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REGRESO

HABÍAN pasado semanas después de la tragedia del cementerio de St. James. Todos los días, Jason repasaba los buenos recuerdos que tenía de su vida junto a Kayla, un álbum lleno de sucesos inolvidables, situaciones, gestos. El día que se conocieron en The Duchess. Sus citas posteriores. El primer beso. El traslado, la decoración de la casa. Sus viajes a Utah, Arizona y Nevada. El día de la boda. Y recordó cuando, estando ante el altar, el reverendo Jeremy Hofmeister le había preguntado si tomaba a Kayla como esposa, y la sensación que había tenido Jason de ser el hombre más feliz del planeta por el hecho de que aquella asombrosa mujer deseara casarse con él.

Al principio sólo era capaz de hablar de Kayla. Brian Anderson fue a visitarle y tuvo con él algunos gestos paternales. Cuando hubo concluido el período de vacaciones volvió a su puesto de trabajo. Barbara no le incordió, y tampoco Carol compartió con él sus problemas. Incluso Tony se mostró algo más hablador de lo que era habitual en él.

Poco a poco Jason reparó en que el interés de los demás se desvanecía. La vida recuperaba la normalidad. La gente seguía adelante con la rutina diaria.

¿Cómo iba a culparlos? Así debían ser las cosas, y también él tenía que superarlo. Y lo haría por mucho que su vida hubiese cambiado de forma radical.

Tanto que nunca volvería a ser la misma.

Pero hubo un cambio que le sorprendió. Y mucho.

Cuando finalmente había llegado a casa después de aquella noche en el cementerio de St. James, no se había arrastrado hasta el dormitorio. A pesar del cansancio que sentía, antes se había dado una larga ducha, que fue algo incómoda al llevar vendas en sus manos. Luego había ido en busca de una vela.

Jason sabía que encontraría velas en la buhardilla. Kayla nunca quiso librarse de su colección porque odiaba tirar el dinero, que era en definitiva lo que significaría desprenderse de aquellas velas perfectas y caras. Había una caja con las más bonitas de la colección, escogidas por ella para crear un ambiente distinto, festivo, durante las vacaciones navideñas, y que se habían quedado allí guardadas en la buhardilla, envueltas en un retal de tela.

Llevaban al menos tres años allí. Esa noche Jason las llevó a la planta baja.

De hecho había encendido una.

Mientras contemplaba la llama permaneció totalmente calmo, sin dar muestras de angustia o consternación. Siguió mirando la llama sin sentir… nada.

Incluso su pirofobia parecía haber perdido importancia. Era una cosa más que pertenecía al pasado. Siguió sentado, mirando en silencio la vela, liberado de su temor.

Entonces cerró los ojos y rezó.

6 de septiembre. Un domingo más. Se levantó de la cama a las siete, se duchó, se preparó algo de desayuno y salió a dar un corto paseo. A las ocho y media se encontraba dentro de su LaCrosse, arreglado y como nuevo, siguiendo la ruta de costumbre. Durante los días laborables solía tardar una hora, pero en las mañanas tranquilas de domingo el trayecto no superaba los cuarenta y cinco minutos. Eran las nueve y veinte de la mañana cuando aparcó frente al Instituto Thurber.

El edificio era grande e imponente. Un bloque chaparro de cemento pintado de marrón. El jardín era lo único que valía la pena contemplar. Los caminos, estrechos, estaban bordeados por árboles. Había reparado en la presencia de manzanos, mangos, guaba, hydrangeas, rododendros, y otras plantas y árboles.

Al entrar, Jason cruzó el conocido vestíbulo en dirección a la conocida habitación. Abrió la puerta y allí estaba, en la silla de ruedas, junto a la ventana. Ella le vio, dejó el libro, pues recientemente había iniciado la lectura de Duma Key de Stephen King, y le saludó con una imperceptible sonrisa.

—Buenos días —la saludó él al besarla.

—Buenos días.

Aún la veía frágil, y lo estaba. Sus heridas físicas se curaban lentamente. Eso ya era un milagro, teniendo en cuenta su gravedad. Durante las primeras horas desde que Doug la agrediera con el cuchillo, los médicos no habían concebido muchas esperanzas. Cuando Jason luchaba por su propia vida horas después, estaba convencido de que Kayla habría muerto. Le había dicho a Mitch que ella estaba muerta, porque de otro modo su hermano habría enviado de nuevo a Doug a rematarla, tal como habría hecho, sin duda, si Jason no hubiese sobrevivido en el cementerio de St. James.

Kayla seguía viva. Sin embargo, mentalmente no se había recuperado del todo.

Cuando la gente preguntaba a Jason cómo le iba a su mujer, siempre decía que estaba mejor. Que progresaba. La realidad sólo la compartía con los padres de ella, y también con su propio padre. El cambio que había experimentado. Era una sombra de lo que había sido. Seguía siendo ella, Kayla, pero sin la chispa, sin el alma que hacía de ella la persona que era, o que había sido.

La Kayla ingresada en la clínica de rehabilitación era reservada en el terreno afectivo, distante, y no parecía interesarse por nada. Ni por los ejercicios que tenía que hacer para recuperarse, ni por las personas que la amaban.

A esa Kayla Evans no parecía importarle nada. Había cambiado.

—¿Has dormido bien? —preguntó.

—Supongo.

Acababa de entrar y ya se distraía. Miró por la ventana al jardín que tenía todo el día para contemplar, y luego el libro de bolsillo que descansaba sobre su regazo. Finalmente se volvió hacia Jason. Le hirió la inexpresividad de sus ojos. Habría dado igual que tuviera un letrero en la frente que rezara: «Rogamos disculpen las molestias: cuerpo abandonado por ausencia de su ocupante».

Le habló de lo que había estado haciendo desde su última visita, que había sido la noche anterior, así que no hubo mucho que contar. Luego le preguntó cómo estaba.

—Bien. —Kayla acompañó la respuesta con un encogimiento de hombros.

Jason tomó una silla por el respaldo y se sentó a su lado.

—¿Cuándo vamos a hablar?

Ella le miró como si no entendiera lo que estaba diciendo.

—No podemos seguir así, Kayla.

Su mujer volvió de nuevo la vista hacia la ventana.

—No tengo ganas de hablar de esto.

Hasta esa visita, Jason se había mostrado razonable y comprensivo.

En los días que siguieron a la agresión, cuando aún la policía de Mount Peytha lo interrogaba, la supervivencia de Kayla fue lo único que importaba. Había estado a punto de morir. El equipo médico del Pacific Valley, que le había salvado la vida el 3 de agosto, había llegado a perderla unos instantes. Jason se había enterado más adelante de ello gracias a John Havemann, el cirujano que merecía un premio por hacer que Jason y Kayla pudieran tener esa charla hoy. Por espacio de un minuto de reloj había cesado toda la actividad cerebral de Kayla, clínicamente muerta sobre la mesa de operaciones.

Al principio, el mero hecho de que estuviera viva había sido más que suficiente. También fue suficiente que en los días que siguieron a la operación su temor a una recaída demostrase ser infundado. Había visto a Kayla en la cama del hospital, cubierta de vendas, los ojos cerrados, el rostro hinchado, a pesar de lo cual, cada vez que la veía, pensó que todo acabaría por solucionarse, puesto que los médicos decían que iba a recuperarse y que las cicatrices desaparecerían o por lo menos la gran mayoría de ellas.

Exceptuando, por supuesto, sus piernas. La columna vertebral había sufrido serios daños por la profunda herida del cuchillo de Doug, y nadie había sido capaz de decirle con seguridad si volvería a andar. Aún no estaban seguros. Todo dependía de la terapia y de lo mucho que estuviera dispuesta a esforzarse.

Lo cual seguía constituyendo el principal problema, más de cinco semanas después de aquella noche de horror. Kayla no se mostraba dispuesta a perseverar en su rehabilitación. Y lo que aún era más preocupante: tampoco parecía dispuesta a esforzarse por nada nunca más.

Jason había preguntado a los encargados de su recuperación en el Instituto Thurber cómo debía afrontar él la situación. Había mantenido una larga conversación con Jacob Becerra y Jean Curtius, quienes consideraban que era momento de mostrarse comprensivos. Su estado era estable, no había peligro de recaída, pero tampoco estaba haciendo progresos. Kayla estaba atascada. Seguían sin saber dónde se había atascado, pero si no hacía pronto algún progreso, Jacob y Jean coincidieron en que tal vez sería mejor recurrir a un psicólogo. Cuanto más tardase Kayla en accionar el interruptor mental, mayor era la posibilidad de que pasase el resto de su vida en silla de ruedas.

Eso era lo que le habían confiado Jacob y Jean hacía unos días, el miércoles anterior. Jason prometió que intentaría razonar con ella. Si eso no servía de nada, dijo que podían emprender la psicoterapia la semana siguiente.

Había procurado con gran tacto romper el hielo, pero todos sus esfuerzos habían sido en vano. Lo más lejos que había llegado fue obtener su promesa de que entendía lo que decía y que no tardaría en reaccionar. De que reaccionaría de verdad. Eso había sido el viernes. Jason se había sentido mejor cuando volvió a casa esa noche. Pero, decepcionado, el sábado había llegado a la conclusión de que ella no había sido sincera con su marido, que se lo había dicho para librarse de él.

Ese domingo había tomado la decisión de adoptar una nueva táctica, menos sutil.

—¿Qué? ¿No te ves con ganas? Pues supéralo.

Le pareció más duro de lo que había pretendido. Más duro de lo que se había creído capaz.

Kayla volvió la cabeza hacia Jason y lo miró con las cejas enarcadas.

—Mañana empiezas la terapia, Kayla.

«Es por tu propio bien», pensó en añadir. Pero se lo calló. Sencillamente Kayla tenía que hacerlo. Si no empezaba a tratarla como a una cría, pasaría el resto de la vida en esa silla. Ese era su momento de mayor debilidad, no estaba moviendo un dedo y, por desgracia, había que darle un empujón para que reaccionara. Si no se lo daba él, Kayla tendría motivos justificados para echárselo en cara el resto de su vida. Para lo bueno y para lo malo, era su marido.

—¿Por qué no me dejas en paz, Jason?

—Porque no puedo.

—Aún no estoy preparada.

Casi lo dijo con tono de ruego.

—Pues ve preparándote. ¿Hay algo que te preocupe? En ese caso, dímelo. Estoy dispuesto a escucharte.

Finalmente vio una chispa de luz en sus ojos, una llamarada furiosa. No fue agradable, pero al menos era un signo de vida.

—¿Cómo quieres que me prepare? Estoy hecha un trapo.

—Puedes volver a ser la misma de antes en cuanto te pongas a ello. Jacob y Jean creen que tienes excelentes posibilidades. Pero vas a tener que esforzarte.

—No, no puedo. Olvídalo, Jason.

—Si ni siquiera estás dispuesta a intentarlo, entonces no te equivocas. Será mejor que lo olvides. Pero ¿por qué vas a tirar la toalla de esa manera? No es propio de ti. Es tan gratuito…

Kayla lo meditó. Vio cómo batallaba consigo misma, chascando los dedos índice y pulgar. Pasó un buen rato hasta que respondió.

—No lo sé. No tengo fuerzas. Es como si tuviera algodón en la cabeza. No me importa nada, y no puedo hacer nada para evitarlo.

Kayla tenía bolsas negras bajo los ojos. Daba la impresión de no haber dormido en una semana.

—Podrías empezar dando un minúsculo paso. Eso al menos ya sería algo. El resto llegará, con el tiempo.

—Más tarde. Ahora no.

No era propio de Kayla. Esa no era su mujer. Sí, su cuerpo había regresado de entre los muertos, pero lo había hecho sin el alma. Era como si se la hubiera dejado en la pradera infinita que se extiende después de la muerte.

—¿Quieres recuperarte, Kayla?

Ella se quedó mirando el suelo. Entonces, sin demasiada convicción, se encogió de nuevo de hombros.

—Quiero que te recuperes, Kayla. Y también Jacob y Jean. Todos te estamos animando a hacerlo. A pesar de eso, tú no pones nada de tu parte.

Kayla mantuvo la boca cerrada, y Jason optó por otra táctica. Si mostrarse suave no surtía efecto, tendría que echar mano de la barra de hierro. No le gustaba la idea, de hecho le causaba repulsión, y su mujer iba a maldecirle por ello, pero se estaba quedando sin opciones. Confió en hacer lo correcto.

—A ti lo que te pasa es que no quieres a nadie.

—¿Eh? ¿Cómo?

Levantó la vista para mirarle con los ojos muy abiertos.

—Estamos intentando que entiendas lo que te decimos, pero haces oídos sordos. ¿Cuánto tiempo más crees que seguiremos dispuestos a hablar con una pared?

—¿Por qué me tratas de este modo?

Las lágrimas le empañaron los ojos. Jason no podía frenar en ese momento. Tenía que utilizar la barra de hierro para forzar la cerradura, para vencer su pasividad. Lo haría por el bien de Kayla.

—Si no luchas para recuperarte, Kayla, entonces tampoco vale la pena luchar por ti —concluyó Jason con frialdad.

Kayla le observó como una niña inocente que no comprende por qué acaba de encajar un bofetón en la mejilla. Jason quiso seguir presionando, pero sintió que se desinflaba como un globo que de pronto se llenaba con un nuevo sentimiento de culpa.

Él había sido el causante. Él había hecho desgraciada a su mujer, y al final sus heridas habían sido el resultado de una cadena de acontecimientos que él había puesto en marcha. Y en ese momento le estaba gritando, la hería como si no le importara. Si llegaba a recuperarse algún día, ¿estaría dispuesta a perdonarle?

Kayla siguió en silencio. Se quedó ahí, sentada, hundida de hombros. La viva imagen del rechazo.

Tampoco él supo qué más podía decir.

A primera hora de la mañana del día siguiente, después de decir con brutal sinceridad a Kayla que no se estaba esforzando lo necesario, Jason recibió una llamada telefónica de Jean. El terapeuta de su mujer, delgado y menudo, pero con el temperamento mexicano necesario para no llegar a pelear con ella, le informó de que Kayla había pasado mala noche.

Jason informó a Brian Anderson de que necesitaba marcharse urgentemente, y luego condujo hasta el Instituto Thurber tan rápido como pudo. Allí comprobó que Jean le había hecho una descripción bastante acertada de lo sucedido. Kayla había destrozado un cuadro y roto un jarrón, y el espejo que había sobre su lavabo estaba hecho añicos en el suelo. A dos auxiliares corpulentos del turno de noche les había costado dios y ayuda reducirla. Jean le puso al corriente de esto con voz calma, algo que no era propio de él.

Se preguntó cómo una mujer en silla de ruedas había sido capaz de causar semejantes destrozos, y Jean le dijo que si Kayla era capaz de hacer todo eso, la terapia sería coser y cantar. Tras el alboroto nocturno, su esposa estaba encorvada en la silla de ruedas, exhausta y libre de ataduras, a pesar de que sus ojos vagaban de un lado a otro sin descanso. Aún no se había calmado del todo. Cuando Jason puso la mano en la suya, Kayla empezó a hablar.

Se había puesto furiosa la pasada noche. Con Doug Shatz que casi la mata, y con el genio malvado tras él: Mitch Chawkins. También se había puesto furiosa con Jason. No sólo por la violencia psicológica a la que la había sometido el día anterior, sino por todo lo sucedido desde que las Polaroid irrumpieron en sus vidas. También se había enfadado con Ralph porque había muerto, abandonándola.

Todo el mundo la había abandonado. Eso la había puesto muy, pero que muy furiosa.

—Y que lo digas —comentó él, repasando la habitación con la mirada.

Después de su arranque de ira, había anunciado que estaba preparada. Estaba dispuesta a dar comienzo a la terapia. Los días siguientes constituyeron una agradable sorpresa para Jason, porque Kayla parecía haberlo dicho de corazón. Liberada de la ira que llevaba dentro, empezó a tomarse muy en serio sus ejercicios.

Por lo visto, para imponerse al trauma había tenido que desahogarse. El ataque de Doug, el estrés a la que había estado sometida durante las últimas semanas, la tensión que había sentido desde el momento en que murió Ralph Grainger, algo que se había guardado durante años, y que esa noche se había traducido en una violenta explosión, como la erupción de un volcán.

Jason vio cómo recuperaba la fuerza en las piernas, poco a poco. Al cabo de dos semanas le retiraron la silla de ruedas, sustituida por un par de muletas, y siete días después de aquello le informaron de que no tardarían en darle el alta. Jason iba a recuperar a su mujer.

El 27 de septiembre Kayla recibió el alta de la clínica. La llevó en coche a Fernhill, y abrió la puerta para que entrase de nuevo en Canyon View; ella entró titubeando, como si le mostraran una casa donde quisiese vivir. Él la tomó en brazos y dijo: «Bienvenida a casa».

No tardó en disiparse el asombro de su regreso. Atendieron a las visitas que la felicitaron por su recuperación. Familiares y amigos, todos sin excepción acudieron a desearle lo mejor.

Bien está lo que bien acaba.

Kayla había encontrado la paz en su interior, eso fue lo que experimentó los días que siguieron al 27 de septiembre, una sensación de calma como nunca antes había sentido.

Había estado tan cerca de la muerte que había sido capaz de despedirse de Ralph. Puede que sólo hubiera sido su imaginación, pero había sentido como si él le susurrara un mensaje desde el más allá. Para ella el mensaje suponía que tenía que aceptar el pasado. Las cosas eran lo que eran. A veces eran dolorosas, pero por lo visto eso formaba parte del juego, y no tenía sentido dar muchas vueltas a lo sucedido.

Lo sucedido alivió los remordimientos que sentía por no haber hecho nada para prevenir el infarto de Ralph. Y constituyó una respuesta a la pregunta de si su muerte prematura fue algo que estaba más o menos escrito.

La muerte seguía siendo un misterio, pero Kayla lo había asumido. Había mirado a la muerte a los ojos y ya no la temía tanto. Una época había llegado a su fin.

El último asunto pendiente atañía a Jason.

Sacó el tema a colación la última noche del mes de septiembre, fuera, en el porche. Aunque el otoño anunciaba su llegada desde hacía unos días, esa noche reinaba una cálida brisa propia del veranillo de San Martín. Bajo las estrellas él tomaba una cerveza, y ella una copa de vino.

—¿Qué te preocupa?

Jason tomó un sorbo de cerveza Corona y siguió callado unos instantes.

—¿A qué te refieres?

Ella le miró a los ojos.

—Aún no hemos terminado —dijo—. Estamos a punto de emprender un nuevo comienzo, Jason Evans, pero antes tenemos que cerrar este capítulo de nuestras vidas. Tú aún no lo has hecho.

Él se encogió de hombros.

—Ya sabes por lo que he pasado. No es raro que me haya impactado.

Kayla había escuchado con atención el relato de lo sucedido cuando aún estaba ingresada en la unidad de cuidados intensivos una vez superada la fase más crítica.

Jason había averiguado que tenía un hermano gemelo. Este, Mitch, había intentado asesinarlos a ambos, compinchado con un matón, Doug Shatz. Juntos habían llevado a Jason al cementerio de St. James, en Mount Peytha City, donde Mitch se había propuesto enterrar a Jason en su propia tumba, no sin antes quemarlo vivo. Jason había logrado salvarse en el último momento. Había matado a Doug con un pico y luego había forcejeado con Mitch, a quien logró arrojar a la tumba sobre su propia antorcha. Mitch había sufrido una muerte horrible consumido por el fuego.

La policía retuvo varios días a Jason, a quien sometió a largos interrogatorios. Pero poco después se hallaron pruebas que incriminaron a Mitch y Doug. El cuchillo de Doug fue lo primero que apareció, con restos de sangre de Kayla. Luego se encontraron los micrófonos ocultos en Canyon View, y en la casa de Mitch la policía encontró diversas grabaciones con las voces de Kayla y Jason. Las pruebas forenses demostraron sin margen de duda que las macabras Polaroid habían sido alteradas en el ordenador de Mitch.

En otro orden de cosas, la historia del pasado de Jason resultó ser cierta. Su madre no era su madre. Pete McGray tampoco era su padre. Sus padres auténticos murieron en el incendio que resultó de un accidente de automóvil, y el informe oficial afirmaba que habían muerto junto a él. Tenía una tumba. Era Mikey Chawkins y su nombre figuraba en una lápida. Mitch había querido vengarse de él por la vida que no había podido disfrutar.

Jason ya no era sospechoso de asesinato, ni de haber tenido nada que ver con él. Había actuado en defensa propia. Recuperó su libertad. Inmediatamente después, recibió la visita de un anciano, que se presentó como Sam Chawkins. Era uno de los hermanos de Robert, su padre. Sam era tío suyo. Sam había sido nombrado por la familia para ponerse en contacto con él, a quien creían muerto. Jason conversó con él, y le dijo que aún no estaba preparado para presentarse ante un montón de extraños. Sam se mostró comprensivo. Había dejado en manos de Jason contactar con él más adelante, cuando estuviera listo.

Toda la vida de su marido había experimentado un vuelco, por tanto comprendía que se sintiera confuso. Pero ella se refería a otra cosa.

—¿Qué te tiene tan preocupado?

Él levantó la vista hacia las estrellas.

—Dije a la policía que había logrado soltarme de las ataduras. Primero las muñecas, luego los tobillos. Por eso tenía las uñas rotas. Pero también experimenté una visión, la más extraña que he tenido nunca…

Compartió con Kayla la visión que había tenido de su madre, Donna. Que había vuelto a 1977. Y que por breves instantes había sido realmente Mikey.

Kayla tampoco pudo entenderlo, pero en esa ocasión no le molestó; ya no.

—Entonces fue el amor lo que te salvó la vida —dijo, al fin—. El amor de Donna.

Sonrió.

—Sí, dejémoslo así.

—Es imposible entenderlo todo —dijo ella.

—Es verdad —admitió él—. A veces las cosas suceden sin que haya un motivo concreto, y tienes que aceptarlas tal como son. Hay veces que no tienes más opción que seguir adelante.

Se inclinó para besarla.

—Te quiero mucho.

—Qué coincidencia. Yo también.