Capítulo 1

El sonido retumbante del mazo sobre el yunque ponía fin a la infancia de Francisco Barranco. A su edad, se necesitaba valor para no temer al hierro al rojo vivo, a las llamas del carbón, a las chispas producidas por el golpe del metal.

—¡Machaca con tiento, muchacho, y en el punto exacto donde yo marque, si no quieres arruinar la obra entera y quedarte sin cena!

Francisco era el aprendiz y José de Flores su maestro, el reputado cerrajero del rey, uno de los artesanos de más prestigio en el Madrid renaciente de 1714. Francisco se había acostumbrado a su trato brusco, conforme sus manos, antes infantiles y blancas, adquirían la dureza de los callos producidos por el roce de las herramientas y la negrura del carbón, que tiznaba a diario su cuerpo y sus modestas ropas. Hacía mucho que había olvidado la cómoda sensación de bienestar del hogar materno.

Con sus oscuros y vivos ojos fijos en el golpeo del mazo, Francisco esperaba que algún día todo aquel esfuerzo mereciera la pena. A sus trece años, el recio trabajo le había hecho madurar a golpe de hierro y carbón. La abstracción hipnótica del fuego candente en la fragua provocaba en él largos episodios de ausencia mental, en los que intentaba rebuscar en su memoria aquellos momentos de una infancia despreocupada. Durante muchos meses, la imagen del rostro de su madre había estado presente en sus pensamientos. El tiempo había ido desdibujándola después. Apenas recordaba ya su expresión de afecto. Francisco había ido perdiendo con ello el vicio de la queja. Al fin y al cabo, era un afortunado. La guerra había dejado muerte y ruina por todo el país y tan sólo unos pocos privilegiados tenían la suerte de vivir en aquel lugar en el que nunca faltaría trabajo y sustento: la corte.

El taller era espacioso, porque así lo exigían los muchos encargos provenientes de los palacios reales. A pesar de su amplitud, se percibía una sensación de abigarramiento y desorden. Muros encalados en un blanco mudado ya, por efecto del hollín, en gris y negro como el cielo de una tormenta. Herramientas de toda condición y tamaño se alineaban a lo largo de las paredes, suspendidas de largas barras horizontales, esperando a ser utilizadas en cada fase precisa del oficio. Bajo las ventanas, en el rincón de la estancia preferido por Francisco, una larga y estrecha mesa de gruesa madera, sobre la cual se amontonaban cerraduras y llaves a medio hacer, el trabajo fino, junto a limas, buriles y punzones necesarios para darles forma.

En el lado opuesto, la fragua, con su enorme cubeta de ladrillo, repleta de rojo carbón centelleante por las fuertes corrientes de aire que insuflaban dos enormes fuelles de cuero y madera, sujetos a la tobera por donde escapaba el irrespirable humo, que a veces llenaba de lágrimas los ojos del joven aprendiz.

En el centro, sobre dos macizos troncos de árboles centenarios, reposaban sendos yunques de superficie brillante y ya aterciopelada por efecto del incesante machaqueo. Allí trabajaban, frente a frente, Francisco y su maestro.

Los últimos días en el hogar familiar habían sido felices. A su corta edad había asimilado bien la ausencia de su padre y el visible deterioro físico de su madre, enferma y prematuramente envejecida por las preocupaciones, a pesar de haber sido una mujer bella en su juventud reciente.

Felipe Barranco, el cabeza de familia, había sido un hidalgo venido a menos, como tantos otros en las últimas décadas, afincado en la pequeña localidad de Morata de Tajuña, situada a diez leguas de Madrid. El pueblo, señorío del poderoso conde de Altamira, le acogió con los brazos abiertos, cumplidos ya los treinta años. Felipe era un hombre modestamente letrado. Pronto encontró ocupaciones como oficial de tributos en el ayuntamiento y administrador en la tesorería del conde. Su boda con la hija del regidor de la villa, llamada Teresa Salado, no se hizo esperar. Teresa, de rostro armonioso y dulce, físico bien proporcionado y carácter acompasado, apenas había hecho otra cosa en su vida que aprender a acicalarse, bordar, escribir en pliegos de caligrafía y leer libros místicos. La sospecha de haber quedado estéril, como consecuencia de la viruela sufrida a los catorce años, la había mantenido hasta entonces soltera, pues ningún hombre del vecindario se aventuró a pedirla en matrimonio.

Acostumbrado al manejo de caudales, Felipe Barranco había ahorrado con presteza lo suficiente para arrendar al señor de Morata algunas fanegas de viñas y olivos a la vera del río. Los jornaleros más pobres trabajaban estas tierras para ganarse el sustento. Con los frutos de todo ello la familia Barranco se había asegurado un digno modo de vida en aquellos tiempos que se adivinaban difíciles y cambiantes. Su casa, de amplia fachada encalada en blanco, dos pisos de altas ventanas enrejadas y un gran portalón de granito y madera, no desdecía un ápice de las residencias más nobles del lugar. En su interior, un conjunto de seis sillas de Inglaterra lacadas en negro, una mesa de ébano y bronce y varias camas de Portugal, entre otros muebles, daban cuenta de la desahogada situación económica del dueño. Su responsabilidad en el cobro de impuestos le obligaba a desplazarse con frecuencia a poblaciones cercanas, dentro de las lindes del señorío de Altamira, e incluso a alargar el trayecto hasta Madrid para negociar los tributos reales. En cada viaje, Felipe Barranco aumentaba su afán de conocimiento y riqueza. Aspiraba a convertirse algún día en servidor de la Corona, a colocarse en alguna de sus administraciones y consejos.

Mientras tanto, atesoraba en su hogar tres enormes baúles con una modesta biblioteca: libros viejos y nuevos, con tapas de cabritilla o suave cuero y hojas de fuerte olor a papel, que había comprado a su paso por ferias y mercados. Felipe creía en el poder de la lectura como medio del progreso del hombre.

Hacía un par de años que llevaba asentado en Morata cuando llegaron las noticias de la muerte en Madrid del rey Carlos II. Corría el año de 1700 y con aquel triste soberano se acababa la dinastía de los Habsburgo. Las discusiones en el modesto ayuntamiento eran ahora eternas. Se hablaba de rumores que anunciaban la inminente llegada de un nuevo rey extranjero. Un francés, Borbón, nieto del rey Sol, cabalgaba ya hacia España para ocupar el trono como Felipe V.

El matrimonio Barranco se adhirió con lealtad al recién estrenado monarca, intuyendo que sería portador de prosperidad, siempre y cuando su coronación no causara disturbios. Pronto se corrió la voz de su entrada en Madrid y de su viaje a los pocos meses a Barcelona, para casarse con la princesa María Luisa Gabriela de Saboya. Apenas había dado tiempo a acostumbrarse a leer su nombre encabezando los documentos oficiales cuando se supo que el trono recién ocupado corría peligro.

Aquellos desórdenes que temía Felipe Barranco se hicieron realidad. Media Europa había declarado la guerra a Felipe de Borbón en defensa de los derechos al trono español de otro candidato austriaco. El país, sumido ya en la miseria económica, comenzó a prepararse para una contienda que acabaría por arruinarlo. Soldados y paisanos de los dos bandos opuestos convirtieron esta Guerra de Sucesión en un enfrentamiento civil.

En estas circunstancias vino al mundo Francisco Barranco, tras un parto recio y largo, que puso a su madre al borde de la muerte y la dejó, ahora sí, estéril para el resto de sus días.

Francisco era un niño fuerte y enérgico, de pelo oscuro como sus ojos y mirada noble y profunda. Por su carácter inquieto y aventurero no era raro verle regresar a casa magullado de las trifulcas infantiles en las que se veía involucrado. Se aburría en la escuela con aquel único maestro de letras que alcanzaban a pagar los escasos caudales del ayuntamiento. Y no era porque a Francisco no le gustara la lectura. Todo lo contrario, pues sentía verdadera fascinación por aquellos baúles cargados de libros que con tanto mimo manejaba su padre.

Durante un tiempo alcanzó a compartir con él los ratos en que este ordenaba pacientemente sus joyas impresas. Había allí volúmenes de historia, filosofía, literatura y ciencias. Algunos muy llamativos como esas Memorias de Trevoux, que se publicaban en Francia sobre novedades culturales y científicas, y que sólo unos pocos españoles ávidos de conocimiento buscaban entre los mercaderes de libros. En alguna ocasión, Francisco había colaborado en marcarlos a tinta con la identidad paterna. Preso de gran excitación, el niño los sacaba tomo a tomo de los baúles, los llevaba a la mesa donde su padre escribía a pluma en la primera página su nombre y apellido, y los devolvía a su lugar con sumo cuidado. Fue el juego más especial de su infancia, el que más impronta dejó en sus recuerdos, hasta que la guerra lo transformó todo.

—Felipe, tu lealtad a ese rey que apenas conocemos nos traerá problemas —escuchó un día Francisco decir a su madre, preocupada por la implicación de su marido en los asuntos políticos.

—No se trata de lealtad a un desconocido, sino de la dignidad de todos nosotros, Teresa. No podemos quedarnos de brazos cruzados mientras gobernantes de media Europa piensan en conquistar nuestras tierras y convertirnos en súbditos, sin tan siquiera conocer nuestro idioma.

—¿Es que acaso Felipe de Borbón tiene alguna noción de España?

—Puede que el francés no sea el mejor, quién sabe, pero al menos fue la voluntad del difunto Carlos II que le sucediese. Y los deseos de un moribundo, para mí, van a misa.

Desde entonces, la cercanía y complicidad existente entre padre e hijo comenzó a evaporarse. Felipe Barranco se desvivió por la guerra. El eco de sus pasos sobre el suelo de madera crujiente, a cualquier hora de la noche en que era atacado por el insomnio, provocaba la inquietud de Francisco. De día, luchaba por recabar los impuestos que Felipe V necesitaba para la subsistencia de sus ejércitos, por reclutar vecinos, por publicar las listas de levas, antes de que muchos de ellos huyesen para escapar de la obligación de enfrentarse a la muerte. Formó grupos de voluntarios, pobremente armados, para impedir que los regimientos de uno y otro bando, en su avance y defensa de Madrid, se refugiaran en el pueblo, usurpando sus víveres y sembrando el terror entre mujeres y niños.

Una desgraciada mañana, un oficial austriaco que amenazaba con cruzar por Morata de Tajuña al frente de su pelotón le exigió el pago de un doblón de a ocho por desviar la ruta de sus soldados. Plantado en el camino de entrada hacia la plaza Mayor, secundado por sus escasos seguidores, Felipe Barranco se negó. Un fuerte golpe en la cabeza con la culata de un fusil enemigo fue la respuesta. Tres días después moría, sin haber recuperado la conciencia. Francisco sólo recordaba de aquel trágico suceso la cara bañada en sangre de su progenitor, desplomado en el suelo, y los desgarrados llantos de su madre.

La guerra trajo consigo el abandono de la agricultura. Años de malas cosechas y una plaga de langosta hizo el resto. El campo quedó yermo. La viuda de Felipe Barranco y su hijo Francisco pronto se vieron en la ruina. Hubo que liquidar la herencia que habían recibido: las tierras arrendadas, aquellos lujosos muebles que adornaban las piezas principales del hogar y las pocas pertenencias que aún conservaban del difunto; un Cristo de marfil, una escribanía de plata, un bastón con empuñadura de bronce, una peluca de largos rizos blancos «a la moda» y una biblioteca de setenta y dos volúmenes, que fue vendida a un tratante de viejo, a pesar de constar en el testamento que habría de ser para Francisco cuando alcanzara la mayoría de edad.

Teresa Salado contemplaba la idea de volver a casarse, pero la guerra había dejado tantas viudas, que se hacía difícil encontrar un hombre soltero, y mucho menos un buen partido. Obligada a buscar sustento, halló empleo en uno de los batanes de paños que funcionaban en Morata junto a la ribera del río. Su poca costumbre de trabajo y la humedad del recinto empezaron por destrozar sus manos y continuaron por enfermar sus pulmones. Apenas ganaba unos reales, insuficientes para sostener su casa y alimentar y educar a su hijo adolescente.

—Madre, no quiero verte pasando más penalidades. No sé bien qué puedo hacer, pero creo que tengo edad suficiente para ayudarte y trabajar por ti —había dicho Francisco un día, sin saber realmente el alcance de su propuesta.

Hacía un año ya que la guerra había terminado. La circulación de monedas de nuevo cuño con la efigie de Felipe V anunciaba en todos los confines de España la consolidación del reinado. Una mañana de invierno, tan soleada como fría, Francisco se despertó temprano a la llamada de su madre, que le hizo vestir sus mejores ropas, calzón corto y chaquetilla de recio paño marrón, camisa de lienzo y gruesas medias blancas, zapatos de lengüeta alta y hebilla de metal; todo algo polvoriento y estrecho, por la falta de uso y el tiempo transcurrido desde que fue utilizado por última vez.

—¿Adónde vamos, madre? —trató de indagar, con la inquietud reflejada en su rostro adormilado.

Un prolongado silencio como respuesta, mientras le ayudaba a calzarse, fue suficiente indicio para imaginar que algo trascendente iba a ocurrir.

—No preguntes, hijo —contestó lacónicamente. El mutismo medió nuevamente entre ellos. Teresa lo agarró después con ternura por los hombros y frente a frente, con la zozobra marcada en el gesto, continuó—: Hoy debes limitarte a seguirme y no protestar. Aquí ya no queda nada de provecho para nosotros… Está decidido… No hay otra posibilidad —fue toda la explicación que supo ofrecerle.

Francisco se encontró subido a la parte trasera de una carreta, en cuyo pescante manejaba las riendas de dos mulas un viejo labriego, amigo de la familia. Teresa, sentada al frente, sin volver la vista atrás, se había vestido con la modestia que últimamente acostumbraba, toquilla de lana roja a los hombros, larga falda y corpiño de paño verde, que dejaban entrever sencillas enaguas y camisa de lino. El resto de sus pertenencias habían quedado en el hogar. Envueltas en un hatillo de tela iban sólo un par de camisas de mujer y de niño, por si hiciera falta cambiarse en los siguientes días. En otro, una hogaza de pan, tocino y queso, para matar el hambre durante el trayecto. Sentado en el borde de la carreta, con las piernas alegremente colgando, Francisco prefería no pensar en el destino de su viaje, mientras avanzaban lentamente por la senda escarchada que transcurría paralela al río. Hacia el mediodía, después de recorrer el último tramo del camino adentrándose entre montes de encinas, la marcha tocó a su fin en un insólito paraje urbano.

Era el lugar conocido como Nuevo Baztán.

—¡Aguarda tu turno, muchacho! ¡Usted, mujer, agarre a su chico y no estorben por este lado! ¡La fila para la lista de empleos comienza en la esquina de aquella casa, por el lateral del palacio! —fue el agrio recibimiento que un oficial de Juan de Goyeneche dedicó a los recién llegados.

Tras despedir al carretero que los trasladó desde Morata y echarse al hombro los parcos hatillos, con el cuerpo entumecido por las horas de viaje y aturdidos por la novedad del lugar, pretendieron orientarse paseando por esas calles, nuevas, espaciosas y rectas, como tiradas a cordel, que componían Nuevo Baztán.

Teresa Salado había escuchado muchas veces a su esposo referirse a la inteligencia de este navarro, Juan de Goyeneche, rico de nuevo cuño, de fulgurante carrera en la corte, propietario y constructor de esta singular población. De cada ida y venida a Madrid traía noticias sobre sus recientes actividades. Lo admiraba porque hubiera querido parecerse algún día a él. Goyeneche, también hidalgo de poco lustre, había llegado a la capital del reino muy joven, en busca de fortuna. La protección de sus compatriotas navarros ya afincados en Castilla y del conde de Oropesa, primer ministro de Carlos II, favoreció su entrada en la administración de la Corona. Su habilidad contable y su particular capacidad de generar confianza le auparon en poco tiempo al puesto de tesorero de las cuentas secretas de los reyes. Goyeneche era un hombre moderno; un pionero de la mentalidad financiera. Se había hecho afín a un grupo de intelectuales llamados los Novatores, y pensaba, como ellos, que España necesitaba una reforma profunda para salir de su decadencia. La creación de fábricas, nuevas oportunidades de negocio y trabajo, era una de las vías para conseguirlo.

A diferencia de Felipe Barranco, Goyeneche había sabido aprovechar la guerra en su favor. Tras jurar lealtad al francés Felipe V como vasallo, se convirtió casi en su dueño, al ser su principal prestamista. Sin él, las pretensiones del nuevo rey hubieran muerto por falta de caudales. El pago a sus adelantos pecuniarios fue la concesión de monopolios y contratas en el suministro de las tropas; desde uniformes para las de tierra, hasta mástiles, brea y alquitrán para las de Marina.

Goyeneche parecía no tener miedo al fracaso. Su negocio más original tuvo que ver con la tinta y el papel. Se hizo empresario periodístico al comprar a perpetuidad el privilegio de edición de La Gaceta de Madrid, aquel escueto noticiario de dos hojas, en el que se publicaban las primicias del gobierno y la familia real, y se vendía los martes en la Puerta del Sol. Francisco había tenido oportunidad de ojear alguna vez esas cuartillas de letra menuda que su padre guardaba como testigo de sus viajes a la corte. Enseguida fueron perceptibles las mejoras del periódico, comentadas en privado por Felipe Barranco, a quien no dejaba de sorprender la capacidad innovadora de Goyeneche, que había convertido en rentable un negocio de imprenta hacía tiempo agotado. El hecho de tener ya corresponsales en el extranjero y necesitar de segundas ediciones cuando las noticias eran importantes daba fe de ello.

La más ambiciosa de sus empresas, sin embargo, iba a ser la puesta en marcha de esta villa industrial, erigida de la nada. Donde antes había campo, ahora se levantaba un conjunto ordenado de edificios destinados a fábricas y casas de artesanos, a los que no iban a faltar hospital, escuela, hermosas plazas para el mercado o la diversión, iglesia donde santificar las fiestas y la referencia omnipresente del palacio señorial de su patrono.

Una legión de operarios se afanaba en la construcción de un pabellón de viviendas. Unos transportaban en carretilla los bloques de buen granito despiezado y vigas de la mejor madera, mientras otros, subidos en lo alto de los muros, alineaban las piezas con precisión. Un intendente vigilaba la perfecta ejecución de las tareas, tal como había exigido Goyeneche a José Benito de Churriguera, el arquitecto responsable de la planificación del proyecto.

—Churriguera, bien sabes lo que me impacienta la lentitud de los trabajos. ¿Cuándo consideras que estará todo terminado? No soporto las interferencias que la albañilería causa al buen funcionamiento de mis manufacturas. El maestro tejedor que ha llegado de Francia se queja del polvo que se impregna en los paños. ¿Has pensado ya en la disposición de los desagües? ¿Qué opinas tú, Flores, del estilo que debe darse a los balcones? ¿Me has traído algún modelo de cerraja para la iglesia?

Goyeneche había llegado en esos días a Nuevo Baztán para inspeccionar la marcha de la gran obra de su vida. Lo hacía con frecuencia para supervisar personalmente los asuntos en los que se jugaba el dinero. Provisto de larga peluca blanca, al estilo francés, buena casaca y calzón de terciopelo oscuro, camisa de puños y gorguera de fino encaje, su figura señorial, erguida y altanera de pura inteligencia, era ya familiar entre los nuevos vecinos de la población. Cada uno de ellos sentía admiración y agradecimiento por este proverbial empleador. Ese día venía acompañado de su arquitecto de cabecera, Churriguera, y del cerrajero del rey, José de Flores, a quien Goyeneche había encargado la obra de hierro del palacio, previo permiso especial del soberano, a quien debía la exclusividad de su oficio.

—Señor, ese pabellón estará terminado en un mes. Sólo faltará la contrata de carpintería y el solado de barro interior. Os recuerdo que el retraso se ha debido a las mejoras que su señoría quiso introducir en el ancho de los muros —apuntaba Churriguera, pretendiendo desplegar los planos en el aire para mostrarlos a su mecenas.

—Me permito sugerir que rejas y balcones se hagan sencillos, al estilo del real alcázar. Barrotes lisos con ligeros recalcos y balaustres amazorcados, que no estorben a los adornos que nuestro amigo Churriguera ha diseñado para la cantería —explicaba el cerrajero Flores, sosteniendo en su mano barras de pulcro hierro prestas a servir como modelo.

—Bien. Acelerad ambos vuestra parte del proyecto. Mis fábricas deben estar pronto a pleno rendimiento, si es que quiero dar cobijo a esa pobre gente que huye de la miseria de la guerra. Todos creen que puedo darles casa y empleo.

—Os conozco bien, señor. Estoy seguro de que podríais, si ese fuera vuestro propósito —dijo el arquitecto.

—Vienen de camino otras tantas familias de Flandes y Portugal. No sé cómo manejaremos este galimatías. Maestros franceses habrán de enseñar y hacerse entender por navarros y castellanos… Pretendo que haya disciplina, orden y buen hacer. El rey espera que nuestro suministro de paño para los uniformes del ejército pronto sea lo suficiente para prescindir de costosas importaciones.

—¿Os habéis planteado instalar alguna manufactura de metales? —preguntó Flores.

—Quién sabe. Bien pudiera ser, pero de momento son suficiente negocio los telares de paños y la fábrica de sombreros que ya funcionan, además de las de aguardientes y vidrios finos que proyectamos. Serán mis hijos, Javier y Miguel, quienes en el futuro tendrán que manejar todo esto.

—Buena herencia les dejáis —añadió Churriguera.

—Sí, no hay duda. Pero dada su corta edad, aún es pronto para evaluar sus cualidades, y a fe que es grande quebradero de cabeza el que voy a legarles. Dios quiera que sean hombres de ley, hábiles con el dinero y leales a la Corona. Cualquier tiempo venidero será mejor que este.

A un lado, apartado del trasiego de gente que deambulaba dispersa por las calles de Nuevo Baztán, Francisco escuchaba con atención las explicaciones de su madre, que intentaba convencerle de las razones de este viaje. En su desesperación por el fracaso en sostener la precaria economía familiar, Teresa anhelaba que Francisco emprendiera su propio camino en la vida, aprendiendo aquí un oficio artesano que le diera un porvenir y le hiciera un hombre. Teresa jamás hubiera pensado en someterle, como hijo de un caballero letrado que era, a la humillación de rebajar su estrato social al de los trabajos manuales. Pero dada la situación, confiaba en que obtendría sustento más inmediato por la fuerza de las manos que por el intelecto. Quizás podría llegar algún día a ser un reputado maestro, capaz de transformar viejos prejuicios.

Obedecieron mansamente la orden de respetar la fila donde hombres, mujeres y niños esperaban, con el ansia en la mirada, su turno para ser inscritos en el pliego de candidatos a recibir ocupación en las fábricas de Goyeneche. Con áspera parsimonia, como en un improvisado despacho al aire libre, sentado en una silla de nogal de alto respaldo y una sobria mesa de patas torneadas, un viejo secretario garabateaba los nombres, apellidos y rasgos físicos, junto a las habilidades manuales que cada cual reivindicaba para merecer el acomodo. Familias enteras aspiraban a iniciar una nueva vida. Con el corazón compungido, Teresa rezaba para que su hijo fuera admitido como aprendiz de alguno de los maestros de oficios que habían llegado del extranjero. Francisco era consciente de la angustia de su madre por la fuerza con que le agarraba de la mano.

Un hombre fornido y greñudo, con la camisa sucia, los cordones del calzón desatados y unos bastos zapatos de cuero viejo, se situó detrás de ellos. Desprendía un desagradable hedor, mezcla de leche rancia y vino. Entre dientes, mascullaba blasfemias y masticaba hilos de paja, renegando de su existencia. A Francisco le pareció entender que culpaba a Dios de su ruina. Se percató de que Teresa estaba sola con su hijo, sin marido que la defendiera, y con sumo desprecio pretendió sacarla de la cola, apartándola hacia un lado. La fragilidad e indefensión de su madre, traspasó el alma de Francisco. Sin pensar en la temeridad que suponía el enfrentarse a un hombre que le superaba en fuerza y edad, se revolvió furioso contra él.

—¡Respete a mi madre! No tiene derecho a empujarnos —le gritó con toda la gravedad que fue capaz de imprimir a su inmadura voz.

—¡Aparta mocoso! —contestó enfurecido el hombre, agarrándole por el cuello.

Teresa comenzó a gritar, mientras forcejeaba con aquel energúmeno borracho, para que soltara al niño. Francisco intentó defenderse con fiereza, provocando un extraordinario revuelo. El alistamiento de empleos se detuvo por un momento. Unos observaban la riña con curiosidad y parsimonia; otros simplemente para mofarse. Un oficial encargado del orden público acudió solícito a detener la pelea y expulsar de inmediato a los violentos. Goyeneche, Churriguera y el cerrajero Flores, en su paseo de reconocimiento por la obra, no pudieron permanecer ajenos al incidente y, curiosos, se acercaron a contemplar la escena.

—Vaya, un chico valiente —musitó sorprendido Goyeneche, mientras el guardia había logrado controlar la situación y mantenía al hombre atado por las muñecas y a Francisco sujeto de una oreja—. ¡Tráigame al muchacho! ¿Cómo te llamas, zagal?

—Me llamo Francisco Barranco, señor.

—¿Puedo saber a qué se debe este escándalo en mis posesiones?

—Ese hombre ha empujado a mi madre. Y no puedo permitir que ningún zafio le falte al respeto —contestó lleno de rabia.

—Parece que ocupas el lugar que corresponde a tu padre…

—Mi padre murió en la maldita guerra, señor, y por ello mi madre se ha visto obligada a trabajar y a mezclarse con gente que no es de su condición. Pero para eso estoy aquí, ahora seré yo quien trabaje para sacarla adelante.

—¿Qué sabes hacer? ¿Cuál es tu oficio, tan joven, para pretender ocupación en mis negocios?

—Cualquiera que me permita ganar dinero honradamente para comprar un palacio como el que su señoría construye.

—Vaya, parece que tienes ambición y ojo para el refinamiento estético —comentó divertido Goyeneche, sorprendido de la firmeza con que se expresaba Francisco.

—¿Conoces el oficio del hierro? —se atrevió a intervenir el cerrajero Flores.

—No, señor. Nunca he pisado una fragua, pero no pondría reparos en empezar a aprender desde hoy mismo —sentenció el chico, dejando a su madre boquiabierta.

Teresa, compungida aún por la desagradable riña, suponía que de un momento a otro los expulsarían de Nuevo Baztán y tendrían que regresar a las penalidades de costumbre.

—Señora, ¿es usted su madre? —le preguntó Goyeneche.

—Sí, señor, y siento mucho las molestias que podamos haber causado, yo…

—No se excuse. Tiene usted un buen hijo. Flores —se volvió inquiriendo al cerrajero—, ¿acaso no necesitas manos útiles para acelerar el curso de mi obra?

—Ciertamente, señoría. Ando corto de aprendices. Ahora sólo tengo uno en mi taller; un holgazán, por cierto, que más me valiera no tenerlo. Por lo que a mí respecta, no pondré reparos en llevarme al muchacho a Madrid y probar en la fragua la habilidad y fuerza de sus manos. Desde luego, valentía no le falta.

En una saleta del palacio de Goyeneche dedicada a asuntos contables, Teresa rubricó la cesión de la potestad de su hijo en favor de José de Flores, cerrajero real. El arquitecto Churriguera actuó como testigo. Unos días después, ante un notario de Madrid, el joven aprendiz estamparía la primera firma de su vida sobre el contrato formal que le vincularía tan estrechamente a su maestro como jamás lo había estado a su padre.

Según rezaba el documento, durante los cinco años siguientes, José de Flores habría de enseñar el oficio de cerrajero a Francisco Barranco, sin encubrirle cosa alguna, de forma que, cumplido el plazo, pudiera ser capaz de trabajar como oficial con cualquier maestro del gremio. Durante ese periodo, le cobijaría en su casa. Le daría de comer y beber; cama, ropa limpia, vestido, medias y calzado. Le curaría las enfermedades que no fuesen contagiosas ni pasasen de quince días. A cambio, Francisco no se ausentaría de su lado, sin permiso, ni un solo momento. Cuando alcanzase el grado de oficial, tendría derecho a una remuneración de trescientos reales, bien merecidos, para gastar en un buen traje que señalase su nueva condición también en el aspecto externo.

Por primera vez, Francisco se separaba de su madre por un tiempo indefinido. Prefirieron por ello despedirse escuetamente, abreviando el momento y el profundo dolor que les oprimía el pecho. El chico hizo esfuerzos por aguantar las lágrimas, que rodaron en cambio por las mejillas de Teresa, a la vista de la marcha de su hijo y su nueva vida de soledad. Gracias a la magnanimidad de Goyeneche, ella trataría de sobrevivir de una forma decente, como vecina de Nuevo Baztán y empleada en los telares de sedas, los más refinados de aquel laborioso lugar.

Francisco había viajado hasta Madrid sumido en profundos pensamientos, esta vez acurrucado en la parte trasera de un buen carro propiedad de su maestro, José de Flores, rodeado de herrajes, rejas y barrotes que a cada bache del camino amenazaban con aplastarle. Empezaba a acostumbrarse al sonido del traqueteo metálico y al frío olor del hierro, que ya se había impregnado en sus manos.

La llegada a la que habría de ser su nueva casa, ya de noche, le causó indiferencia. Venía soñoliento y molido por las emociones. Apenas atisbó a ver, a la luz de la vela, el cuartucho que habría de ocupar, con su catre de dormir arrimado a un costado, separado del taller únicamente por un estrecho pasadizo. Sin más explicaciones, Flores le entregó una áspera manta de lana para que se cubriera sobre el jergón de paja y le deseó buenas noches. Con la tenue luz de las estrellas que entraba por un alto ventanuco, Francisco pudo vislumbrar que no era el único inquilino de aquella habitación. El camastro contiguo al suyo estaba sin duda ocupado por un bulto con apariencia humana. Estuvo tentado de averiguar si realmente se trataba de algún compañero de sueño, pero decidió mejor cerrar los ojos y, sin desprenderse siquiera de la ropa y los zapatos polvorientos, derrumbándose en la cama, se dejó vencer por el cansancio.