía un imponente atuendo de terciopelo escarlata, bordado en plata. Su regia presencia siempre resultaba inquietante. La camarera mayor, condesa de Altamira, permanecía de pie en un lado de la sala, atenta a las necesidades de su señora, aunque lo suficientemente apartada para no estorbar, tal como le gustaba a la reina.
—Goyeneche, es urgente que me clarifiques el estado de mis caudales privados —le espetó sin mediar más palabras a Miguel, que, por su cargo de tesorero de la reina, debía avalar esa responsabilidad—. Se avecinan malos tiempos. Te supongo capaz de haberte dado cuenta de la delicada situación política y personal que sufre el trono…
—Suponéis bien, majestad —contestó raudo Goyeneche, atemperando el inicial tono severo de la conversación. Sabía que la reina se refería a la enfermedad de su esposo y a las intrigas y debilidad del gobierno a las que se enfrentaba a causa de ello.
—Francia se ha comprometido con nosotros a entrar en guerra del lado de España en la conquista de los Estados de Parma y Piacenza para mi hijo Carlos. El rey acaba de firmar el tratado aquí en Sevilla. Pero esos bastardos Borbones, parientes del rey, no son de fiar, ¿no te parece? Ya hemos sufrido sus traiciones otras veces. No miran más que por sus intereses e intentarán aprovecharse de este trono cuantas veces puedan… —Agudizó su mirada felina y continuó hablando—. He recibido cierta información confidencial de mis contactos en París, que me hablan de la intención de Luis XV de incumplir el tratado, de no entrar en una guerra que sólo le causa gastos y beneficia a mi hijo, un español, aunque sea tan Borbón como él. Estoy segura de que aprovechando la enfermedad de don Felipe, la corte de Versalles va a extender sus intrigas a la nuestra, engatusando a su favor a los príncipes Fernando y Bárbara en mi contra y la de mi política. Esa soberbia portuguesa está tan ávida de aupar a su esposo al trono, que aceptará a ciegas la trampa que cualquier hábil embajador le proponga para ayudarla en sus fines. Necesito por ello saber del dinero que dispongo para financiar asuntos de suma importancia. No voy a detenerme hasta ver al infante Carlos como le corresponde, con una corona en la cabeza.
—Vuestra tesorería goza de buena salud, aunque no la suficiente, como vuestra majestad cree, para financiar proyectos de tanto calado… —comenzó a explicar Goyeneche—. No soy el ministro que maneja la Hacienda, pero es obvio que este reino necesita reforzar su economía. Conocéis mi historial y podréis imaginar que desde mi punto de vista, el fomento de determinados proyectos industriales es la clave…
Miguel no quiso desaprovechar la ocasión para hablar a la reina de su proyecto y su implicación en la búsqueda de la fórmula de la fabricación del acero. Trató de interesarla en la propuesta, haciéndole ver que esa industria era vital para el éxito de la política de guerra a la que ella aspiraba. La calidad del armamento y de los componentes de los buques españoles serían los primeros beneficiados. De ahí la lucha feroz entre países para conseguir este ansiado secreto industrial. Si él recibía el apoyo económico de la Corona, y se le concedía el monopolio de la fabricación del acero, se comprometía a reportar grandes beneficios a las arcas reales, como ya logró antaño su padre con otras tantas manufacturas.
—¿Y dices que ya conoces el modo de la fabricación industrial del acero? —preguntó escéptica la reina.
—Majestad, me hallo en el proceso de lograrlo, creedme. Sé que puede sonar atrevido, pero sólo necesitaría que por vuestra intercesión y la confianza que me distinguís, se me prometiera este monopolio en un futuro próximo, tan pronto como halle la fórmula de esta incógnita de la naturaleza mineral…
—Pides un gran privilegio, Goyeneche —contestó con aire de estar sopesando la propuesta—. Y has de saber que no eres el único que lo solicita. Tienes fuerte competencia de vizcaínos y navarros en esta corte. Sabes que Sebastián de la Cuadra me place como hombre de gobierno y es probable que ascienda a secretario de Estado. Posee numerosas ferrerías en Vizcaya y puede que tenga en mente tu mismo proyecto. Además, Patiño, aunque ministro de Marina, es mi hombre de confianza. Me gusta su clarividencia política. Y él es contrario a la cesión de monopolios a manos de particulares, puesto que cercenan los intereses de la Corona. ¿Por qué habría de hacerse una sal-vedad contigo?
Acostumbrado a los ojos penetrantes de la reina, Miguel no hizo ademán que denotara al exterior su inquietud por haber podido importunar a la reina con sus propuestas. Permaneció en silencio y dejó que doña Isabel terminara el soliloquio.
—La verdad, Goyeneche, es que siempre me has sido fiel…
—Así es, majestad. Siempre lo he sido. No todos vuestros súbditos podrían decir lo mismo.
—He de reconocer que tu aire de suficiencia resulta interesante. No soporto a los débiles y tú eres todo lo contrario. Pero volvamos a la oferta industrial, Goyeneche. Es indudable que yo podría favorecer tus intereses, e incluso interesar al rey en lo que acabas de contarme, aún en contra de la opinión de Patiño, pero…
Isabel de Farnesio interrumpió la frase, con aire de ponderar su siguiente propuesta. La expectación de Miguel ante lo que podía ser un compromiso de apoyo regio crecía por segundos.
—Soy todo oídos a vuestras palabras, majestad —dijo de repente, sin poder contenerse.
—Estaba pensando que, a cambio del favor que pides, puedo encomendarte cierta misión. Sé que tienes gran confianza con la joven condesa de Valdeparaíso, la dama de mi nuera…
—Majestad, ya sabéis, las calumnias de la corte… —intentó defenderse Miguel, pero se detuvo en seco ante la indicación con la mano que Isabel de Farnesio le hizo para que no siguiera por ese camino.
—Goyeneche, no hacen falta explicaciones. Si de algo me precio es de estar bien informada. Hasta los criados más fieles hablan demasiado, incluidos los de tu casa, y todo termina formando parte de mi conocimiento. Pero hay algo que ahora se me escapa, y en ello precisamente tú puedes serme útil. Quiero que obtengas información de cuanto ocurre en los cuartos de los príncipes Fernando y Bárbara. Y no me refiero a lo que se ve y escucha públicamente, sino a lo que ocurre en lo más privado. Sé que mi nuera es habilidosa en la política, y quiero saber exactamente con quién y para qué tiene contacto. Y tú puedes enterarte con discreción. No hay nada más pertinente para eso que una adecuada relación amorosa ¿Me has entendido?
—Perfectamente, señora.
Miguel no había mentido a la reina. No le quedaba otra opción que cumplir con lo que le pedía. Debía el ascenso de su familia y el suyo propio a los privilegios obtenidos de estos monarcas; no podía faltar a su compromiso de lealtad con la poderosa soberana. De lo contrario, perdería la confianza real y ser desahuciado de la corte era lo más deshonroso a que un caballero, criado del rey, podía enfrentarse. Estaba dolorosamente atrapado entre dos opciones. Su mente financiera, ambiciosa, ágil y práctica, le empujaba a buscar ante todo la salida a sus novedosas ideas de negocio; su corazón, sin embargo, sentía repulsa por la traición que se le exigía hacia su amada, María Sancho Barona. La política le ponía en el brete de sacrificar sus sentimientos a las cuestiones de Estado. Quería evitar la crueldad de tener que decidir fríamente, así que optó por el cumplimiento del deber primero y dejarse llevar en el amor por las circunstancias del destino. De momento, esa noche, sin pensar más allá, Miguel de Goyeneche y la condesa de Valdeparaíso compartieron los deleites de otra velada juntos.