Capítulo 12

El transcurso de los días en la posada, con el mal dormir forzado por el ruido de puertas que se abrían y cerraban a cualquier hora, por el bullicio de actrices y cómicos buscándose la vida, se le hizo de repente insoportable. Francisco se sentía mal desde que atendió a los ruegos de Josefa. No podía quitárselos de la cabeza. Echaba de menos en ese momento a alguien en quien apoyarse y pedir consejo.

Aprovechó que era fiesta de guardar y decidió acudir a rezar a la iglesia de San Juan, la parroquia que frecuentaban los criados de palacio, cerca de la real fragua, en la cual había sido enterrada Nicolasa de Burgos. Hacía mucho que no pisaba un lugar sagrado. A excepción de su alto campanario cuadrado, el edificio era más bien pobre, llamativamente austero considerando las tumbas de linajes nobiliarios —los Solís, los Herrera y los Luján—, que también albergaba en su espacio interno. Recordó a Nicolasa en su imagen más piadosa, cuando abrigada con la toquilla salía a cumplir con sus preceptos cristianos. Fue también ante esa iglesia donde esa mujer de singular carácter se atrevió a confesarle, antes que a nadie, la historia de su vida. Por lo que le había revelado a Josefa en su trance de muerte, valoraba ahora en toda su grandeza aquel gesto. Sintió la necesidad de pedir a Dios por su alma. Entró en el templo. La misa había terminado y apenas quedaban fieles orando. Prefería pasar desapercibido ante la servidumbre regia, así que avanzó por un lado de la nave central, buscando la penumbra de las capillas, hasta encontrarse frente al altar mayor. Miró a la imagen de esa Virgen de Gracia a la que tantos dirigían con fervor sus plegarias. Se hincó de rodillas en el suelo, cerró los ojos, rezó, hizo examen de conciencia y pidió consejo a la divinidad. Cuando volvió en sí, después de un breve lapso de tiempo que le pareció infinito, se encontró al viejo cura frente a él, con un manojo de gruesas llaves en la mano:

—Debo cerrar la iglesia, buen hombre. Si te queda algún asunto pendiente con Dios, atiende al próximo repique de campana y acude a misa —le dijo con autoridad, sin darle más opción que decir amén y largarse.

Francisco salió a la calle. Espesos nubarrones anunciando lluvia cubrían el cielo. Cayeron sobre su cabeza unas tímidas gotas. Tuvo que resolver con rapidez hacia dónde dirigirse, si no quería verse empapado. La puerta de la cerrajería real no estaba lejos, pero decidió encaminarse mejor hacia la casa de Sebastián de Flores. Hacía tiempo que no charlaba con él a solas. Recorrió cabizbajo el trecho que mediaba hasta la calle de Segovia, mientras la lluvia, que comenzaba a mojarle, le sirvió para ir despejando su conciencia.

Halló a Sebastián enfrascado en sus quehaceres, enseñando a uno de sus oficiales a componer en los tornos un troquel de moneda. Lo hizo pasar a una habitación aparte, donde podían hablar sin ser molestados por nadie. La alegría del encuentro fue mutua.

—¡Cuéntame, Francisco! ¿Qué tal te va por casa de Goyeneche? Sé por sus noticias que sigues acudiendo con regularidad.

—Bien, muy bien, maestro. No puedo quejarme de nada. Al contrario, creo que recibo un trato privilegiado y totalmente inmerecido.

—Goyeneche es así. Generoso y espléndido, como su padre. Cuando cree en algo, lo hace con fervor. No tiene término medio.

—Sebastián, necesito comentarle ciertos asuntos… Han ocurrido cosas últimamente que han venido a trastocar mis planes… Hasta hace un rato me sentía confuso, pero creo que empiezo a vislumbrar la luz…

—Estoy al tanto de la muerte de Nicolasa de Burgos, si es a eso a lo que te refieres. Y no me gustaría hablar de ello —intervino tajante y serio el maestro. Su mirada se endureció repentinamente, pero el oficial ya había aprendido a distinguir que lo que se parapetaba detrás de esa actitud era el hiriente dolor que escondía en su memoria por los hechos ocurridos durante su juventud.

Francisco no estaba seguro de si alguna vez Sebastián sospechó de los secretos personales que Nicolasa había guardado hasta el final de sus días, sólo para confesárselos a su hija en el lecho de muerte.

—Yo la quería como a una madre y…

—Francisco, he dicho que no quiero hablar de eso —volvió a contestar Sebastián con firmeza.

—De acuerdo… Por desgracia, Nicolasa ya no está y realmente lo que más me preocupa ahora no es ella, sino la situación de José de Flores, mi maestro. La muerte de su esposa le ha afectado sobremanera. El prestigio del taller se derrumba a pedazos… —El cerrajero se detuvo un instante para sopesar sus siguientes palabras—: He decidido que voy a arreglar mis diferencias con él y a regresar a la fragua. Me necesita. Me lo ha rogado Josefa y no puedo ser tan desagradecido a mi vínculo con esa familia.

Sebastián parecía escuchar con atención, aunque había avanzado hasta una mesa, donde empezó a ordenar nerviosamente cartas y documentos. Era evidente que ponderaba la reacción a mostrar ante las afirmaciones de Francisco.

—Maestro, no quiero abandonar el proyecto de la fábrica del acero… pero, ¿cómo hacerlo? Goyeneche me ha adelantado todo ese dinero…

—No es necesario que abandones nada. El asunto es más sencillo de lo que parece… déjame pensar —dijo Sebastián, posando su mano en la barbilla con ademán calculador—. Haces bien en regresar al taller de mi primo, siempre y cuando antepongas tus intereses y no te dejes domeñar por su espíritu mediocre; él es un brillante artesano, pero, repito, un espíritu mediocre. Su carrera está finiquitada. La tuya debe empezar ya a despuntar. ¿No es eso lo que ansías? Regresa a la cerrajería real y al servicio palaciego, no lo dudes. Hazte con el mando de la fragua, logra la maestría… ¿no tiene hijas José que sean buenas mozas…?

—Sí, bueno…

—¡Cásate con una de ellas! Tendrás dote, herencia, la fragua, oficio junto a la familia real y además… podrás continuar involucrado en el proyecto del acero. Sé dueño de tu tiempo y sigue investigando a mi lado y visitando la biblioteca de Goyeneche; trabajando soterradamente para él, si es lo que deseas. Tu lugar está junto a la corte. No cabe duda de que nos serás muy útil dentro de palacio.

Francisco ignoraba entonces que nada interesaba más a aquella gente comprometida con ese proyecto industrial que el hecho de tener al cerrajero, dueño y señor de las puertas de palacio, de su lado.

—Gracias, Sebastián. Es un alivio pensar que tengo buenos consejeros —dijo el oficial, verdaderamente agradecido—. Por otro lado, lo de nuestro admirado Réaumur va viento en popa…

—Anda, resuelve los asuntos que ahora te reclaman primero. Ya habrá tiempo para lo demás…

—Así lo haré, maestro —concluyó satisfecho Francisco.

El afectuoso abrazo con que Sebastián de Flores le despidió le dejó reconfortado y convencido de que el paso que se disponía a dar iba en la dirección correcta. Cuando salió a la calle, el cielo negruzco se desplomaba sobre Madrid, vertiendo agua a cántaros sobre sus calles. Corrió pegado a los muros de los edificios, buscando de trecho en trecho el refugio de los alféizares de algunos portalones señoriales. Había decidido regresar a su habitación en la posada de Micaela. Recogería sus pertenencias, se despediría de la matrona y su tropa de jóvenes actrices, que tan buena compañía le habían procurado; liquidaría lo debido y dormiría hoy tranquilo. Al menos ese era su propósito. «Mañana será otro día», musitó para sus adentros.

De camino a la fragua, al día siguiente, dejando a atrás su frívola existencia en la posada, le ocurrió por casualidad lo que más había deseado. Bajaba por la calle de Carretas, siempre animada por sus comercios y talleres de artesanos, cuando vio introducirse en una tienda a dos mujeres. Por la diferencia de su atuendo, entendió que se trataba de una dama de alcurnia y su doncella. La tienda era propiedad de un conocido comerciante francés, especializado en adornos femeninos importados desde el extranjero. Su género tenía fama de ser el más exquisito disponible en Madrid, y por ello no era raro ver detenida frente a su puerta algún elegante carruaje. Francisco se fijó en la decoración de la silla de manos que había traído a la dama en cuestión. Según se acercaba, reconoció con claridad los detalles de ese paisaje chinesco y la figura mitológica de la diosa desnuda, pintada a laca en sus costados. No cabía duda. Era la condesa de Valdeparaíso quien había accedido a la tienda. Con el corazón sobresaltado, decidió detenerse a esperar apoyado contra la pared de un edificio contiguo. Los dos criados portadores de la silla no repararon en él. Llevaba ya un rato de espera, impaciente, cuando escuchó el tintineo de las campanillas que se agitaban al abrir la puerta del comerciante francés. Apareció entonces la condesa, alegre, llevando sobre su pelo blanco un ampuloso tocado de terciopelo y plumas que no tenía al entrar. Al verla, Francisco arrancó a andar hacia ella, haciéndose el encontradizo. María Sancho Barona se lo encontró de sopetón, frente a ella, cuando ya casi iba a subir a la silla.

—Buenos días, condesa. Hermosa casualidad encontraros a pie de calle —se atrevió a decir Francisco, con galante cortesía.

—Barranco, qué sorpresa —contestó, verdaderamente sorprendida—. Madrid tiene muchas calles y no siempre es posible encontrarse en ellas a quien uno desea…

Por un momento, ninguno de los dos supo por dónde encauzar el encuentro. Fue Francisco, empujado por su excitación interior, el que arrancó de nuevo a hablar.

—Hace tiempo que no os veo en las comedias. El ambiente del teatro pierde mucho sin vuestra presencia… elegante y entendida en letras.

Para satisfacción del cerrajero, María recibía sus palabras, que podrían parecerle osadas procediendo de un hombre de más baja condición social, con evidentes muestras de sentirse halagada. Su sonrisa satisfecha la delataba. Por primera vez le dedicaba su atención, a él solo, cara a cara.

—Tienes razón. He estado fuera de la corte una temporada y he cambiado los escenarios de Madrid por los de Almagro. La verdad sea dicha, tengo ganas de volver al teatro de Luis de Rubielos. Me cuentan que sus últimas comedias han sido sorprendentes, ¿es así?

—En efecto, condesa, así han sido. Tramoyas, vestuario y escenografía que os hubieran encantado; Ana Hidalgo en sus mejores representaciones y los entremeses de José de Cañizares, insuperables. Todo un éxito de recaudación —se explayó Francisco, demostrando que al menos su tiempo entre actrices no había sido en balde.

—Me gusta escucharte hablar de teatro, cerrajero. Sabía por Goyeneche de tus talentos para la metalurgia, pero ignoraba tu sensibilidad para otras artes, especialmente la teatral, que tan de cerca me toca… —dijo María, atrapada ya por la curiosidad hacia este hombre, que el destino se empeñaba en cruzarle en su camino una y otra vez—. Recuérdame que en una próxima tertulia intercambiemos opiniones sobre teatro.

—No lo olvidaré. Os lo aseguro… —sentenció Francisco, mirándola fijamente.

—Se me hace tarde. Debo marcharme —añadió la condesa, desplegando el abanico que llevaba en la mano derecha, como un acto reflejo del arte del coqueteo, que manejaba con delicada destreza—. Hasta pronto, Barranco…

—Hasta pronto, condesa.

El resto del camino hasta la fragua de Flores, recorriendo la calle del Arenal, lo hizo como hechizado. No recordaría después cuánto tiempo había tardado en el trayecto. Le costaba creer el encuentro que acababa de vivir con María Sancho Barona. ¿Era posible que hubiera coqueteado con él, o era sólo un efecto de su imaginación? Aunque breve, le había parecido una deliciosa eternidad, que poco después iba a contrastar con el agrio ambiente que iba a encontrarse en lo que podía considerar de nuevo su hogar y su familia.

Halló la estancia principal sucia y revuelta. La puerta estaba entreabierta y no le hizo falta más que empujarla para poder entrar en la casa sin que nadie le saliera al paso. Francisco sintió pena por el estado en que encontró el hogar de los Flores. Josefa tenía razón. Platos y pucheros sucios, migas de pan esparcidas sobre el tablero de la mesa, sillas descolocadas, los pocos cuadros torcidos, huellas de barro en el suelo enlosado, polvo por doquier reposando.

Le pareció escuchar el trajín del cubo metálico del pozo, en el patio trasero. Decidió asomarse allí directamente, esperando ver a Manuela, la pobre tullida, faenando en labores domésticas, a pesar de su brazo inútil. Reconoció la voz de la joven, reclamando a alguien, entre risas ahogadas, que contuviera sus ansias. Tuvo tiempo de reaccionar y detenerse en el quicio de la entrada al patio. Por el hueco que dejaba la puerta pudo contemplar la escena. El cubo rodaba por el suelo, sobre el agua ya derramada. Félix Monsiono tenía a Manuela acorralada contra el brocal del pozo, estrechándola con brusquedad por la cintura, buscando con la boca su cuello. Manuela se revolvía algo incómoda por el embate, pero su cara de satisfacción la traicionaba. Como Josefa, vestía ropas negras por su madre fallecida, pero en ella y en esta situación el luto parecía indigno y grotesco. A Francisco se le revolvió el estómago; sintió rabia e impotencia. Escuchó de repente el ruido de los fuelles insuflando aire. Retiró su mirada de aquella extraña pareja y en un par de enérgicas zancadas se presentó en la fragua.

El maestro Flores se ocupaba en ese momento de remover con el atizador el carbón candente con penosa desgana. Su estado era tal como se lo había descrito Josefa: acorde al abandono del resto de la casa. Una rápida mirada en redondo le bastó para inspeccionar el taller. Le hirió profundamente el orgullo encontrar algunas piezas hechas por él, nacidas de su ingenio y su habilidad artística, arrinconadas en el suelo, bajo el banco de trabajo: trozos de balcones destinados al palacio de La Granja, algunas chapas repujadas de bella ejecución para cerraduras y modelos para empuñaduras de llaves, que en su día le habían costado semanas de minuciosa labor.

La repentina aparición de Francisco, con la altanería, cuidado aspecto y ropa de cierto postín que últimamente gastaba, emocionó a José de Flores. La viudez había limado las asperezas de su carácter. Ninguno de los dos parecía el mismo de hacía unos meses. El maestro soltó el atizador y se derrumbó sobre un taburete cercano. Ni siquiera se sintió con fuerzas para dar la bienvenida a su mejor discípulo, al que tanto había echado últimamente de menos. Francisco se inclinó y agarró al maestro por los hombros, en un gesto de comprensión y afecto. Hicieron falta pocas palabras para entenderse.

—Maestro Flores, he venido para quedarme… si me lo permite. Olvidemos nuestra pasada discusión. No tuvimos nosotros solos la culpa. Nada nos hubiera separado si el infame de Félix no hubiera malmetido a conciencia —prorrumpió el oficial, con voz clara y fuerte—. Voy a ayudarle a organizar el taller. Es impensable este desastre en una casa al servicio real. No puedo entender cómo es posible que desde la corte no se hayan quejado, ni cómo ha dejado que un indeseable ayudante haya convertido este digno lugar en un antro.

José de Flores contestó con una mirada de gratitud y aprobación, que al mismo tiempo rebosaba tristeza.

—No puedo expulsarle, Francisco —comenzó a hablar el maestro, excusándose esta vez él, como un niño indefenso, ante su apreciado discípulo—. Conoce demasiado bien las entretelas de mi familia y de mi oficio… no me cabe duda de que las vendería a cualquiera de mis competidores en el gremio.

La imagen del sempiterno baúl de viejos artilugios de cerrajería asaltó en ese momento los recuerdos de Francisco. Aún se enorgullecía íntimamente de haberle sacado valiosos secretos, aquellas notas tomadas del manuscrito. Esos raros dibujos indescifrables, cuyos detalles fue recordando uno a uno, como si los hubiera visto ayer mismo: un dios guerrero acompañado de un lobo, con su mano reposada sobre la quinta traviesa de una escalera de siete peldaños; un árbol, un dragón, unos huesos, un león con collar de eses, una copa de cristal transparente y otra opaca; un reloj de arena con el sol y la luna a sus costados. Dejó al maestro en su soliloquio y se acercó discretamente hasta el rincón donde reposaba el mueble. Se percató, tal como lo había hecho antes Josefa, de las muescas marcadas en los bordes de su tapa. Era evidente que habían intentado forzarlo, pero las cerraduras exteriores parecían intactas. Si había sido Félix, no era probable que lo hubiera conseguido. Regresó al lado de la fragua encendida.

—Y ahora… —proseguía José de Flores— si nadie lo remedia, Félix es el dueño y señor de mi casa y de mi hija Manuela… Sólo tú puedes poner remedio a todo esto, Francisco. Ya sabes que la corte marcha a Extremadura y Andalucía. Debes ser tú quien vaya en ese viaje y no él. La marcha junto a la familia real te dará prestigio y así podré recomendarte, como mi discípulo principal, para sustituirme en el cargo de cerrajero real. Si no lo haces, acabarán por destituir-me. Podrán incluso exigirme que abandone esta fragua, que a fuerza de ocuparla desde hace varias generaciones, ya parece nuestra, pero que, en buena ley, es de propiedad regia. Otra saga de cerrajeros sustituirá a mi dinastía. Yo estoy enfermo y acabado. No deseo más que dejar mi taller en buenas manos y morir en paz…

—No diga esas cosas. Tiene maestría para rato y conmigo a su lado las cosas van a ser distintas. Antes que nada, debo enterarme de mi situación en la servidumbre de palacio.

—Estoy seguro de que te han mantenido en activo. De haberte cesado por tu ausencia, deberían haberme informado.

—Si es así, no alcanzo a explicarme por qué… —musitó Francisco.

Félix irrumpió en ese instante en la estancia. Venía con la camisa abierta y el pecho al aire, a pesar de que la mañana estaba fresca. Su rostro se descompuso al encontrar tan inesperada visita junto al maestro. El bronco artesano saludó de forma áspera. Francisco salió de la fragua y se detuvo en el zaguanete de entrada. Quiso evitar que el maestro fuera testigo de un nuevo enfrentamiento entre sus oficiales. Sabía por experiencia que esta rivalidad alteraba mucho su ánimo. Félix se plantó de nuevo cara a Francisco, para exigirle de malos modos una explicación por su presencia.

—¿Acaso no te habías largado? —le espetó.

—Sí. Pero he decidido volver. El maestro Flores acaba de darme potestad para enderezar el trabajo de este taller, que tan mala reputación debe estar ya alimentando en la corte. Y más te vale acatar las órdenes —le contestó Francisco, conteniendo a duras penas su furia.

El cerrajero tomó del suelo el hatillo que traía consigo desde que abandonó la posada y sin mediar palabra se dirigió al modesto cuartucho que fuera su morada. Quería demostrar que venía dispuesto a instalarse de nuevo. Félix lo siguió, pegado a su espalda. La habitación estaba sucia, más deshabitada y vacía que nunca. Ni siquiera el catre del ceñudo oficial tenía ya mantas. Al gesto de asombro de Francisco, correspondió su rival con una falsa carcajada:

—¿Qué esperabas? ¿Qué siguiera durmiendo en este jergón de aprendiz? Este cuartucho quizás siga siendo aquí tu sitio… yo ya he ascendido —le dijo con sorna—. Entérate: comparto lecho con Manuela y gobierno con ella esta casa. Así que no me impresionas con tus galas y tus aires pretenciosos de siempre. No acato tu autoridad. Nunca. Antes muerto.

Francisco no se dejó amedrentar por el ademán amenazante de Félix. Antes bien, le afeó la poca vergüenza de estar abusando de una muchacha ingenua, tullida y poco lúcida, que había caído en las redes de un patán que únicamente pretendía aprovecharse de ella.

—No vengo a mandar sobre ti. Tu nula calidad profesional y humana ni siquiera merece ese esfuerzo por mi parte —espetó Francisco a Félix—. Conténtate con que el pobre maestro Flores no se atreva a echarte. ¡Sólo el miedo le retiene! ¿Sabes? Estoy seguro de que jamás llegarás a nada.

Le anunció que iba a ser él quien marchara esta vez de viaje junto a la familia real:

—¿Te acuerdas de aquella vez que fuiste tú quién acompañó al cortejo de criados del rey a Guadalajara?

Entonces Francisco, recién llegado a Madrid, se había sentido inepto y anhelado con todas sus fuerzas aprender con rapidez el oficio. Ese deseo era ya una realidad. Ahora la ocasión para el lucimiento iba a ser suya.

—Suerte tienes, Félix, de que mi ausencia de Madrid retrase nuestro enfrentamiento… —prosiguió—. Lástima, porque alargar esta situación perjudicará sobre todo a las personas que me importan en este mundo… —Francisco pensaba ahora en Josefa, a quien irremediablemente iba a corresponder la penosa tarea de cuidar de su padre y mantener dignamente a flote el hogar familiar durante este tiempo de alejamientos y cambios que se avecinaba.

Félix dio por terminada la disputa lanzando un escupitajo a los pies de su compañero y enemigo. La envidia le carcomía. Un odio irracional los impelió a apartarse uno de otro.

Los preparativos para el viaje real se aceleraron en pocos días. Una repentina mejoría en la demencia de Felipe V provocó que Isabel de Farnesio decidiera movilizar con urgencia a la corte. No importó que fuera diciembre y que los caminos estuvieran embarrados por la lluvia y escarchados por el hielo. La familia real portuguesa recibió indicaciones en Lisboa de que en un par de semanas, bien entrado el mes de enero, podría celebrarse por fin sobre el río Caya, junto a Badajoz, el encuentro de las dos Coronas y el intercambio de sus princesas, destinada cada una a reinar al otro lado de su frontera natal.

Muy a su pesar, Josefa había solicitado permiso para permanecer en Madrid. Al fin y al cabo, sólo la servidumbre estrictamente necesaria acompañaría al cortejo. La camarera mayor, que siempre que tenía ocasión le mostraba su aprecio, la había incluido en las listas del traslado. Pero ella fue consciente de la obligación moral que tenía de permanecer junto a su padre y su hermana. Decidió solicitar una baja transitoria y obtuvo el beneplácito de su superiora. Josefa se sintió en estos días más desamparada que nunca. Sabía ya que Francisco, en cambio, se marchaba con la corte y temía que este alejamiento fuera a suponer el distanciamiento definitivo entre ellos. Con el revuelo de la mudanza, iba a ser difícil ordenar de forma estricta a los criados y hacer cumplir las etiquetas que apartaban a mujeres de hombres. Cualquier muchacha soltera podría engatusar al atractivo cerrajero, cavilaba una y otra vez Josefa. Y este pensamiento la torturaba de nuevo como en los años de su adolescencia.

Francisco se presentó en los despachos del alcázar desde los cuales se organizaba a marchas forzadas el viaje de las personas reales, con impedimenta y servidumbre. Para su sorpresa, allí constató que los empleos de mozo de la furriera y oficial de cerrajero que antes ocupaba seguían vigentes, a pesar de su larga ausencia. No se atrevió a pedir explicaciones, pero de refilón, en el libro de registro de criados, pudo leer un apunte anotado al margen de su apellido: «Continuará en el servicio, por indicación del tesorero de su majestad, don Miguel de Goyeneche». Fue entonces cuando el secretario que le atendía, siguiendo el listado de nombres con el dedo índice, llegó al mismo renglón que Francisco estaba leyendo. La anotación le refrescó la memoria:

—Vaya, ya recuerdo. Esta es mi caligrafía —le explicó a Francisco—. Fui yo quien escribió la nota. Su excelencia el tesorero de la reina intercedió personalmente para que no causaras baja en palacio. Requirió tus servicios para sus casas, ¿no es así? Y el mayordomo mayor le autorizó a que usurpara temporalmente un criado al servicio regio. Pareces bien recomendado… ¿Y ahora dices que te envía Flores para que marches, en su nombre, como cerrajero?

—Así es, señor.

—Bien, te alistaré en la comitiva. Por poco no llegas a tiempo. Los artesanos de tu rango parten mañana mismo con las carretas, mulas y enseres de su oficio: carpinteros, vidrieros, tapiceros, estere-ros… —dijo, repasando lacónicamente con la vista los papeles entre sus manos—. Sin embargo, espera, veo aquí una indicación expresa de que el cerrajero viajará el mismo día previsto para la familia real y la alta servidumbre, anticipando su labor en los lugares donde los reyes, el príncipe y los infantes se hospeden. Ya sabes la obsesión de don Felipe por la seguridad de sus aposentos. Preséntate en tres días, antes de la salida del sol, en la plaza del alcázar. Y si tienes mujer e hijos, déjalos bien provistos. Está decidida la fecha de partida, pero quién sabe cuándo será el regreso…

El oficial pasó sus últimas jornadas en Madrid sumido en una frenética actividad. Se ocupó de poner en orden la fragua, colocar las herramientas y terminar los trabajos a medio hacer; de distribuir los hierros en bruto, según sus calidades, en el patio; de revisar los fuelles, de cargar la carbonera, y hasta de barrer y fregar ese espacio al que tanto afecto tenía. Ayudó al maestro a repasar los últimos recados de mayordomía de palacio, revisar las cuentas de gastos e ingresos, contar los reales ahorrados y buscar un nuevo escondite para ponerlos a buen recaudo. Por suerte, Félix desapareció de la casa en esos días, consciente de que no era momento para nuevos enfrentamientos.

Francisco, además, sintió la necesidad de despedirse de ciertas personas queridas y dejar bien atados algunos cabos.

Encontró a Pedro Castro en una taberna próxima al teatro del Príncipe. Le debía una explicación por su repentina desaparición del entorno teatral desde que Josefa, vestida de luto, lo encontrara junto a él compartiendo chanzas y vino. Pedro detuvo la conversación de Francisco en seco. Sinceramente, no necesitaba sus excusas; lo que decidiera hacer, bien hecho estaba. Se alegró del entusiasmo que el cerrajero mostraba ante la perspectiva del viaje acompañando al cortejo real, y de que las preocupaciones por las circunstancias de la familia Flores y por la interrupción aparente de sus investigaciones sobre metalurgia no hubieran minado su determinación. Finalmente, le puso al día de noticias que sin duda incumbían a Francisco: Miguel de Goyeneche, como era de esperar, iba a acompañar a la reina en su cargo de tesorero; al igual que María Sancho Barona, que lo haría en calidad de dama de Bárbara de Braganza, la próxima consorte del príncipe Fernando que iban a recoger en la frontera. El conde de Valdeparaíso, esposo de María, aprovecharía la ocasión, en cambio, para ocuparse de la administración de sus propiedades en La Mancha. Pedro conocía estos detalles de primera mano, por confidencias de la condesa. Francisco decidió, por el contrario, ocultarle a Pedro su último encuentro fortuito, en la calle de Carretas, con ella. Guardaba ese recuerdo para sí como en oro en paño.

La grata sorpresa fue enterarse de que, con toda probabilidad, si la ausencia de la corte se prolongaba, Pedro también se desplazaría adonde la familia real se instalara. El rico empresario teatral, Luis de Rubielos, se había dado prisa en contratar a la compañía de cómicos a la que Pedro pertenecía, para levantar el vuelo de Madrid y seguir las huellas de la comitiva real, buscando entretenerla en otros escenarios.

—Si se marchan los reyes, se va con ellos nuestra clientela más selecta y detrás de esta, la de segunda categoría: la que ocupa el patio, las gradas y la cazuela —explicó Pedro, con gracia—. Madrid sin la corte es una ciudad muerta, el mismo poblacho que fue cuando la habitaban los moros. Son sus variopintos moradores y transeúntes, atraídos por los oropeles de la Corona, quienes le dan empaque y vida, ¿no crees? Si estos se largan, ¿quién va a quedar para pagar la entrada a un corral de comedias?

—Visto así, tienes más razón que un santo. En cualquier caso, me alegro de no perderte de vista —contestó Francisco, despidiéndose de su amigo con un campechano abrazo—. Seguro que nos volveremos a ver pronto… Dios sabe dónde y en qué momento inesperado.

Francisco tuvo bien presente que debía dar cuenta de sus pasos a Sebastián de Flores. Y así lo hizo. El encuentro fue breve. Suficiente para que el maestro le recomendara aprovechar al máximo las oportunidades que ahora iba a encontrar en su camino y le deseara suerte.

En el hogar de los Flores, la última noche antes de la partida estuvo marcada por los imprevistos. Josefa se había presentado a media tarde. Según lo acordado, la camarera mayor la había liberado temporalmente del servicio, y ella se dio prisa en acudir a su casa antes de que se hubiera marchado Francisco. Se instaló en el cuarto que siempre había compartido con Manuela, que ahora olía de una forma repugnante y se vio obligada a airearlo abriendo las ventanas al relente de la noche. Sólo así, a pesar del frío, podía soportar la idea de dormir en su cama, usurpada perversamente por Félix. Sabía que tenía una conversación pendiente con su hermana, pero pensaba dejarla para más adelante. Cocinó una contundente sopa de pan y ajo para la cena, y dispuso los platos con el cariño con que antes lo hacía su madre. Félix todavía no había aparecido. Se sentaron a la mesa: el maestro, Josefa, Manuela y Francisco. Sorbían de los cucharones en silencio, sin deleitarse en los sabores ni mediar palabra. Una incómoda sensación de inquietud y desazón ardía internamente en cada uno de ellos. Manuela se encargó después de acompañar a su padre al piso de arriba y de ayudarle a meterse en la cama. Josefa y Francisco se quedaron para recoger los cacharros y preparar la chimenea, cubriendo las ascuas con ceniza.

—Te espera una tarea difícil… —empezó a hablar con aire comprensivo Francisco—. Gobernar la casa te va a traer quebraderos de cabeza, y yo no voy a estar para ayudarte…

—No te preocupes. Soy consciente de ello. Además, tú tampoco has estado aquí siempre…

—¿Me recriminas mi ausencia de nuevo?

—No. Simplemente es un hecho. Y te estoy francamente agradecida por tu regreso —contestó Josefa, recalcando el peso de sus palabras—. Sólo pretendía decir que no debes preocuparte, sabré manejarlo todo como hacía mi madre.

—No me cabe la menor duda —dijo el oficial, en un gesto de reconocimiento, que halagó mucho a Josefa. La joven volvió a sentarse a la mesa, ahora limpia, e invitó a Francisco a que igualmente lo hiciera, a su lado. La conversación se volvió de repente más cercana y proclive a las confidencias.

—Francisco, se me olvidó preguntarte sobre un asunto importante, ocurrido hace tiempo… ¿Recibiste alguna vez una nota que te envié, con un recado de la condesa de Valdeparaíso? Nunca me has comentado nada…

—¿Qué nota? No sé de qué me hablas —contestó extrañado.

—No sé… Ella me dio el encargo. Se refería a un libro sobre metalurgia que encontré entre las pertenencias abandonadas en palacio por la pobre reina Luisa Isabel. Quise esconderlo y traerlo aquí, pero la condesa me sorprendió y lo tomó para ella misma. Me encomendó decirte que el libro estaba en sus manos y así lo hice. El zagal a quien traspasé el favor me dijo que había entregado la nota a un oficial en esta fragua…

—No es posible. Quizás llegó tarde, cuando yo ya me había marchado. —Francisco empezó a cavilar, ensimismado por un momento en sus pensamientos—. Espera… ¿Puede ser que cogiera Félix el recado? —preguntó con preocupación.

—Por desgracia, parece lo más probable —comentó Josefa, participando de la intranquilidad de Francisco—. ¿Era algo importante? ¿Algo que quisieras ocultar?

Francisco se debatió durante unos instantes sobre la conveniencia o no de revelarle el proyecto de la fábrica de acero del que era partícipe. Ella le miraba expectante, solícita, como deseando formar parte de sus secretos.

—Josefa, no puedo darte muchas explicaciones… Y ya ha pasado mucho tiempo de eso. Olvídalo, por favor.

—Ten bien presente que no encontrarás a nadie, jamás, en quien puedas confiar más que en mí… ¿Acaso no te lo he demostrado siempre?

—Lo sé, pero hay informaciones que no sólo me pertenecen a mí, y que pueden ponerte en un compromiso… —El oficial se levantó de la mesa. Avanzó de nuevo hasta la chimenea, dándose tiempo para pensar. Se volvió de cara a la joven, que aguardaba sentada e impaciente—. Basta con que sepas que ese libro es ahora propiedad de Miguel de Goyeneche, el tesorero de la reina, y que por mediación de Sebastián de Flores estoy encargado de su estudio, con miras a un negocio fabril… y quizás ya haya dicho demasiado.

—Descuida. Sabes que velo por tus intereses… —contestó Josefa, enredando sus manos en el delantal, nerviosa. Deseaba demostrar a Francisco lo mucho que le importaba todo lo que afectaba a su persona. Pero en su presencia se sentía otra vez cohibida, temerosa de decir algo que contraviniera su ánimo y lo apartara de ella—. Ojalá la corte no te retenga mucho tiempo fuera… —siguió hablando, en vista de que el silencio del oficial se prolongaba—. Aunque, por otro lado, nada me gustaría más que hicieras buen uso de estas oportunidades tan importantes que se te presentan…

La visión de un futuro personal incierto, el suyo propio, traspasó como un rayo la mente de Josefa. Anhelaba la felicidad de este hombre que ocupaba su corazón desde la adolescencia, pero temía que en el camino del triunfo, Francisco aspirara a una compañera de más altas miras. Quizás por eso el cerrajero se mostrara tan dubitativo y cambiante respecto a su compromiso. El tiempo de formar una familia se agotaba rápido, máxime para una mujer, condicionada por la tiranía de su edad fértil. Los años pasaban rápido, y entretenida por su paciente amor hacia Francisco, Josefa había traspasado ya los veinticinco años y no quería quedarse para vestir santos. Y este pensamiento le hizo cambiar repentinamente de argumento:

—Y sin embargo —prosiguió—, quiero que sepas que no voy a estar esperándote eternamente… Que si no tienes un compromiso que ofrecerme, puede que esté dispuesta a escuchar proposiciones honestas de matrimonio por parte de otros, que no han de faltarme, puesto que…

Escucharon de repente un ruido inusual en el piso superior.

—¡Shhh! Espera… —susurró Francisco, poniendo el dedo en sus labios, indicándole que guardara silencio, para identificar la procedencia del ruido. Quedaron inmóviles por un momento.

Josefa se alzó después bruscamente de su silla, a tiempo para sorprender a Manuela en camisón y cofia de dormir, escondida, pegada a la pared del rellano de la escalera. Las dos hermanas se miraron fijamente. La menor, consciente de la autoridad moral que Josefa ejercía sobre ella, no pudo soportar el enfado que sus ojos traslucían. Volvió a su cuarto rauda y cerró la puerta.

—¿Crees que nos ha estado espiando? —preguntó con desasosiego Francisco.

—Estoy segura de ello, aunque no sé con qué fines… —contestó, incómoda por la repentina interrupción de la conversación y la situación generada por Manuela—. Está tan rara últimamente… Félix ha logrado envenenar su ya de por sí difícil carácter.

—Me intranquiliza la presencia de Monsiono entre vosotras… Ten cuidado.

—Haré lo posible por interferir en esa estrambótica relación, te lo prometo. En fin, estoy cansada, Francisco… —dijo la joven, con la desilusión marcada en el rostro—. Me marcho a la cama. Quizá no te vea ya mañana. Sólo me queda desearte de nuevo suerte…

Josefa iba a iniciar decepcionada el ascenso por los escalones, hacia su dormitorio, cuando Francisco la asió de la mano. La estrechó entre sus brazos, la besó como él sabía hacerlo y la despidió con un afectuoso:

—Buenas noches. Estaré de vuelta antes de lo que imaginas.

Cerca de la fragua, en la oscuridad de la fría y estrellada noche madrileña, sonó el carillón de un ingenio de relojería instalado en el palomar de la casa donde vivía el empresario teatral Luis de Rubielos. Sonaron doce campanadas por dos veces. Curioso defecto del reloj, que su dueño nunca había querido reparar, por extraños motivos esotéricos. Decían que en recuerdo de una mujer amada. Aquel sonido remarcó la fría despedida de Josefa y Francisco, que tenía la mente más ocupada ya en la novedad del viaje, que en lo que atrás dejaba.