Se refrescaba la cara con el agua fría de la jofaina, cuando la oronda posadera, en otros tiempos exuberante actriz, le sobresaltó con el golpeo sonoro de los nudillos sobre la puerta de su cuarto.
—¡Abre, Francisco! —gritaba con su voz altisonante, sin importarle el alboroto ante los demás huéspedes.
El oficial, que tenía la peculiar habilidad de despertar el instinto maternal de mujeres de cierta edad, se había hecho querer también por la antigua cómica, a pesar de no prestar demasiada atención a los rancios chascarrillos sobre sus glorias pasadas en el teatro, que se empeñaba en contarle cada vez que daba tregua a su encierro, acuciado por el hambre.
Francisco se asomó expectante al pasillo, dándose de bruces con Micaela, que esperaba allí plantada, sosteniendo un voluminoso paquete entre los brazos.
—Ha venido preguntado por ti un ayudante de ese cerrajero que llaman Sebastián de Flores —comentó—. Traía mucha prisa. Me pidió que te dijera que te esperan esta tarde, cerca de las siete, a la entrada del palacio de don Miguel de Goyeneche, en la calle de Alcalá. Lo encontrarás con facilidad si preguntas. Te ha traído también este petate. Perdona el atrevimiento, pero me he permitido curiosearlo. Viene un calzón limpio, medias, zapatos de postín, camisa de lazada y una buena casaca… No diré más. La verdad, me alegro que salgas por fin de tu escondite y te vistas de bonito, porque un buen mozo como tú no merece estar apartado del mundanal ruido. Por lo que se ve, hoy vas de visita galante. Si me cuentas de qué dama se trata, estaría encantada de aconsejarte…
—No me enredes, Micaela. Agradezco tus palabras, pero ahora debo espabilar si quiero llegar puntual a la cita —contestó Francisco, dando con la puerta en las narices a la posadera que, por el afecto que le profesaba, disculpaba sus malos modos.
Mientras se entregaba a su aseo personal, provisto de trapo y agua, el oficial no pudo evitar cuestionarse cómo era posible que Sebastián lo hubiera localizado en aquel antro, en el que llevaba voluntariamente recluido varios días. «Se ve que en el alma de todo morador de Madrid habita un espía o un chismoso», pensó, comenzando a vestirse. La casaca que le había prestado Flores era sobria pero de buena tela, sin adornos, florituras ni grandes puños como las de los nobles. Le sentaba bien. Estaba seguro de que su aspecto, aunque no llevara encajes, ni bordados, ni peluca blanca de crin de caballo, no desmerecía del de cualquier burgués o artesano distinguido ataviado para la ocasión.
Le resultó fácil localizar la residencia palaciega de Miguel de Goyeneche, instalada en uno de los numerosos edificios que la familia poseía en la céntrica y hermosa calle de Alcalá, resultado de las inversiones realizadas con el capital ganado en sus negocios y fábricas. Ostentaban sin duda uno de los mayores patrimonios inmobiliarios de la villa y corte.
Según se acercaba a la casa, los lejanos recuerdos de aquel día en Nuevo Baztán en que conoció al patriarca de los Goyeneche que su padre tanto admirara, avivaron en él una punzante nostalgia, acrecentada por la incertidumbre de su actual situación. Sentía no obstante una extraordinaria curiosidad por conocer al hijo menor del fundador de la saga, a quien, a pesar de su juventud, ya se le consideraba un digno sucesor de su padre.
Miguel de Goyeneche tenía la misma edad que Francisco, pero sus orígenes familiares eran muy diferentes y las circunstancias de su juventud, opuestas: entre sedas y libros el primero, entre carbón y hierro, el segundo. Sin embargo, parecía que sus caminos estaban predestinados a cruzarse. Natural de Madrid, el destino quiso que Miguel naciera hijo segundón del financiero y por tanto que su educación quedara relegada a un plano inferior a la del primogénito. No pudo viajar a Italia y Francia, como hizo su hermano mayor, para completar una formación cosmopolita, pero agudizó el ingenio de tal forma, que pronto sobresalió en aquel entorno familiar que se empeñaba en ningunearle. Era un joven de inteligencia y personalidad brillantes. A los diecinueve años ya se había hecho un hueco en la administración de la corte y en la confianza de la astuta Isabel de Farnesio, que exigió tenerlo a su lado como tesorero, relevando a su progenitor en el cargo. Si alguien conocía bien los entresijos económicos de la Corona era esta dinastía de perspicaces navarros. Pero Miguel había heredado igualmente la habilidad de su padre para hacer dinero. Responsable prematuro del negocio periodístico de La Gaceta de Madrid, era además un gran conversador, amante de las artes, mecenas de la cultura, coleccionista de libros raros y monedas antiguas, y ambicioso empresario. Entre los planes acordados para su futuro estaba el matrimonio con la hija de otro adinerado navarro, con el fin de reforzar parentescos y sociedades mercantiles, aunque de momento se reservaba el derecho para el galanteo con cualquier dama deseada. Miguel gobernaba ya su propia casa, servidumbre y caudales. Poseía cualidades de consumado jinete y espadachín, amén de un innegable atractivo físico. Era pues difícil sustraerse al magnetismo que irradiaba su personalidad.
Apenas tuvo que esperar un momento en el gran portal del palacio, a la hora acordada, cuando Sebastián de Flores apareció calle abajo. Por la mueca de aprobación que emanó de su rostro, Francisco entendió que su porte, aun de prestado, era del agrado del maestro. A punto de acceder a la casa, este se encaró al oficial y le dijo:
—Ha corrido la noticia de tu abandono de la fragua real… Ese compañero tuyo, Félix Monsiono, se ha encargado de extenderla por todo el gremio. Creí que vendrías a verme, puesto que intuyo que nuestra relación ha sido el detonante de lo sucedido…
—Por favor, no vuelva a mencionar a ese Félix Monsiono como mi compañero. Si hay alguien a quien deteste en este mundo, es a él. De todas formas, poco importa ya el pasado… ¿no es eso lo que me recomendó en su taller la última vez? —contestó con irónica serenidad Francisco—. El hecho es que he venido a esta cita de su mano y en la mía está el sacarle provecho. No se hable más.
—Quizás debas reconsiderar tu decisión y meditar lo que te conviene a ti… y a los que estamos a tu alrededor. Ya hablaremos. De momento, sígueme y vayamos adentro. Nos esperan.
El interior de la casa de Goyeneche estaba a la altura de lo esperado por Francisco. La opulencia del joven magnate hubiera podido ser un impedimento al buen gusto de su morada, pero bien al contrario, Miguel tenía bien presente desde su infancia el meritorio origen de la fortuna paterna, y por ello se manejaba en la vida con elegante austeridad. La decoración, aunque parca y varonil, podría calificarse de exquisita. Los muebles castellanos de siglos pasados y oscuras maderas se entremezclaban con otros de estilo inglés a la moda, coloreados de lacas chinas, sobrios y rectilíneos.
Pero la sorpresa del oficial se hizo mayúscula al entrar en el salón y comprobar las personas que iban a formar parte de la tertulia.
Al ver a Sebastián de Flores, Miguel de Goyeneche se adelantó ufano y sonriente, ofreciéndole una calurosa bienvenida. Era obvio que, a pesar de la diferencia de edad y de estatus, se profesaban mutua admiración y respeto. A continuación, Sebastián hizo la presentación de Francisco, que había quedado rezagado tras él. Ponderó ante el anfitrión las buenas cualidades de su protegido, a quien consideraba que podría servir de gran ayuda al proyecto común que les unía en esta reunión, de cuyos detalles, la verdad, Francisco se sentía aún ignorante. Percibió con alivio el interés que Goyeneche mostraba hacia su persona.
—Amigo Francisco Barranco, considérate bienvenido a esta casa, donde nadie con inteligencia y talento sobra. Si el genio de Sebastián de Flores es quien te trae aquí, seas doblemente apreciado entre nosotros —dijo, subrayando cada palabra con su mirada franca y directa y estrechándole fuertemente la mano. Francisco pensó que aquella declaración de amistad parecía sincera y quedó cautivado de inmediato por el desbordante carisma del empresario, que poseía la rara habilidad de hacer que nadie se sintiera a disgusto en su presencia.
Acto seguido, fue el propio Miguel quien introdujo a Francisco al resto de los invitados.
A la derecha, el ilustre padre Feijoo, que había abandonado por unos días su celda en la universidad de Oviedo, donde impartía clases de teología, para instalarse en Madrid en casa de los Goyeneche, sus principales benefactores y editores. Vestido con la capa negra encapuchada propia de los benedictinos, su figura espigada y su rostro armonioso y delgado, consecuencia de la mesura ascética de su vida, le hacían aparentar algo menos de los cincuenta años que ya rayaba. Era un hombre apreciado por los Goyeneche, a quienes había conocido en el entorno de aquellos pioneros Novatores, dispuestos a empujar a España hacia el progreso. Su moderna erudición, su apertura hacia las novedades científicas e ideas sociales avanzadas, habían encontrado refugio en sus ensayos, reunidos en una gran obra que dio en llamar Teatro crítico universal. Estos llegaban al público gracias al mecenazgo de esta familia, que procuraba su edición y difusión, a pesar de las duras críticas que recibía de otros rancios frailes conservadores. Su curiosidad intelectual abarcaba también al mundo de las manufacturas, y en especial al de la metalurgia, espantado del grado de superstición y atraso científico que todavía imperaba en este campo. Francisco besó la mano del prelado con sumo respeto y el padre Feijoo correspondió con afable ademán.
Detrás del religioso, de cara a la chimenea, conversaban animadamente un joven caballero y una dama, que al escuchar las presentaciones se volvieron hacia los recién llegados.
—María, querida, déjame presentarte a nuestro nuevo tertuliano… —anunció Goyeneche.
—Vaya, ¿pero a quién tenemos aquí? Esta ciudad comienza a parecerme cada vez más pequeña… mi apreciado cerrajero, qué sorpresa encontrarnos de nuevo… —dijo la condesa de Valdeparaíso, recogiendo con gracia el abanico, al tiempo que alargaba su delicada mano hacia Francisco.
La condesa buscó en la mirada del oficial alguna señal de haber recibido su recado, enviado a través de Josefa, sobre el asunto del libro, pero se percató de que este parecía más turbado que cómplice de su secreto. Y así era, porque impactado por la inesperada presencia de la bella dama, ataviada con un escotado vestido de raso verde, Francisco había quedado demudado. Apenas le había dado tiempo a reaccionar, cuando reconoció al caballero que la acompañaba: era Pedro Castro, el cómico.
—¿Tú también por aquí, Pedro? —preguntó maravillado.
—Ya te dije que en muchos salones de Madrid tengo sitio reservado… Miguel de Goyeneche me honra con su amistad y su afición por las comedias, pasión que compartimos con la encantadora condesa. El padre Feijoo es habitual en esta casa y un verdadero sabio, que aun sin pretenderlo, siempre instruye a quien le escucha. Y del maestro Sebastián de Flores, ¿qué contarte? Nos conocemos desde hace tiempo como se conocen en esta corte los artistas. Me preguntó hace unos días por tu paradero y creí conveniente desvelarle tu refugio en la posada.
Mientras el encuentro de Francisco con la condesa de Valdeparaíso y Pedro Castro se producía, el anfitrión había apartado con discreción a Sebastián de Flores a un lado de la gran sala, con la intención de mantener al margen una breve y sigilosa charla:
—Ese joven cerrajero parece un hombre cabal y valiente. Has hecho bien en traerle, pero ¿crees que se prestará a nuestros fines? ¿Le has adelantado algo?
—Bueno, de momento he logrado encelarle en el mundo de mis ensayos metalúrgicos —contestó Sebastián—. Está fascinado, como todos nosotros, y al menos ha demostrado ingenio y tesón. Me consta que ha logrado introducirse en la biblioteca de palacio a estudiar cuanto ha podido. Con respecto a lo que nos interesa ahora de él, lamento decepcionarte. Se ha peleado con su maestro, mi insufrible pariente, y ha abandonado la cerrajería real y por tanto… esos empleos que le permiten el acceso a las estancias de palacio.
—Sabes que esa circunstancia es pieza clave de nuestro proyecto… Parece la persona idónea: deseoso de progresar, cualificado para el trabajo del metal, buena presencia y talante para manejarse en la corte y, sobre todo… capacitado para franquear cerraduras de despachos oficiales, si logramos que participe voluntariamente con nosotros.
—Es probable que su conciencia se resista a traicionar los principios de «fidelidad y secreto» que como cerrajero real ha sabido infundirle mi primo. Pero creo que entenderá que su misión entre nosotros tendrá el alcance de beneficiar a todo el reino. Confiemos en el instinto que nos ha llevado a fijarnos en su persona…
Miguel de Goyeneche interrumpió bruscamente el reservado cruce de impresiones con Sebastián, al ver entrar en el salón al último de los invitados que esperaba: el joven caballero Zenón de Somodevilla, a quien le unía también una interesante relación. Somodevilla, derrochando energía y confianza en sí mismo, avanzaba ya hacia el anfitrión, disculpándose por su impuntualidad. Era hombre de corta estatura, agraciado, simpático y jovial. Hacía poco que Goyeneche le había conocido en la corte, a la cual Zenón accedió gracias al influyente José de Patiño, intendente general de la Marina, en quien había encontrado un valioso mentor. Somodevilla, hijo de humildes hidalgos riojanos y huérfano desde niño, como el propio Francisco Barranco, estaba logrando hacer carrera como marino, sirviendo de oficial en los arsenales de la Armada, pero ya tenía sus miras puestas en la administración central del Estado. Cuando viajaba a Madrid, le gustaba conversar con Miguel de Goyeneche, tan impulsivo e idealista como él. El común interés por la economía, la política y el futuro de España, amén del buen entendimiento personal, les había empujado a estrechar su amistad desde el principio.
El anfitrión terminó de hacer las presentaciones.
Francisco se sentía contento en su fuero interno al verse rodeado de personas capaces de despertar su admiración.
—Puesto que ya se conocen, vayamos directamente a las cuestiones que nos ocupan —comenzó a hablar Goyeneche, invitando a todos a sentarse alrededor de una mesa en cómodas sillas de alto respaldo—. No creo necesario decir que lo que aquí se hable debe quedar entre estas cuatro paredes…
Un criado mulato de mediana edad, vestido con la librea de servicio de la casa Goyeneche, entró en el salón. Depositó encima del tablero una bandeja de plata con la jícara y las tazas de porcelana para el chocolate, varios platos de pastas finas y siete vasos de buen cristal rellenos de agua fresca. A una señal de su amo, se retiró silenciosamente y cerró tras de sí la puerta. Como todo leal servidor que se preciara, quedó de pie tan cerca del salón, a la espera de que pudieran necesitarle, que nada de lo que se decía dentro escapaba a sus finos oídos.
—Padre, me siento feliz de encontrarle. He leído recientemente su disertación Defensa de las mujeres, y encuentro sublime que sea un sacerdote quien defienda nuestra capacidad intelectual y abogue por la igualdad de aptitudes entre ambos sexos —comenzó hablando con alegre espontaneidad María Sancho Barona—. Aunque si bien es cierto, no se ha atrevido a negar que la mujer debe vivir sometida al hombre…
—Señora condesa, sois mujer avezada en muchas materias. Imaginaba que seríais tan ardiente seguidora de mi ensayo, como crítica en alguno de sus términos. Os ruego tengáis piedad de un pobre religioso que se atreve a defender al sexo femenino. Ya tengo la guerra declarada por otros que creen que incito con mis ideas a la rebelión social… ¿O no habéis leído ese anónimo dirigido a mí que titulan Contradefensa crítica a favor de los hombres?
—Siento interrumpir —dijo con rotundidad Goyeneche—. María, dejemos esta encantadora disertación para tertulias más livianas. No estamos aquí hoy para hablar de mujeres, aunque a algunos nos plazcan en demasía… Perdone, padre, usted ya me conoce… Si os parece bien, introduciré brevemente el tema principal que nos reúne.
Se había desatado en Europa una auténtica fiebre del hierro, explicó Miguel de Goyeneche, que sabía bien cómo adornar un relato para acaparar la atención de sus oyentes.
Tras la Guerra de Sucesión española, las principales potencias se concentraron en reforzar sus armadas y ejércitos, como preparándose para otra contienda que iba a ser, sobre todo, una guerra comercial. Inglaterra y Francia luchaban por la primacía económica y para ello necesitaban expandir sus mercados a costa de mermar el antiguo imperio hispánico y arrebatar a la maltrecha España el gran monopolio de sus colonias americanas. Y la metalurgia tenía mucho que ver en todo esto.
Inglaterra se había colocado a la cabeza del desarrollo industrial gracias a convertir en ventajas lo que en principio eran obstáculos. La deforestación de sus bosques, empleados de modo abusivo para fabricar carbón vegetal, había obligado a buscar combustibles alternativos hasta ahora desconocidos. El hallazgo del carbón mineral, de mejor rendimiento, más calórico y efectivo, había posibilitado el impulso de nuevas industrias, especialmente la del hierro. Las mayores temperaturas que alcanzaba el carbón mineral habían obligado a diseñar otros hornos, con altas chimeneas para alejar los humos contaminantes y permitir la ventilación. Un tal Abraham Darby había establecido ya en 1709 los primeros altos hornos siderúrgicos de carbón mineral en Inglaterra, que prometían ser muy interesantes para la fabricación de utillaje militar y armamento. Por todo ello, Inglaterra llevaba décadas de ventaja en experimentación industrial, arraigada incluso entre los pequeños artesanos, al resto de Europa. Los secretos de estos adelantos industriales, guardados celosamente, constituían su mayor tesoro económico y político.
Francisco había aprovechado el interés con que los presentes escuchaban para observar ciertos detalles. El padre Feijoo, con la cabeza baja y las manos entrelazadas como en oración, seguía la lógica de los argumentos, muchos ya conocidos por él. Pedro Castro se removía en el sillón, temiendo que la disertación fuera a alargarse demasiado, aunque en el fondo captaba más de lo que su actitud inquieta denotaba. El astuto Zenón de Somodevilla parecía asimilar con agudeza el discurso. Sebastián de Flores, por su parte, con la mano posada en la barbilla, prestaba máxima atención al orador, reteniendo toda la información útil que este le ofrecía. La que más intrigaba al oficial, sin embargo, era la condesa de Valdeparaíso, de quien apenas podía retirar los ojos. Por ello se percató del brillo que lucía su mirada y el sutil coqueteo que desprendía su cuerpo. Él siempre experimentaba el embeleso seductor con que esa dama era capaz de atrapar la atención de un hombre, pero esta vez se dio cuenta que iba dirigido principalmente hacia Goyeneche. Se sabía inexperto en galanteos cortesanos, pero era fácil inferir que los gestos de la dama denotaban su atracción hacia el caballero.
—Supongo que es Francia el único país en disposición de competir con Inglaterra en esta carrera industrial —apostilló Somodevilla a la explicación de Goyeneche, sobresaltando a Francisco, que sin darse cuenta había dejado de escuchar, fantaseando con la idea de gozar los favores de María Sancho Barona.
—Así es, Zenón —continuó Miguel—. Francia se ha lanzado a esta frenética competencia por los descubrimientos en torno al hierro y el acero, como bien sabe nuestro amigo Sebastián. ¿No es así, Flores?
—Cierto —aseveró el maestro.
—Dado que es imposible recuperar el tiempo que Inglaterra lleva adelantado en su desarrollo —prosiguió Goyeneche—, Francia se está volcando en una sucia guerra de consecuencias impredecibles: la del espionaje industrial.
—¿Espionaje? —preguntó Pedro Castro, espabilándose—. Esto empieza a interesarme. Tendría tanto que decir sobre espías y contraespías que pululan a diario por nuestras calles…
—Versalles se ha convertido en el centro del espionaje de Estado —añadió el padre Feijoo, que demostraba siempre su extraordinario intelecto—. El gobierno francés acoge y paga a cuantos artesanos y técnicos ingleses se presentan alegando conocer los secretos de la metalurgia. Hace años que financia además la estancia de aprendices y maestros franceses en Inglaterra, para que estudien y plagien cuantas novedades puedan descubrir.
—Así es —dijo Sebastián de Flores, que había intervenido poco en la conversación hasta el momento—. Me consta que el parlamento inglés ha dictado leyes contra el espionaje industrial, alarmado por el robo de su tecnología y la fuga de sus maestros, seducidos por salarios desorbitados y sobornos.
—Curioso. Parece una nueva estrategia bélica —argumentó Goyeneche—. Inglaterra blinda su economía y ataca la francesa con prohibiciones reiteradas a la importación de sus productos en suelo británico. La pérdida de este mercado es un desastre para la economía gala…
—Que pagamos los españoles, ¿verdad? —interrumpió resuelta la condesa—, porque tanto a Inglaterra como a Francia les interesa que España se mantenga en la desidia y el abatimiento técnico; que seamos un vecino pobre y sumiso, incapaz de reforzarse y enriquecerse por sí mismo, del todo inútil para defender sus mercados coloniales y combatir allí el contrabando de ingleses, franceses y holandeses, que pugnan por arrebatarnos los monopolios…
La pasión con la que María hablaba de cuestiones económicas añadía viveza a la conversación. Estaba acostumbrada a hacerlo con su esposo, que medraba ya en la administración regia buscando un buen empleo. Pero a quien más encandilaba la actitud de la condesa era al propio Goyeneche, que, como tesorero y uno de los hombres de confianza de Isabel de Farnesio, se había habituado a la discusión de los asuntos políticos desde un punto de vista femenino.
—Por cierto, me pregunto si estáis al tanto de la situación íntima de los reyes —apuntó el anfitrión—. El estado mental de don Felipe, lejos de mejorar, ha ido definitivamente a pique. Padece crisis inexplicables, en las que cabría darle completamente por loco, si no fuera porque a ratos recobra la cordura. Muchos en palacio sabemos que ve visiones y que incluso ha intentado subirse a los caballos de los tapices… Las criadas cuentan que sufre ataques de violencia, en los que arremete contra su esposa, a la que culpa de obligarle a reinar, puesto que la verdadera intención de él siempre fue la abdicación. Permanece encerrado en su dormitorio durante muchos días, en los que sólo recibe visitas de doña Isabel, un par de fieles servidores y los pequeños infantes. Os aseguro que la fortaleza de esa mujer es admirable. Se ha convertido en el verdadero resorte de la política del país. De todas formas, a todos nos conviene que esta situación no trascienda fuera de los aposentos reales…
Los tertulianos se quedaron pensativos. Por sus gestos de contrariedad se diría que lamentaban sinceramente el penoso estado del rey y valoraban el esfuerzo de Isabel de Farnesio, que había sabido formar un clan de políticos de su confianza, contra los cuales sin embargo Goyeneche tenía serias reticencias que más tarde iba a exponer.
Pedro Castro rompió el repentino silencio ofreciéndose amablemente a rellenar las tazas con el exquisito chocolate, aún caliente. Aprovechó la momentánea distensión para cruzar miradas de complicidad y simpatía con Francisco, que de momento permanecía, tal como le había recomendado Sebastián de Flores, callado y a la escucha. Pedro se imaginaba igualmente la extraña sensación que el cerrajero debía sentir al tener tan cerca a la condesa de Valdeparaíso, al compartir con ella estancia, amistades y tertulia. Por más que le recomendara en su día olvidarse de esa dama, por su cara de admiración, se hacía evidente que Francisco nunca había pensado hacerle caso. En cierto modo, los sentimientos de su amigo y sus posibles consecuencias le inquietaban.
Pasaron a discutir entonces sobre la situación española en la materia principal que les ocupaba. Goyeneche estaba bien informado de cuanto se cocía en la corte:
—España vive desde hace décadas en constante tensión bélica —comenzó a exponer—. No negaré que la ambición de la reina por proporcionar tronos a sus hijos sea la principal causa de ello.
—Desde mi experiencia, sé que la Armada necesita con urgencia buques bien surtidos de cañones. Se precisan más de doscientas bocas de fuego anuales. Las fundiciones de bronce no dan abasto. Parece evidente que es el momento preciso para crear manufacturas metalúrgicas, para encontrar ese huidizo secreto del buen acero de fundición, que permita fabricar mejores cañones, más ligeros y baratos. Es la única opción que tiene España de defender su imperio comercial ante Inglaterra y Francia.
—No entiendo por qué mi padre no se ha interesado jamás por este proyecto —meditó en alto Goyeneche—. Quizás sea asunto propio de estos nuevos tiempos y deba ser yo quien lo emprenda…
—En cualquier caso, resulta desolador comprobar el panorama actual del hierro en nuestras tierras —intervino Sebastián de Flores—. Este reino, que estaba a la vanguardia de la metalurgia hace un par de siglos, como atestigua la historia de mi familia, se ha sumido desde hace un tiempo en la decadencia. Y todo porque las ferrerías vascas, de las que tradicionalmente ha salido el mejor hierro, se resisten a introducir cambios. Defienden su forma ya anticuada de trabajar a base de fueros intocables y privilegios de la Corona. Sin embargo, nuestra economía no podrá sobrevivir en medio de ese retraso tecnológico.
—No obstante, hay grandes comerciantes en el puerto de Bilbao que se enriquecen a manos llenas con los vaivenes del precio del hierro que provocan los rumores de guerra. Parece que a esos les encaja bien esa supuesta decadencia de la que hablas —sentenció el padre Feijoo.
—Lo que sé de cierto es que en esta empresa es necesario apresurarse —dijo Goyeneche—. Parece que no soy el único atento a sus avances. Me consta que en el cercano entorno de la Corona tendríamos ya gran competencia.
—¿A quién te refieres, Miguel? —preguntó curiosa la condesa, agitando sobre su pecho suavemente el abanico abierto.
—Hablo de ese «clan de vizcaínos» que rodea siempre a la reina: Juan Bautista de Orendain, flamante secretario de Estado, y Sebastián de la Cuadra, que ya se postula para el mismo cargo. Vascos, dueños de ferrerías y valedores de importantes intereses familiares en este negocio. ¿Acaso no son ellos los primeros inclinados a mantener la situación actual? ¿De impedir que desaparezcan los privilegios que les hacen ricos, aunque sea a costa de abortar proyectos que beneficien al conjunto del reino?
—Pero sabes que ellos no son los únicos competidores, Miguel… —se atrevió a añadir Somodevilla.
—Lo sé. También está ese otro par de ambiciosos navarros. Hombres de finanzas, como mi padre, dispuestos a enriquecerse a toda costa. Me refiero a Miguel de Arizcun, marqués de Iturbieta, y a su primo, Francisco de Mendinueta. Sé de buena tinta que han adquirido varias ferrerías en Navarra y que aspiran a dominar en breve el comercio en esa zona. Su estrategia es inteligente, puesto que siguen la misma senda que mi familia. Figuran ya entre los primeros prestamistas de la Corona, y en pago a su ayuda económica solicitan al rey la contrata exclusiva para proveer al ejército de munición, lo que supone miles de quintales de hierro. Iturbieta piensa construir sus propios altos hornos y lanzarse de lleno a esta empresa.
—¿Has hablado de todo esto con la reina? —preguntó la condesa de nuevo.
—No puedo enfrentarme a todo un clan de ministros y financieros; hombres que ejercen un gran poder en la luz y en la sombra. Estaría fuera de palacio en menos que canta un gallo. No me atrevería a hablar a doña Isabel de ello hasta ser capaz de demostrarle que poseo el secreto de ese proyecto industrial que aumentaría el poder económico y militar del reino, y así lo que ella ansía: aupar a sus hijos a lo más alto.
Goyeneche interrumpió su propia argumentación durante un instante, el justo para trazar y proponer la siguiente intriga:
—Sería interesante conocer con anticipación la estrategia del gobierno y de nuestros competidores. Sus pliegos de propuestas deben andar archivados entre los papeles de las secretarías de Estado, en el alcázar. Si existiera la posibilidad de acceder a esos despachos de incógnito…
Al escuchar la propuesta, la condesa de Valdeparaíso volcó su atención instintivamente sobre Francisco. Cruzaron sus miradas. María, con una tímida sonrisa esbozada en los labios, entornó los párpados y volvió a agitar el abanico sobre el escote. Tanto ella como el resto de tertulianos sabían que, por su vinculación a la cerrajería real, Francisco era el único de la reunión que podría franquear cualquier puerta de palacio.
Francisco se percató de que Goyeneche esperaba de él una respuesta a la iniciativa planteada. Su conciencia se debatía entre desvelar su valioso conocimiento sobre las cerraduras de palacio y ponerlo a servicio de este consorcio económico o ser fiel a su juramento de honestidad como cerrajero.
—Bueno, en realidad, el acceso a esos despachos… —comenzó a titubear, sin saber bien cuál iba a ser finalmente su respuesta. Sintió la mirada fija en él de Sebastián de Flores y pensó que se trataba de una advertencia para que actuara con discreción y no se comprometiera a nada en el primer encuentro—, como a todas las demás estancias de la administración en el alcázar, violando sus cerraduras, es harto difícil. Sólo mi maestro, el cerrajero oficial del rey, sería capaz de hacerlo sin levantar sospechas y por supuesto él está al margen de todo esto.
Goyeneche prefirió no presionar más a Francisco y dio continuidad a la tertulia, que se aproximaba a las conclusiones finales.
—En cualquier caso, has de saber, Miguel —intervino el padre Feijoo—, que ha llegado a mis oídos que la Junta de Comercio estudia otras tantas peticiones de concesión de privilegios para establecer supuestas fábricas de acero. Esta repentina obsesión por la metalurgia comienza a ser ridícula y propia de chamanes, si no fuera porque se trata de uno de los principales recursos de España. En breve plazo, si Dios quiere, veréis publicada mi particular disputa con un espabilado gentilhombre que, bajo el seudónimo de Teófilo, asegura poseer el secreto de la piedra filosofal y la fabricación de oro. Me consta que es un embaucador, como todos los alquimistas, pero a fe que da trabajo enseñar las virtudes de la razón a tanto crédulo y nigromante. Y lo peor es que no ha hecho sino copiar a un astuto conde francés, que está logrando estafar a muchos con un supuesto método secreto de transmutación del hierro en cobre. Espero equivocarme, pero me da que el engaño de este charlatán llegará pronto hasta nosotros. Dios nos pille confesados de tanto impostor inútil.
—Padre, me cuesta escucharle hablar así de la alquimia. No todos son iguales. Yo no he olvidado que una alquimista salvó de niña mi rostro de los efectos de un herpes. Sin ella, mi vida hubiera sido distinta, se lo aseguro —interrumpió la condesa.
—Bien, vayamos al grano, María… A la vista de tanta competencia, creo que no debemos dar pasos en falso. Mi propuesta es clara —sentenció Goyeneche, que interrumpiendo a la condesa, ofrecía pistas evidentes de la confianza que mediaba entre ellos—. Yo finan-ciaré los experimentos que nuestro reconocido maestro Sebastián de Flores hará sobre la fabricación de acero; supongo que con la ayuda de Francisco Barranco, ¿no es así?
—Así será —intervino tajante Flores, sin dar a Francisco oportunidad de contestar por sí mismo.
—El padre Feijoo, como amigo de la familia —prosiguió el anfitrión—, nos mantendrá informados de las novedades científicas internacionales. Os conozco bien, padre, y sé que os ofendería gravemente si insinuara que obtendréis beneficio económico de esto. Mi apreciado Zenón de Somodevilla, por su empleo en la Marina, estará ausente durante un tiempo, pero no cabe duda de que pronto nos será útil. Pedro, amigo, con tu habilidad para moverte en esta villa, me servirás para encargos y recados, como acostumbras… Yo estaré al tanto en la corte de los trámites precisos, y en su justo momento, si Dios quiere, lograré de la Corona el monopolio de una gran manufactura de acero, que proporcionará sustanciosos ingresos. Y tú, mi querida María…
—Mi intervención en tu proyecto será importante, Miguel —intervino la condesa—. Podré desviar algún capital de lo que corresponde a mi tesorería privada, sin necesidad de justificarlo ante mi esposo. Pero sé que puedo aportar algo más estimado todavía.
—Tú dirás —dijo Goyeneche, expectante como los demás presentes ante el ofrecimiento de la condesa.
—En mis manos se halla el tratado de ese científico francés, Réaumur, que al parecer desvela las claves del procedimiento del acero que todos pretenden. No me preguntéis de dónde lo he sacado. Creed simplemente que soy dama de muchos recursos… Lo tenía reservado a alguien que andaba buscándolo —dijo, dedicando una mirada cómplice a Francisco, cuyo corazón comenzó a agitarse al escuchar la confesión de la condesa y ver el interés que la dama había dedicado a este asunto común entre ellos—, pero en vista de que no ha acudido a mi aviso, creo más conveniente sacarlo de su escondite y aportarlo como contribución a esta empresa. Si te parece, lo entregaré para que entre a formar parte de tu biblioteca. Sé que apreciarás mi regalo…
—No dejas de sorprenderme, querida —contestó Goyeneche, tan halagado como el cerrajero—. Es más, me ocuparé de su traducción al castellano y estudiaré si es viable su publicación en un futuro.
Sebastián de Flores, que al igual que Francisco estaba maravillado por la repentina localización del valioso tratado que tanto ansiaban, se atrevió a sugerir que fuera el oficial el encargado de estudiar las conclusiones que se obtuvieran de la traducción del ensayo. Goyeneche se ofreció a abrirle para ello las puertas de su casa. No dudó en demostrar la simpatía que el joven cerrajero le despertaba.
El tiempo había pasado rápido durante la tertulia. El carillón del reloj de péndulo que presidía la chimenea de la elegante estancia anunció que ya era hora de dar por terminada la interesante charla, a la que Goyeneche puso broche final contando, de forma distendida y al unísono con la condesa, otras novedades de la familia real.
El aislamiento internacional de España había dejado pocas opciones para concertar matrimonios de Estado a los príncipes españoles. Sólo la casa real portuguesa se prestaba al pacto familiar, que lo era también político, con Felipe V y su esposa. Ambas partes estaban de acuerdo en que, una vez establecida la comunicación oficial, era conveniente aprovecharla para acordar varios enlaces de una vez. De esta forma, se ahorraba tiempo y dinero. Por ello, se convino celebrar al mismo tiempo las bodas del príncipe Fernando y la infanta María Ana con los hermanos Bárbara y José de Braganza.
Se hablaba ya en la corte del próximo intercambio de prometidas en la frontera portuguesa y algunos rumores apuntaban a que el acontecimiento iba a servir para sacar al rey por la fuerza de su demente encierro madrileño. Francisco ignoraba aún que su suerte iba a estar ligada a este evento.