28

SAN FRANCISCO

DESPUÉS de despedirse de Joe Bresnahan, Jason empezó a ultimar los preparativos para su siguiente viaje. En la cafetería de Frank, en Palm Square, aprovechó la conexión a internet para reservar un billete de avión para San Francisco. Luego condujo hasta el negocio de Ed Caldwell, a quien preguntó si le parecía bien que dejara el Yukon en el aeropuerto McCarran de Las Vegas. Ed dijo que no había problema si satisfacía un importe a modo de compensación. Sonreía y sudaba tan profusamente que daba la impresión de estar drogado. Jason hizo unas visitas más. Después de pasar su última noche en el motel de Mount Peytha, abandonó la ciudad a primera hora de la mañana siguiente.

Dos horas y media más tarde había cubierto los ciento cincuenta kilómetros que lo separaban de Las Vegas. Pasó por alto las rutilantes luces de la capital del desierto de Nevada, puesto que no quería perder el vuelo de las dos y cuarenta de la tarde a San Francisco.

Salieron con un cuarto de hora de retraso, y después de noventa minutos de vuelo alquiló otro vehículo en el aeropuerto internacional de San Francisco. Dejó el aeropuerto y a las seis menos cuarto, veinticuatro horas después de visitar a Joe Bresnahan, llegó al barrio de San Francisco adonde se dirigía. Jason condujo el vehículo hacia el apartado bungaló y estacionó el coche en la calzada. Salió del vehículo y cubrió a pie los pasos que lo separaban de las macetas que había a la entrada de la casa de paredes encaladas, cuyo vestíbulo sobresalía levemente.

Casi era como si lo hubiesen estado esperando, porque la puerta de entrada del bungaló contiguo se abrió de inmediato. Un hombre calvo de mediana edad salió de la casa. Llevaba puesta una holgada camisa hawaiana que no hacía sino acentuarle la prominente tripa, además de un pantalón corto caqui. Se llamaba Phil Wallace.

Durante el funeral de Chris, Jason había cruzado unas palabras con el hombre que había sido vecino de su tío durante cerca de tres décadas, pero su conversación fue entonces tan breve como la que mantuvo por teléfono con él cuando lo llamó desde el motel la noche anterior.

—Buenas tardes, Jason —saludó Phil—. Te he visto llegar con el coche.

Jason se acercó a él y le estrechó la mano.

—Hola, Phil.

—¿Has tenido un buen vuelo?

—Largo, pero no hemos tenido problemas.

Phil asintió.

—¿Quieres entrar? ¿Puedo ofrecerte algo?

Señaló con los brazos la puerta abierta de su bungaló.

—Gracias —dijo Jason—. ¿Podría volver mañana? Me gustaría pasar por ese motel que me has sugerido, y esta noche he quedado con Hugo Shaver, que no me podía hacer un hueco mañana ni pasado mañana.

—Vaya, así que has podido dar con él. El número que te di era el correcto.

—Y también el de Felipe. Vamos a vernos mañana, pero quería acercarme para decirte que ya ando por aquí.

Phil hizo un gesto con la mano como si intentara atrapar una mosca.

—Tómate tu tiempo. Mañana me encontrarás por aquí a la vuelta del trabajo, a eso de las cinco. ¿Te va bien?

—Perfecto, Phil.

Jason se llevó un dedo a los labios.

—Tal vez pueda preguntarte algo, ¿mencionó Chris alguna vez si tenía algo que ver con Mount Peytha City?

—¿Mount Peytha City? —Phil arrugó el entrecejo—. ¿Eso no está… en Utah?

—En Arizona —corrigió Jason.

—Eso, Arizona, tienes razón. ¿Qué pasa con ese lugar?

Jason exhaló un suspiro.

—Esperaba que tú pudieras decírmelo. ¿Recuerdas si la mencionó alguna vez?

Phil negó con la cabeza.

—No, no recuerdo que lo hiciera. ¿De qué va todo esto?

—Mañana te lo contaré —dijo Jason, que no tenía ganas de poner a Phil al corriente de toda la historia.

Podía esperar al día siguiente, a pesar de que no lo haría de buena gana. Había acudido a ese lugar en busca de respuestas a los secretos que, por lo visto, tenía su tío. No creía que fuese a averiguar nada concreto gracias a la información que pudiera darle el vecino.

—Otra cosa. ¿Te suena de algo el apellido Chawkins?

Phil abrió si cabe más los ojos.

No, no le sonaba de nada.

Kayla le había abandonado, Jason había viajado desde el desierto hasta el norte de California, y cabía la posibilidad de que regresase a casa con las manos vacías.

Menuda decepción. Esperaba tener más suerte con Hugo Shaver y Felipe García, los mejores amigos de su tío, porque de otro modo el viaje habría sido en vano.

Jason se despidió de Phil, condujo hasta el motel que este le había recomendado, el Surf Hill, y, ya dentro de su habitación, llamó por teléfono a Kayla. Fue una conversación breve. Al menos ella no le había retirado la palabra.

Por ahora.

Al día siguiente, en torno a las cinco de la tarde, la decepción inicial había dado paso a la desesperación. Sus entrevistas no conducían a ninguna parte. Hugo fue incapaz de proporcionarle información relativa a Mount Peytha o la familia Chawkins, y lo mismo sucedió con Felipe. Sin embargo, ambos sesentones, uno de ellos delgado y de pelo gris, y el otro de piel oscura y poseedor de una mata de pelo negro tan abundante como sorprendente, le habían inundado a recuerdos. En otras circunstancias, a Jason le habría encantado escucharles.

La mayor parte de aquellos viajes por el recuerdo tenían que ver con la colección de trofeos de Chris. Tío Chris no había escatimado esfuerzos a la hora de conseguir cualquier clase de medalla, certificado, cupón o dotación económica, por insignificante que fueran. Una de las últimas veces que Jason había visto a su tío en semejante estado de euforia fue en la anterior fiesta de cumpleaños de su padre. Acababa de obtener un trofeo de pesca. Jason había prometido a Chris ir a visitarlo pronto, pero no fue posible. San Francisco no estaba a la vuelta de la esquina y siempre había asuntos más apremiantes que resolver, o al menos así se lo pareció en ese momento. Claro que sus excusas para posponer el viaje a California no eran más que eso. Jason hubiese ido de haber sabido lo enfermo que estaba Chris. Pero a pesar de lo comunicativo que tío Chris se había mostrado en todo lo tocante a su búsqueda de premios y galardones, siempre había evitado hablar de la enfermedad que lo devoraba por dentro.

¿Qué le habría llevado a ahorcarse? Hugo y Felipe no dijeron nada que aclarase a Jason aquel misterio. Sí, habían reparado en el hecho de que Chris había padecido una fuerte fiebre hacía poco, y también de que había perdido algo de peso, pero nunca lo habían relacionado con el cáncer. Jason siempre había creído que no era posible ocultar algo así a los demás. Pero su excéntrico e inimitable tío lo había logrado.

La única opción que le quedaba era hablar con Phil. Después volvería a casa e intentaría arreglar las cosas con Kayla.

Jason se encontraba dentro de su coche en el camino que llevaba al bungaló de Chris, mirando por el retrovisor. Reparó en el reflejo en sus propios ojos cansados.

Oyó el timbre del teléfono móvil. Era The Car Song, interpretada por una banda cuyo nombre había olvidado. Aquella canción le martilleaba los oídos. La había descargado durante uno de los puntos bajos del proyecto Tommy Jones, y aún no se había molestado en cambiarla.

—Jason Evans —respondió al aceptar la llamada.

—Soy Brian.

Fue como tenerlo gritándole al oído.

Jason se dio un golpe en la frente. Había olvidado llamar a su jefe. Y el día siguiente era lunes, el día que había prometido incorporarse al trabajo.

Optó por adelantarle la mala noticia a Brian Anderson.

—Lo siento, pero mañana no podré ir a trabajar —dijo, cerrando los ojos como quien se dispone a encajar un golpe.

Y eso fue lo que recibió. Brian preguntó si se había vuelto majara, dijo que no podía hacerle eso a sus compañeros, que esas cosas no se hacían y que la campaña de Jones era muy importante y había muchas cosas que dependían de ella; finalmente, Brian le preguntó cuándo pensaba volver a la oficina.

Jason aún no se había formulado esa pregunta, y de pronto se sintió exhausto.

«Creo que necesito unas vacaciones, Brian. Nada de preocupaciones durante un tiempo, eso me sentaría de perlas. Tú puedes meterte tu campaña por donde no brilla el sol».

—Te llamaré mañana —dijo, neutro—. Mañana tendré una idea más aproximada de cómo están las cosas por aquí.

—¡Mierda! ¿Qué estás haciendo ahí? ¿Sigues en el desierto?

—Mañana hablamos, Brian —dijo antes de colgar.

Contuvo la necesidad que sentía de descargar un fuerte golpe, y recordó que no hablaba con Kayla desde la pasada noche. Marcó el número sin muchas ganas. Habló con voz baja, rota. Ella quería charlar, arreglar las cosas. Eso le animó. Si ella estaba dispuesta a darle otra oportunidad, tenía que aprovecharla sin dudarlo. Tal vez eso era mucho más importante que su búsqueda.

Y tal vez tendría que haberse dado cuenta de ello mucho antes.

Dentro del salón decorado con buen gusto, lleno de muebles antiguos de tonos apagados, Phil dejó el botellín de Budweiser delante de Jason. Joyce, la esposa de Phil, entró a saludarle antes de regresar a la cocina, donde preparaba la cena. Jason reparó en la de enseres de cocina que había incluso en el salón. Phil, sonriente, siguió el recorrido de su mirada.

—A Joyce no le importa cocinar, así que no me quejo porque como muchísimo mejor que en un restaurante. Por cierto, damos por sentado que nos harás compañía durante la cena.

Jason no había hecho planes al respecto, así que aceptó agradecido.

—¿Cómo te ha ido con Hugo? —preguntó su anfitrión, recostándose en el sillón.

—Ha sido muy agradable charlar con él —respondió Jason. El hecho de que no hubiese averiguado nada no restaba validez a la conversación.

—¿Has conocido a otros amigos suyos? ¿Has visto a Felipe?

—Sí, pero a nadie más.

—¿Cuánto tiempo pasarás en San Francisco?

Jason se encogió de hombros.

—Aún no lo sé seguro.

Phil enderezó un poco la postura, apoyando una mano en el brazo del sillón, y con la otra en el regazo.

—De acuerdo, y ahora, dime: ¿por qué no lo sueltas? ¿Por qué has vuelto?

Antes de tomar un sorbo de cerveza, Jason respondió con una sonrisa cansada.

—Ya te lo dije ayer, es una larga historia.

Phil le miró pensativo, dándose golpecitos en los dientes con la uña. Hubo unos instantes de silencio, a excepción de los sonidos que procedían de la cocina, donde Joyce preparaba la cena.

—Había dado por sentado que tu vuelta se debía a que tú tampoco te lo creías —dijo el vecino de su tío.

Jason arrugó el entrecejo.

—¿A qué te refieres?

—A su suicidio, por supuesto —exclamó Phil.

—No te sigo —dijo Jason tras parpadear, incrédulo.

Phil suspiró.

—Estoy convencido. Joyce coincide conmigo. Por desgracia, el resto del mundo no.

Jason se inclinó hacia delante.

—¿Podrías ser más específico?

Phil levantó las manos.

—En realidad no hay mucho que contar. Excepto que Chris nunca me dio la impresión de que estuviera planeando poner fin a su vida. De acuerdo, es lo mismo que podría decirse de otra mucha gente que más adelante acabó suicidándose. Es lo que decía mi madre: puedes mirarles a la cara, pero no puedes ver en sus mentes. Vi a Chris la noche de su muerte. Es más, hablamos. Puede que yo fuese la última persona con la que habló, porque al cabo de unas horas colgaba del techo del ático.

—No oí ni un solo comentario a ese respecto en el funeral. ¿Qué te dijo?

Phil torció el gesto, la pena dibujada en la expresión.

—Mira, precisamente se trata de eso. Se suponía que debíamos ir a jugar a los bolos al cabo de dos días. Me dijo que tenía muchas ganas de vernos, y yo huelga decir que también. Se reía, estaba decidido a ganar y lo dijo sin tapujos. Chris siempre quería ganar. Pero no llegamos a ir. Si cuando acordamos la fecha ya planeaba suicidarse, era un actor de primera. Pero no se le daba tan bien fingir; es más, visto a posteriori, no creo que estuviese fingiendo. Esa noche no. Te juro que Chris era sincero.

Phil guardó silencio. Jason siguió sentado, mirándose las puntas de los pies hasta que levantó la vista.

—¿Qué estás diciendo?

Phil se apresuró a responder.

—Que no se suicidó.

Una sensación irreal, como si experimentase otra alucinación, inundó a Jason.

—Entonces, ¿tú qué crees que pasó?

—Sólo queda una alternativa, ¿no?

Jason cabeceó en sentido afirmativo, la voz ronca cuando dijo:

—Que no murió de forma voluntaria.

El silencio de Phil confirmó sus palabras.

—¿Tienes alguna prueba?

Phil tomó su botellín y dio un largo sorbo.

—Bueno, lo he hablado con algunos vecinos, por supuesto, pero no, no tengo pruebas, nadie tiene pruebas de ello. Pero Burt Carlsen, que vive cruzando la calle, podría decirte que la noche del suicidio de Chris, vio a un tipo vigilando su casa. Estaba en la acera, contemplando fijamente el bungaló.

Joyce asomó la cabeza por la puerta de la cocina.

—Voy a poner la mesa. ¿Venís?

Phil se volvió hacia ella.

—Ya vamos, cariño.

Joyce desapareció de vuelta a la cocina.

—Y ¿qué más? —preguntó Jason.

Phil adoptó una expresión pensativa.

—Burt lo vio desde la ventana, pero no se quedó a ver qué pasaba. Más tarde, cuando volvió a echar un vistazo, el tipo había desaparecido.

—Así que no hay pruebas —dijo Jason.

—Objetivamente, no, en eso estamos de acuerdo —dijo Phil—. No tenemos pruebas. Tampoco he podido convencer a la policía. Ya sabes lo que opinan.

En efecto, Jason lo sabía. La breve investigación policial concluyó que su tío había padecido un episodio de enajenación mental transitoria, y que había recibido los golpes en la cara debido a la caía, pero que todo era obra suya. Había redactado una nota de suicidio, y luego había subido a la buhardilla dispuesto a poner punto y final a su vida.

—Y ¿qué aspecto tenía ese hombre de la acera?

Phil se encogió de hombros.

—Era de noche y estaba oscuro. Burt me dijo que era ancho de hombros, la clase de tipos con los que es mejor no cruzarse. Vestía de negro.

Jason lo meditó. Probablemente no tenía la menor importancia, y Phil no hacía sino elaborar una teoría paranoica. Puede incluso que una obsesión. Para Jason las obsesiones no tenían ningún misterio.

Por otra parte, quería echar un vistazo al interior de la casa de su tío. Estaba allí, y durante el funeral su preocupación se había volcado en Kayla. Había centrado toda su atención en ayudarla a superar la pérdida en la medida de lo posible, lo cual, sorprendentemente, había dado sus frutos.

—Phil, ¿conservas la llave de la casa de Chris?

—Sí, la tendré mientras no la pongan a la venta. Cuido de la propiedad. Joyce se acerca de tanto en tanto para quitar el polvo, ya sabes. No es que nos lo haya pedido la familia, ojo, y no recibe un solo dólar por ello, pero de todos modos lo hace.

—¿Te importaría que echara un vistazo dentro?

—¿Por qué iba a importarme? —preguntó Phil—. ¿Buscas algo en particular?

—No estoy seguro. Al menos tendré una oportunidad mejor de despedirme de tío Chris.

Phil se levantó del sillón.

—Por mí perfecto. Iremos después. Ahora será mejor que vayamos a cenar, si no queremos que Joyce se enfade con nosotros.

Jason siguió a Phil al interior de la cocina, donde Joyce había puesto la mesa a lo grande. Le sirvió sopa casera y un estupendo filete con judías y patatas.

A pesar de todo, Jason no pudo disfrutar de la cena. Se sentía muy mal. Y no quitaba ojo a la vela con la que Joyce había decorado el centro de la mesa. Sería violento pedirle que la quitara, así que no lo hizo.

La casa de Chris era muy importante para Jason. Había experimentado todo aquello hacía tres meses, durante el funeral, y volvió a hacerlo en ese momento. Excepto que ahora reinaba el silencio. La última vez, la casa estaba llena de gente y no cabía un alfiler. Hizo acto de presencia la práctica totalidad de su familia. Tía Ethel, llorando; tío Hank, que evitó preguntar si Tanner & Preston andaba buscando un buen cliente; tía Hillary había dejado su libro de quejas médicas en casa. Reinaba un ambiente negro como boca de lobo. Jason rodeó constantemente con el brazo los hombros de Kayla, con la esperanza de que su mujer no desfalleciera.

También habían acudido las amistades de Chris: Hugo, Felipe, Phil y algunos otros; alguien llamado Reggie Griffin, y dos hombres más cuyos nombres Jason había olvidado. Había cruzado algunas palabras con los primeros tres. Después de todo, Chris no tenía muchos amigos y llevaba una vida solitaria. Lo único capaz de animarlo era un juego nuevo, una nueva competición. Se habló de muchos recuerdos relacionados con eso. La vez que perdió jugando a las cartas, momento en que se le cruzaron los cables de tal manera que acabó golpeándose la cabeza contra la pared, literalmente. En otra ocasión, se había mostrado en desacuerdo con el jurado de una competición en la que ni siquiera había tomado parte. Se puso furioso y amenazó con demandarlos.

Salieron a la luz estas anécdotas con el único propósito de hallar explicaciones que pudieran justificar lo que Chris había hecho. La conclusión que alcanzó Jason fue que su tío no había sido capaz de afrontar el hecho de que iba a perder. Nunca hubiese podido vencer al cáncer que crecía dentro de su cuerpo. Era inevitable que perdiese esa partida, y tal vez esa fue la razón de que decidiera abandonar antes de que todo terminase.

«Esa noche no estaba actuando».

Jason se volvió hacia Phil, quien se hallaba de pie a su lado en mitad del salón de Chris. Allí seguía todo el mobiliario. Las tres estanterías cubiertas de trofeos, con certificados y libros recopilatorios de recortes y fotografías de sus logros. Nadie se había atrevido a tocar nada. Sus fotografías seguían colgando de las paredes. Sólo habían retirado sus documentos personales. Daba la impresión de que Chris entraría por la puerta en cualquier momento.

—¿Cuándo pondrán a la venta la casa? —preguntó Phil.

—La familia sigue pensando qué hacer con ella —respondió Jason—. Aún no han tomado una decisión.

Phil asintió.

—Será difícil venderla. Quizá acabe en manos de alguien que se enamore a primera vista del lugar. Aunque eso no es muy probable. Se enterarán de lo que ha pasado aquí.

Jason no respondió a eso.

—Echemos un vistazo a la buhardilla.

Phil carraspeó y subió la escalera. La buhardilla, con dos techos que dibujaban un ángulo, era la habitación que Chris había destinado a sus aficiones. La luz del sol entraba por el tragaluz. Cruzando la totalidad del techo estaba el imponente travesaño del que había escogido ahorcarse. Phil levantó la vista, y Jason imitó su ejemplo. Ninguno de ellos dijo nada. No había nada que decir.

Phil volvió a mirarse los pies y lanzó un suspiro.

«Ella se ha ido con Ralph, ya sabes».

Jason se volvió hacia Phil.

—¿Cómo?

El vecino de Chris enarcó una ceja.

—No he dicho nada.

Jason aguzó el oído. Su mirada recaló en el enorme travesaño.

¿Había vuelto a oír su voz interior? ¿O era la voz de Chris?

De pronto fue como si el ambiente se enfriara, como si alguien hubiese puesto en marcha el aire acondicionado. La piel de los brazos se le puso de gallina.

Jason no quería seguir allí. Giró sobre los talones y se dirigió hacia la escalera, por la que descendió. Al llegar al salón se detuvo. Phil bajó ruidosamente la escalera tras él.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupado.

Jason respiraba con dificultad.

«Estoy perdiendo la cabeza, Phil. Tal como dijo Kayla. Adelante, dímelo tú también».

—Creo que necesito sentarme un rato.

Se dejó caer en el sofá marrón, donde nadie se había sentado desde hacía semanas.

Ahí estaba, en el bungaló donde había nacido y donde Chris Campbell había muerto. Chris había pasado por Mount Peytha City en 1977. Eso era un hecho, porque Jason lo había identificado en las antiguas fotografías en blanco y negro que Joe Bresnahan le había mostrado. Había tomado parte en el cortejo fúnebre que acompañó a los cadáveres de Robert, Amanda y Mikey Chawkins a su lugar de reposo. Otro detalle que Chris jamás había mencionado.

Aunque Jason había encontrado el dibujo que hizo de pequeño con la palabra «Mapiitaa» escrita, y estaba seguro de que Chris se la había mencionado en algún momento, probablemente había dicho «Mount Peytha» y él había entendido otra cosa, eso era lo único que conservaba en su recuerdo.

«¿Qué pintaba Chris en ese funeral?».

Esa era la pregunta.

Esa tarde había llamado a su padre, que fue incapaz de aclararle las cosas. La suya era una familia muy numerosa, y había tías y tíos que conocieron bien a Chris. Llevado por un impulso hizo dos llamadas más. La primera a tía Ethel, que no tenía pelos en la lengua; la segunda a la parlanchina tía Stephanie. Ambas llamadas le supusieron cuarenta y cinco minutos y no le revelaron nada. Después de la verborrea de tía Stephanie no tuvo fuerzas para llamar a otros parientes.

—Phil, ¿te importaría dejarme a solas un rato?

El vecino y amigo de su tío arrugó si cabe más el entrecejo. Parecía a punto de preguntarle algo, cuando al final se limitó a asentir.

—¿Vendrás después?

—Claro.

—Tú ajusta la puerta cuando salgas, que yo la cerraré más tarde.

Phil se marchó. A solas, Jason se tumbó en el sofá. Reinaba en la casa un silencio fuera de lo normal. Los fantasmas del pasado se hicieron tangibles. Le vino a la mente una canción, algo que Chris le había cantado cuando era pequeño.

«En el patio trasero de mi padre hay un árbol frutal. Un árbol aquí, otro allí, una rama en cada uno. Una rama aquí, otra allí, un nido en cada una. En cada nido un huevo. Un huevo aquí, otro allí, y cada huevo un punto negro del agujero. ¿Sabes qué es?».

Era una especie de adivinanza. Otra de las cosas a las que tío Chris era muy aficionado. No significaba nada. Pero… un árbol frutal. Recordó el huerto de Joe Bresnahan al pie de las yucas. Un punto negro. Algo que se había quemado, ¿un lugar arrasado por el fuego? Un agujero, ¿podía tratarse de otra manera de referirse a una tumba? ¿El huevo de un nido? ¿Era un niño que hacía lo que quería y que no iba a quedarse muerto?

Una morbosa asociación de ideas.

Jason volvió la cabeza hacia la izquierda, sin ninguna intención aparente, un gesto que sin embargo tendría importantes consecuencias.

Debajo del armario de la porcelana, justo delante de su vista, había algo en el suelo. ¿Era una piedra? Apenas podía verlo con claridad, había reparado en ello por estar tumbado en el sofá, a unos palmos de altura del suelo.

Tenía que acercarse a ver de qué se trataba. Hubo algo en su interior que le advirtió de su importancia. Se levantó, se acercó al armario y extendió la mano para recoger el objeto del suelo, pero a tientas no logró dar con ello, así que se puso a cuatro patas para poder estirar más el brazo. Cerró los dedos en torno al objeto, dispuesto a sacarlo a la luz y echarle un vistazo.

Era un anillo. Un anillo de plata. Pequeño y fino, con una cruz celta como único motivo.

Sabía a quién pertenecía ese anillo.

Y recordó algo más.

Jason era incapaz de respirar. Era como si tuviera un elefante sentado sobre su pecho.

Jason cerró la puerta, y volvió a casa de Phil y Joyce. No se quedó mucho rato porque tenía cosas que hacer. Quería volver a Los Ángeles lo antes posible. Ya no podía tomar el vuelo de las 10.37 de la noche, el último del día; así que sacaría billete para el de las seis de la mañana del día siguiente. Se sentía inquieto, confundido y agitado. Llamó a Kayla.

Mientras hablaba con ella, recordó la espectral voz que había oído en la buhardilla de Chris. De pronto le preocupó más aún la seguridad de Kayla e hizo lo posible para convencerla de que no se quedara sola en casa, que fuese a pasar la noche con su amiga Simone. Él llegaría al día siguiente, porque iba a tomar el primer vuelo en el aeropuerto internacional de San Francisco. Había descubierto algo, alguien más bien. Tenía que ir a visitar a esa persona, y entonces confiaba en que todo se aclararía.