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SECRETOS

EL asesino de Chris y Kayla volvió a esbozar su característica sonrisa macabra.

—Otro vehículo se acerca en la distancia. Los siguientes segundos son cruciales en todo lo que sucederá a continuación. Donna cree que las tres personas que hay dentro del coche han muerto. Entonces toma la decisión.

Jason no tuvo necesidad de intuir de qué decisión se trataba.

—Mete al bebé dentro de su propio coche y se aleja del lugar. El otro vehículo, que se acerca rápidamente, lo conduce un hombre llamado Johnny Halper. Entonces trabajaba en la gasolinera, y todo el mundo sabía que era alcohólico. Se ha pasado la noche anterior bebiendo. La mañana del 18 de agosto no se ha saltado su desayuno habitual: un trago generoso de Jack Daniels, tal como la policía averiguará más adelante. A pesar de ello, actúa con valentía y decisión cuando llega junto al Chevrolet. Efectúa un acto heroico. También él sufre graves quemaduras, pero logra sacar del coche, convertido en un infierno, al otro bebé. Ya no puede hacerse nada por los adultos, que se han quemado vivos. El bebé que tiene en brazos ha sufrido graves quemaduras en el breve período de tiempo que ha pasado entre las intervenciones de Donna y la suya. Por cierto que Johnny no tiene ni idea de que una mujer ha salvado a uno de los bebés, porque Donna se ha alejado en coche velozmente. Johnny ni siquiera la ha visto. Tal vez podría haberla visto a lo lejos, pero sólo tuvo ojos para el coche que se incendiaba. Y si entonces no hubiera actuado del modo en que lo hizo, yo no estaría aquí para contártelo.

Se produjo un ruido, seguido por un chasquido metálico. Como un destornillador que se suelta y va a caer sobre hierro, o algo parecido. La furgoneta Mercedes sigue adelante. Más humo se alza sobre la cabeza de Doug, que ha encendido otro cigarrillo.

—El bebé que Johnny saca del vehículo logra sobrevivir. Sin embargo, tiene que vivir desfigurado. A pesar de las intervenciones quirúrgicas a que se somete con el paso de los años, no habrá forma de remediar ese hecho. Y el niño, y más adelante el hombre, se ve confinado a una silla de ruedas la mayor parte del tiempo, debido a irreparables contracturas en los músculos.

Mitch Chawkins hizo una breve pausa. Tal vez pensó que Jason tenía que sentirlo. ¿Había olvidado lo que Doug, en su nombre, había hecho a la mujer de Jason? Recordó entonces las palabras de Joe Bresnahan. «Falta uno, ¿dónde andará?». En su momento pensó que Joe se refería a una fotografía que había extraviado, pero ahora comprendió que en realidad hablaba del otro bebé. Si Jason le hubiese preguntado en ese momento, habría averiguado más acerca de aquel misterio. Pero no lo había hecho, como tampoco había sabido exprimir a Freddy Padilla.

Pero lo hecho, hecho estaba.

Jason, también llamado Mike Chawkins, apretó con fuerza los dientes e intentó liberar, en vano, muñecas y tobillos. Doug le había atado muy bien.

—Pero volvamos a Donna —dijo Mitch—. Como he dicho, da por sentado que las personas que iban en el vehículo han muerto. Se lleva consigo el bebé que ha salvado de las llamas.

Jason recordó fugazmente algunas visiones que había recuperado en la consulta de Mark, y eso le hizo comprender por fin que la figura envuelta en llamas, el espíritu de fuego, correspondía en realidad a Donna Campbell, la mujer a quien siempre había considerado su madre.

«Maukii —pensó—. Ella solía llamarme Mikey, antes de tomar la decisión de llamarme Jason».

—Era yo —dijo, ronco.

Mitch esbozó una sonrisa horripilante.

—Sí, tú, aunque al principio no queda claro quién es quién. Es decir, en aquel momento apenas teníamos semanas, y después de todo hablamos de gemelos idénticos. Por tanto, ¿cómo tener la certeza de quién es Mitch y quién Mikey? Por suerte, nuestros padres descubrieron al poco de nacer que no éramos tan idénticos como parecía, porque nuestros órganos son imágenes espejo. Es un fenómeno denominado situs inversus. Según parece, también es el motivo de que yo sea más propenso a los constipados.

Mitch hizo una nueva pausa, mientras se acariciaba la barbilla con aire pensativo.

—Sin el incendio, o si Donna hubiese tomado otra decisión, habría tenido el mismo aspecto que tú. Al principio, en aquellos primeros minutos y horas, sus sentimientos giran principalmente en torno al pánico y la conmoción sufrida. En primer lugar por el hecho de haber visto a tres personas morir de forma horrible, justo delante de sus ojos.

»En segundo lugar, por supuesto, porque ha cometido un crimen. Te ha secuestrado. Confundida, conduce tan rápido y tan lejos como puede. Al anochecer, cuando logra calmarse un poco, llama a la única persona en quien confía sin reservas: su hermano. Él escucha su relato y la invita a instalarse en su casa de San Francisco.

»Puede quedarse con él y ambos pensarán con calma qué acciones es necesario llevar a cabo. Donna conduce hasta la bahía. A lo largo de las siguientes jornadas su estado mental bordea el pánico, y sin el apoyo de su hermano mentalmente no habría podido soportarlo.

»Su hermano viaja a Mount Peytha City. Asiste al funeral de los Chawkins. A pesar del riesgo que entraña su acción, quiere mostrar su apoyo de algún modo. También quiere averiguar qué comenta la gente acerca del bebé desaparecido. Resulta que nadie hace una sola mención al respecto.

»Donna es presa del sentimiento de culpa, del remordimiento. Hay veces en que se siente tan culpable que quiere informar de lo sucedido a las autoridades. Pero entonces comprende que ese día, en la autopista 98, quemó todos los puentes. Ya no hay vuelta atrás. Su hermano tampoco informa de lo sucedido al bebé. Quiere, por encima de todo, conservar su relación con Donna. Teme perderla si la delata a la policía, y por tanto mantiene la boca cerrada todos esos años.

»El hermano de Donna le aconseja hablar con Pete. Si quiere mantener al bebé, tendrá que convencer al mundo de que es el hijo de Pete, y, si alguien pregunta, Pete tendrá que corroborar su historia. Donna no quiere tener nada que ver con McGray, de modo que es su hermano quien va a visitarlo. No se trata de una conversación larga o difícil. Lo único que Pete quiere es librarse de Donna, y no le importa nada más, por tanto hará lo que sea necesario.

»Entonces al hermano de Donna se le ocurre una forma de ocultar que no se trata del hijo de su hermana. Necesitan un certificado de nacimiento que diga que Pete y ella son los padres del bebé. No pueden hacerlo en Utah, puesto que allí son muchos quienes saben que no estaba embarazada en agosto de 1973. San Francisco, la ciudad donde ella nació, constituye una elección más lógica, más conveniente. Es el lugar donde Donna creció, y su hermano sigue residiendo allí. Traman una historia creíble: el bebé nació prematuramente durante una visita de ella. Su hermano habla con Pete, a quien convence para viajar a la ciudad y firmar la documentación pertinente. Toman fotografías de Pete y Donna con el bebé. Después, el hermano de Donna lleva a ambos al registro para firmar el certificado de nacimiento. Su hermano se las ingenia incluso para encontrar a alguien que testifique que ha dado luz al niño. El tipo en cuestión tiene una deuda con su hermano, no sé bien qué le debe, y la satisface con la firma en el falso certificado de nacimiento.

»Y así fue cómo nació Jason el 2 de septiembre. Donna planeaba poner ese mismo nombre a su hijo nonato, el que murió de resultas de la paliza propinada por Pete, en el caso de tener un varón. Ah, los hay que enarcan las cejas al ver el tamaño del supuesto recién nacido, pero nadie es lo bastante suspicaz para indagar más en el asunto. Después, Pete se marcha y Donna no vuelve a verlo jamás. Su hermano le aconseja dejar atrás San Francisco y emprender una vida nueva en otra parte. Donna escoge Los Ángeles, donde conoce a Edward Evans y vuelve a enamorarse. Se casa con él dos años después. Durante el resto de su vida, Donna se mantiene fiel a su historia: que Pete es el padre de Jason y que rompió con él cuando dio a luz. El aborto y las agresiones de McGray son secretos que se lleva a la tumba.

Mitch guardó silencio unos instantes. Jason estaba muerto de sed. Tenía la garganta seca. Siguió intentando forzar las muñecas y librar los tobillos sin llamar la atención de Mitch. Pero no sirvió de nada. Tosió y dijo:

—Eso es imposible. Alguien debió reparar en la desaparición del otro bebé. Digo yo que se abriría una investigación.

Mitch se recostó en el respaldo de la silla de ruedas. Levantó una mano huesuda y, con el índice, señaló el techo de la furgoneta.

—Pues claro que hubo una investigación. Donna se fue de rositas porque nadie la vio. Sometieron a interrogatorio a Halper. Sospechaban que él te había hecho desaparecer. Pero el gasolinero insistió en que no sabía nada del otro bebé, y finalmente el jefe del departamento de policía de Mount Peytha City, Joel Kaplan, que por cierto falleció hace una década, tuvo que aceptarlo. Halper tenía la cabeza como un queso de gruyere, era inseparable de la botella y Dios sabe qué otras cosas más, pero también era un hombre honesto y ese día se había comportado como un héroe al salvarme la vida. Después, Kaplan elaboró toda suerte de teorías. Tal vez no viajabas en el asiento trasero. Puede que nuestra madre te tuviera en brazos, y que el fuego te hubiese consumido por completo.

De pronto, Mitch miró al frente con expresión vulnerable.

—No sé —dijo Jason, titubeando—. ¿De veras pensó eso? Lo digo porque siempre quedan restos. Me refiero a que un cuerpo humano no puede desaparecer por completo convertido en cenizas en un incendio así, por mucho que sea sólo un bebé.

—Tienes razón —admitió su hermano gemelo—. El cuerpo humano no se quema del todo con facilidad porque se compone en un 75 por ciento de agua. Ni siquiera los crematorios pueden pulverizar los huesos de los difuntos después de la cremación.

Mitch no mudó la expresión confundida.

—Otra teoría posible consiste en que tú no ibas en el coche. Puede que un pariente o una amistad cuidase de ti ese día. Sin embargo, por mucho que indagaron no dieron con tu paradero.

El dolor atravesó el corazón de Jason. Hasta ese momento no había pensado en el hecho de que si Donna no era en realidad su madre, su familia tampoco era su familia. Tenía que tener parientes de verdad en alguna parte. Aparte del psicópata de su hermano Mitch, que había conspirado con Doug Shatz, ¿quiénes eran y dónde estaban?

—Joel Kaplan no supo qué más podía hacer —prosiguió Mitch—. Todo era posible. Por supuesto, también consideró la posibilidad de que pudieran haberte secuestrado, que alguien te hubiera sacado del Chevy envuelto en llamas. Ese es el motivo de que, además de Halper, también interrogaran a Silverstein. Pero esa línea de investigación tampoco condujo a ninguna parte. Resumiendo: tu desaparición fue un misterio, y siguió siéndolo. Según Kaplan tú fuiste el desdichado, y yo el afortunado.

Mitch sonrió, con amargura.

—Debo añadir que el jefe no era muy amigo de dar el callo. Le gustaban las soluciones prácticas. Pertenecía a esa clase de gente que barre la casa y esconde el polvo debajo de la alfombra porque no sabe qué otra cosa hacer con él. En este caso no se le ocurrió nada más que animar a la gente a grabar tu nombre en una lápida. Desapareciste, lo más probable es que hubieses muerto, puede que hubieras ardido y que el forense no pudiera distinguir tus restos de los de tus padres, así que al final esa fue la versión oficial. Desapareciste debajo de la alfombra. La prensa no hizo mucho ruido acerca del bebé desaparecido. En aquellos tiempos era mucho más sencillo mantener esa clase de detalles al margen del gran público. Todo el mundo creía que te encontrabas en ese ataúd. Y la familia Chawkins tampoco causó mucho alboroto al respecto. Tu tumba quedó cubierta por el polvo y el olvido.

Jason no dijo nada.

Mitch continuó.

—Esto sucedió en 1977. Sobreviví y crecí. Era un monstruo a quien todo el mundo despreciaba. Sufría dolores constantes. Ningún especialista en quemaduras pudo remediarlo. Ese fue el precio que tuve que pagar por mi supuesta suerte. Hasta que cumplí los diez años, viví con mi tío Sam y mi tía Dina; después lo hice con mi tío Kent y tía Kate. No demostraron ser buenas soluciones porque a los catorce acabé en mi primera casa de acogida. Fue un infierno. Si tienes mi aspecto no tienes vida, te lo aseguro. Yo… —El rostro de Mitch reflejó la miríada de malos recuerdos que surgían de nuevo. Las sombras oscuras del pasado.

—Sé de lo que hablo. A pesar de eso, la gente siempre me contaba lo feliz que debía de hacerme el hecho de haber sobrevivido. Llegó un punto en que me harté de oírlo. Lo único que conservé fue una buena cabeza. Internet fue una bendición para mí. De pronto no hubo necesidad de que nadie me viera y podía ganarme la vida. Y también me cambié el nombre en cuanto pude hacerlo legalmente. No quería mantener ese maldito apellido.

Jason se humedeció los labios resecos. La presión de la cuerda alrededor de las muñecas, atadas a la espalda, le laceraba la piel. La furgoneta siguió yendo hacia un destino desconocido. ¿Qué se había propuesto hacer Mitch? Estuvo a punto de preguntárselo, pero no lo hizo. Dejó que Mitch siguiera hablando, y se obligó a seguir pensando en la huida.

—Ya de mayor emprendí la búsqueda del hombre que me había condenado a mi «suerte»: Steve Silverstein, a quien habían sentenciado a treinta años de cárcel. Logró la condicional en 1999. No mucho más tarde, sufrió un accidente mortal.

Las comisuras de la boca de Mitch se curvaron para dar forma a una sonrisa macabra.

—Los frenos del Toyota que conducía no respondieron. Eso dice el informe policial. Sucedió cuando iba pendiente abajo, y acabó cayendo por un precipicio. Steve no tuvo ninguna oportunidad. Perdió el control del coche y cayó a plomo.

Mitch lo explicaba como quien lee un artículo de prensa.

Había asesinado al conductor del camión.

Jason comprendió que ni siquiera le había sorprendido la noticia. Mitch era despreciable, el sufrimiento lo había enloquecido, y era capaz de llevar a cabo toda clase de actos violentos.

Le interesaba más saber cómo podía Mitch haber saboteado el vehículo de Steve. ¿Contaba entonces con la ayuda de Doug? No, probablemente no. Había ido en busca de Doug después de que Jason le hablase de él en una de las visitas que le hizo con anterioridad. Eso quería decir que entonces necesitó la colaboración de otro matón.

—Después de lo de Steve, seguí dando vueltas al enigma de tu desaparición. Déjame decirte que no creí que te hubieras consumido en el incendio. Esa teoría no tenía el menor sentido. A mí me habían sacado con vida del coche, ¿fue posible identificar los cadáveres de nuestros padres, pero de ti no quedaba ni rastro? No, de ninguna manera.

Mitch encogió el rostro de tal forma que casi se le cerraron los ojos sin párpados, al tiempo que se inclinaba hacia delante.

—Seré más preciso: sabía que seguías con vida.

Jason pegó la espalda a la rueda de recambio con intención de evitar en la medida de lo posible la mirada penetrante de Mitch.

—Lo percibía. Qué coño, después de todo somos gemelos idénticos —insistió Mitch.

Jason abrió la boca para hablar, pero no pronunció ninguna palabra.

—Te diré algo más: siempre supe que no estaba solo —añadió Mitch—. Llámalo fe. Y también tenía sueños, o visiones, en las que veía una figura borrosa que percibía como una parte de mí.

Tal vez se debía a las sombras que se extendían en la furgoneta, pero a Jason Mitch se le antojó más alto, mayor y más amenazador.

—Pasé años buscándote sin encontrarte.

Mitch inclinó aún más la cabeza hacia Jason.

—Finalmente encontré una pista. Gracias a una idea que tuve hace un par de años: hacer un retrato de mí mismo, pero sin… —Mitch titubeó unos instantes—. Sin las quemaduras. Un retrato del aspecto que habría tenido si Steve Silverstein no hubiera estado vivo, o no hubiese conducido ebrio ese día, al menos. Con ese retrato me dispuse a emprender una búsqueda de términos que pudieran guardar relación con lo poco que sabía o intuía de ti, entre otras cosas el miedo al fuego, la pirofobia, acotando la búsqueda a fechas de nacimiento próximas a la mía. Nada. Un día pensé que te había encontrado. Un hombre de Oakland guardaba un parecido increíble con mi retrato. Comprobé sus datos en el registro e indagué su trasfondo familiar. No quieras saber lo que es posible encontrar en internet si se te da medianamente bien penetrar las defensas que protegen las redes. Entonces topé con tu perfil y fotografía en ipyrophobia.com, y nada más verlo tuve la certeza de que estaba tras la pista correcta.

Por un instante, un fuego vivo cruzó la mirada de Mitch.

—Eras la viva imagen del retrato que me habían hecho. Y casi tenías la misma edad que yo, sólo unas semanas nos separaban. Motivo suficiente para indagar sobre ti. —Mitch se recostó de nuevo, satisfecho.

»Al principio no estuve del todo convencido. No podía creer que te hubiese localizado. Seguí dudando, a pesar de reparar en este rasgo facial tan característico de ti.

Jason enarcó ambas cejas.

Mitch hizo una nueva pausa. No duró mucho tiempo.

—¡Vamos, hombre! Admítelo. ¿De verdad no ves el parecido? Cada vez me resultaba más evidente, sobre todo cuando viniste aquí la última vez, trayendo las fotografías que yo había tomado, y tuve que fingir que era incapaz de localizar una tumba en un cementerio.

El hombre mutilado extendió los brazos como si se sometiera a un registro, invitando a Jason a darle un largo vistazo.

Jason lo hizo. Aguzó un poco la vista y le miró como no lo había hecho hasta entonces. Pudo borrar las cicatrices, la piel que parecía una monstruosa máscara roja. La piel de Mitch se suavizó. Luego añadió los párpados, los labios, una nariz, las orejas y, lo cual marcó la diferencia, atribuyó al hombre calvo sentado en la silla de ruedas su propio pelo negro.

Entonces, durante un breve instante, lo vio con claridad. Mentalmente se reconoció en ese hombre.

La admisión de Mitch conforme había asesinado a Steve Silverstein no había inquietado a Jason. Pero eso lo conmocionó. Borró enseguida la representación mental y, como si se tratara de la imagen de un sueño, perdió la sensación de reconocerse en el hombre que lo retenía en contra de su voluntad.

Cuando volvió a elaborar una imagen mental, el parecido de antes se esfumó.

Pero no del todo. Aún podía ver detalles que eran iguales. La forma del rostro de Mitch no era distinta de la suya. Su barbilla asomaba con el mismo ángulo. Pero lo más importante, lo que más llamaba la atención, era el hecho de que ambos tenían el mismo hoyuelo. Hasta ese momento no había reparado en ello.

Mitch siguió la trayectoria de la mirada de Jason.

—El hoyuelo de la barbilla —confirmó Mitch, que añadió, bajando el tono de voz—: ¿Nunca habías tenido la sensación de estar incompleto?

Jason negó con la cabeza.

Mitch se encogió de hombros.

—Ah, bueno, yo siempre te he estado buscando. Tú no. En eso somos distintos. Pero qué importa. Seguía dudando: ni siquiera el hoyuelo de la barbilla me convencía totalmente. Te diré qué fue lo que me convenció de que tú eras Mike. No, no fui en busca de otras similitudes, aunque estoy seguro de que habrá un par más, tal como demuestra nuestra afición a tomar fotos con la Polaroid. Me refiero a otro enfoque del asunto…

Mitch meditó un instante sus palabras. De pronto una risa ronca escapó de su boca sin labios.

—Pero ¿por qué iba a contártelo? Si ya lo sabes.

—Interrogaste a Chris —dijo Jason, que tenía la garganta seca como papel de lija.

Mitch crispó las manos en puños.

—¡Precisamente por eso! Doug y yo podríamos haber acudido a Edward, o podría haber aprovechado tus visitas para preguntarte más por tu pasado. Pero cuando mencionaste a Chris, el único hermano de tu madre, su último pariente con vida, decidí que lo más sensato era ir a visitarle. Después de todo, Chris fue la persona más próxima a Donna, sobre todo en torno a 1977. Resultó ser una visita muy reveladora. Tenía la sospecha de que eras Mike, debido a las similitudes físicas y a lo de la pirofobia. Si eras Mike, entonces tal vez Chris sabría algo al respecto. La pregunta era hasta qué punto tenía información. Pues bien, lo sabía todo. ¡Más de lo que yo esperaba! Todo lo que te he contado lo averigüé gracias a él. Y ni siquiera fue tan difícil estirarle de la lengua. No creo que compartiera con nadie más su gran secreto. Imagínalo, ¡guardarte algo así durante treinta años! Pero debo añadir que Doug es experto a la hora de hacer hablar a la gente.

Pero Chris no se había comportado como una tumba. Había mencionado algo al respecto a Jason en una ocasión, a pesar de que había olvidado de qué se trataba. Por lo visto, le había inspirado para efectuar aquellos dibujos infantiles de tumbas ardiendo, con la palabra «Mapiitaa», una versión libre de Mount Peytha City, escrita en una de las lápidas.

—Y después lo asesinaste.

Oyó sus propias palabras, cuyo significado le causó un gran dolor.

Mitch volvió un poco la cabeza.

—Eso también, sí. Por supuesto. No podía dejarlo suelto después, ¿no? Yo no lo hice, claro. Fue Doug quien le ayudó a ahorrarse sufrimientos. Yo no podía hacerlo por mi cuenta, y además, para eso le tengo. Pero fui yo quien encontró la información médica relativa a la enfermedad de Chris. Él no había escondido los archivos con el empeño necesario. Admitió, después de que Doug le pinchara un poco, que no le quedaba mucho tiempo de vida. Después de ahorcarlo en la buhardilla, dejamos una nota de despedida e hicimos lo posible para que pareciese un suicido. Creo que nos las apañamos bastante bien.

Jason se mordió el labio inferior, seguido por el superior. Se formó dentro de él un torrente de ira, ardiente como la lava.

—Así fue cómo averigüé que eras mi hermano Mikey, a quien todo el mundo había dado por muerto —continuó Mitch, imperturbable—. Supe que no había sido yo el afortunado. ¡Todo lo contrario! Tú eras el hijo de la Fortuna. No sufriste mutilaciones, tienes buen aspecto, una mujer preciosa, tienes todo en la vida. Todo porque a ti te salvaron primero. Yo podría haber sido tú. Podría haber llevado tu vida. Pero ya es demasiado tarde para eso. Así que decidí vengarme. Sufrirías como yo había sufrido. Decidí poner manos a la obra.

—¿Y a qué viene tanto rodeo? —preguntó Jason, furioso—. Has asesinado a Steve Silverstein, Chris y Kayla. ¿Por qué no me hundes un cuchillo en las costillas, si no puedes asumir el hecho de que mi vida haya sido mejor que la tuya?

Mitch asintió, pensativo, como si esa opción no se le hubiese ocurrido antes.

—Podría. Pero ¿por qué? Pensé que sería mucho más interesante dejar que descubrieras por tu cuenta quién eres en realidad. Lo pensé detenidamente. De ahí que urdiera la mentira de que me había quemado de pequeño en un incendio en mi casa. Y las Polaroid, por ejemplo. Hace años tuve un cuidador, un joven llamado Michael Glass, que hacía lo posible por alegrarme. Tenía una cámara Polaroid, me tomó una foto y dijo: «No creo que seas feo. La fealdad no tiene que ver con tu aspecto externo, sino con quién eres por dentro». Esa clase de cosas, ya sabes. A pesar de todo, me infundió coraje. Me regaló la cámara y la he conservado desde entonces. Michael quería que la usara para ver quién soy. Decidí usarla para lograr que tú vieras quién eres: Mikey Chawkins, muerto y enterrado según la documentación oficial, fallecido el 18 de agosto de 1977.

Mitch rio de nuevo.

—Menudo honor que mis instantáneas causaran tal revuelo, que incluso acudieses a mí en busca de consejo. Pero para mí el hecho trascendía al juego psicológico. Quería que supieras qué se siente al verse solo, cuando las cosas que más quieres te son arrebatadas. Cuando llamaste desde San Francisco, diciendo que habías descubierto algo, efectué mi siguiente movimiento: antes de vengarme de ti, quería que acusaras la pérdida, la muerte de Kayla.

Jason cerró los ojos. Sus fuerzas le abandonaron de nuevo, inundado por un gran pesar.

—Y así concluye mi historia —dijo Mitch—. Cuando supimos que Kayla seguía con vida, envié a Doug al hospital. Él te trajo a mi casa, antes de que tú te adelantaras. —Se encogió de hombros antes de añadir—: Y eso es todo. Todo lo que tengo que decirte.

Mentalmente, Jason vio a Kayla. Iba vestida de blanco y estaba en mitad de un prado verde en un día soleado, en el mismo lugar donde estaba Ralph. Y Donna, y Chris. Pero no había alegría en su rostro, sino una sombra en los ojos, la misma mirada que la última vez que se vieron. Se habían separado después de una fuerte discusión, la distancia entre ellos era mayor que lo que él hubiera imaginado en ese momento en la peor de sus pesadillas.

Esa discusión había constituido su despedida.

La oleada lo alcanzó.