Capítulo 11

Pasaron las semanas rápido. Desde que abandonara precipitadamente la cerrajería real, los días transcurrían ligeros para Francisco. En sus sueños nocturnos escuchaba a veces el machaqueo de herramientas y metales, poniendo música de fondo a las escenas vividas junto a la familia Flores, que con frecuencia le asaltaban la mente desde lo que simulaba ser un lejano pasado. Poco a poco el rastro del hollín más arraigado entre las uñas fue desapareciendo a base de buenos fregados de manos, y con ello, el remordimiento de haber dado la espalda a su maestro. Vestido a diario de limpio, con el rostro aseado y sin tizne, paladeaba por primera vez los deleites de sentirse un respetable caballero. Y a ello habían contribuido las amistades y livianos quehaceres de lo que parecía, aun con su incertidumbre, el inicio de una nueva vida.

Tal como acordaron durante la tertulia en casa de Miguel de Goyeneche, Francisco comenzó a asistir cada mañana a la biblioteca del joven empresario. Se había comprometido a extraer toda la información posible sobre aquel tratado de Réaumur, sustraído de palacio por la condesa de Valdeparaíso, relativo a la fabricación del acero. Goyeneche dispuso que uno de sus empleados en La Gaceta de Madrid, ducho en francés y responsable de la transcripción de las noticias que llegaban de París, facilitara la labor del cerrajero, traduciéndole día a día por escrito varias páginas del tomo. La sala de libros del palacio de Goyeneche invitaba a la buena marcha del proyecto. Por sus amplios ventanales, en un lado de la estancia, se colaba de forma tenue la luz, acompañada del sonido de viandantes y carruajes que transitaban por la calle de Alcalá. El bullicio apenas molestaba, sin embargo, a la necesaria concentración para el estudio que Francisco lograba en este cálido ambiente, cuajado de suelo a techo de volúmenes encuadernados en buen cuero y caldeado por enormes braseros de cobre.

Debido a sus obligaciones junto a la reina, Goyeneche se hallaba normalmente fuera de casa a la hora en que Francisco hacía su entrada. Solía recibirle el administrador, obedeciendo las indicaciones que el señor había dejado dispuestas para que el invitado quedara bien instalado en la biblioteca. Cuando la vista se le cansaba de tanta lectura, Francisco se solazaba en la contemplación de los retratos de familia que colgaban delante de las estanterías, en escuchar el carillón del reloj con su celestial tintineo y en paladear el chocolate caliente que el criado mulato servía puntualmente a las doce. Todo le sabía a gloria.

Goyeneche le sorprendió un día con la intención de darle dos mil reales de una vez, como anticipo de la ocupación que el oficial iba a desempeñar en el proyecto que se traían entre manos. Un dinero que le fue entregado, hasta el último real, por el administrador. Francisco tuvo que contener su alegría ante la visión de ese puñado de monedas, que tanta falta le hacían en este momento en que no percibía salario alguno y mal pagaba sus gastos con lo poco ahorrado de su antiguo jornal en la fragua. Sentir que entraba a formar parte de la red de mecenazgo de los Goyeneche le producía una satisfacción inigualable. Deseaba tener ocasión de agradecérselo a don Miguel en persona, pero últimamente era difícil coincidir con él cara a cara. Una mañana, encerrado en la biblioteca, escuchó a través de la puerta su voz simpática y autoritaria, según entraba al recibidor del palacio. Francisco hizo amago de salir a su encuentro, pero se contuvo al oír una risa femenina que acompañaba alegremente al joven navarro. Reconoció al instante la voz dulce de la condesa de Valdeparaíso y decidió quedarse inmóvil donde estaba. La atractiva pareja entró al salón contiguo. Agudizando el oído, se intuía su animada conversación, interrumpida de cuando en cuando por silencios que se hacían eternos.

—¿Qué piensa tu marido de que te quedes sola en Madrid durante estos días? ¿No me dijiste que había contraído fiebres tercianas estando en La Mancha? ¿Acaso no reclama tu encantadora presencia a su lado…? —escuchó Francisco que Goyeneche preguntaba a la condesa.

—Está bien atendido y tiene una salud robusta. No merece la pena mi viaje. Antes de que me tomara la molestia de llegar a su lado, ya estaría curado —contestó María Sancho Barona, algo contrariada por la mención a su esposo en las circunstancias y lugar en que ahora se hallaba.

—Lástima que tus padres se dieran tanta prisa en acordar vuestro matrimonio… Me hubiera gustado optar a tu mano. Hubiéramos hecho buena pareja. Aunque no debo quejarme… puesto que a nuestra manera ya lo somos, ¿no es cierto?

—Una afirmación así, Miguel, resulta muy osada. A veces me remuerden la conciencia los momentos que comparto contigo. Deliciosos, por otra parte… —apuntó la condesa con picardía—. El padre Martín, mi confesor, insiste en recordarme mis deberes conyugales. Lo detesto. Creo que tengo derecho, como otras damas, a disfrutar de los placeres del amor de alguna manera…

—¿Preferirías esperar a quedarte viuda? El enamoramiento tiene infinitos vericuetos…

—¡Por Dios bendito! —contestó escandalizada por la propuesta—. Jamás querría una cosa así. Aprecio a mi esposo y no le deseo ningún mal a mi costa. Una cosa es que no nos entendamos, ni espiritual ni físicamente, y otra bien distinta es que le desee la muerte. No querría verme en el infierno.

—Tu belleza es un arma de doble filo que tendrá que aprender a manejar. Seguramente ya es consciente de ello. En cualquier caso, quiero que tengas presente que la imagen de tu rostro me acompaña a cada instante. Desearía que fuera así hasta el final de mis días…

—Lo sé, Miguel, lo sé. Y te aseguro que el sentimiento es recíproco; como si aplicara un espejo a cuanto me dices…

Goyeneche introdujo su mano derecha en el bolsillo de la casaca y extrajo de él un bellísimo collar, compuesto de una larga fila de perlas, de extremada delicadeza. María interrumpió sus palabras al observar que la intención de Miguel era colocar el collar en su cuello, como así hizo.

—Son refinadas perlas traídas de Oriente. Una alhaja sólo digna de una mujer como tú. Será una señal entre nosotros. Cada vez que te la vea al cuello, entenderé que piensas en mí y anhelas mi compañía…

Un buen rato después, María Sancho se despedía entre susurros de su amado y abandonaba la residencia. Con disimulo, a través de la ventana, Francisco observó con detalle cómo salía del portal y subía con elegancia a la señorial silla de manos, porteada por dos criados que ya la esperaban en la calle. Se fijó primero en la extraordinaria decoración que esta lucía en las portezuelas: una delicada combinación de paisaje chinesco y la figura mitológica de una diosa semidesnuda rodeada de angelotes. Reparó después en el collar de perlas que la condesa lucía esplendoroso sobre su amplio escote. Lamentó haber escuchado el significado de ese regalo que Goyeneche acababa de hacerle. Cada vez que lo luciera ostensiblemente entre sus alhajas sería porque le deseaba y era posible su encuentro. Imaginarlo le atormentaba. Las ganas de seguir adelante esa mañana con la lectura se le habían disipado. Dudaba que pudiera volver a concentrarse en el estudio. Aun así, regresó desganado a la mesa donde desarrollaba su labor cotidiana.

Miguel de Goyeneche irrumpió al momento en la biblioteca.

—¡Mi querido Francisco! —Avanzó saludando enérgicamente—. Según me cuentan, tus estudios sobre metalurgia prosperan a toda prisa. ¡Mi traductor no da abasto con tus exigencias!

—Gracias, señor. Es mi obligación. En este momento no tengo más ocupación que esta y no estoy acostumbrado a perder el tiempo —contestó el oficial, espabilándose ante la intempestiva entrada de su mecenas—. Por cierto, no he encontrado el momento de agradeceros el salario que me habéis adelantado. Es una cantidad considerable que me permitirá dedicarme plenamente a esta tarea.

—Considéralo merecido. Por fortuna has ido a dar con alguien que reconoce el valor material de las dotes intelectuales y artísticas. Mi familia ha sido siempre generosa con los artistas.

Miguel de Goyeneche se quedó mirando a Francisco. Su rostro pícaro adoptó una expresión de afable comprensión, acorde a sus siguientes palabras:

—Por cierto, ya sabes cómo se manejan en esta corte los datos. Me han informado de tu temprana relación con nuestro sitio de Nuevo Baztán, y que tu madre trabajó y falleció allí meses después de veros por última vez.

—Así es —contestó escuetamente Francisco, curtido ya de aquel triste recuerdo.

—No has hecho uso de esa coincidencia vital en tu actual relación con esta casa. Aprecio tu carácter, cerrajero. Lo único que necesitas es encauzar tu porvenir de manera conveniente. Estoy seguro de que tu madre estaría hoy orgullosa de ti. Creo mi obligación ofrecerte la posibilidad de regresar a Nuevo Baztán de visita, si lo deseas. Tu madre estará enterrada allí, en la iglesia de San Javier que fundó mi padre, y su nombre figurará en el libro de defunciones. Existe incluso la posibilidad de que dejara allí un testamento…

—Descuidad. De mi madre sólo quedó para mí su memoria. Si hubo un día un capital a heredar, hace mucho que lo di por perdido. Aun así, agradezco el ofrecimiento. Ignoro si alguien llevó siquiera alguna vez unas flores a su tumba. Quizás me vendría bien hacerlo y cerrar para siempre ese capítulo del pasado.

—Sea como quieras. Podrás acoplarte como mi ayudante en uno de mis viajes por cuestiones del negocio familiar. Cuando estés dispuesto, no necesitas más que avisar a mi administrador —resolvió con su habitual diligencia el caballero.

Al verle salir por la puerta de la biblioteca, Francisco deseó la suerte de Goyeneche. Él no era hombre envidioso, y ni siquiera era el cómodo estatus social o la brillante personalidad del caballero lo que pudiera despertar su codicia. Le envidiaba, antes que nada, el deleite de un amor, aunque fuera clandestino, con una dama como la condesa de Valdeparaíso.

La agradable existencia que Francisco experimentaba de nuevas lo tenía obnubilado. Con el dinero recibido se compró vestimenta a estrenar, de un lujo moderado. Hubiera tenido suficiente caudal para buscar aposento más decoroso, pero prefirió mantenerse alojado en la posada de la vieja actriz Micaela, que hizo suyo el empeño de que el oficial durmiera solo las menos noches posibles, como buena alcahueta que era. Fue fácil convencer a Francisco para dejarse hechizar por la frivolidad de este ambiente.

Por las tardes, veía con frecuencia a Pedro Castro, a quien acompañaba en sus ocupaciones profesionales. Francisco podía permitirse el gasto de asistir a menudo a las comedias y comenzó a cogerle el gusto al ambiente de la farándula. Aunque se daba el caso de ver una misma representación varias veces, Francisco no dejaba de acudir, entre otras cosas, con el ánimo de ver a María Sancho Barona instalada en su aposento particular del teatro. La condesa, sin embargo, parecía últimamente más ausente de los escenarios de lo que deseaba el cerrajero, que sufría decepción tras decepción cuando no la encontraba entre el público selecto. Pedro le dijo haberse enterado que la dama había marchado durante un tiempo a sus posesiones de La Mancha. Ignoraba cuánto tardaría en regresar. Mientras tanto, el cómico se empeñaba en presentarle a su amigo numerosas actrices y junto a él, en compañía femenina o sin ella, cenaba de vez en cuando en los céntricos mesones de la villa y corte.

Cuando Francisco abrumaba a Pedro con la descripción de sus avances en el estudio sobre metalurgia encomendado, el cómico demostraba aburrimiento, le interrumpía y por contra insistía en enseñarle los entresijos de la vida cortesana. Pedro hacía gala presuntuosamente de su experiencia en este campo, que le había servido más de una vez para evitar de forma escurridiza batirse espada en mano. Aunque la mitad de sus relatos parecían aderezados con anécdotas propias de comedias, el cerrajero simulaba creerle a pies juntillas. Apreciaba mucho su despreocupada compañía, especialmente en estos momentos de desapego a un hogar. No recordaba haber reído tanto desde su infancia como con los extravagantes cuentos de este hombre de escenario.

—Necesito confirmar contigo una duda que me corroe —planteó Francisco en una tarde de taberna.

—Tú dirás —contestó diligente Pedro.

—Me veo incapaz de distinguir entre lo verdadero y lo falso en la relación entre Miguel de Goyeneche y María Sancho Barona. Tú sabes de amoríos y sospecho que conoces bien esa historia…

—No hace falta imaginar mucho. Creo que eres consciente de lo que has visto… y no te tengo por alelado. Saca tus propia conclusiones —contestó esquivo el cómico.

—Ayer vi a la condesa entrar en casa de Goyeneche. Iba sola… ¿Actúan así las damas de la nobleza?

—Bueno, digamos que María es una mujer… «a la moda». Muchas de su condición y su juventud también lo son. En estos tiempos eso no es óbice para el buen funcionamiento de un matrimonio. Los esposos también se entretienen, no creas. Son las cosas del galanteo.

—Entiendo. Pero no me cabe en la cabeza que un marido con-sienta compartir una mujer así…

—Su moral es simplemente diferente a la de tu mundo. Pero… ¿vas dejarte corroer por los celos, amigo? —dijo Pedro socarronamente, sacudiendo a Francisco por los hombros—. Te lo dije. Olvídate de poner tus ojos de artesano, ni en sueños, en una dama de alcurnia. Bastante tienes con lo que te traes entre manos. Anda, descansa hoy tranquilo en la posada, o acabarás perdiendo el seso.

Francisco sólo hubiera necesitado atravesar en ese momento la plaza Mayor y unas pocas manzanas de casas, para encontrar, mientras se divertía junto al cómico, un imprevisto drama en la cerrajería real.

Nicolasa de Burgos, la esposa del maestro Flores, se debatía entre la vida y la muerte. Un trágico accidente había ocurrido tres días antes. La mujer había salido de casa, acompañada de Manuela, la menor de sus hijas, para bajar a la ribera del Manzanares. Solía hacerlo a veces, cuando las mañanas se presentaban soleadas y calurosas, por entretener a la pobre tullida, cuyo agrio carácter se suavizaba con el paseo y la contemplación del trabajo de las lavanderas en la orilla del río. Habían traspasado a pie el arco de la puerta de la Vega, asomando ya al campo, cuando un carro tirado por una yunta de caballos desbocados se les vino encima. Más preocupada por la suerte de Manuela que por la suya propia, Nicolasa logró apartar a tiempo a la joven de un fuerte empellón, pero no pudo hacerlo ella misma. Las ruedas la arrollaron, dejándola malherida en medio del camino. Algunos transeúntes acudieron a los gritos desesperados de Manuela, que se desquició al ver el cuerpo ensangrentado de su madre. Dos hombres subieron a Nicolasa en volandas a su casa. En medio de la confusión, se debatían entre avisar al médico de la servidumbre de palacio o al cura de la parroquia cercana para que le aplicara la extremaunción. Daba la impresión de que todo esfuerzo por curar sus heridas iba a ser inútil. José de Flores, hundido ante la imprevista desgracia, apenas tuvo ánimo para mandar recado urgente al Buen Retiro, donde su hija mayor se encontraba sirviendo a la reina.

Josefa no se apartó de su progenitora durante las muchas horas que se alargó el padecimiento. Nicolasa era una mujer extraordinaria; el pilar de la familia y la fragua regia. En la penumbra de la habitación, la muchacha daba vueltas a estos pensamientos. Lloraba y rezaba en silencio, rogando a Dios que no se llevara a su madre tan pronto. Con mimo le limpiaba las heridas, refrescaba con agua helada los golpes, y le acercaba a la boca el vaso con las sales disueltas recetadas por el galeno. Su hermana Manuela poco podía hacer para ayudarla. El maestro Flores parecía completamente ido desde el día del accidente, como barruntando lo que se le venía encima. Sus hermanas, Tomasa e Ignacia, habían vuelto a la casa para acompañarle en su infortunio. Félix, el oficial, merodeaba nervioso escaleras arriba y abajo, plantado de pie junto a la puerta de la habitación donde reposaba la enferma, sin atreverse a franquearla. En esos momentos de desasosiego, Josefa echaba mucho en falta a Francisco.

En sus agónicos episodios de lucidez, Nicolasa hilvanaba frases, como si insistiera en decir algo importante a su hija. Haciendo un esfuerzo extraordinario por enlazar palabras entrecortadas, pudo al fin asombrar a Josefa con una insospechada revelación, que vino a golpear de lleno el alma de la joven.

Le refirió brevemente la historia de su juventud, aquella que la tenaz curiosidad de Francisco Barranco había desempolvado hacía poco. Relató de la forma que pudo sus amores con Sebastián de Flores, la manera en que la enemistad entre sus respectivas familias por la posesión de secretos de oficio les obligó a separarse, su boda impuesta con su primo José, cuando ella ya sabía que estaba encinta, el nacimiento de su primogénita… No hizo falta que se extendiera más. «Hija mía, tu verdadero padre es Sebastián… Sebastián…», dijo con un hilo de voz apenas ya perceptible. Josefa asió con fuerza su mano y dulcemente la mandó callar. No era bueno que se fatigara. Ya estaba todo dicho. Las lágrimas nublaron su vista, pero no quiso evidenciar ante su madre moribunda el torrente de sentimientos contradictorios que le oprimía el pecho, hasta hacerle sentir que le faltaba el aire.

Josefa acababa de descubrir que su padre era otra persona; ese pariente que conocía vagamente, pero lo poco que sabía era demoledor, pues las escasas ocasiones en que había escuchado a José de Flores referirse a él habían sido para criticarle muy duramente. Ni siquiera recordaba su aspecto físico. José había procurado siempre que tanto él como su familia, eludieran cualquier encuentro con Sebastián y sólo era consciente de haberle visto una vez, cuando Nicolasa se lo señaló de lejos en la calle, siendo ella muy niña. Ahora entendía realmente el porqué de muchas situaciones.

Con una extenuada sonrisa en la boca, Nicolasa aún tuvo fuerzas para mencionar lo que parecía otra de sus íntimas obsesiones. Habló de un libro manuscrito sobre metalurgia que antaño fuera de sus antepasados, los famosos arcabuceros Asquembrens, que había sido robado por sus competidores, los Bis, y que tenía que haber sido heredado a su vez por Sebastián de Flores, su descendiente.

—Busca el manuscrito, hija. Puede ser importante para tu futuro. Al fin y al cabo, perteneció a tu verdadero padre y tienes derecho a él. Sé que Sebastián lo perdió de vista en su niñez, cuando quedó huérfano, y sospecho que puede no andar lejos de aquí… —dijo en susurros, aunque Josefa, aturdida por las anteriores revelaciones sobre sus orígenes, no otorgó la más mínima importancia a la idea de encontrar un viejo libro. Nunca se había interesado sobre las extrañas historias de los metales.

Nicolasa no olvidó, por último, mencionar a Francisco, a quien quería con toda su alma, como a un hijo.

—Josefa, no pierdas a ese buen hombre. Ámale con la misma bondad con que yo le he querido —fueron las últimas palabras que fue capaz de pronunciar, ahondando aun más la congoja y la incertidumbre que en ese momento aplastaban como una losa a la joven.

Dos horas más tarde expiró. Acababa de cumplir cuarenta y tres años. Su sepelio fue triste, muy triste y llorado. Le dieron sepultura en la cripta de la parroquia de San Juan, donde se enterraban las familias de criados regios, junto a otros antepasados de los Flores.

Josefa decidió guardar el secreto de su madre en el rincón del olvido. No le encontraba sentido a remover ahora los cimientos de su vida. En nada podía influirle cambiar la identidad de quien la había engendrado, pensó. Prefirió acomodarse, de momento, a la negación de la realidad. Ante todo quería evitar hacer un daño innecesario a quien para ella siempre sería su padre: José de Flores. Aunque, su deseo sutil de discreción iba a ser burdamente pisoteado.

Félix, que parecía especialmente dotado para sembrar el malestar allá donde fijara su atención, había oído por casualidad la confesión de Nicolasa. En su escurridizo transitar por la casa, se detuvo detrás de la puerta entreabierta de aquella habitación en la que Josefa cuidaba de su madre. Lo escuchó todo. Se creyó en el derecho de hacer suya la revelación y de transmitirla al maestro, como si con ello fuera a merecer su confianza. Aprovechó para contárselo una mañana en que José de Flores estaba solo, abstraído, sentado a la mesa de la estancia principal de la casa.

—Josefa, ¿hija de Sebastián…? —se preguntó sin más el maestro, reaccionando fríamente, como si la profunda pena en que le había sumido su reciente viudez no le dejara siquiera expresar el más mínimo sentimiento—. Siempre tuve la intuición de que la huella de mi primo estaba presente en mi matrimonio… Es duro admitirlo, pero en el fondo, no debería sorprenderme. Yo forcé su unión conmigo y asumí que ellos se habían amado antes. Pero, ¿por qué te cuento esto a ti? —se preguntó, dando rienda suelta de repente a los sollozos.

Se restregó las manos con desesperación por la cara y se dirigió de nuevo al oficial, con los ojos anegados en lágrimas:

—¿Y por qué has tenido que contármelo? Si Nicolasa quiso ocultármelo, seguramente fue por el bien de nuestra familia. Era tan sabia… y yo la amaba tanto… —dijo con el ceño arrugado y los ojos apretados por el llanto—. Preferiría no haber tenido la certeza nunca. —Con la rabia contenida en sus manos, agarró por la pechera de la camisa a Félix y le gritó—: ¡Júrame por tu difunta madre que vas a entregar al silencio esta historia! No quiero que mi hija sepa que conozco su secreto. Es una información que, sobre todo, le pertenece a ella. Josefa ha sido y será siempre mi hija. ¿Me has oído, patán? Por una vez en tu vida, ¡comprométete a algo cierto!

—Tranquilícese, maestro —contestó Félix, zafándose del agarrón—. Se lo juro. Creí que era mi deber decírselo, pero desde ahora cierro mi boca para siempre.

Josefa estaba obligada a regresar pronto al servicio de la reina, pero antes quería poner en orden los asuntos domésticos, para que su padre, el hogar y hasta algunas cuestiones de la fragua pudieran sobrevivir a la ausencia de la matriarca. El mal carácter de su hermana Manuela parecía aún más enrarecido después del accidente. La visión de su madre ensangrentada había desequilibrado su mente y tan pronto se negaba a salir de la cama en días, como le daba por salir de casa a medio vestir; o reír y llorar al mismo tiempo. Por desgracia para el maestro Flores, era inevitable que en breve Manuela asumiera las tareas de la casa. Mientras tanto, Josefa pasó unos días muy atareada, evitando pensar en esta terrible pérdida que había ensombrecido el ánimo de todos y hasta las estancias de la casa, que ahora se veían lúgubres. Las comidas, con su padre, Manuela y Félix a la mesa, eran una sinfonía de silencios. José de Flores parecía repentinamente envejecido, callado, meditabundo. El oficial era el único que conservaba el apetito, junto a esa costumbre de no quitarle ojo a la primogénita del maestro, que tanta desazón causaba a la interesada. A pesar de la honda tristeza que le producía dejar a su padre mal atendido, Josefa hubo de poner fin a su permanencia en la fragua y volver al Buen Retiro. Prometió que haría lo posible por estar pronto de regreso.

Era difícil, sin embargo, lograr en ese tiempo ausentarse de la corte. Los preparativos del importante viaje que la familia real iba a emprender ocupaban de pleno a la servidumbre. El doble enlace entre príncipes españoles y portugueses se había celebrado ya, en Lisboa y Madrid, por poderes. Preocupaba especialmente el matrimonio del heredero español, Fernando, a quien el pueblo adoraba por ser un Borbón nacido en España y por representar el sentimiento nacional frente al extranjerismo de su propio padre y su madrastra. Se rumoreaba en los pasillos y despachos palaciegos que Bárbara de Braganza no era la persona adecuada como consorte del príncipe; que esta era un pobre boda urdida a mayor interés de Isabel de Farnesio y sus hijos, hermanastros de Fernando; que al parecer la princesa portuguesa era fea, muy fea, debido a las marcas que la viruela había dejado recientemente en su cara, y que por ello no se había permitido al embajador español en Lisboa conocerla en persona. Dimes y diretes tenían entretenidos a criados y cortesanos.

Pese a todo, la reina Isabel pasaba unos meses aciagos. La demencia de Felipe V había llegado a un punto de alarmante empeoramiento. La obsesión del rey por abdicar obligaba a Isabel de Farnesio a permanecer en un grado de máxima alerta, para evitar que su esposo firmara documentos de Estado fuera de su sano juicio. La soberana presidía sola y con mano firme los consejos de ministros, pero no podía evitar las conspiraciones a favor de su hijastro y heredero, el príncipe Fernando, que a la vista de la enfermedad de Felipe V, ya se postulaba como gobernante entre todos aquellos que odiaban las formas autoritarias y la irresponsabilidad de involucrar a España en continuas guerras de que hacía gala Isabel de Farnesio.

Una momentánea mejoría de Felipe V, durante las Navidades de 1728, hizo que Isabel de Farnesio tomara la decisión de culminar cuanto antes las bodas portuguesas. Lo único que faltaba era el intercambio de princesas en la frontera. La ocasión era ideal para sacar al rey de Madrid y procurarle un drástico cambio de aires. Quizás salir del severo entorno madrileño fuera el revulsivo que necesitaba el soberano para abandonar su postración. La reina decidió, además, que el viaje a Badajoz, con motivo de las bodas reales, se prolongaría después hacia Andalucía. La Corona española iba a cambiar de ambiente, de residencia y de capital por un tiempo indefinido. Sólo parte de la servidumbre seguiría el camino de los reyes y los infantes; la otra quedaría en Madrid. La corte estaría así dividida en dos y tan desconcertada, pensaba la reina, que durante un tiempo no habría lugar a complots políticos contra ella.

Una nota llegó al taller de José de Flores: la familia real iba a necesitar un cerrajero experto para su traslado a Extremadura y Andalucía. Se solicitaba al maestro que con urgencia pasara por palacio a inscribir su nombre o el del oficial que en su defecto designara en la lista de criados que iban a emprender el viaje.

La noticia sorprendió al maestro en lamentables condiciones. Habían pasado varios meses desde que quedara viudo. El desaliño había tomado posesión de su antes aseada persona. Se había dejado crecer la barba, y sus ropas, que ocasionalmente cuidaba ahora a jornal una lavandera, mostraban abundante tiznes de carbón, algo impensable en los buenos tiempos de José de Flores. Mortificado por el dolor de espalda y aún más por la pena en su alma, no tenía ánimos para trabajar. La cerrajería empezaba a reflejar la decadencia de su propietario. La aureola de centenaria dinastía de artesanos se venía a pique a pasos de gigante. Por el contrario, Félix Monsiono estaba adueñándose del espíritu de la fragua, tomando a su cargo los trabajos pendientes. Ya había viajado una vez a La Granja de San Ildefonso para continuar el ensamblaje de rejas y balcones, que con tanto afán artístico empezara a elaborar Francisco Barranco. Comenzaba incluso a sustituir al maestro en los arreglos de cerraduras y llaves de palacio, muy a pesar del aposentador mayor, que había hecho llegar sus quejas a Flores por el talante descortés del oficial con los demás criados. Aun así, todo parecía indicar que ante la invalidez del cerrajero del rey, su único oficial disponible, a falta de otro mejor, sería el designado para acompañar a la corte en su periplo hacia el sur de España.

El estado en que Josefa había encontrado a su padre y el hogar familiar en su última visita, la llenó de espanto. Félix había salido y ello le permitió revisar a fondo la casa. La fragua, sucia y en completo desorden, le causó verdadera alarma. Apreció entonces en toda su magnitud la labor en la sombra que siempre había ejercido Nicolasa de Burgos. Revisó el mueble donde su padre solía guardar papeles, cuentas y dinero. Lo encontró revuelto. Un monedero de cuero, con las cintas desatadas, no contenía más que unos pocos reales de plata. Un súbito recuerdo, como un relámpago, se le vino a la mente. Entró en el taller, directa a buscar el preciado baúl de cerraduras antiguas de su familia, aquel con el cual había sorprendió a Francisco una noche, hacía ya muchos años. Los candados que impedían abrirlo parecían intactos. Se percató, sin embargo, de que la tapa parecía toscamente forzada; como si alguien hubiera pretendido reventarla sin pudor a golpe de palanqueta. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Tuvo el presentimiento de lo que estaba ocurriendo. Salió del hogar apresuradamente sin dar explicaciones. Era urgente actuar de inmediato.

Francisco había pasado otra agradable mañana en la biblioteca de Miguel de Goyeneche. El administrador de la casa andaba también intranquilo. El viaje de la familia real iba a obligar al joven tesorero de la reina a ausentarse de Madrid durante una temporada. Se hacía imprescindible dejar los asuntos contables de sus negocios en Castilla bien resueltos. El cerrajero estaba al tanto del movimiento que se avecinaba en la corte, sin saber muy bien en qué situación quedaría él próximamente. Imaginaba que el alejamiento del empresario iba a ser breve y que él permanecería en la capital mientras tanto, ahondando en su proyecto común pendiente. La condesa de Valdeparaíso había regresado a Madrid desde sus tierras de La Mancha hacía ya unas semanas. Aunque, para inquietud de Francisco no había logrado aún volver a verla. Imaginaba que cualquier día se presentaría en casa de Goyeneche, con su collar de perlas al cuello, y por ello no faltaba a sus estudios ni una sola mañana. Ansiaba contemplarla, aunque fuera sólo a través de los ventanales de la biblioteca y a sabiendas de los celos que sufriría, pero, al parecer, la presencia en la capital del conde de Valdeparaíso, junto a su esposa, estaba dificultando los encuentros amorosos en casa de su amante.

Ese día, Francisco había destinado la tarde a contemplar los ensayos de un sainete, junto a Pedro Castro, en el teatro del Príncipe. Para calmar su fogosidad física, el cerrajero andaba encaprichado con los encantos de una joven cómica llamada Beatriz y no perdía ocasión para conquistarla. Al terminar la sesión, según empezaba a ocultarse el sol y a refrescar la tarde, los dos amigos buscaron refugio en su habitual taberna de la calle de Atocha.

Bebía a sorbos su segundo pichel de vino, cuando vio aparecer por la puerta a Josefa. Habían pasado meses desde su último encuentro. El corazón le dio un vuelco. La joven venía envuelta en ropajes de luto y su mirada traslucía intensa preocupación. Había entrado a la taberna, sin embargo, con decisión, sin la timidez que en otros tiempos la caracterizara. Francisco la encontró más bella que nunca. La sensación de volver a ver a la mujer a quien le había unido tanto cariño, produjo en su alterado ánimo un agradable sosiego, a pesar del anuncio de desgracias que aventuraba su vestido negro.

El oficial se puso en pie y avanzó al encuentro de Josefa.

—Francisco, necesito hablar contigo. Tienes que escucharme —dijo precipitadamente la joven, demostrando la angustia que la había traído hasta allí.

—Tranquila. Vamos fuera de este antro y me cuentas… —contestó, pasando su brazo afectuosamente por los hombros de Josefa, acompañándola hasta el exterior.

Ya en la calle, apostados a un lado de la taberna, y a pesar del frescor vespertino, sus pensamientos encontraron un cálido punto de encuentro. Las palabras fluyeron sincera y emotivamente.

—Josefa, ¿qué ha pasado? ¿…este luto?

—Murió mi madre… hace ya unos meses, de un terrible accidente. ¿Cómo es posible que no te hayas enterado? Debes estar muy enfrascado en tu nueva vida… —dijo con cierto resentimiento Josefa—. Sabiendo el mutuo afecto que os profesabais, me extrañó que no te hubieras acercado a la fragua a acompañarnos en nuestro dolor y a encomendar su alma al Señor.

—Dios mío… Nicolasa muerta… —susurró como petrificado Francisco, apretando los ojos y los labios para no llorar como un niño, que era lo que el corazón le pedía—. Lo siento. Sabes que la quería como a una madre. Me duele profundamente no haber podido despedirme de ella… —logró decir con emoción contenida.

La sensación de compartir el mismo drama derribó al momento la distancia que se había establecido entre ellos durante los últimos meses. Necesitaron abrazarse con fuerza, ocultando uno en el hombro del otro sus ojos llorosos. Turbada otra vez por el contacto físico con el oficial, Josefa dio un paso atrás y empezó a hablar con seriedad y la tensión marcada en el rostro. Era evidente que su alma arrastraba mucho sufrimiento.

—Francisco, la situación de mi padre me alarma. Desconozco los raros asuntos en que andas ahora metido. Me cuesta reconocerte y de no ser porque sólo tú puedes enmendar el desastre, no habría vuelto a buscarte…

—¿Cómo me has encontrado?

—Llevo toda la tarde siguiendo tu rastro de calle en calle, como un perro de caza. He pasado vergüenza, pero por mi madre difunta que he jurado encontrarte. Me acerqué a preguntar en casa de la condesa de Valdeparaíso, de allí me mandaron a la de ese caballero Goyeneche, de donde me remitieron a su vez a una posada donde al parecer te hospedas, y en la cual una mujer descarada y parlanchina, apiadada de mis lutos, me ha indicado el camino de esta taberna…

—Por lo que veo, traes mucho interés en localizarme.

El cerrajero sostuvo la mano de Josefa en la suya durante un instante, pero ella la retiró de inmediato. Los nervios la traicionaban, puesto que nada deseaba más en el mundo que seguir los consejos de su madre, de amar y dejarse amar por ese hombre. Respiró hondo, se atusó el vestido con gesto agitado y con la mirada entristecida se decidió de nuevo a hablarle tal como había planeado:

—Francisco, he venido a rogarte que vuelvas al taller.

A partir de ahí, sus emotivas palabras fluyeron como el torrente de un río. Josefa relató el repentino ocaso en que se había sumido su padre y la forma en que Félix Monsiono estaba acaparando la autoridad en el taller del maestro.

—Ha usurpado tu puesto y se ha adueñado de tus trabajos. No me cabe duda de que está robando a mi padre. Y lo peor, es que tengo sospechas de que ha intentado abrir con malas artes ese baúl, ese maldito baúl diría yo, que tantos quebraderos de cabeza parece causaros a todos… —dijo con la rabia contenida en su rostro.

Un rictus de contrariedad se dibujó en los labios de Francisco. Pensamientos confusos y contradictorios empezaban a atosigar su mente.

—Tienes que volver de inmediato. Te lo suplico. —Josefa cruzó sus manos en actitud de ruego y sus ojos se inundaron otra vez de lágrimas—. La corte va a marcharse a Andalucía, y si no regresas a la fragua, será Félix quien acompañe a la familia real. Mi padre está enfermo, y no dudo de que ese indeseable hará lo posible por usurparle pronto el puesto. Francisco… es el fin de mi familia… y tú todavía tienes que lograr tu maestría, tal como pensabas al principio… junto al mejor, José de Flores. ¿Ya has olvidado ese sueño?

El oficial se quedó meditabundo, impactado. No contaba con el efecto que las palabras de Josefa iban a producirle en el momento tan crucial que atravesaba su existencia. No estaba seguro de cuál iba a ser su respuesta. Su silencio animó a la joven a sincerarse aún más con Francisco, a quien a pesar de sus desencuentros afectivos, consideraba la única persona de su entorno en quien podía confiar plenamente.

—Y además… yo también necesito tu ayuda. Te he echado tanto de menos… —dijo Josefa, atreviéndose ahora a abrir su corazón dolorido.

—Sabes que siempre has contado conmigo… —contestó Francisco, atrayéndola de nuevo hacia sí, para estrecharla de nuevo en un abrazo y buscar la cálida ternura de sus labios.

Con la voz emocionada por los besos, Josefa siguió hablando:

—Francisco, siento que mi vida ha sufrido un mazazo, como esos que dais en el yunque. Lo diré sin más rodeos: mi madre me confesó en el lecho de muerte que soy hija de Sebastián de Flores, ese hombre que se ha incautado de tu voluntad y te ha sacado de nuestra casa. Esa es ahora la verdad de mi vida. Me siento confusa y… muy sola.

—Dios mío… Debí imaginármelo por la historia que Nicolasa me contó sobre las circunstancias de su juventud. Tu pelo negro, el color gris de tus ojos… —Francisco esbozó una sonrisa, tratando de aliviar la congoja de Josefa, cuyas manos, ahora sí, sostenía fuertemente entre las suyas—. Bueno, bajo mi punto de vista, no es todo lo malo que parece. Considérate una privilegiada: tienes dos padres, y nada menos que… ¡Los dos más grandes maestros del hierro en este reino!

Rieron juntos. La joven dejó rodar dos lágrimas por sus mejillas, que más que lágrimas eran el símbolo de la pena acumulada durante los últimos tiempos. Le parecía que la marcha del oficial había desencadenado en su familia una sucesión de desventuras. Anhelaba convencerle de su equivocación y de la conveniencia de que retomara el rumbo de su vida, trazado con realismo tan duro como el hierro, a golpe de fuerza y arte, desde que se conocieran en aquella adolescencia de apariencia ya tan lejana.

—Prométeme que no contarás a nadie la verdadera identidad de mi padre. Fue el gran secreto de mi madre y ahora sólo tú y yo lo sabemos. Es mejor que queden así las cosas —suplicó de nuevo Josefa.

Francisco juró sellar sus labios. La actitud madura y serena de la joven le había conmovido. Pidió tiempo para reflexionar. No podía comprometerse en ese instante a nada preciso, ni sentimentalmente, ni mucho menos abandonar el proyecto industrial al cual había sido invitado a formar parte.

La despedida fue dolorosa. Josefa quedaba de nuevo a la expectativa de las decisiones de Francisco. Esta vez les costó mucho separarse, sin saber cuándo sería su próximo encuentro. Se desearon mutua suerte.

Al contemplar a Josefa marcharse calle arriba, de regreso a palacio, el cerrajero fue consciente de que una parte de su ser, quizás la más auténtica, pertenecía al hogar de los Flores.