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ABDUCCIÓN

FUE a la 1.55 de la madrugada cuando Jason despertó de un sueño ligero. Se levantó, se duchó y se vistió, antes de salir de puntillas al silencioso pasillo del motel Surf Hill. No olvidó pagar antes de marcharse. Dejó una nota y dinero suficiente al recepcionista. A las 2.45 se sentó al volante del Ford y salió del aparcamiento; al cabo de un momento lo engulló el tráfico nocturno de San Francisco.

Le dolía la cabeza, tenía los ojos entrecerrados y apretaba con fuerza la mandíbula, pero al menos iba de vuelta a casa.

Llamó a Kayla desde el coche. No pudo explicarse qué le había empujado a ello. Era de madrugada; si ella había dejado encendido el teléfono móvil la despertaría. ¿A qué venía esa llamada?

No tenía ni idea, pero sintió el impulso de hacerla. Era como si su voz interna le hubiese empujado a ello. No pudo ignorarla. Kayla no respondió.

«Llego demasiado tarde», pensó. Otro pensamiento capaz de preocupar a cualquiera, por no mencionar que no tenía sentido. Dentro de unas horas llegaría a casa. Entonces pondrían las cartas sobre la mesa y sentarían las bases para empezar de nuevo. Aunque por supuesto eso no sucedería hasta que hubiese hecho su último viaje.

Aún no había terminado. Todavía no. Pero en ese momento era Kayla quien le preocupaba.

«La has perdido», susurró la malévola voz, o pensamiento, dentro de su cabeza.

Al volante, conduciendo por las calles nocturnas de San Francisco, un escalofrío como nunca antes lo había experimentado le recorrió la piel como una serpiente.

Empezó por los hombros, exhaló su aliento gélido en sus mejillas, le congeló la parte superior de la cabeza. Pensó en Canyon View, en el salón, que de pronto le pareció demasiado espacioso sin ella, en lugar de pequeño y acogedor. Allí todo le recordaba a Kayla. El jarrón oriental que había comprado en una tienducha de Los Ángeles. Le parecía feo y tenía un punto hortera, pero cuando Kayla apareció con él en casa estaba feliz como una niña. «Míralo bien, Jason, ¿no me digas que no te parece precioso?». La alacena antigua para guardar la batería de cocina que había comprado por tan sólo un par de dólares y que ella misma había restaurado, rascando la pintura antigua, lijando la superficie y aplicándole la capa de barniz. El elegante cesto marrón para dejar las flores que descansaba en la mesilla de cristal que había frente al sofá.

—No —murmuró—. No es tarde. No puede ser.

A una hora muy temprana, pasadas las 4.15, se encontraba en la terminal de pasajeros, en cabeza de la cola para embarcar en el vuelo United Express 3126. Se moriría de inquietud si no oía su voz, así que decidió llamarla de nuevo. Sonó el timbre del teléfono, por tanto Kayla no lo había desconectado. Pero nadie respondió. Intentó llamar al teléfono fijo de Canyon View, pero tampoco hubo respuesta.

Jason estaba seguro de que había pasado algo, a pesar de no tener motivos para saberlo con certeza.

Hizo caso a su instinto, que le decía que se había producido una tragedia. Había pasado algo irreversible.

La espera hasta las seis de la mañana fue una tortura. Y el vuelo se le hizo eterno. Pero a las 7.30 de una soleada mañana el avión aterrizó en el aeropuerto internacional de Los Ángeles. Encendió el teléfono móvil, y comprobó que había recibido tres mensajes mientras estaba a bordo del vuelo United 3126.

«Kayla», pensó más animado.

Escuchó los mensajes en el túnel que unía la terminal con el avión. El primer mensaje de voz no era de Kayla, sino de Simone.

—¡Jason! —decía la voz grabada, presa del pánico.

«Mierda —pensó—. Ha pasado algo malo».

Pero era incluso peor de lo que había imaginado.

No quiso escuchar al médico vestido con bata blanca; sólo quería ver a su mujer. Pero el doctor le detuvo. Lo primero que asimiló fue que ella estaba en quirófano y que aún no había noticias de su estado. Estaba en buenas manos, y Jason tenía que ser paciente.

—¿Sobrevivirá? —preguntó con brusquedad—. ¿Ni siquiera puede decirme eso?

El médico no le respondió y lo dejó a su suerte durante la peor fase de todas: la espera. Dejó pasar las horas sentado. Esperando.

Condujeron a Jason al interior de una sala de espera gris. El primero que se levantó fue su propio padre. Edward Evans rodeó con los brazos a su hijo, a quien dio palmadas en la espalda mientras susurraba:

—Dios mío, hijo. Dios mío.

A su lado estaban Daniel y Tonya Sheehan. Jason apenas reconoció a Daniel. Normalmente tenía la radiante sonrisa en los labios de alguien seguro de sí mismo, el carisma que todo hombre de negocios de éxito destilaba como si se tratara de una segunda piel. A Jason Daniel Sheehan siempre le había recordado al Blake Carrington de Dinastía, el culebrón que veía con sus padres de niño. Daniel tenía el mismo distinguido pelo cano y la mirada intensa que irradiaba autoridad.

Pero ese día no vio ni por asomo aquella otra piel. Jason tan sólo vio a un anciano consternado. Más o menos como Tonya, por lo general elegante y sonriente, a quien encontró derrotada.

Simone y Cliff también estaban allí. Cliff estaba pálido, conmocionado, silencioso, con la mano en la de Simone. Simone tenía los ojos llorosos, hinchados. En cuanto vio a Jason rompió de nuevo a llorar.

—Jason… —dijo entre sollozos.

Cliff se levantó de la silla, debatiéndose entre abrazar a Jason o estrecharle la mano. Al final no hizo ni una cosa ni la otra, y volvió a sentarse.

Había cogido un taxi que fue directo al hospital Pacific Valley, pero los cinco habían llegado antes que él.

—¿Qué ha pasado? ¿Quién me puede decir algo más? —preguntó Jason.

—Jason, no… No puedo… —tartamudeó Simone, mientras todos los demás en la habitación permanecían en silencio.

—Sí, claro que puedes. Dime qué ha pasado.

Tenía que oírlo, siempre y cuando pudiese concentrarse en sus palabras. Pero si no empezaba a hablar, si ninguno de ellos decía una palabra, no se libraría del temor de que Kayla ya hubiese muerto.

—La agresión se produjo anoche. No hay ni rastro del sospechoso. La acuchillaron repetidas veces.

Jason ya estaba al corriente de eso. A pesar de ello le dio un vuelco el corazón.

—El agresor la dio por muerta, razón de que pudiera llamar a urgencias. Conservó unos instantes la conciencia en la ambulancia. Describió al agresor como un hombre corpulento vestido de negro. Eso fue todo lo que dijo, y por el momento eso es todo lo que sabemos.

Jason recordó entonces las palabras de Phil, que cobraron vida en su mente como un puñado de alfileres.

«Era ancho de hombros, la clase de tipos con los que es mejor no cruzarse. Vestía de negro».

A Simone volvió a temblarle la voz. Cliff la atrajo hacia sí. Jason se preguntó si al finalizar el día tendría aún alguien a quien consolar, porque si Kayla moría…

«No, aún no ha sucedido. Sigue viva. ¡Aférrate a eso!».

Fue duro. Aquello a lo que él más temía había pasado. Era inexplicable, pero eso no lo hacía menos real. Clavó la vista en el suelo gris. Tenía lágrimas en los ojos que intentaba contener desesperadamente. Nadie podía culparle por llorar, pero ¿de qué iba a servir? A Kayla no le serviría de nada. A él tampoco.

Los seis esperaron juntos el desenlace de la operación en una jornada que se antojó interminable.

Pero finalmente terminó. Jason vio que el sol se movía a través de la ventana. Por él podía reinar una oscuridad eterna, porque el sol se había ido para siempre. Vagar en la oscuridad, ese era en adelante su destino.

La puerta se abrió a las 11.30.

Jirones de humo franquearon el quicio de la puerta. Un calor lacerante aguardaba al otro lado. Entonces las llamas inundaron la sala de espera como lenguas de dragones fieros surgidos del infierno. Jason contempló el fuego, horrorizado. Luego miró a los demás, que no parecían haber reparado en ello.

Entonces surgió Kayla de entre las llamas. Era ella, no cabía la menor duda. Ardía de la cabeza a los pies. Tenía en el rostro una sonrisa horrible, como la de una bruja malvada. Las manos, convertidas en garras, le atacaron.

«Primero me abandonaste y ahora estoy muerta. Me abandonaste. Pero no pienso morirme sola. ¡Te llevaré conmigo!».

Cerró con fuerza los ojos.

«Esto no está pasando. Es imposible», pensó presa de un intenso terror.

Aguardó unos segundos. Cuando abrió de nuevo los ojos vio a un médico en la puerta. El fuego había desaparecido. Todo se había esfumado, a excepción del hombre de la bata blanca.

El hombre le miraba muy serio. Jason tenía el corazón en un puño.

«Me abandonaste y ahora estoy muerta».

«Ahora estoy muerta».

El doctor tenía algunas malas noticias que darles.

Tres horas más tarde, Jason recorría los pasillos del hospital con los ojos enrojecidos. No podía parar de llorar. Un enfermero corpulento le dirigió una mirada compasiva, que apartó enseguida. Jason necesitaba pasar un rato a solas, a solas con su tristeza. Se vio ante la capilla del hospital, en cuyo interior decidió entrar.

Ante el pequeño altar adornado con una estatuilla de bronce de Jesucristo, sentado en un banco marrón cuya capa de pintura se descascarillaba por momentos, el tono de llamada con The Car Song interrumpió el silencio. La escuchó unos instantes, y entonces sacó del bolsillo el Nokia. Optó por ignorar la llamada y desconectó el teléfono móvil. Cerró los ojos y rezó. Por Kayla.

Oyó algo a su espalda. Se abrió la puerta y entró alguien. Era el corpulento enfermero que había evitado su mirada. ¿Qué había ido a decirle ese hombre?

Pero cuando se acercó, Jason reconoció en él a alguien que le resultó familiar.

Pero ¿quién era? No era alguien muy lejano, pero sí lo bastante para no asomar a la superficie de su recuerdo de forma inmediata. Entonces, cuando el tipo sonrió, recordó por fin de quién se trataba; no por la sonrisa en sí, sino por el diente partido que tenía.

Ese diente, que hacía juego con los castaños y amargos ojos de…

Se levantó del banco como activado por un resorte.

—Dios mío —susurró—. ¡Tú!

El enfermero le aferró el brazo. La sonrisa se había borrado de sus labios.

—Hola, Jason —dijo Doug Shatz.

El hombre que violó a María y que había sido juzgado por ello, después de que Jason convenciese a la joven latina de que debía denunciarlo, había cambiado mucho.

Ya no era un adolescente flacucho, sino que había desarrollado la musculatura y parecía más bien un culturista.

—¡Suéltame! —gritó Jason.

Doug le dirigió una mirada cargada de veneno. Al cabo de un instante, Jason tuvo la sensación de que el tronco de un árbol le aplastaba la nuca. Cayó de rodillas. Aturdido, levantó la vista a la mano con que Doug le había golpeado. Un fuerte dolor se extendió de un hombro a otro. Shatz se agachó a su lado.

—No me digas lo que debo hacer.

Pronunció aquellas palabras con el tono del profesor que regaña a un alumno cabezota. Jason olió su aliento, que hedía a cigarrillos y alcohol. De pronto, Doug sacó un cuchillo de una vaina de metal y lo acercó a sus ojos.

—Lo que quiero es que me acompañes, y tranquilo, sin hacer ruido ni gestos raros. ¿Me has entendido?

Doug tiró de él para levantarlo. Jason no tuvo fuerzas para oponer resistencia. El hombre le pasó la mano por la cintura, como si le sirviera de sustento. Jason notó la punta del cuchillo en el costado.

Tal vez podría haberse resistido. Más tarde, resultó que la ocasión más clara de huir la tuvo en esos escasos minutos en que Doug lo llevaba a través del hospital hacia el aparcamiento, donde le aguardaba una furgoneta Mercedes de color blanco. Pero no hizo nada. Estaba aturdido, derrotado, roto.

Doug abrió las puertas, dio un golpe a Jason en la nuca y le ató con una cuerda que había sacado del maletero. Jason estaba como ido. Primero le aseguró las manos a la espalda, luego los tobillos. Doug le metió en la parte posterior y cerró la puerta. Jason vio un puñado de ropa negra en un rincón.

La ropa de calle de Doug, la que había llevado puesta cuando asesinó a Kayla. Por tanto, Jason iba a convertirse en su siguiente víctima.

Doug se sentó al volante y abandonó el aparcamiento.