EL HOMBRE DE NEGRO
KAYLA llegó a casa en torno a las siete de la tarde del viernes. Estaba muy triste. Jason la había llamado una vez. Estaba muy enfadada cuando hablaron, pero ya no se sentía así. ¿Cuándo volvería a tener noticias suyas?
Incapaz de estarse quieta, vagabundeó por Canyon View, encendió el hornillo eléctrico y se preparó una taza de té, que llevó consigo al despacho. Sentada en el marco de la ventana, con la taza de té en la mano, repasó el álbum de fotografías de niño que había encontrado sobre el escritorio. Originalmente estaba dentro de la caja donde guardaba los dibujos. Jason había devuelto la caja al armario, pero no el álbum.
El pequeño Jason jugando a béisbol. Jason, con algunos años más, durante sus años en la universidad. Jason con algunos de sus amigos, a los que ella reconoció vagamente, pero cuyos nombres no recordaba. Otra vez Jason de joven, de pie entre Donna y Edward.
Kayla había visto las fotos antes. Correspondían al primer año de su vida. La que figuraba en primer lugar, en la cubierta, era la primera fotografía que le habían tomado junto a sus padres; al pie su madre había añadido el certificado de nacimiento. Luego había retratos de Jason mientras le daban el biberón; vio a su marido hecho un sonriente bebé, o gateando por doquier; o convertido en el centro de atención de una reunión social con otros padres, y etc. Volvió a centrarse en la primera de las fotografías del álbum. Donna estaba en la cama, el padre de Jason se sentaba en una silla junto a la cabecera, con el bebé en el hueco del brazo, envuelto en una mantita blanca, mostrándolo orgulloso al mundo. Sus padres esbozaban sonrisas beatíficas ante la lente de la cámara. El título, que Donna había escrito a mano, era «Bienvenido, mi querido Jason».
Entonces Kayla reparó en el certificado de nacimiento. En el encabezado de la hoja leyó «Estado de California», y debajo «Certificado de nacimiento». Había una serie de números, el nombre del recién nacido, Jason, y la fecha de nacimiento: 2 de septiembre de 1973. Los nombres de sus padres rellenados a manos por ellos mismos. Kayla cerró el álbum.
¿Qué pensaba ahora Jason?
¿Su encarnación intentaba contactar con él?
No quería estar sola, así que llamó a Simone. Le preguntó a su amiga si podía quedarse con ellos. Simone dijo que no tendría problema.
En el salón de la casa que Simone compartía con Cliff, su marido, Kayla esperó a que él la llamase por teléfono. Fue una espera en vano. Les dijo que Jason estaba fuera, ni una palabra sobre la pelea que habían tenido, nada sobre lo que en realidad estaba haciendo. Simone no se lo creyó e hizo toda clase de preguntas. Ella las respondió, pero casi no podía escuchar lo que decía. Era incapaz de concentrarse. Kayla no paraba de mirar el silencioso teléfono. Alrededor de las diez y media se encontraba tumbada en la cama del cuarto de invitados, y ese fue el comienzo de la segunda peor noche de toda su vida. La peor desde la noche en que falleció Ralph.
A la mañana siguiente, sábado 1 de agosto, salió a dar un paseo. No llamó a Jason: su orgullo se lo impidió. Hubo muchos momentos en que maldijo su orgullo.
Pasó el día con los nervios de punta. Se sentía como quien camina por la cuerda de un funambulista. Mientras, las dudas no cejaron en su empeño de empujarla al vacío.
¿Había hecho lo correcto? ¿Le había abandonado?
En ningún momento se apartó del teléfono móvil, pero él no llamó. No tuvo noticias de Jason.
Podía llamarle por teléfono, y lo meditó un millar de veces, pero cada vez que se inclinaba por hacerlo lograba contenerse. Santo Dios, cómo odiaba su propio orgullo.
¿Cómo podía haberlo dejado solo? Entonces pensó en lo tozudo que había demostrado ser su esposo, tanto o más orgulloso que ella.
«No importa. Esto no era necesario. No había necesidad de separarnos. Podríamos haberlo impedido. Juntos podríamos haberlo impedido».
Entonces llamó Jason a eso de las ocho de la noche. Dijo que ya no estaba en Mount Peytha. Había conducido a Las Vegas esa mañana y había tomado un vuelo a San Francisco. Más tarde la pondría al corriente de todo.
La sorpresa de aquella noticia la impidió insistir. Él preguntó cómo estaba, y ella respondió que estaba hecha una mierda, lo que desembocó en una disculpa por parte de Jason. Ella zanjó rápidamente la conversación, lo que constituyó su modo de decir «vuelve pronto», pero después de colgar se quedó pensando en todas las cosas que había querido decirle.
Esa noche, tarde, se tumbó en la cama. Estaba dispuesta a esperar a Jason en su propia casa. Él la había advertido que tal vez la casa no era un lugar seguro. Pero a ella ya no le importaba que el misterioso fotógrafo estuviese vigilando Canyon View, a pesar de la hora. ¿Qué más podría destruir que no hubiese destruido ya?
No dejó de darle vueltas a todo hasta que se quedó dormida.
Cuando despertó en plena noche, vio una figura imponente, cubierta con túnica negra, al pie de la cama. Llevaba el rostro oculto por una capucha negra, y en su mano esquelética empuñaba una guadaña afilada.
Kayla gritó y gritó, tanteó en busca del interruptor de la luz, y a la luz el monstruo, la muerte, su enemiga, desapareció.
Después rodeó con ambos brazos las piernas flexionadas, temblando, incapaz de conciliar de nuevo el sueño.
Un nuevo día amaneció. El teléfono sonó a primera hora de la mañana, a eso de las ocho y media. Era Simone, que estaba preocupada, que notó que algo le pasaba a Kayla el viernes. Ella le dijo a su amiga que había hablado con Jason. Simone le propuso comer juntas. Era una amiga maravillosa, muy comprensiva, de las que no dejan a nadie en la estacada. Kayla aceptó.
—¡Genial! —Simone exclamó—. ¿Dónde quedamos?
—¿Qué te parece el Milano? ¿No es uno de tus favoritos de Mullingan?
Kayla sabía que a Simone le encantaba el pequeño restaurante italiano. La comida estaba bien y el lugar era bonito, quedaba en un pequeño parque entre Hollywood Boulevard y el hotel Renaissance. Kayla tendría que conducir un buen rato para llegar, y tampoco estaba cerca de la casa de Simone.
—¡Qué buena idea! —dijo Simone.
Después de su llamada, se hizo una promesa a sí misma.
Aquello ya había durado bastante. Hoy llamaría a Jason y hablarían. No podía soportarlo más tiempo. Quería saber lo que estaba pasando. Si todo había salido bien, si no se había metido en líos, si, si, si…
«Si al menos volviera…».
Eso era lo principal.
En torno a la una del mediodía Kayla encontró un lugar donde aparcar el Chrysler y recorrió el paseo de la fama en dirección a Mulligan Square. El sol le quemaba la nuca. Se puso las Rayban y miró al pasar el espectáculo callejero que había frente al Teatro Chino. Ese día actuaba un tipo disfrazado de Spiderman. A su lado había un Darth Vader al que acompañaban unos soldados con el uniforme blanco de La guerra de las galaxias. Un grupo de turistas no paraba de hacer fotos.
Kayla estaba harta de fotografías. Sospechó que pasaría bastante tiempo hasta que pudiera tomar fotos durante unas vacaciones. Tal vez tendría que hacerse con una de esas nuevas videocámaras.
Pasó junto a la estatua de Charles Chaplin. Estaba a la altura del sombrero hongo y la famosa sonrisa cuando volvió la cabeza para mirarla y pensó: «En aquellos tiempos la vida era muy sencilla, ¿eh? ¿Acaso en tu época habían inventado la cámara Polaroid?».
Kayla subió la escalera que daba a Mulligan Square. La música, procedente de altavoces invisibles, inundaba la plaza. Tuvo que pensar un instante antes de reconocer a la cantante. Era Sheryl Crow. Pasó junto a un vendedor de helados, y de otro puesto que vendía perritos calientes; cruzó una entrada en forma de arco y subió unos peldaños más hacia Milano. Simone aún no había llegado. Encontró una mesa, pidió una copa de vino y esperó.
Simone asomó por la escalera al cabo de un cuarto de hora. Estaba sonriente. Kayla se levantó, ambas se abrazaron y, en un abrir y cerrar de ojos, charlaban.
La conversación le infundió ánimos. Pudo olvidarse de sus problemas y perder la noción del tiempo.
Pero ¿qué pasaría después de esta tarde? ¿Qué hacía Jason en San Francisco? Y sobre todo ¿cuánto daño había producido su relación y podría alguna vez arreglarse? «Después. Hoy no. Ahora mismo, estoy aquí, con Simone».
Una camarera sirvió el plato de pasta de Simone y los espagueti de Kayla. Ambas brindaron.
—¿Cómo está Cliff? —preguntó—. Apenas crucé palabra con él cuando pasé esa noche en tu casa. Ni contigo, para el caso.
—Ah, Cliff está muy bien —respondió Simone—. Lo último que sé es que han vuelto a ascenderle. Ahora es jefe de ventas.
—Felicidades.
—Bueno, no sé qué decirte. Eso supone que pasará aún más tiempo lejos de casa.
Kayla sabía que Cliff trabajaba en AT&T de sol a sombra. También sabía que a Simone no le importaría que Cliff aceptase un trabajo menos exigente que le permitiera pasar más tiempo en casa. Pero Cliff adoraba su empleo y era un hombre ambicioso. Mucho más que Jason, aunque el marido de Kayla se había preguntado en ocasiones cómo sería ser su propio jefe. Ella le había aconsejado en sentido contrario, preocupada por las largas jornadas que a menudo se alargaban hasta altas horas de la noche, el trabajo extenuante y la escasez de dinero. Tal vez con lo último podría convivir, porque en su matrimonio el dinero no ocupaba un lugar predominante, y si algún día Jason se decidía a trabajar por su cuenta…
Ella se adaptaría cuando llegara ese momento. Si llegaba.
Simone nunca había vuelto a trabajar desde que ambas se conocieron en el restaurante, aunque hacía trabajos de voluntaria tres mañanas y dos noches por semana en un teléfono de ayuda para niños maltratados.
Niños. Le cruzó por la mente que no había contado a Simone que Jason y ella habían tomado la decisión de intentar ser padres. ¿Debía mencionarlo? Decidió no hacerlo. En primer lugar porque Simone y Cliff habían pasado una larga temporada intentando tener un hijo, sin éxito. Los últimos exámenes habían revelado que probablemente tenía que ver con Cliff, no con Simone. Simone le había confesado recientemente que por lo visto Cliff tenía una baja concentración de espermatozoides.
Pero su propia crisis matrimonial era la razón principal para que se quedara con la boca cerrada. Fue casi como si una nube se abatiera sobre ella. Simone reparó en que le cambiaba el humor.
—Sigues sin sentirte del todo feliz, ¿verdad?
Kayla esbozó una sonrisa.
—Ah, quedan pendientes unos asuntillos. Pero los solucionaré.
—¿Qué ha pasado entre Jason y tú?
No había dicho nada, pero Simone lo había adivinado cuando Kayla estuvo en su casa. Y ahora le preguntaba directamente lo que desde el viernes quería saber.
—Por favor, Simone, dejémoslo para otro momento.
—Puedes confiar en mí.
—Lo sé. Lo sé perfectamente. Pero aún no he zanjado el asunto y antes tengo que aclararme las ideas. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Por supuesto. Te entiendo perfectamente. Ya me callo.
Simone no volvió a mencionar nada al respecto, tal como había prometido. Por grande que fuera la curiosidad que sentía, contaba con la paciencia entre sus virtudes.
Disfrutaron de una maravillosa comida. La remataron con un café, Kayla pagó la cuenta y abandonaron el restaurante. No se apresuraron al caminar en dirección a Hollywood Boulevard, pasando por las tiendas de Mulligan Square. Simone habló del viaje que Cliff y ella harían la próxima semana: cinco días en Nueva York, visitando a la familia de él. Simone tenía ganas de hacer el viaje, pero no le apasionaba la perspectiva de sufrir el calor asfixiante que hacía en la Gran Manzana. Habló de Maura y Claudia, las primas de Cliff, con quienes se llevaba bien y a las que tantas ganas tenía de volver a ver. Claudia se había puesto a dieta y por lo visto había perdido 18 quilos. Simone no veía el momento de comprobar personalmente el resultado y felicitarla por ello.
Kayla echaba un vistazo al escaparate de una tienda de souvenir. Le había llamado la atención un collar de plata. Era muy fino, tenía forma de flor y llamaba la atención.
Pero el collar también había despertado otra cosa, era casi como si la hubiera hechizado. De pronto sintió lo cansada que estaba. No podía deberse a las dos copas de vino que se había tomado, sino a la tensión a la que había estado sometida. La había dejado exhausta; necesitaba descansar, necesitaba disfrutar de un poco de tranquilidad. ¿Cuándo recuperarían esa paz?
Volvió a casa a las cinco. Su teléfono móvil no había sonado en todo el día, pero acababa de sentarse en el sofá cuando se oyó el timbre. Era Jason. Preguntó cómo estaba. Ella respondió que le echaba de menos y le pidió que volviera a casa.
—Tenemos que hablar de esto. Quiero hablar las cosas. ¿Tú qué opinas?
—De acuerdo —dijo él con un suspiro—. Yo también, Kayla.
—¿Qué estás haciendo allí?
—Busco algo —respondió él—. Pero no me está yendo muy bien. Estoy atascado.
—¿Qué estás buscando?
—Te lo contaré más tarde. Creo que puedo terminar aquí pronto. Después, no sé.
Sonaba desesperado, y Kayla tuvo la impresión de que así era como se sentía. No le preguntó cuál era el problema. No le importaba. Sólo había una cosa que le importase en ese momento.
—Prométeme que volverás pronto.
—Te lo prometo —dijo él, taciturno, triste, o quizá ambas cosas a la vez.
Pasaron las horas. Miró la televisión, pasó un rato cambiando de canal en canal, incapaz de concentrarse.
Justo antes de las diez llamó de nuevo. No sonaba como aquella tarde. Estaba excitado, entusiasta; parecía casi poseído o algo. Incluso le había cambiado la voz. Sus palabras surgieron como ráfagas de ametralladora, pero sin un discurso coherente, como dichas al azar. Lo único que entendió fue su insistencia en que debía regresar a casa de Simone. No quería que estuviese sola en Canyon View. Había descubierto algo, andaba tras la pista de alguien, y a la mañana siguiente iba a tomar el vuelo de las seis desde San Francisco a Los Ángeles.
Luego colgó, y ella se quedó mirando de nuevo el mudo teléfono. Era demasiado tarde para llamar a Simone y alojarse en su casa. Además no tenía ganas de ir, así que optó por quedarse en Canyon View.
Esa noche la Parca no hizo acto de presencia, pero soñó que estaba con Ralph en la tienda de campaña, sólo que esa vez no era Ralph quien la acompañaba, sino Jason. Él lanzó un grito: estaba envuelto en llamas. El fuego se alzaba, como formado por furiosas serpientes, sobre su rostro, sus brazos y todo su cuerpo, que sangró antes de cubrirse por una capa de color negro. Jason gritaba horrorizado.
Cuando se dio la vuelta se arrojó sobre ella presa del pánico. Gritó y lo sintió, lo sintió de verdad.
Despertó sobresaltada. Una mano le tapaba la boca.
Una sombra se alzaba sobre ella, un hombre de carne y hueso. Estaba dentro de su dormitorio, y le había tapado la boca con la mano. Era corpulento, ancho de hombros. Retiró momentáneamente la mano para descargar un golpe con ella.
Kayla sintió un intenso dolor en la mejilla. Volvió a gritar.
Otra bofetada. Y otra. Y otra. No paraba. Vio cómo su propia sangre salía despedida. Los gritos fueron cobrando mayor intensidad.
En la mesilla de noche, al alcance de su mano, sonó el timbre del teléfono móvil. Pero no tuvo ocasión de alcanzarlo, porque el hombre de negro le amenazaba la muñeca con un cuchillo. La hoja del arma resplandeció a la luz de la luna que se filtraba por la ventana. Sus gritos desfallecieron.
El hombre de negro la atacó con el cuchillo, que hundió en su estómago.
Un fuerte dolor. La estaba asesinando. Le dio la vuelta hasta ponerla boca abajo. Palpó con la mano debajo de las bragas. Y con la otra hundió de nuevo el cuchillo en su cuerpo. En la espalda. El dolor cobró mayor intensidad.
«Por Dios —pensó Kayla—. Va a asesinarme».