EL ÚLTIMO LUGAR DE DESCANSO
LLUEVEN lenguas de fuego en la oscuridad negra como boca de lobo. El incendio aumenta paulatinamente; el fuego se ondula a su alrededor, dibujando ardientes puños blancos. Es incapaz de moverse. Las llamas están junto a él, debajo de él, se inclinan sobre él. Entonces cambian y adoptan una forma, transformándose en una figura. La criatura ardiente tiene rostro. Es Donna Evans, Campbell de soltera. Ella es el fuego, y extiende los brazos cual antorchas. No, no los extiende hacia él, sino más allá de él. La ve estirada, las manos prendidas, y sólo entonces repara en quién está sentado a su lado. Es Mitch, que ya no está mutilado, sino que es la imagen espejo de Jason.
«Esta vez me salvará —oye decir a la voz, que se impone al furioso estruendo del fuego—. Esta vez tú te quedarás atrás, Maukii».
Entonces Mitch desaparece, igual que la ardiente figura de Donna.
Pero ¿por qué sigue ahí el fuego?
Esta vez no hay escapatoria. Cae presa de las llamas, y los puños de fuego le golpean en la cara como un martillo que arranca chispas del yunque. El dolor es terrible. El fuego le prende el pelo. La nariz arde como una antorcha, y se le cae de la cara. Después de palparse la cabeza, repara en que tiene en la mano una oreja renegrida.
Sus gritos cobran mayor intensidad…
Y entonces cayó poco a poco en la cuenta de que estaba gritando, y también de que no había ningún incendio.
Mitch, un monstruo de Frankenstein a medio terminar, le estaba mirando. Jason seguía en la parte trasera de la furgoneta Mercedes, atado de pies y manos. Por lo visto se había quedado dormido. ¿Cómo era eso posible?
Recordó entonces que sus últimos pensamientos habían girado de nuevo en torno a Kayla, y que habían sido demasiado dolorosos para él; que lo habían destrozado por dentro.
Había despertado en mitad de la pesadilla, y tenía en frente los ojos sin párpados, siempre alerta, de Mitch, el hombre que había decidido que Kayla debía morir.
Mitch negó con la cabeza y evitó su mirada. Jason aprovechó la ocasión para intentar liberar las muñecas y los tobillos, pero el dolor era insoportable, tanto que fue incapaz de contener un grito. Resopló ruidosamente. Se sentía desorientado, sudaba mucho y tenía la sensación de estar aplastado por el palo mayor de un barco que atraviesa una tormenta.
A pesar de lo cual no podía darse por vencido. Siguió intentándolo, decidido a no pensar en la piel en carne viva de las muñecas.
Afuera estaba oscuro. Quizá ya fuese de noche.
Doug seguía conduciendo.
Finalmente la furgoneta frenó. Doug abandonó el asiento del conductor, y Jason oyó el ruido familiar de la puerta trasera, que se abrió con un chasquido metálico. Jason levantó la vista al firmamento nocturno. ¿Qué hora debía de ser? No tenía la menor idea.
Doug reapareció. Detrás de la luz intensa de la linterna que empuñaba, su silueta se recortaba diabólica.
Jason tosió. Tenía la garganta de papel lija y sentía una sed increíble.
Doug tiró de sus piernas para sacarlo de la furgoneta. Asomó por el borde y apretó los dientes en previsión del golpe que sufriría al caer a plomo al suelo. Apenas un segundo después, un fuerte dolor estalló en su pelvis. Aunque estaba decidido a no dar la menor satisfacción a ese hombre, no pudo contener el grito y las maldiciones.
Doug se situó junto a él vuelto a la parte trasera de la furgoneta, miró a su alrededor y sacó algo del interior. Jason no supo de qué se trataba, hasta que sintió el tacto de la cinta de precinto de la que se sirvió el matón para taparle la boca.
Yacía tendido boca arriba en el duro suelo, sufriendo el dolor en un silencio forzado.
Doug sacó otra cosa de la furgoneta. Un saco de arpillera que dejó junto a Jason. Entretanto, Mitch se levantó sin ayuda de la silla de ruedas. Inclinó el cuerpo y se acercó con torpeza al borde del vehículo.
—Échame una mano —pidió a Doug.
El hombretón tomó a Mitch de las axilas y, tras levantarlo como si fuera una pluma, lo dejó en el suelo, junto a la furgoneta.
—¿Vas a necesitar la silla de ruedas?
—No —dijo Mitch—. En este terreno no podré moverme a mi aire con ella. Tú encárgate de él. Yo ya me las apaño.
Doug cabeceó en sentido afirmativo. Rodeó con los brazos a Jason y se dispuso a arrastrarlo lejos del vehículo. Mitch le siguió, alumbrando el terreno con la linterna. Doug trataba a Jason sin miramientos, y por un instante la víctima pensó que acabaría dislocándole los brazos. Lanzó un grito, pero aparte de ellos tres no había nadie más en las inmediaciones que pudiera oírlo. Además, la cinta de precinto le impedía articularlo.
Shatz tiraba de él como si se tratara de un cadáver. Los talones de sus zapatos dejaron un surco en la tierra. Entonces, a pesar de la negrura, reconoció el lugar. Veía los barrotes de una puerta alta y oscura. Los robles familiares se alzaban a ambos lados, como centinelas gigantes.
Se quedó sin aliento. Era la puerta norte del cementerio de St. James.
¿Por qué lo habían llevado allí? Pero la voz de Mitch encontró un eco en su mente.
«Decidí vengarme».
Mitch tenía las manos manchadas con la sangre de Steve Silverstein, Chris Campbell y Kayla. ¿Qué habría planeado para Jason? Sus opciones de escapar eran cada vez más reducidas. Redobló su empeño de liberar las muñecas, pero de nuevo sintió la mordedura de las cuerdas en la carne. Tenía una sensación húmeda en las muñecas, que sólo podía responder a la sangre que manaba de las heridas.
Doug siguió arrastrándole. Pasaron de largo docenas de tumbas envueltas en sombras. La luna proyectó un fulgor argénteo. Jason calculó que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. Era un cálculo aproximado, teniendo en cuenta que habían abandonado Los Ángeles a eso de las cinco o las seis de la tarde.
Doug lo dejó delante de una tumba. Mitch proyectó la luz de la linterna sobre la lápida.
Era la tumba de los Chawkins. En el círculo de luz nívea aparecieron los nombres de Robert, Amanda y Mike.
—No le quites ojo —dijo Doug—. Voy a buscar todo lo demás.
Se alejó caminando, dejando a solas a Jason con su hermano Mitch.
—Jason, ¿qué crees que pasará a continuación? —preguntó Mitch.
—No te voy a privar del placer de explicármelo.
Mitch esbozó una sonrisa torcida.
—Empieza a despedirte del mundo, porque aquí es donde te apeas. Después de todo tu nombre ya figura grabado en la lápida. Lo único que falta ahí dentro es tu cadáver.
Jason abrió los ojos como platos.
—¿Vas a enterrarme? ¿En… mi propia tumba?
Mitch hizo de nuevo ese ruido que en él obedecía a una risotada. El ruido se alzó hacia el firmamento nocturno como el aullido de un lobo. No, de un lobo no, sino de un demonio.
Doug se reunió de nuevo con los hermanos, llevando a cuestas el saco de arpillera del que asomaban unos palos y la bala de heno. Los palos resultaron ser herramientas: un pico y una pala. Se escupió en las palmas de las manos y se puso a cavar en la tumba de los padres de Jason, que también era la suya.
Mitch no se estuvo de manos cruzadas. Tomó del saco un palo más corto, que hundió en un trecho situado junto a la tumba, dio un paso atrás con cuidado, estirando el brazo, y prendió el palo con una cerilla. En el palo se prendió fuego. Era una antorcha. A la luz que despedía, Jason vio cómo se movían las cicatrices de Mitch, como gusanos que le surcaran el cuerpo bajo la piel. Mitch tenía miedo del fuego, tanto como Jason. Pero en ese momento le preocupaba más lo que hacía Doug.
Estaban desenterrando la tumba de Chawkins, y era obvio a quién iban a meter en ella.
«Estoy muerto».
No, aún no. Pero se le acababa el tiempo. Mitch y Doug querrían salir de allí antes del alba, momento para el cual ya tenían que haber cubierto de nuevo con tierra la tumba, con él dentro. No querrían dejar ni rastro de lo sucedido.
Forcejeó como un loco con las ataduras, pero no sirvió de nada. El intenso dolor seguía siendo insoportable. Mitch se dio la vuelta y le sonrió.
Jason dio tirones, forcejeó a un lado y a otro. Luego sintió como si un cuchillo de verdad le atravesase el cuerpo. Lanzó un grito. Una bruma oscura se alzó ante sus ojos y cejó en el empeño. Las lágrimas le rodaron por las mejillas.
Entretanto, Doug había tomado la pala y empezaba a cavar el agujero. Trabajaba sin descanso, implacable en su cometido. La tierra se fue amontonando alrededor del hoyo, cada vez más alta. A unos dos metros bajo tierra encontraría los ataúdes de sus padres. Doug probablemente no llegaría tan abajo, porque no tenía necesidad. Poco más de un metro sería más que suficiente. Arrojarían el cuerpo de Jason al hoyo, y nadie volvería a saber de él. Jason desaparecería para siempre, metido en su último lugar de descanso.
Doug debía de haber acabado. Salió del hoyo. Abrió la bala de heno y la extendió en el fondo terroso del agujero. Pero ¿con qué intención?
Mitch tomó la antorcha. El hombre mutilado contempló sin miedo las llamas, antes de volverse hacia Jason.
—Hace casi treinta y dos años cavaron una tumba para ti —dijo con voz firme—. Has logrado evitarla. Hasta hoy.
La antorcha arrojaba sobre sus ojos una luz brutal.
—Está escrito que pereciste en un incendio y fuiste enterrado en esta tumba. Eso es lo que está escrito, y así es como debe ser.
Doug Shatz permanecía inmóvil, con la camisa remangada. Tenía el rostro manchado de tierra y sudor. Mitch levantó la antorcha por encima de la cabeza y dio la impresión de que murmuraba una plegaria.
Jason vio claro lo que iba a suceder. Se arrastró lejos de la tumba, impulsándose con los talones, como un animal capturado que se arroja sobre las rejas de la prisión ante la presencia de quienes van a sacrificarlo. Fue inútil. Iba a sufrir una muerte horrible, la misma que poblaba sus pesadillas.
Mitch bajó la antorcha al concluir la plegaria, o lo que fuera que murmuraba, y dirigió el extremo ardiente hacia él.
Se disponía a prender fuego a Jason. Eso era lo que se había propuesto hacer.
Un grito primitivo, ensordecedor, se abrió paso a través de su garganta. Que él juzgara, el precinto no sirvió de nada a la hora de ahogarlo. Intentó liberarse como loco. Movía el torso y las piernas fuera de sí, y sudaba por todos y cada uno de los poros de su piel.
Mitch sacudió a su alrededor la vara de muerte llameante como si de una bandera ardiente se tratara. La excitación lo había sonrojado, pero tenía los ojos vacíos como el universo, e igual de fríos. Jason vio todo aquello con claridad a la luz del fuego, lo cual dotó al aspecto de Mitch de un aire más amenazador.
Jason rugió y forcejeó. El sudor le resbalaba por el rostro. Le escocían los ojos. Tal vez se estaba partiendo los dientes, porque oía un ruido de huesos rotos en los oídos.
—Entiérralo —ordenó Mitch con el tono lo bastante alto para hacerse oír.
Doug se inclinó sobre Jason, a quien asió de nuevo por las axilas para arrastrarlo hacia el hoyo. Lo arrojó dentro, y Jason cayó sobre el heno extendido en la tumba recién excavada, al pie de la gastada lápida de los Chawkins en la que figuraba su propio nombre. Doug se apartó de la tumba. Jason se encontraba a un metro bajo tierra, a algo más de medio metro de donde descansaban los restos de sus padres.
Jason levantó la vista al cielo. Su visión se cubrió por una bruma. Siguió gritando, forcejeando y peleando mientras el corazón le latía con fuerza. Debajo de él, unas manos esqueléticas surgieron del suelo, unos dedos fríos y huesudos le recorrieron la piel.
No había dejado de tirar de las cuerdas, pero ya no sentía ningún dolor. Había desaparecido. Los recuerdos cruzaron fugaces por su mente: la sonrisa de Kayla; sus ojos de color perla; la mirada resplandeciente y el olor que despedía. Le acariciaba y decía que lo amaba. Su primer beso; fue en Sunset Boulevard, a la luz de la luna. La vez que dijo que él lo suponía todo para ella, mientras el sol asomaba rojo sobre el oleaje cubierto de espuma de la playa de Venice. Y más atrás en el tiempo. Cuando jugaba con Edward siendo un crío. Edward le arrojaba la pelota y él saltaba para atraparla. Donna también estaba allí, sonriendo, aplaudiendo, y el campo de hierba verde estaba bañado por la luz del sol. Aún más atrás. Más.
Es un bebé otra vez. Donna está de pie en el desierto, cerca de un coche del que surgen nubes de humo negro y llamas que envuelven al vehículo. Llamas mortíferas. Su rostro está tiznado de hollín, surcado de lágrimas, y se lleva la mano a los labios. Abre desmesuradamente los ojos. Sufre una conmoción. Entonces se da la vuelta, hacia él, que está cerca en el suelo, y más allá de su dolor cree atisbar la sensación de alivio, la felicidad de que al menos él esté allí; y también repara en su amor, el amor que ya ha nacido. Quiere gatear hacia ella, tocarla, pero no puede. Es incapaz de hacerlo, algo lo retiene. Pero tiene tantas ganas de tocarla… Encuentra la fuerza, toda la fuerza que lleva dentro, la fuerza que proviene de lo más hondo de su corazón o que recibe de algo que es incluso superior a su madre. De pronto tiene las manos libres. Hay algo alrededor de los tobillos, y lo palpa a ver de qué se trata. Duele, le duele mucho, pero se libra de ello y entonces no hay nada que le impida gatear hacia ella para tocarla. Donna sonríe a pesar de las lágrimas, le dice mediante susurros cuánto lo quiere, que siempre será su niño, y entonces se disipa y desaparece. Junto al coche en llamas. Junto al desierto. De pronto cae en la cuenta de dónde está.
Y la noche regresó.
Podía mover de nuevo las extremidades porque se había librado de las ataduras. Mitch estaba sobre él, asomado por el borde de la tumba, antorcha en mano.
—¡Aprisa! —gritó Doug a su lado. Su voz sonó indistinta, hueca, lejana—. ¡Préndele fuego!
Todavía percibía la presencia de Donna, cada vez menos, menos presente. Se incorporó, se puso a cuatro patas, con los hombros encogidos como un felino a punto de saltar sobre su presa. Doug hizo ademán de recuperar el pico que descansaba en el suelo.
Pero Jason saltó del agujero, adelantándose al otro hombre, con las manos en la empuñadura. Por espacio de un breve instante miró a los ojos de su enemigo. Entonces lanzó un gruñido y, con un fuerte empujón, lanzó un golpe al hombretón, hundiéndole en el estómago la cabeza del pico. Doug se quedó sin aire, mirando aturdido la sangre que manaba de la herida. Entonces cayó de rodillas al suelo y finalmente se desplomó como un árbol recién talado.
El fuego estuvo a punto de alcanzarle el rostro, pues Mitch le había atacado con la antorcha. Un rugido animal abandonó su garganta, precediendo al ansia de arrancar a Mitch los brazos y las piernas.
Su hermano volvió a atacarle con la antorcha, pero él evitó que le alcanzara, se arrojó sobre Mitch y lo levantó del suelo.
En sus brazos, suspendido con la antorcha en la mano que sostenía con la llama apuntando al suelo, Mitch acercó la boca sin labios hacia él como si pretendiera morderle.
—Mike…
La palabra sonó como un gruñido grave.
—Sí —se oyó decir.
Los hermanos se habían reunido. El fuego y ellos.
Mike levantó más al hombre deformado. Entonces lo arrojó lejos de él, y Mitch flotó suspendido unos instantes en el aire hasta caer con un fuerte ruido seco en la tumba de la que Mike acababa de salir. Cayó sobre la antorcha. Casi de inmediato, el humo se alzó en espiral del heno, así como las llamas desatadas.
Mitch lanzó un grito. Y un alarido. El ruido resultaba ensordecedor.
Mike cayó al suelo. Sentía un dolor tremendo y también él gritó. Levantó la barbilla y se miró las manos. Le sangraban las muñecas y tenía la sensación de que alguien le había hundido alfileres en las puntas de los dedos. Cuando levantó las manos temblorosas para mirarlas, vio que se había roto la mayoría de las uñas. Sangraba profusamente. Un grito animal abandonó su garganta. Ya no había precinto que pusiera coto a sus gritos.
Mike se separó del hombretón que yacía tendido a su lado con el pico hundido en el abdomen. Sus ojos y su boca continuaban abiertos. Tenía rojo el diente roto, igual que el resto de su dentadura, los labios y la cara. Tenía sangre hasta en el cabello.
Mike se levantó, exhausto. Olía a carne quemada y se oía el crepitar de las llamas.
Dentro de la tumba abierta se hallaba su hermano silencioso, boca abajo en la tierra. Las llamas le devoraban la pierna, un brazo y la coronilla. La antorcha estaba medio enterrada bajo él. El fuego danzaba anaranjado, proyectando un fulgor espectral en la lápida.