La búsqueda de la historia
Desde la muerte de Alberto Rabadá y Ernesto Navarro en 1963 se han escrito muchas páginas sobre la vida ajetreada y fuera de lo común de estos dos alpinistas. Los periódicos de Aragón han relatado su historia desde sus primeras prácticas en las paredes de los alrededores de Zaragoza hasta su trágico fallecimiento en medio de la expectación general en la pared norte del Eiger entre el 15 y el 16 de agosto de 1963. Las revistas especializadas han derramado ríos de tinta sobre sus escaladas, se han realizado congresos repasando su trayectoria, se han filmado documentales y se les ha dedicado algún libro. Todo el mundo relacionado con la montaña en nuestro país ha oído hablar alguna vez de Alberto Rabadá y Ernesto Navarro, la mítica cordada, el binomio que se enfrentó con éxito a los últimos problemas de la escalada.
Quien más y quien menos dentro del panorama montañero ha hecho alguna de sus rutas, o se ha plantado en la base de las paredes que ellos inauguraron, para interrogarse cómo aquellos hombres habían conseguido escalar la cara oeste del Naranjo de Bulnes, el espolón sureste del Mallo Firé o la norte directa del pico de Aspe. Pero lo que muchos conocen de Rabadá y Navarro está más decorado por la leyenda que perfilado por la realidad. Su recuerdo se acerca más al mito, a las aventuras de los héroes de la antigüedad, que a la historia real de unos hombres y una época.
Titulares periodísticos de época.
Este libro parte de un extenso trabajo de investigación y de una larga suma de opiniones contrastadas. Quizás algunas no fueron todo lo veraces que esperaba, quizás otras estén retocadas también por el paso de los años o hayan quedado ocultas en algún baúl oscuro de la memoria donde almacenamos las viejas historias que ya no utilizamos, pero no cabe duda de que la búsqueda de una visión plural ha sido el hilo conductor de este trabajo. Una investigación tan exhaustiva era necesaria para disipar la visión irreal que emanaban los personajes.
Comencé la investigación en septiembre de 2005 en la ciudad de Zaragoza y fui visitando a los supervivientes de aquella época heroica de la escalada de la posguerra española. Miguel Vidal, Ángel López Cintero, José Antonio Bescós, Pepe Díaz, Gregorio Villarig, Ursicino Abajo, ellos fueron algunos de los últimos exploradores con los que tuve la suerte de poder conversar.
Cuando los visité en Zaragoza eran ya hombres maduros, algunos ancianos, pero todos estaban alimentados por una vitalidad especial. Su trato siempre fue exquisito y facilitaron mi labor en todo momento con la mayor educación. Nunca me faltó quien después de una entrevista me ofreciera un sitio a su mesa o incluso un lugar donde descansar. Recuerdo un momento especial en que bien comido y con una botella de vino bajo el brazo dejé la casa de Carmelo Royo y de su mujer en Formigal con la satisfacción de haber sido partícipe de una gran experiencia.
Diario de Ernesto Navarro escrito durante la ascensión del Naranjo de Bulnes en agosto de 1962.
Conocer a los hombres y mujeres de aquella generación de montañeros, que me han ayudado a lo largo de estos meses, ha sido la mejor recompensa del trabajo. En las primeras conversaciones con Ángel López Cintero aparecían constantemente nombres de personas y lugares que yo desconocía. Algunos de ellos se repetían sobremanera y, mientras los rastreaba para descifrar su significado, otros iban apareciendo. Era una labor sin fin, y después de unos días, el abanico de posibilidades se amplió tanto que una noche acabé caminando sin rumbo por las calles de Zaragoza, con el estómago vacío y sin un alojamiento en perspectiva, con la única preocupación de descifrar los interrogantes acumulados.
Encontré documentos oficiales, recortes de periódicos viejos, cartas, diarios manuscritos de los protagonistas, fotografías, películas, referencias en la prensa local y nacional, visité sus tumbas, sus casas y, en alguno de los paseos sin rumbo por la noche de Zaragoza, creí por un momento habitar en sus corazones.
La falta de un método inicial se convirtió en un ligero ejercicio a la deriva, hasta que los nombres, las fechas y los lugares fueron cuadrando como quien ajusta la lente de una cámara fotográfica y la imagen aumenta en nitidez. Así se creó una entramada telaraña en la que todo estaba relacionado.
El punto de fuga de todas las conversaciones fue la historia de Rabadá y Navarro, pero por el camino surgieron otras anécdotas que dieron forma a una visión global de la escalada aragonesa de los años cincuenta y sesenta.
Según aumentaba la información, las figuras de los protagonistas se fueron haciendo más complejas. A la nítida definición de su principal dedicación como escaladores se añadió la de sus facetas profesionales, sus relaciones familiares y su vida al margen de la montaña. La primeriza imagen de los héroes se había disipado para dar luz a unos personajes de carne y hueso.
Miguel Vidal filmando en Riglos.
Una noche más caminaba por los alrededores del barrio de Torrero, en Zaragoza, pero esta vez no estaba solo. Me acompañaba Gregorio Villarig, con el que había conversado durante más de tres horas en su estudio, entre bastidores, lienzos, espejos rotos, manchas de óleo, calaveras de animales y todo tipo de artilugios que jamás había imaginado en el estudio de un pintor. Gregorio había sido compañero de cordada de Ernesto Navarro e íntimo amigo de Rabadá; aquella tarde había hablado con sinceridad.
Se había entusiasmado en algunos momentos y en otros los ojos se le habían enrojecido al rememorar la desgracia de sus amigos. Toda la conversación había sido grabada, estábamos cansados y caminábamos en silencio hacia la parada del autobús. Las calles estaban mojadas de lluvia reciente y no se veía ni un alma, sólo algún vehículo ocasional que iluminaba la calzada. En ese momento, después de dos semanas en las que todo giraba en tomo a Rabadá y a Navarro, pude comprender la magnitud de la historia.
Paralelamente a mis indagaciones, Jesús Bosque, un apasionado del cine de montaña de Huesca, había comenzado la lenta tarea de búsqueda y remasterización de las películas que en su día grabaron Alberto Rabadá y Ernesto Navarro con la ayuda de Miguel Vidal, recientemente fallecido.
Jesús había pasado muchas horas repasando el archivo de Miguel, y algunas de las grandes escaladas de la cordada de Zaragoza aparecieron grabadas en cintas de 8 y 16 mm. Jesús recompuso las películas, las pasó a formato digital y rehízo los guiones y las bandas sonoras deterioradas por el tiempo.
Su trabajo ha dado fruto en una colección de documentales que ilustran perfectamente la historia de Rabadá y Navarro y que son fundamentales para entender la historia de la montaña aragonesa.
Parte del trabajo de Jesús Bosque también acompaña este libro en forma de un DVD que resume la trayectoria de la cordada en imágenes y entrevistas.
Miguel Vidal filmando a Rabadá y a Navarro en la ascensión del Tornillo, Riglos.
La última parada de la investigación fue en la casa de Rodolfo García Amorrortu, frente a la bahía de Santander. Rodolfo desentrañó el misterio de cómo Alberto Rabadá había conocido el Naranjo. La respuesta fue sencilla: Amorrortu mismo le había acompañado. Al terminar la entrevista y regresar al coche en medio de una lluvia intensa, me sentía sosegado. Era la dulce sensación del trabajo cumplido. Durante el viaje de regreso comencé a ordenar mentalmente la secuencia de la historia, desde los inicios en Riglos hasta la muerte en el Eiger, y tuve que dejarlo cuando descubrí que llevaba cien kilómetros conduciendo en dirección equivocada.
Había salido de casa con un bolso lleno de cuadernos, un ordenador portátil y unas mudas de ropa que dejaron de estar limpias a los pocos días, y regresaba con cajas y cajas de documentos y con una historia tan real que resultaba plenamente confusa. Durante el trabajo de redacción me ha sido imposible ser objetivo. La profunda fascinación que Alberto Rabadá y Ernesto Navarro producen en mí ha contaminado con un poco de entusiasmo la imagen más objetiva que debería haber existido.
Este libro no pretende ser una historia científica de Rabadá y Navarro sino una aproximación a su realidad, a cómo eran ellos, a cómo se idearon sus vías y a cómo se llevaron a cabo. Quizá por ello he tenido que recurrir a un estilo que en algún momento abandona la estricta crónica de los acontecimientos y se adentra más en el terreno de la ficción.
Ahora, con el trabajo ya casi terminado, parece mentira que tantas vivencias, tantas preguntas y respuestas, se vean reflejadas en un efímero taco de folios impresos en el ordenador. ¿Todas las sensaciones de estos meses resumidas en un taco de folios? Creo que no, es un poco presuntuoso decirlo, pero creo que en estos folios no está todo, es imposible. Pienso que la mejor parte se ha quedado en mí, en el recuerdo de los interrogantes por los que comenzó esta historia.
Siendo éste un primer libro y trabajando siempre desde la intuición, ha sido la colaboración de un nutrido grupo de personas la que ha hecho posible que este documento salga a la calle.
Quiero agradecer especialmente a los viejos escaladores de Zaragoza y a sus familias las largas horas de conversación y todos los documentos prestados. Ángel López Cintero ha sido mi guía por la Zaragoza actual a lomos de su vespa 200 y por los vericuetos del pasado de la escalada aragonesa. También Ursicino Abajo, Pepe Díaz, Jesús Mustienes, Gregorio Villarig, Escolástica Navarro, Enrique Navarro, el fallecido Miguel Vidal, Julián Vicente Nanín, Melchor Frechín, Amelia Roi, Julio Porta, José Antonio Bescós, José Soriano, Carmelo Royo, José Luis Artieda y Toño Carasol de Riglos, Luis Alcalde, por su intensa narración de la historia del Eiger, Ricardo Arántegui y Julián Gracia, encargados de la biblioteca de Montañeros de Aragón, y José Arbués, investigador de la historia de Fuencalderas, me han ayudado con extrema amabilidad. El pirineísta y escritor Alberto Martínez Embid, buen conocedor de la historia montañera de Aragón, ha sido una fuente inagotable de ánimos y documentación.
Animación en los carnavales de Riglos. De izquierda a derecha: Pepe Díaz, Gregorio Villarig, Alberto Rabadá, José Antonio Bescós y Julián Vicente Nanín. Abajo: Rafael Montaner (izquierda).
Josep Manuel Anglada y Francisco Guillamón me dieron el punto de vista de la otra gran cordada de la posguerra, Sebastián Álvaro puso su archivo a mi disposición y Félix Méndez me atendió amablemente en su casa de Madrid para prestarme algunos textos fundamentales. Juan José Zorrilla me ayudó a encontrar el texto del que nació la primera a la oeste del Naranjo. Rodolfo García Amorrortu deshizo el entuerto del viaje de Rabadá a Santander y Gregorio González estuvo en la localización de espacios físicos y mentales en los Picos de Europa. Antxón Iturriza, estudioso del montañismo vasco, me documentó sobre la primera repetición de la ruta. El equipo de la editorial Desnivel ha pasado largas horas escaneando y escribiendo pies de foto, especialmente Graciela Fernández, en el archivo, y Sergio Prieto, con la cámara digital. Jesús Bosque ha derramado entusiasmo recuperando viejas películas y creando nuevas. Roberto Iglesias y Luis Vicente Elias me han ayudado con sus correcciones y con su método, apaciguando mi anarquismo. Beata Rozga y Darío Rodríguez han tenido siempre una fe inquebrantable en el proyecto.
A todos los nombrados y a los otros tantos que olvido en el papel, pero que guardo con cariño en mi memoria, muchas gracias.
Simón Elias
Logroño, 7 de junio de 2006
Dibujos realizados por Alberto Rabadá con 16 años durante su primer curso de escalada.