Unas semanas después, el 12 de agosto de 1962, en medio del sopor provocado por las altas temperaturas, José Antonio Bescós y Rosario Roi contrajeron matrimonio en la ermita de Santa María de la Peña, en una ceremonia íntima y desenfadada. Hasta allí había viajado Pachi Casteran, un amigo francés de Montañeros de Aragón, para asistir a la boda. Había cruzado el Pirineo con la vieja furgoneta que le ayudaba en sus tareas de fontanero en el país vecino y se disponía a regresar al fin de las celebraciones, cuando fue abordado por el entusiasmo de Rabadá con el proyecto del Naranjo. Pachi se ofreció a acercarles hasta Picos de Europa con su furgoneta y así conocer esas montañas de las que tanto había oído hablar y desde las que decían que se podía ver el mar. Así, el 13 de agosto, los tres partieron con el vehículo lleno de material de escalada y de provisiones hacia Espinama, donde durmieron en el ya conocido por Rabadá refugio de Áliva.
14 de agosto de 1962
Los tres montañeros recorrieron las laderas bajo la inmensa pared sur de Peña Vieja, alcanzaron los Horcados Rojos y desde allí continuaron hasta la vega de Urriellu. Ernesto, que no conocía la pared sino por los relatos de Alberto, se tropezaba con las piedras constantemente, como si estuviera ebrio, sin poder despegar los ojos del monolito. Los tres montañeros acarreaban pesadas mochilas, en las que llevaban ciento ochenta clavijas, quince tacos de madera para grietas, microclavijas de expansión, un buril con el que perforar la roca artificialmente en el caso de encontrar pasos infranqueables, tres cuerdas de sesenta metros y una de cuarenta. Además, Rabadá llevaba en bandolera una cámara de 16 mm prestada por Miguel Vidal, con la que grabaría los momentos más interesantes de la ascensión.
Rabadá y Navarro en el pantano de la Peña el día de la boda de su compañero José Antonio Bescós, justo antes de partir hacia el Naranjo.
Cuando alcanzaron el refugio Delgado Úbeda, frente a la gran pared, ninguno de los tres hizo ningún comentario y se dedicaron a recorrer el itinerario con la mirada. Primero la entosta desplomada, luego la cicatriz oblicua para llegar bajo los techos, la zona lisa de pared de la que tanto había hablado Rabadá y, tras la incertidumbre, un obvio sistema de fisuras que los llevaría hasta la cumbre.
15 de agosto de 1962
Alberto llevaba pantalones bávaros de pana oscura, calcetines rojos y unas botas más ligeras de lo habitual, de suela vibram, la última novedad en material de montaña. Ernesto también utilizaba los bávaros, calcetines claros y las mismas botas que Alberto. Los dos caminaban con los torsos desnudos, encorvados bajo el peso de las mochilas hacia la base de la pared.
La claridad de un día radiante les sofocaba.
Alberto Rabadá y Ernesto Navarro frente a la cara oeste del Naranjo.
Antes de comenzar la escalada, Alberto se tapó el pecho fibroso con una camisa roja, se ató a la cuerda, elaborando minuciosamente el nudo «edil», y, colocándose en bandolera las clavijas, los tacos y los mosquetones, comenzó a escalar. Pachi Casteran les acompañaba filmando con la cámara de 16 mm.
Progresaron tres largos de cuerda de gran dificultad, primero por una placa lisa y luego por un gran diedro extraplomado que lideró Navarro. Estaban a más de ciento cincuenta metros del suelo y, agotados por la intensidad de la escalada, decidieron pasar la noche en una estrecha repisa que formaba el inicio de una fisura bautizada desde la base como la Cicatriz.
Pasaron la noche abrigados con las chaquetas de pluma y con las piernas protegidas por unos finos sacos de nailon sin apenas relleno térmico. Antes de dormir, Ernesto fumaba un cigarrillo liado. Era un solemne ritual que repetía en todos los vivacs. Después de haber ordenado el material y plegado las cuerdas, liaba un cigarrillo y lo consumía con caladas profundas, mientras se dejaba llenar por la serenidad del paisaje. Durante aquella noche, con los pies colgando e iluminado por el haz de su linterna frontal, observaba el número 346 de la revista Peñalara, donde aparecía la fotografía de la pared que estaban usando como referencia. Ernesto recorrió con el dedo la imagen y apuntó el lugar donde se encontraban, la repisa a ciento cincuenta metros del suelo. Luego apagó despacio el cigarrillo contra la roca, a punto de quemarse la punta de los dedos, y se metió en su bolsa de dormir.
16 de agosto de 1962
Mientras los aragoneses comenzaban los primeros largos de cuerda del día, todavía atenazados por el frío, Pachi regresó caminando hasta su vehículo para emprender el viaje a Francia.
Ernesto y Alberto tuvieron que escalar dos días más para llegar a la travesía clave de la ascensión. La roca apenas ofrecía agarres o buenos clavaderos, y en un segundo largo de cuerda de grandes dificultades Navarro intentaba inútilmente alcanzar una repisa batiéndose en péndulos por la pared.
El día estaba agotándose y el escalador extenuado recorría una y otra vez en rítmicos saltos el mismo paño de roca en busca de un agarre que le permitiera progresar. Navarro describió en su diario el paso «liso como un canto de río».
Las provisiones escaseaban y la moral de los escaladores estaba deteriorada por el esfuerzo y las grandes dificultades. Tras intentar infructuosamente la travesía, decidieron buscar un itinerario de escape.
Un pequeño rápel y un sistema de repisas les sacó de la verticalidad de la pared, hasta un anfiteatro rocoso con una amplia repisa colgada sobre el vacío. Allí pasaron la noche.
Ernesto Navarro, recuperando la travesía clave de la cara oeste del Naranjo.
18-20 de agosto de 1962
Abandonaron la pared cansados y recorrieron las canales de piedra suelta hasta alcanzar el refugio Delgado Úbeda.
Necesitaban más provisiones, por lo que ese mismo día, tras refrescarse en la fuente junto al refugio, decidieron caminar hasta el parador de Áliva y descender luego hasta una mina cercana, donde una cantina abastecía a los trabajadores. Allí descansaron en compañía de los hombres duros de las minas y de alguna manera se vieron identificados: ambos, tanto escaladores como mineros, luchaban duro en la montaña por una mínima recompensa.
El 20 de agosto, después de dos días de intensas caminatas y maniobras de cuerda para alcanzar otra vez el anfiteatro, se vieron otra vez colgados en la lisa travesía, con Alberto progresando lentamente sobre los estribos. Había renovado las energías, su moral era optimista y tenía abundancia de material en la bandolera. Clavando diminutas clavijas en las oquedades de la roca, se movía con precisión, lentamente, cambiando los pesos de un peldaño a otro. Ante la imposibilidad de continuar en un tramo liso, perforó la roca con un buril y clavó varios tornillos seguidos en las oquedades artificiales, ganando distancia con dificultad.
Tras varios taladros más, que supusieron horas de trabajo para superar unos escasos metros, Rabadá alcanzó una estrecha repisa donde acababan las dificultades, demostrando una gran maestría en las técnicas de escalada artificial. Primero colocó las dos manos hinchadas y ennegrecidas, y tras un ligero empujón, se ayudó con las piernas hasta levantarse sobre la repisa. Gritó a Ernesto que lo había conseguido. Ernesto despitonó el largo y, conociendo que el regreso sería imposible tras cruzar la travesía, abandonó un trozo de cuerda para asegurar un hipotético descenso. La noche del 20 de agosto la pasaron sobre unas cómodas terrazas. Los aragoneses sabían que tras haber solucionado la travesía, habían resuelto también el enigma de la cara oeste del Naranjo. Estaban cansados, pero felices. Era un espléndido lugar para dormir y el clima continuaba cálido y despejado.
Ernesto Navarro filmando en la Plaza de Rocasolano.
21 de agosto de 1962
Alcanzaron la cumbre rodeados de un espeso mar de nubes. Todo lo que podían ver estaba cubierto por una espesa capa algodonosa y era difícil distinguir el punto en que el cielo se confundía con el mar Cantábrico en la distancia. Habían escalado la pared más larga y más difícil de España. Ernesto detallaba la ascensión en el libro de registros de la cima mientras Rabadá recogía las cuerdas. Ernesto luego filmaba y saltaba entre las piedras, bromeando, consciente de haber terminado la aventura. Pero el rictus de Alberto era severo, parecía que no estaba contento del gran logro. Se sentó pensativo en una piedra y, su mirada se perdió entre las nubes. Su capacidad para la aventura y el compromiso nunca se veía colmada, ni siquiera escalando lo que otros habían soñado.
Diario Montañés, 23 de agosto de 1962
El regreso
La primera noche en un catre en el refugio, la larga caminata en medio de un día azul, inspirador de buenos augurios, y el regreso a Espinama, habían cargado a los aragoneses de energía. Unas horas después estaban en Santander, caminando junto al mar con las mochilas a la espalda, buscando la casa de Rodolfo García Amorrortu. Estaban entusiasmados y habían tenido tiempo de pegarse una ducha y afeitarse, la brisa del mar les acariciaba el cabello. Llevaban las camisas remangadas a la altura del codo, luciendo los fuertes antebrazos. Sus manos hinchadas por la escalada se balanceaban en el aire y los dedos colgaban gruesos y magullados como manojos de carne.
Rabadá y Navarro junto a Rodolfo García Amorrortu y sus hijos en Santander tras la escalada de la cara oeste del Naranjo.