Capítulo 13

La fila de carruajes, que ocupaba sin resquicios el inmenso espacio disponible en la plaza frente al alcázar, ofrecía un singular espectáculo. La mañana era gélida y clara. El aire olía a humedad, por efecto del cercano río Manzanares. Al salir del hogar de los Flores, recién levantado, Francisco quedó absorto al contemplar semejante despliegue. Tanto los que formaban parte de la comitiva, como aquellos que simplemente se habían acercado a curiosear el acontecimiento, tenían el ánimo agitado. Era enero de 1729 y la corte abandonaba la capital. De un momento a otro, las campanas de las iglesias tocarían al unísono, a modo de respetuoso adiós a la familia real.

Centenares de caballerías, de distintos pelajes y condición, relinchaban y golpeaban nerviosas sus cascos contra el empedrado, deseando iniciar la marcha. Carrozas de lujo, doradas al exterior, tapizadas por dentro de terciopelo y sedas, fabricadas con los más modernos mecanismos de suspensión, esperaban a las personas reales: Felipe V e Isabel de Farnesio, el príncipe Fernando y los cinco infantes menores, acompañados de su servidumbre más cercana. Otros carruajes de buena manufactura, algunos ciertamente pretenciosos, aguardaban preparados para trasladar a los ministros, servidores de alto rango y otros nobles, decididos a seguir el peregrinar de sus monarcas. Los carros de menor condición, a la cola de la comitiva, habrían de trasladar al resto de criados, seguidos de mulas cargadas de fardos y baúles con los más variopintos enseres. Tapices, muebles, ajuar de aseo, cama y cocina viajaban empaquetados para adecentar las casas destinadas a posada de la familia real durante el traslado.

Haciéndose hueco entre el bullicio del gentío, Francisco logró informarse del asiento que le correspondía. Marcharía junto a otros artesanos, alternando el camino entre carros de mediana categoría y mulas.

A lo lejos atisbó, entre un selecto grupo de secretarios de gobierno, a Miguel de Goyeneche. Se dio prisa en llegar hasta él. No quería dejar de saludar y agradecer su recomendación por conservarle el puesto en palacio. Se presentó ante los caballeros con respeto y cortesía. Goyeneche se alegró de verle, haciendo gala una vez más de su natural simpatía. La conversación, apartados del grupo, fluyó denotando una cierta connivencia. Las palabras de agradecimiento de Francisco fueron bien acogidas por el joven financiero.

—Hubiera sido una notable pérdida para la familia real deshacerse de un artesano de tu valía, Barranco —comenzó diciendo Goyeneche—. He de decirte que incluso traslado a Sevilla cierto trabajo para ti, puesto que he empaquetado el libro de Réaumur, con el fin de que prosigas su estudio. Además, estoy seguro de que surgirán ocasiones para que puedas devolverme el favor que te hago.

—No dude, señor, de que así lo haré si me necesita, por la deuda personal que le tengo contraída —contestó Francisco, con la evidente sensación de que se estaba obligando a ceder en un futuro a las peticiones de Goyeneche. Imaginaba que estarían relacionadas con su oficio.

Un brillo fugaz iluminó la mirada del caballero, que sostenía de una manera muy directa y fija en los ojos del oficial.

—Me alegra oírlo, cerrajero. De momento, me atrevo a pedirte un pequeño favor de índole privada. Busca a la condesa de Valdeparaíso entre los coches de las damas. Ella también viaja. Con la mayor discreción de que seas capaz, entrégale esta nota —solicitó, extrayendo del bolsillo de su chaleco, bajo la elegante casaca, una pequeña nota doblada.

Francisco tomó el encargo como propio. Nada podía subyugarle más en este momento que hacerse presente otra vez ante la hermosa dama.

María había logrado situar en los modestos coches a su doncella particular y estaba a punto de introducirse en la carroza de las damas. El cerrajero la localizó, con el pie ya en el estribo. En esta inusual mañana, ella lucía como siempre, radiante. La peluca de rizos blancos, recogida en una coleta y un vestido de fino paño verde, preparado para resistir con comodidad los rigores del viaje, resaltaban sus encantos. El oficial fue conciso y discreto. Un breve saludo sirvió de preámbulo para pasarle, con disimulo, el papel que Miguel de Goyeneche le había confiado. María se lo agradeció con una franca sonrisa cómplice y aprovechó el distraimiento de las damas que la acompañaban para leer con prontitud el recado. Eran palabras galantes de Miguel, que se atrevía a desafiar por amor las leyes del compromiso matrimonial que ataba a la condesa. El camino hasta Badajoz iba a durar varios días, en los que la comitiva habría de aposentarse dividida. Le recordaba que la llevaría en su pensamiento. Más adelante se reencontrarían. Francisco se percató de la emoción que alumbraba el rostro de María. Sintió pudor y celos ante lo que sospechaba era el contenido de la misiva. Se sentía mediador de una relación, que aunque lejos de sus posibilidades, envidiaba. La condesa le agradeció el favor y le despidió con gracia.

—Me alegro de no perderte de vista, cerrajero. Siempre es un alivio saberse acompañada por personas dispuestas a agradar y dar buen servicio…

—Señora… —dijo Francisco, despidiéndose con una cortés reverencia, no sólo por la admiración que le tenía, sino por la presencia curiosa de otras damas, que asomadas a las ventanas del carruaje, pretendían ya meter sus narices en la escena.

El viaje hasta tierras extremeñas resultó largo y tedioso. Era el mes de enero, y el frío se hacía insoportable en algunos tramos de las ochenta leguas que recorrieron. Francisco, como el resto de la comitiva, llegó extenuado a la ciudad fronteriza. Pero era inútil regodearse en flaquezas. Cada uno de los criados reales tenía ya asignados innumerables quehaceres.

Badajoz, que todavía no se había repuesto de los destrozos provocados por los bombardeos de la última Guerra de Sucesión, apenas tuvo presupuesto ni tiempo para preparar los festejos que este acontecimiento histórico merecía. Salvo los reyes y los infantes, aposentados en el palacio arzobispal, el resto de la corte hubo de alojarse como buenamente pudo, abusando de la hospitalidad de los vecinos. Diez días fueron suficientes para que las Coronas de España y Portugal despilfarraran un inmenso capital en ostentación de lujo y refinamiento. Sobre el río Caya se había construido un hermoso pabellón flotante, escenario idílico para el intercambio de princesas. Allí se encontraron las dos familias reales, engalanadas con sus mejores joyas, vestidos, pelucas y tocados. Lo más granado de la aristocracia y ambas servidumbres formaban el acompañamiento de fondo. La pompa desplegada en cada detalle del protocolo contrastaba con la espontaneidad con que se trataban las dos parejas soberanas y sus hijos. Era la primera vez que se veían, a pesar de poseer parentesco múltiple y cercano. Y sin embargo, el compartir rango mayestático les confería de inmediato el derecho a establecer una intimidad que no hacía sino remarcar la distancia que les separaba del resto de los humanos.

Acompañada por el dulce sonido de los instrumentos que los músicos de cámara tocaban al fondo del pabellón, la infanta María Ana, de una delicada y armoniosa belleza que todos admiraron, fue entregada a su esposo, el príncipe José de Portugal. De igual modo, la princesa Bárbara de Braganza ocupó el sitio que le correspondía junto a su consorte, el príncipe heredero Fernando de Borbón. Pero el aspecto de Bárbara causó espanto del lado español. Su rostro apenas se había conocido antes en Madrid por un retrato, a todas luces mejorado respecto del original.

—Es extremadamente fea… —comentó por lo bajo el embajador de Inglaterra al de Francia, que demostró estar de acuerdo en la burda apreciación con un discreto gesto afirmativo.

Ni siquiera el príncipe Fernando pudo evitar una mueca de contrariedad a la vista de su esposa, dos años mayor que él. Bárbara, alta y corpulenta para sus diecisiete años, cubierta de perlas y diamantes, de indudable porte regio, no podía sin embargo disimular los defectos de su poca agraciada apariencia. Una boca enorme, de labios gordezuelos, y unos carrillos mofletudos, descompensados respecto a sus ojos castaños y diminutos, sumado a las marcas todavía perceptibles de la viruela, eran los rasgos que sobresalían a primera vista. Muchos pensaron, algunos incluso murmuraron sin tapujos, que el pobre príncipe había sido torpemente engañado con este matrimonio.

Pero la mayoría enmudeció al escuchar la conversación de la princesa portuguesa. Bárbara sabía bien que, a falta de belleza, solamente podía encandilar a la gente por su cultura e inteligencia. Y en eso era difícil que ninguna mujer estuviera a su altura. Primogénita y única fémina de los cinco hijos de los reyes de Portugal, había recibido en Lisboa una educación exquisita, en una corte de esplendor y fasto. Dominaba seis idiomas y suficientes conocimientos de variados saberes como para deleitarse en escucharla. Era amable y muy considerada hacia los demás. Resultaba así encantadora. Su fuerte, no obstante, era la música. Uno de los mejores compositores napolitanos del momento, Domenico Scarlatti, en pleno apogeo de su carrera, había recibido la extraña oferta de trasladarse a Portugal para enseñar a tocar instrumentos a una princesa, que parecía dotada de un talento natural para ello. El maestro tenía entonces treinta y cinco años y era soltero. Bárbara, una niña de sólo nueve, fascinó de tal manera a su experimentado mentor musical, que prometió no separarse jamás de ella. La princesa se convirtió en la inspiración de cuantas sonatas componía Scarlatti. Y ningunas manos eran tan ágiles y sutiles para interpretarlas al clavicordio como las de ella. El músico seguía ahora a Bárbara hasta España, dispuesto a acompañarla allá donde fuera. La idolatraba por sus cualidades musicales, tanto o más que como persona regia.

La noche de bodas y la consumación del matrimonio, ese mismo día, dio pábulo al cotilleo entre la concurrida servidumbre palaciega, que esperaba incómoda y más aglomerada que de costumbre, las órdenes de trasladarse a un nuevo destino.

Francisco escuchó relatar entre las mozas que Bárbara había sido acompañada al lecho nupcial, con gran ceremonia, por su suegra, Isabel de Farnesio, y algunas damas. La condesa de Valdeparaíso, entre ellas, había ayudado a la princesa a aflojar las cintas del corpiño que ceñía su talle, así como el incómodo tontillo, con sus aros de metal, que había ahuecado por la mañana su falda de brocado. Bárbara se mostraba muy calmada, a pesar de ignorar casi todo lo que habría de ocurrir después, cuando quedara a solas con su marido. Tenía ganas de conversar y se había interesado por las circunstancias vitales de María Sancho Barona, a quien cogió afecto tras el primer intercambio de amables sonrisas y palabras. Apenas las separaban unos pocos años de edad y habrían de estar unidas en el futuro por múltiples intereses comunes.

Al entrar el príncipe Fernando en el aposento, acompañado de su padre, embajadores y caballeros, la ceremonia se encaminó hacia la escena principal, ya por todos ansiada. La consumación era el acto que sellaba el contrato matrimonial y el consiguiente pago de la dote.

Los novios quedaron finalmente solos. Nadie supo después a ciencia cierta cómo transcurrió el encuentro, salvo el embajador francés, que presumió de bien informado y dio rienda suelta a su acerada lengua, propalando un rumor alarmante: Fernando padecía en verdad cierta tara en sus órganos sexuales, que jamás le permitiría engendrar hijos, ni gozar con normalidad de los placeres del amor. Si el hecho era cierto, a Bárbara parecía no importarle. Su compenetración con Fernando parecía perfecta. A partir de ese día los príncipes dieron muestras de amarse profundamente. La princesa portuguesa, del mismo modo que había logrado su suegra italiana, dominaba el carácter indolente de su esposo Borbón desde el inicio de su relación íntima.

—Condesa, ¿qué sabéis de lo que se dice en estos días acerca de la intimidad de los príncipes? —preguntó la duquesa de Montellano a María Sancho Barona, suponiendo que sabría más de este asunto que ninguna otra dama de su entorno.

Las dos señoras se habían apartado a un lado, para hablar con discreción, en la sala del palacio arzobispal de Badajoz donde almorzaba el servicio femenino. Doña Luisa de Gante, duquesa de Montellano, había sido nombrada camarera mayor de Bárbara de Braganza y tomaba tal responsabilidad con enorme deseo de proteger a su joven señora de las intrigas de la corte. Era una mujer discreta, leal y experimentada. Su familia, originaria de Flandes, estaba atada a la Corona de España desde hacía varias generaciones. Rondaba los setenta años y no tenía más hijos que un varón. Era fácil, por tanto, que albergara sentimientos de protección maternal hacia Bárbara, para quien ella misma se había encargado de seleccionar un distinguido elenco de damas de acompañamiento. Aristócratas de mediana edad, refinadas, que habrían de figurar en la corte junto a la princesa portuguesa: doña Dominga y doña Bernarda, rancias españolas, condesas de Montijo y de Fuensalida respectivamente; junto a doña Leonor y doña Julia, duquesas de Atri y de Solferino. Pero entre todas ellas, la condesa de Valdeparaíso, María Sancho Barona, era la preferida. La camarera mayor la apreciaba por su trato encantador y educado, y sus múltiples talentos.

—Si os referís a los rumores sobre la impotencia de don Fernando… os aseguro que no conozco más que los chismes que se escuchan entre los criados, duquesa —contestó María. Al observar el gesto de contrariedad de la duquesa de Montellano, que parecía estar mordiéndose la lengua para no decir palabras que contravinieran la lealtad de su cargo, la condesa de Valdeparaíso prosiguió la conversación sola—: Os conozco. Es evidente que estáis preocupada por ello, puesto que me preguntáis a sabiendas de que doña Bárbara no haría partícipe a nadie de una confidencia semejante y de que si yo fuera la depositaria de la misma, tampoco lo contaría. Por lo que ya conocemos de la princesa, sabéis que es mujer de clara inteligencia. Y yo no soy amiga de rumores ni cotilleos.

—Tenéis razón, María —asintió la camarera mayor—. Ya soy vieja y tengo experiencia en asuntos palaciegos. Ojalá me equivoque, pero intuyo que la corte va a sumirse en una terrible tormenta.

—¿Por qué decís eso?

—Conozco a la reina Isabel. Estoy segura de que esperaba una jovencita inmadura y manipulable como consorte de su hijastro el príncipe Fernando. Pude contemplar sus gestos de contrariedad cuando Bárbara empezó a sorprender a todos con su interesante conversación. Si no me equivoco, hará lo posible para no dejarla brillar en la corte. Por otro lado, nada la haría más feliz que el hecho de que Fernando y Bárbara no pudieran tener descendencia. Eso facilitaría el camino de la sucesión a su propio hijo, el infante Carlos. Empiezo a notar un incómodo interés en propalar rumores sobre la pareja de recién casados y yo debo cuidar de mi señora… ¿Me entendéis? Creo que me esperan tiempos difíciles.

—Podéis contar siempre con mi apoyo, Luisa —afirmó María, tomando de la mano con afecto a la duquesa de Montellano, a la cual profesaba un sincero aprecio—. Doña Bárbara ha sabido ganar mi lealtad con palabras y gestos precisos. Estaré al tanto para informaros de cuanto sepa o sospeche que ocurre en relación a este asunto.

—Dios no lo quiera, pero creo que falta me hará… —concluyó la duquesa de Montellano, con el rostro abrumado por la preocupación.

Las órdenes comenzaron a llegar de un día para otro. Aprovechando la leve mejoría de la enfermedad melancólica de Felipe V, la familia real había decidido seguir camino hacia Sevilla, en cuyo viejo real alcázar pensaba instalarse por un tiempo indefinido. Hacía más de un siglo que el histórico palacio no había sido habitado por soberano alguno. Por suerte, la ocupación de sus salas como vivienda de administradores e intendentes del sitio lo habían salvado del completo abandono, la suciedad y el derrumbe. Era preciso, de todas formas, llevar a cabo con urgencia una intensa labor de restauración y adecentamiento de sus aposentos, con el fin de convertirlos en digna morada de los reyes, sus hijos y criados.

Un mal catarro, atrapado entre las húmedas paredes de su modesto alojamiento en Badajoz, había tenido a Francisco postrado en cama durante los últimos días, ajeno a los avatares de su entorno. Tan sólo los tragos de un brebaje caliente de vino, vinagre y miel, proporcionado por un oficial de carpintero con el cual tenía amistad, había aliviado a ratos su malestar. Apenas se hallaba recuperado, cuando recibió instrucciones para partir de inmediato camino de la ciudad del Guadalquivir. Era preciso que se afanara, junto a ayudantes locales, en la remodelación de cerraduras y llaves en las habitaciones regias y nuevos despachos de administración. En ello, como era habitual, descansaría la seguridad más íntima de la corte. En compañía de otros artesanos reales, en tres largas jornadas, recorrió a matacaballo las sesenta leguas que separaban Badajoz de Sevilla.

La belleza de la capital andaluza sobrecogió el ánimo de Francisco. Hizo su entrada al mediodía, cuando el sol pintaba de intensa luz los tejados y patios. Encontró que aquí la agradable temperatura tornaba el invierno en primavera. El intenso olor de los jardines, el colorido de las fachadas, las intricadas calles, el brillo del caudaloso río; todo le resultaba inusual y exótico. Se presentó ante el alcaide del alcázar y este encomendó alojarle en las habitaciones destinadas a la servidumbre, situadas en el gran patio lateral conocido como el patio de Banderas. De inmediato, sin apenas darse cuenta, se encontraba trabajando en los aposentos del regio edificio. Un ejército de criados y artesanos trajinaban bien organizados en las urgentes labores de repintado y enyesado de paredes, esterado de suelos, reposición de puertas y ventanas o colocación de muebles, tapices y cuadros. La familia real estaba ya de camino y pronto se presentaría aquí para habitarlo. Haciendo uso prestado de herramientas y fragua pertenecientes a los cerrajeros habituales del palacio, Francisco se afanó igualmente en sus tareas; a veces incluso de noche, a la luz de hachones y velas, venciendo el cansancio, en el afán de tener todo listo a tiempo. Concentrado en las labores que requerían mayor precisión, se acordaba más que nunca de las enseñanzas del maestro Flores. «¿Qué estará pasando en aquella casa?», se preguntaba a sí mismo con preocupación infinidad de veces. En otras ocasiones pensaba en Josefa, con un sentimiento tierno, que poco a poco se iba diluyendo con la aparición en su mente de la hermosa imagen de la condesa de Valdeparaíso. Se le estremecía entonces el alma, y esa punzada en su interior le hacía salir de su ensimismamiento. Le gustaba esa dama, era inevitable. Y ese mismo pensamiento, por la dificultad manifiesta de cumplir un sueño inalcanzable, le devolvía a la cruda realidad de su estatus social. No era más que un artesano, un criado al servicio de la Corona. Entonces, la perspectiva de los buenos reales que iba a ganar en este tiempo venidero le hacía, al menos, seguir adelante con entusiasmo.

No dejaba de admirar tampoco la belleza de las salas y el conjunto palaciego del alcázar sevillano, en el que había empezado a manejarse con soltura. Salones de imponentes techumbres de madera, suelos de mármol, paredes con zócalos de azulejos multicolores; aposentos frescos, de luz tamizada por la penumbra, abiertos a recoletos patios y galerías, donde el leve sonido del agua en los estanques, junto a la parca vegetación contenida en macetones, daban ligereza natural a la imponente construcción levantada por la mano del hombre. La exótica mezcla de ambientes moriscos y cristianos, antes medievales y ahora barrocos a la moda, convertía al conjunto en algo único, inigualable. A fuerza de transcurrir por sus habitaciones, con sus herramientas y herrajes a cuestas, Francisco había aprendido a deleitarse en la exquisitez de los detalles arquitectónicos y decorativos del formidable edificio.

Una semana había transcurrido en este lugar, cuando escuchó a mediodía el estruendoso repicar de las campanas de la Giralda. El bullicio del gentío agolpado en los aledaños de la catedral se oía claramente desde los patios interiores del alcázar. Francisco salió por una puerta lateral y se mezcló a empujones entre mujeres, hombres y niños que se arremolinaban expectantes a ambos lados de las calles. Por fin, el cortejo real hacía su entrada en Sevilla. Arcos triunfales de madera pintada, junto a tapices y reposteros colgados de los balcones, disfrazaban de fiesta a la ciudad para el gran acontecimiento. El desfile de caballerías y carrozas avanzó por el barrio de Triana hasta desembocar en la vistosa plaza frente al alcázar. Aunque ya había vivido otras veces este fastuoso espectáculo, no dejaba nunca de sobrecogerle su esplendor y la euforia de lealtad hacia la Corona que provocaba en los súbditos que lo contemplaban. Los vítores, entremezclados con música de timbales y trompetas que antecedía a la comitiva, envolvían el ambiente en expectación. Las impresionantes carrozas de la familia real fueron dejando paso a las de los nobles, que Francisco esperaba con impaciencia.

Entre las cabezas de espectadores pudo ver el carruaje en el cual viajaba Miguel de Goyeneche junto a otros dos secretarios de Estado. Iba circunspecto, pero con el aire galante y animoso de siempre. Más atrás se vislumbraban las carrozas de las damas. Reconoció, por la fisonomía del cochero, en la que viajaba la condesa de Valdeparaíso. «Ahí está ella…», musitó con el ánimo alterado. Y así era. María Sancho Barona entraba en Sevilla junto a otras damas, radiante a ojos del cerrajero, aunque la andadura del cortejo por los caminos hubiera impregnado a todos sus componentes de un inevitable velo de polvo.

Uno a uno, los carruajes fueron entrando a los patios del alcázar, depositando a los viajeros y sus equipajes por turnos, para que pudieran ser alojados con orden y ceremonia. Los reyes, Felipe e Isabel, junto a los príncipes Fernando y Bárbara, ocuparían el cuarto real principal, en torno al llamado patio de Doncellas; los infantes y su servidumbre, en la contigua Casa de Contratación. La exquisita preparación de los aposentos causó sorpresa al rey. La habilidad y la diligencia de los artesanos habían obrado el milagro de la rápida remodelación del alcázar. Para el escaso tiempo concedido, todo estaba arreglado y decorado tal cual lo hubiera deseado cualquier soberano. Felipe V venía animoso y condescendiente. Lo extraordinario del viaje y la belleza de los paisajes recorridos le habían despejado su tenaz melancolía. Apareció aseado, erguido y lúcido en el besamanos que la familia real ofreció a las autoridades locales, juntamente con la corte.

Francisco andaba por los patios, saboreando ese momento de inactividad, con las manos en los bolsillos, imbuido de curiosidad ante el ajetreo provocado por la descarga de equipajes y distribución de la corte en diferentes habitaciones. Un zagal joven se le acercó a paso rápido. Era el hijo del maestro mayor de obras. Le faltaba el aliento para articular palabra y dedujo por ello que había llegado hasta él después de correr un buen trecho por pasillos y patios.

—¡Por fin te encuentro, Barranco! Vengo a buscarte —le espetó el chico, después de tomar resuello.

—¿Me buscas a mí? —preguntó con asombro el cerrajero.

—Sí. Me manda don Miguel de Goyeneche, con el encargo de decirte te presentes de inmediato en el salón de Embajadores, don de el rey celebra en este momento el besamanos… y que no pierdas tiempo en cambiarte de ropas. Con que estés limpio de tiznajos de carbón, vale.

Por suerte, Francisco no había estado en todo el día en la fragua y andaba vestido de paseo. Le pareció que la llamada, por la urgencia, podía ser importante. Se apresuró por ello a buscar el salón donde se celebraba la solemne ceremonia, que brindaba la oportunidad a un número restringido de funcionarios locales y cortesanos, de besar la mano al rey y conocer a la familia real. Vio el revuelo de caballeros y damas, agrupados en conversaciones de tres o cuatro personas, esperando a colocarse en la fila que entraba a la recepción. Evadió a todos con discreción y se atrevió a asomarse con disimulo, pegado al magnífico portón de entrada. Al fondo de la sala, sobre un estradillo de madera, se hallaban los personajes regios. A un lado, los príncipes Fernando y Bárbara; al otro, los pequeños infantes, sus hermanastros. Un paso adelante, en ricos sillones a modo de trono, los reyes, Felipe e Isabel.

Francisco se percató de que algo estaba ocurriendo en la sala que podía atañerle. Un gentilhombre presentaba en ese momento al rey, sobre un almohadón de terciopelo carmesí, dos extraordinarias llaves doradas. Eran las llaves de la ciudad de Sevilla, que musulmanes y judíos habían entregado a Fernando III el Santo, tras su conquista de la ciudad, cinco siglos atrás. Lo fascinante de las mismas era que sus guardas, refinadas y complejas, estaban compuestas por letras correspondientes a inscripciones en hebreo y en árabe, según le contaba el caballero al rey: «Dios abrirá, rey entrará», rezaba una de ellas. Felipe V parecía fascinado por la belleza que algún lejano artesano había logrado dotar a aquellas piezas de metal.

Miguel de Goyeneche, entre los altos cargos de la corte, apreciaba igualmente la escena de entrega de las llaves al rey, cuando atisbó junto a la entrada la figura inquieta de Francisco Barranco. Con la confianza que permitía su cargo y proximidad a los reyes, se atrevió a intervenir:

—Majestad, si me permitís, conozco a quien os puede explicar bien cómo se elabora una llave de esta categoría y complejidad artística.

Felipe V hizo un leve gesto de contrariedad por la interrupción, pero preso de curiosidad, extendió su mano hacia Goyeneche, concediéndole permiso para que prosiguiera en su exposición.

—Me refiero a vuestro cerrajero en este viaje, majestad. El que viene en sustitución del afamado José de Flores, su maestro. ¿Recordáis de quien os hablo? —se atrevió a preguntar Miguel, mirando ya hacia la puerta donde se hallaba Francisco, ignorante aún de que junto al trono se hablaba de él.

Goyeneche caminó unos pasos hacia la puerta. Francisco se sorprendió al verle venir, y aún más de que le hiciera una seña para que entrara en la sala. La expectación ante la escena, fuera de protocolo, se hizo intensa. El cerrajero se decidió a dar pasos hacia adelante. Iba al principio cohibido por la magnificencia de la corte, pero a medio camino se sintió orgulloso de su protagonismo y alzó la mirada. Se encontró de bruces con las figuras de las damas, entre las que estaba de pie, junto a la camarera mayor, María Sancho Barona. Le dio la impresión de que le contemplaba con tanta sorpresa como admiración y respeto. Se topó después con los ojos del tesorero de la reina y, al llegar a él, juntos avanzaron hasta donde esperaba sentado Felipe V. El galante caballero presentó a Francisco Barranco como uno de los mejores artesanos al servicio de su majestad. El cerrajero se arrodilló ante el rey con humildad y se alzó del suelo cuando percibió la señal para hacerlo. El privilegio de ser presentado ante la familia real le había emocionado. Estaba nervioso, aunque su apariencia exterior era la de un hombre aplomado y seguro. La actitud del rey le transmitió confianza. Don Felipe vestía una hermosa casaca de terciopelo azul intenso, con las solapas bordadas en oro. Una larga peluca de rizos blancos enmarcaba su rostro agradable, de tez pálida, por efecto de la escasa luz solar que había recibido en los últimos tiempos, debido a su enfermizo encierro. El soberano acompañó su mirada indulgente con amables palabras hacia Francisco:

—Cerrajero, debes saber que la labor de tu maestro ha sido siempre de mi agrado y satisfacción. Puesto que Goyeneche te trae a mis pies, debes de ser un digno sucesor. Espero que tu lealtad merezca en el futuro mi aprecio.

Mientras el rey hablaba, Francisco notó la atención de la familia real depositada en él. La princesa Bárbara, con un gesto amistoso marcado en su rostro, parecía interesarse vivamente por la conversación. Doña Isabel, que vestía un traje en azules y dorados a juego con su esposo, escrutaba de una aguda ojeada la personalidad del cerrajero, apretando los labios para no pisarle la palabra al rey.

—Y ahora, cuéntanos —prosiguió Felipe V—. ¿Cómo es posible fabricar unas llaves tan extraordinarias como estas que me presentan? ¿Puede algo mecánico, como una llave y una cerradura, acoplarse de tal forma al capricho intelectual y artístico del hombre?

El oficial miró con atención esas antiguas llaves que aún reposaban sobre el almohadón ante el soberano. Quedó maravillado de la complejidad de sus guardas. Jamás había visto un trabajo tan fino, de tanta precisión técnica. Estaba empezando a rumiar el mejor modo de explicar el funcionamiento de una cerradura ante un auditorio tan inusual e ilustre como aquel, sin cohibirse, cuando de nuevo habló el rey:

—Puedes cogerlas… —dijo solemne, invitando a Francisco a tomar las históricas llaves de Sevilla en sus manos.

Por la admiración que le despertaban estas piezas, las tomó entre sus dedos con suma delicadeza. Con inspirada sencillez fue capaz de describir a la perfección la forma en que las guardas de una llave mueven los resortes interiores de una cerradura para que esta se abra, y la suma precisión con que ambos deben acoplarse. A mayor capricho artístico en las guardas, mayor ingenio mecánico en el interior de la cerradura y mayor refinamiento necesario del trabajo artesano. La elocuencia de Francisco fue capaz de hacer imaginar a todos la belleza intrínseca de los metales y el proceso de fabricación de una llave; un logro de la inteligencia del hombre, contenida en una pequeña pieza capaz de proporcionar beneficios excepcionales, tales como el sentido de la propiedad y la inviolabilidad de pertenencias y secretos.

Don Felipe, refinado y sensible a la belleza artística, comprometido con los adelantos culturales y científicos del reino, quedó fascinado por el testimonio de su joven cerrajero.

—No negaréis, majestad, que tenéis buenos oficiales a vuestro servicio… —se atrevió a intervenir Goyeneche, que permanecía próximo a la escena—. Artesanos como Francisco Barranco que, provistos de medios y conocimientos, podrían contribuir a adelantar las necesarias manufacturas metalúrgicas…

El financiero intentaba aprovechar la ocasión para despertar en el soberano al menos un fugaz interés por el proyecto industrial que pretendía liderar. Fue el rey, sin embargo, quien puso brusco final a la charla, que parecía caminar hacia conceptos demasiado profundos para su repentina somnolencia. Don Felipe estaba cansado del largo besamanos.

—Goyeneche, aplaza tus sugerencias para otro momento. Mis huesos me piden ya un rato de alivio —dijo el rey, que con un ademán pidió ayuda al sumiller de corps para alzarse del sillón y, sin fijarse en los cortesanos que aún esperaban turno para besarle la mano, se dirigió con andar cansino y encorvado hacia su aposento. La decepción generalizada entre caballeros y damas fue suplida por la decidida actitud de la reina, que decidió continuar con el ceremonial, ejercer su potestad y dar su mano a besar.

Una mirada cómplice se cruzó entre Francisco y su mentor. Miguel de Goyeneche no pudo reprimir a su vez el deseo de localizar entre las damas a la condesa de Valdeparaíso, que se retiraba ya de la sala junto a Bárbara de Braganza. Antes de cruzar el umbral de la gran puerta del salón de Embajadores, María volvió su rostro hacia donde ellos aún permanecían. Se dio cuenta de que Miguel y Francisco la observaban con igual intensidad y se sintió halagada por ambos.