30

MITCH

CONDUJO durante media hora, tal vez más. Jason había perdido el sentido del paso del tiempo. El hombre que había asesinado a su mujer se hallaba sentado al volante, y Jason estaba deshecho.

Finalmente la furgoneta se detuvo. Doug desapareció de su vista detrás de la mampara de cristal que había entre la parte trasera del vehículo y el compartimiento del conductor. Jason oyó el triquitraque de la puerta del garaje abriéndose. Luego Doug reapareció y llevó el vehículo al interior. Seguidamente abrió el maletero.

Tal como esperaba, Jason se hallaba en un garaje. Fue capaz de reconocer casi de inmediato dónde estaba.

Se abrió una puerta, por la que apareció un hombre sentado a una silla de ruedas. Jason le miró. La falta de orejas, nariz, labios o párpados no le llamó tanto la atención como las cicatrices de su cara, que se le antojaron más llamativas, como si delataran las emociones que relampagueaban bajo la piel.

Jason sabía de gente que pensaba que Lou Briggs parecía el monstruo de Frankenstein antes de que su creador lo terminara.

Lou le dirigió una mirada divertida, como si se preguntara qué nido de avispas había sacudido Jason en esa ocasión.

Jason miró a Doug, quien se había situado ante el umbral de la puerta abierta como si fuera el gorila de una discoteca. Tenía la barbilla levantada, los brazos cruzados a la altura del pecho.

—¿Has ido de visita al hospital, Jason? —preguntó Lou.

Jason le dirigió una mirada asesina. Lou ni se inmutó.

—Doug tuvo un despiste sin importancia. Pero más tarde rematará el trabajo.

Jason cerró con fuerza los ojos y volvió a abrirlos.

—Ha muerto como consecuencia de las heridas. Murió a las 12.15. Yo estaba presente.

Pronunció las palabras con voz ronca, con tono bajo, casi inaudible.

Lou abrió los ojos como platos.

—¿De veras? Bueno, mira por dónde. El problema acaba de solucionarse por sí solo.

El hombre desfigurado hizo un ruido que bien pudo ser una risotada.

Jason se mordió el labio. Su preocupación, la ira, la impotencia y, principalmente, el pesar de aquellas últimas horas, tenía que hallar una vía de escape. Se le ahogó la voz cuando gritó:

—¡Malditos hijos de puta!

Lou hizo un gesto como si acabara de sentir la picadura de un mosquito. Algo que resultaba molesto, pero nada más. De nuevo adoptó una expresión impasible.

—Tenemos mucho de lo que hablar, Jason. Sé que todo esto constituye una sorpresa terrible para ti. Créeme, lo sé. Pero vas a comportarte, ¿verdad? Si no lo haces, puedo hacer que sea muy desagradable.

—¡Y qué importa! —protestó Jason—. ¡Mátame de una vez y acabemos con esto!

Lou negó con la cabeza.

—Qué decepción. ¿No quieres saber por qué Kayla tenía que morir? O, para el caso, ¿tu tío Chris?

Jason miró a Lou y apretó los dientes con fuerza.

—Pero antes necesito que me pongas un poco al día —continuó Lou—. Así podré saber por dónde debo empezar. ¿Qué has averiguado por tu cuenta? Dijiste a tu mujer que habías descubierto algo en San Francisco, pero ¿de qué se trataba?

A pesar de la ira, el dolor y la pena que lo embargaban, Jason adoptó una expresión inquisitiva.

—Ah, claro, que tú eso no lo sabes —dijo Lou—. Justo antes de que Doug entregase la primera fotografía en tu oficina, se introdujo en tu casa. No le costó gran cosa, la verdad, porque siempre olvidas cerrar la puerta del porche. Repartió algunas escuchas en el interior de la vivienda: pinchó el teléfono, puso escuchas tras el armario… Nos sirvieron para estar informados acerca de todo lo que pasaba entre Kayla y tú. Incluida la última conversación que tuviste con ella, cuando dijiste que regresabas a Los Ángeles.

Jason siguió sin decir nada.

—Yo fui quien se encargó de las fotografías, como supones —continuó Lou—. Doug tan sólo se limitó a entregarlas. Y no te sorprenderá saber que él fue quien condujo el vehículo que os empujó fuera de la carretera la noche de la fiesta de cumpleaños de tu padre.

Jason mantuvo los labios cerrados.

—Te he preguntado por tus pesquisas en San Francisco. Si te soy sincero, esa llamada telefónica fue la señal que necesitaba para actuar. Pensé que te dirigías hacia aquí, y quise adelantarme a los acontecimientos. Quería vengarme de Kayla, antes de ir a por ti.

Atado de muñecas y tobillos, Jason yacía tendido de espaldas en el maletero de la Mercedes Benz. Era incapaz de moverse, convencido como estaba de que también iban a asesinarle. Sintió la necesidad de dar rienda suelta a su ira, a su pesar. Después de todo, ¿de qué iba a servir no hacerlo? Estaba en poder de Lou y Doug, quienes podían acabar con él en cuanto quisieran. Y eso harían. Eso mismo le había dicho Lou.

Hubo algo que despertó en su interior, una clase de ira distinta. Aquellos hombres le habían arrebatado a Kayla. Él seguía vivo. Y mientras lo estuviera, podía luchar. Descubrió que quería hacerlo. Quería vengarse, eso era. Pero tal como estaba la situación, la posibilidad de que pudiera vengarse era muy baja, aunque mientras siguiera con vida podía al menos aferrarse a la idea. A ser posible, tenía que usar la cabeza. Mantener la calma, demorar las cosas, pensar. Lou quería hablar, y mientras procurase que siguiera hablando, él seguiría con vida.

—Sí, iba de camino a tu casa. Descubrí que habías entrado en el bungaló de Chris porque encontré tu anillo, que había caído bajo el armario. Por eso te frotabas la mano derecha la última vez que estuve aquí. Echabas de menos el anillo.

Lou esbozó una sonrisa torcida.

—Así que el anillo acabó ahí, ¿eh? ¿Por alguna casualidad lo llevas encima?

Jason se mordió de nuevo la lengua.

—Regístralo —ordenó Lou a Doug.

El hombretón, que vestía aún el pijama de enfermero, se acercó al maletero y palpó los bolsillos de Jason.

—Doug nunca ha olvidado la jugarreta que le hiciste —explicó Lou—. Gracias a ti nos hicimos socios. Sin ti jamás habría oído hablar de él, por ejemplo. Pese a todo, Doug conserva una perspectiva más profesional. Yo soy su mejor cliente. Para mí, hay otras prioridades, pero luego te hablaré de ellas.

Jason procesó aquella información. Lou aún no había acabado con él. Eso quería decir que no iban a matarlo sin más. Ignoraba de cuánto disponía, pero al menos disponía de algún tiempo.

Doug, que había encontrado enseguida el anillo en el bolsillo de Jason, se lo tendió a Lou, que frotó la pieza de bisutería en la pernera del pantalón antes de ponérselo en el dedo.

—Ya me siento mejor —dijo, satisfecho.

Clavó los ojos grandes y sin párpados en Jason, a quien miró con fijeza, acercando un poco la silla de ruedas hacia la puerta posterior del vehículo.

—Pero continúa, ¿qué más sabes?

Prácticamente le resultaba imposible controlarse. Lou, el hombre en quien había depositado su confianza, era un asesino que trabajaba con un matón. Kayla había sido su víctima. Jason jamás se había sentido capaz de matar, pero ahora las cosas habían cambiado. Aunque no había nada que pudiera hacer. ¿Por qué había permitido que Doug se le acercara por sorpresa en el hospital? ¿Por qué no había reaccionado? La respuesta era obvia. Lo sucedido le había destrozado, y la presencia inesperada de Doug en ese lugar y en ese momento le había dejado aturdido.

«Procura ganar tiempo», le gritaba su instinto de supervivencia, más y más alerta a medida que pasaba el tiempo.

No le preocupaba el hecho de que las Polaroid provinieran de Lou, ni que Doug fuese el agresor. Todo lo que hiciera en los próximos minutos u horas, por mucho tiempo que pudiera quedarle, lo haría por Kayla. Pero por el momento no tenía elección; mientras pudiera tenía que seguir hablando con Lou.

—Chris acudió al funeral de la familia Chawkins. Sé que debo tener algo que ver con Mikey, que murió en el coche. Al cabo de unas semanas, nací yo. Mi pirofobia podría guardar relación con lo que le pasó a Mikey.

Lou siguió mirándole con gran interés.

—¿Y bien? —preguntó.

—Creo que, de algún modo, Mikey está dentro de mí. Se me ha ocurrido pensar que es posible que yo sea su reencarnación.

Lou se acarició la barbilla.

—Continúa.

—Es que no hay mucho más —admitió Jason—. Las fotografías estaban relacionadas con Mike Chawkins. Chris asistió al funeral de la familia. Doug y tú lo asesinasteis, aunque no sé por qué razón. Y tampoco sé a qué viene eso de que Kayla tuviera que morir. O qué tenéis en contra mía.

Lou sacudió la cabeza desfigurada.

—Creía que a estas alturas habrías averiguado más cosas. Pero no tienes ni idea. Empiezo a creer que no tienes ni idea.

El tipo de la silla de ruedas lanzó un suspiro, como si Jason acabara de admitir que ignoraba que el agua fuese líquida.

Se volvió hacia Doug.

—Vamos a hacerlo.

Doug se movió en cuanto Lou terminó de hablar.

Levantó del suelo una plancha metálica que colocó entre el suelo y la parte trasera de la furgoneta. Luego empujó por ella la silla de ruedas donde se sentaba Lou, a quien situó junto a Jason.

Doug recogió las prendas de ropa negra y cerró de un portazo la puerta trasera. Al cabo de unos instantes, Jason oyó de nuevo el golpeteo metálico de la puerta del garaje al abrirse. Se esforzó por sentarse frente a Lou, apoyando la espalda en el neumático de repuesto. La cuerda le había hecho cortes en las muñecas, y le dolían. Poco después, Doug puso en marcha el motor de la furgoneta y condujo marcha atrás. A través de la estrecha ventanilla del lateral del vehículo, detrás de Lou, se extendió la tarde ante su mirada. La furgoneta giró y echó a andar hacia delante. Sobre la cabeza de Doug, visible a través de la mampara, se alzaban volutas de humo. Vestía de nuevo de negro, y había encendido un cigarrillo.

Jason miró a su alrededor. Estaba sediento y le dolía la garganta. Sin embargo, seguía vivo. Por lo visto no iban a asesinarle en casa de Lou.

Contra la partición había unas sacas marrones. De una de ellas asomaba un par de palos largos. También había un haz de heno, envuelto en papel de aluminio.

Miró a los ojos a Lou Briggs. El hombre estaba sentado con la espalda recta en la silla de ruedas.

—Ya que disponemos de un rato, voy a contarte mi historia, Jason. No omitiré detalle.

Mientras la furgoneta sufría leves sacudidas, y Doug, al volante, mantenía el pie en el acelerador, Lou hizo un ruido propio de quien sufre un ataque de epilepsia, pero que en realidad obedecía a su peculiar risa.

—Es como una obra de teatro —continuó Lou, bajando el tono de voz, que apenas se impuso al ruido del motor—. Imagina un teatro. Todo está preparado en el escenario, a oscuras, iluminado por los focos. El primer actor en salir es Pete McGray. Tú, el espectador, conoces a Pete. Es un borracho que habla con los puños. Otra actriz que no tardará en verle de esa manera es Donna Campbell, la segunda en entrar en escena. Donna se siente atraída por Pete, por todos los motivos equivocados que quepa imaginar. Se inicia el romance entre la mujer, de veinticuatro años, y McGray, de treinta años. Podrías decir que Donna tendría que haberse andado con ojo, pero por desdicha no lo hizo. Al menos no entonces, cuando se dejó seducir por Pete. Ah, y su hermano Chris la advirtió en contra de él en diversas ocasiones, pero en esa época ella era muy tozuda y no prestaba atención a lo que decía su hermano. Siempre pensé que esto se debía al hecho de haberse visto obligada a saltarse la niñez y crecer antes de la cuenta. Donna perdió a su madre cuando tenía catorce años, y su padre los había abandonado mucho antes. No había vuelto a oír hablar de él. Es más, nunca llegó a averiguar qué había sido de su padre, dónde había muerto, o si seguía vivo. La única persona que le quedaba en el mundo era su hermano, dos años mayor que ella, y, a su modo, un tipo bastante peculiar.

Ver a ese hombre mutilado contarle cosas que, que él supiera, sólo las conocían él y un puñado de personas a lo sumo, fue para Jason, a pesar de su situación, como sentir el tacto de una mano helada enroscándose en torno a su cuello. Todo lo que Lou decía era cierto. Todo sin excepción.

—El pasado de Donna no es precisamente una merienda campestre. Fue de casa de acogida en casa de acogida, de tutor en tutor, sin disfrutar de un lugar al que considerar su hogar. No quiso vivir con su hermano en San Francisco, a pesar de que él la invitó a hacerlo en más de una ocasión. Pero es de esas personas que no paran quietas, se siente insegura, perseguida. Donna Campbell es distinta de Donna Evans; cuando se convierta en Donna Evans se transformará en otra persona, pero en este acto de la obra de teatro aún anda lejos de asumir ese papel. Se traslada de ciudad en ciudad, se acuesta con cualquier hijo de vecino. Nunca sufre problemas serios hasta que, en Salt Lake City, topa con Pete McGray. Pete parece ser la persona adecuada. Es grande, fuerte, y Donna se enamora locamente de él; durante unos pocos meses es feliz, disfruta del período más amplio de felicidad en toda su vida.

»Pero entonces se queda embarazada, lo que supone el fin del cuento de hadas. Pete quiere que aborte, ella se niega; está decidida a tener el bebé. Pete sufre un cambio repentino. De pronto deja de ser un hombre agradable. Empieza a beber, y cuando está ebrio maltrata a la madre de su hijo nonato.

»Un día, inevitablemente, la situación alcanza un punto de no retorno. Esto sucede unas pocas semanas después de que Donna sepa que está embarazada. Para ser exactos me refiero al 13 de julio.

Lou hizo una pausa, proporcionando a Jason más tiempo para acordarse de que había recibido la primera de las Polaroid en esa misma fecha.

—En un arranque de ira, Pete agrede a Donna de tal manera que esta acaba sangrando. Cuando logra calmarse, no puede soportar lo que ha hecho y se marcha de la casa. La deja abandonada, sola y malherida. Ella misma tiene que llamar a una ambulancia e ingresar en el hospital, donde se recupera. Luego se pone en contacto con su hermano, que a partir de ese momento se encarga de cuidarla.

»Donna sobrevive, pero el hijo que lleva en su vientre no. Y por si eso no fuera bastante malo, los doctores le comunican que nunca podrá volver a tener hijos. Pete ha acabado con su futuro.

Jason movió el trasero un poco para poner la espalda más recta sobre la rueda de recambio. Se le ocurrió pensar que Lou no había contado nada aún que fuese realmente nuevo para él. Parecía trivial, puesto que, comparado con lo que Doug había hecho a Kayla, todo lo parecía, por no mencionar su próxima muerte. Pensó también que quizá sí fuese importante. Lou intentaba explicar por qué había hecho todo lo que había hecho. ¿Podía Jason aprovecharse de esa información?

—Pete es mi padre biológico —dijo—. Mi madre me lo contó. ¿Por qué crees que…?

De pronto fue como si se le hubiese atascado algo en la garganta. La respuesta se revelaba a sí misma.

Chris.

Sólo tío Chris le había contado aquello.

Al mismo tiempo, pensó en Pete McGray, alguien a quien tan sólo conocía de las escasas ocasiones en que su madre le había hablado de él. Una vez mostró a Jason una fotografía. Un tipo desaliñado, con pelo largo y barba de días, le devolvía la mirada desde la imagen. Jason no había entendido cómo su madre podía haberse enamorado de él. Y no era el único. Con el paso del tiempo, tampoco su madre lo hacía.

Pete la había dejado embarazada, eso era lo que ella había contado a Jason. Luego puso punto y final a su relación y encontró la felicidad junto a Edward. Donna no quería recordar a Pete. ¿Podía Jason dejar de insistirle? Jason mantuvo esa conversación con su madre siendo joven. Asintió y, después, acabó olvidándose de Pete.

Pero ¿su madre le había mentido? ¿Y si, después de todo, Pete no era su auténtico padre?

¿Cómo se había enterado Lou de todo aquello? ¿Por qué razón le importaba tanto?

De pronto se le ocurrió el motivo. Fue como abrir una puerta a la sabiduría.

—Como ya sabes, Pete tampoco tiene un final feliz —continuó Lou—. En 1988 muere de resultas de un navajazo durante una pelea de bar. Por lo visto estaba en el momento menos adecuado en el lugar erróneo. Su muerte no supuso una gran pérdida para la humanidad.

Lou hizo una pausa. Jason no dejaba de darle vueltas. Dentro de su mente había cobrado forma el embrión de la verdad. Sintió náuseas.

Al mismo tiempo, pensaba en su madre. Sabía de su pasado tumultuoso, pero en todo ese tiempo nunca había puesto en duda su sinceridad y el hecho de que se había convertido en mejor persona. Pero nada encajaba. La imagen que siempre había tenido de ella se transformaba en algo oscuro e irreconocible.

—Pero sigamos con la función —dijo Lou, rebullendo en el asiento de la silla de ruedas.

Saltaba a la vista que disfrutaba de la oportunidad de contar su historia.

—Todo empieza a encajar. Después de perder el bebé, Donna cae en una depresión. Por supuesto, también está furiosa con Pete. Pero sabe que necesita seguir adelante con su vida. Entonces sucede. El 18 de agosto de 1973, conduce por la autopista 98, cerca de Sacramento Wash. Se ha despedido de Salt Lake City y planea empezar una nueva vida en California. Han pasado poco más de cinco semanas desde la última vez que vio a Pete McGray, cuando la abandonó malherida en el suelo, gimiendo de dolor. Mientras Donna conduce, ve una columna de humo negro que se alza del terreno. Tras cerrar la distancia, descubre que se trata de un coche que se ha incendiado. Donna sale del vehículo y echa a correr hacia el coche. Presencia algo terrible. El coche está tumbado boca abajo, y en los asientos delanteros hay dos personas que gritan. Están atrapadas y no pueden salir. Y entonces repara en otra cosa. Hay dos bebés que lloran en la parte superior del asiento trasero. Dos bebés…

Lou levantó dos dedos, haciendo el signo de la victoria.

—Las llamas aún no han alcanzado a los recién nacidos, dos gemelos, llamados Mike y Mitch, que aún no han cumplido las tres semanas. Tiene que actuar, tiene que escoger. ¿A quién salvar antes? No hay tiempo para pensar. Donna se introduce en el coche a través del humo y las llamas, y aferra al primer bebé que encuentra. Luego se aparta del coche con el niño, justo a tiempo. Se produce una explosión, se alzan más llamas del vehículo. Clavada en el suelo, aturdida, permanece allí un instante, convencida de que todo el mundo dentro del coche tiene que haber muerto. Pero se equivoca. El humo negro es cada vez más y más denso, tanto que teme acercarse; tiene pánico, está muerta de miedo. Imagínatelo.

Jason lo intentó. Mentalmente, como en una película, se dibujó la autopista 98. El asfalto quebrado bajo el sol abrasador de una ardiente jornada de agosto. El ambiente trémulo, visto a través de las intensas llamas que consumen el vehículo de los Chawkins.

«Ahí está Donna, una joven, madre de un bebé nonato que fue asesinado. Tres personas acaban de morir justo delante de sus ojos. Está temblando, tal vez llora. Hay tres cadáveres dentro del coche, eso es lo que está pensando. Pero no sabe que hay otro superviviente. Alguien a quien no ha salvado».

—¿Lo entiendes ahora, Mike? —preguntó el hombre mutilado que se sentaba en la silla de ruedas.

Jason asintió, resignado.

«Sí, ya lo entiendo, Mitch».