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LA TRAGEDIA DE LOS CHAWKINS

DESPUÉS de perder de vista al Chrysler entre las nubes de polvo, Jason tuvo que recurrir al muro del motel en busca de sustento. Tenía la sensación de que en cualquier momento se abriría una trampilla a sus pies y se precipitaría al vacío.

Kayla le había abandonado. Lo había hecho de verdad.

«La has perdido para siempre», le decía una voz interna; la misma que había escuchado en el baño justo antes de emprender el viaje a Arizona.

Tuvo la sensación de que unos dedos helados, muertos, le acariciaban la nuca.

Pero lo que le había dicho esa voz no podía ser más cierto. Había llegado muy lejos, ya no había más alternativa que la de continuar, y sabía por dónde empezar.

—¿Podría darme algún detalle relativo a la familia Chawkins? —preguntó casi una hora después. Era la mañana del viernes 31 de julio, y se encontraba de nuevo en el inmaculado despacho de Chuck Cleigh.

Le había explicado que la tumba de los Chawkins le intrigaba debido a su investigación genealógica.

Chuck lanzó un hondo suspiro.

—Escuche, Jason, lamento de veras que aún no hayamos podido llamarle. Hoy no tengo tiempo para usted. Si tal como usted dice esas tres personas fallecieron el mismo día, entonces las circunstancias debieron de ser especiales. Pero no me pida que lo indague.

El propietario de la funeraria Cleigh Abbeville, vestido con pantalón tejano gastado, se hallaba junto al escritorio, tamborileando en la mesa. Jason comprendió que se disponía a despedirse de él y que no podía, o no estaba dispuesto a contarle nada.

—¿Hay alguien a quien pueda recurrir en busca de esa información? —preguntó Jason. Su voz le sonó desesperada.

Chuck se pasó la mano por el cabello.

—Es importante para mí, señor Cleigh —añadió—. No tiene idea de lo importante que es.

Chuck estuvo un rato sin decir nada. Miró fijamente a Jason, y en la expresión de su rostro arrugado vio claramente que se estaba preguntando si debía seguir tomándose en serio a Jason.

—Podría probar con el periódico —dijo, al cabo—. El Mohave Herald. O, mejor aún, hable con Freddy Padilla. Es un reportero retirado del Herald, y actualmente se encarga de dirigir el archivo municipal. Le conozco bien. Si hay alguien capaz de ayudarle, es él. Sabe todo lo que debe saberse acerca de Mount Peytha City. Ese hombre es una enciclopedia andante.

—¿Puede proporcionarme la dirección de la sede del archivo municipal? —preguntó Jason.

—Por supuesto que sí —respondió Chuck Cleigh.

En un rincón del archivo municipal se encontraba sentado Freddy Padilla a un sencillo escritorio de madera con una vieja lámpara. Al menos, Jason dio por sentado que se trataba de Freddy Padilla. Le calculó unos sesenta y tantos años. Bajo el sombrero blanco, la barba también era blanca y el pelo largo le caía a la altura del cuello, motivo de sobras para que Babs Baker lo hubiese llamado «viejo sucio». Tenía tripa, lo que tensaba la tela de la camisa a cuadros como si se tratara de una tienda de campaña.

Se acercó al hombre.

—Buenas tardes. Me llamo Jason Evans. ¿Es usted el señor Padilla?

Debajo del sombrero blanco, unos ojos azules e intensos le miraron un instante.

—Sí.

—¿Me permite hacerle una pregunta?

—Claro —respondió, jovial, Padilla—. Adelante.

Jason se pasó la mano por el pelo liso.

—Estoy dirigiendo una investigación, y alguien me aconsejó que me pusiera en contacto con usted. Se trata de Chuck Cleigh, de la funeraria Cleigh Abbeville.

—¡Ah, sí, Chuck! —exclamó Freddy—. Adelante, continúe, por favor.

—Necesito cierta información, y no me importa compensarle por su tiempo —añadió apresuradamente.

—¿Dinero? Me importa un carajo el dinero —aseguró Padilla—. Soy una excepción en este país de avariciosos. Por eso siempre he sido pobre.

Una risotada sincera reverberó en los oídos de Jason.

—Es una vergüenza que el casino de Laughlin siga ampliándose. Aquí la avaricia nunca rompe el saco. Siempre va a peor. Es una mácula en nuestra hermosa Mount Peytha City. Desdichadamente no puedo liarme la manta a la cabeza y cambiar el mundo sin ayuda.

—Supongo que no —dijo Jason, cuya voz parecía un suspiro comparada con la de Padilla.

—Los hay que caminan por ahí con signos de dólar grabados en los ojos, pero yo no soy de esos —continuó Padilla—. ¿Qué es lo que quiere saber?

—Señor Padilla, espero que esto no vaya a parecerle demasiado complejo…

—Llámeme Freddy a secas, por favor.

—De acuerdo, Freddy. Le cuento…

Freddy se acarició la barba, curioso.

—Estoy interesado por una tumba que hay en el cementerio de St. James. Se trata de la tumba de la familia Chawkins, donde yacen enterrados Robert, Amanda y Mike Chawkins. Querría saber un poco más sobre ellos.

—¿Para qué? —preguntó Freddy.

—Tiene que ver con mi genealogía.

Freddy se encogió de hombros.

—Yo me encargo. Déme una hora.

Jason esperó fuera del recinto a que transcurriera una hora. Pensó en Kayla y decidió llamarla. Mantuvieron una conversación llena de silencios. Él insistió en que no podía hundir la cabeza en la arena. Circulaba suelto un lunático que le había enviado las fotografías, e incluso cabía la posibilidad de que fuese el mismo que había causado el supuesto accidente de tráfico. ¿Qué iba a suceder el 18 de agosto? Insistió en que quería que se alojase en casa de Simone. Kayla, llena de reproches, dijo que estaba imaginando cosas e insistió de nuevo en que debía acudir a Mark en busca de ayuda profesional.

Al cabo de una hora, entró de nuevo en la sede del archivo municipal.

—De hecho me acordaba de lo sucedido, hijo —aseguró el antiguo reportero del Herald—. Yo mismo cubrí la noticia para el periódico, así que me he limitado a hacer una lectura rápida de mis propios artículos. No caí en ello cuando me lo dijo, porque ha pasado mucho tiempo.

—Siento mucha curiosidad —dijo Jason, expectante.

Freddy le dirigió una mirada perdida.

—Fue un accidente terrible. Un camión los sacó de la carretera. El conductor conducía ebrio, fuera de sí o ambas cosas. Embistió desde detrás el coche de los Chawkins con el enorme parachoques. El coche dio un vuelco y se prendió fuego. Ardió por completo en unos instantes. Esa pobre gente tuvo una muerte horrible. ¿Y el conductor del camión? Pues ni siquiera se detuvo. Después lo arrestaron. Se Llamaba Silverstein, Steve Silverstein.

Jason tenía la boca seca. Vio los faros cegadores. Su cuerpo sufrió una sacudida, dejándose arrastrar por el recuerdo del choque que seguía.

—Siga —pidió con voz ronca.

—Robert, Amanda y Mikey tuvieron una muerte trágica. Sucedió en la autopista estatal 98, a la salida de Sacramento Wash, a siete kilómetros de Mount Peytha City. Robert era conocido. Era un miembro activo de la comunidad, igual que Amanda. Vivían en el rancho Mount Peytha, que Robert había construido con sus propias manos. Se había hecho un nombre como jinete y criador de caballos. Y el conductor del camión, porque también lo he comprobado, dijo no haber visto que el coche al que había arrollado se había prendido fuego. Se enteró de ello más tarde. Cuando se le pasó la borrachera comprendió el alcance de sus acciones. Estaba destrozado, presa de remordimientos.

Cuando sonó el teléfono de Freddy, tomó el auricular.

—¡Beth! ¿Puedo llamarte dentro de un rato? Estoy liado con algo. Sí, gracias.

Colgó.

—En mis archivos he encontrado otros detalles. Un informe de Tom Daunt, el bombero que fue el primero en llegar al lugar del accidente y que sacó los cadáveres del vehículo. Me dijo que los servicios de emergencia no pudieron hacer nada. Y el patólogo, James Felch, declaró que identificar a los cadáveres había sido una de las labores más duras que tuvo que afrontar en su carrera. El hecho de que hubiera un bebé de por medio le había afectado mucho.

Freddy lanzó un hondo suspiro.

—Silverstein fue sentenciado a treinta años de prisión. Vendieron el rancho a un amigo de Robert, Joe Bresnahan. Joe sigue viviendo allí.

Otro relato que Jason había encontrado en internet el pasado domingo, antes de su baño con Kayla, le cruzó ese momento por la mente. Tenía que ver con una mujer rusa de sesenta años que había sufrido pesadillas durante meses.

En sus sueños corría por tejados, huyendo de enemigos que llevaban uniforme. A veces también oía gritos extraños. Eran insoportables, decía la mujer, Anya. Cuando los oía, se tapaba las orejas con las manos, desesperada. En un día perfectamente normal, durante una clase de yoga, tuvo una visión horrorosa. De pronto, apareció ante sus ojos una fosa común y oyó los gritos de la gente, como si tomase parte en una película que era real.

Cuando aquellas imágenes tan repentinas como aterradoras desaparecieron, empezó a creer en la reencarnación. «Era algo íntimo. Como si hubiera brotado en mi interior una fuente de pesar. La visión estaba relacionada con mi propio pasado», decía Anya en su relato.

Ella se sometió a terapia regresiva y volvió a su vida pasada. Terminaba en uno de los campos de concentración de Stalin, donde era una mujer de veintitantos años. Sucia y hambrienta. Anya recordaba la tortura y los abusos sexuales, así como su propia muerte. Durante su regresión había visto cómo la enfermedad y el cansancio habían acabado con ella en una pequeña y oscura habitación donde ni entraba algún destello de luz. Cuando revivió aquello entendió perfectamente porque a lo largo de la vida había experimentado un pánico atroz cuando se quedaba a oscuras.

Morir dentro del campo de concentración había puesto punto y final a su dolor. Después, todo fue una luz deslumbrante. Tuvo la sensación de «haber pasado un rato dormida», y de que ella había renacido como Anya al cabo sólo de tres semanas de su muerte.

Después de su terapia regresiva cobró conciencia de su vida anterior, y también de las personas que habían sido sus parientes y amigos en su anterior existencia. Había intentado localizarlos, pero por supuesto aquellas personas de «antes» no la habían reconocido. «Quise gritarles que era yo. Que había estado muerta una temporada, pero que había regresado», contaba Anya en su relato. Finalmente, sin embargo, comprendió que tenía que olvidar aquella vida anterior para encontrar su propio camino en la nueva.

¿Se trataba del mismo fenómeno que padecía Jason?

¿De veras era posible que padeciese la intromisión de una vida anterior?

Había nacido el 2 de septiembre de 1977, de nombre Jason Evans. La pregunta era si, antes de ser Jason, había sido Mikey Chawkins.

De inmediato, Jason recordó otra historia tan extraña como auténtica. Tenía que ver con un joven libanés que conservaba recuerdos de una encarnación previa. Un día, siendo un niño, se encontró caminando lejos de su lugar de nacimiento, y conoció a un hombre a quien era la primera vez que veía. Pero el muchacho se dirigió directamente a él y lo trató como a un vecino.

Siguió hablándole acerca de un accidente en el que un camión había atropellado a un hombre, quien de resultas del suceso había perdido ambas piernas. Finalmente, el joven insistió a sus padres en que quería visitar un pueblo cercano, a pesar de que era incapaz de explicar por qué motivo quería hacerlo.

Los padres del niño indagaron un poco y descubrieron que el hombre a quien su hijo había llamado «vecino» vivía en ese pueblo cercano. También descubrieron que alguien de ese mismo pueblo había perdido las dos piernas en un accidente de tráfico, y que había fallecido poco después. El hombre a quien el muchacho se había dirigido llamándole «vecino» era, de hecho, vecino de la víctima.

Había otras coincidencias. El joven podía repetir exactamente las cosas que el fallecido había dicho antes de morir. También eran asombrosos los detalles que compartía con él: el hombre era un cazador incansable, y el joven sentía un gran interés por todo lo relacionado con la caza. Además, el fallecido hablaba francés con fluidez, y el dominio que el niño tenía de esa lengua era excepcional a su edad.

Los investigadores no hallaron otra explicación para su caso que la reencarnación. Dieron por sentado que la muerte de aquel hombre no había derivado en su destrucción total. Su conciencia y personalidad habían sobrevivido a la desaparición de su cuerpo físico. Los intereses y la personalidad permanecían, como rayos invisibles, como ondas, dando vueltas y estableciendo contacto con un óvulo fertilizado, y la mezcla de todo se transformó en el cuerpo de un bebé.

Y el bebé se había convertido en una persona nueva, con nuevas posibilidades, pero el interior de su mente permanecería para siempre ligada al hombre que había fallecido en el accidente.

¿Podía Jason llevar a cuestas los miedos y recuerdos del pequeño Mike W. Chawkins?

Era una posibilidad que miles y miles de personas que creían en la reencarnación habrían considerado plausible. Cosa que él compartía, sin importar lo incrédulo que pudiese ser antes de sufrir el acoso de visiones y alucinaciones.

Pero su principal problema seguía siendo el papel del fotógrafo. El hecho de que esa persona pareciera saber de su existencia anterior: ese era el talón de Aquiles de la teoría que barajaba. El fotógrafo también estaba al corriente del accidente de los Chawkins, porque Jason y Kayla habían experimentado casi el mismo suceso. Por tanto, el accidente de automóvil de Monte Ave, entre Cornell y Fernhill, había sido una agresión, aunque Jason dudaba que la policía lo considerase así. No, no se tomarían en serio aquel nexo con una vida anterior. Eso quería decir que seguía estando solo, que debía continuar investigando por cuenta propia.

Era plenamente consciente de cuál tenía que ser su siguiente paso.

Dio las gracias a Padilla y, una vez fuera, se encargó de resolver algunos asuntos prácticos. Necesitaba alquilar un vehículo. Había tomado un taxi para acercarse a la funeraria de Chuck, y había cubierto a pie los cuatro kilómetros y medio que lo separaban del archivo municipal. Pero Freddy le había dicho que el rancho Mount Peytha se encontraba fuera de la ciudad, y estaba demasiado lejos para ir andando. No lejos del Starbucks anduvo hasta la oficina de Caldwell Rental Services, donde Ed Caldwell, un tipo sonriente, le guio en los trámites para alquilar un GMC Yukon.

Se puso al volante del vehículo y arrancó el motor, en dirección a la tercera visita del día.

Había una granja señorial, flanqueada por dos imponentes cobertizos que probablemente fuesen establos, a un lado de Bullhead Road. Un camino de tierra de un centenar de metros llevaba hasta la entrada. Detrás, en el horizonte, se alzaba un paisaje montañoso. En la parte izquierda del camino había un letrero que rezaba «Rancho Mount Peytha». Junto al letrero había un buzón, y a su lado la vieja valla y la puerta, que estaba cerrada. Jason frenó el Yukon.

La puerta se había convertido en el centro de su atención. Estaba adornada. Las barras estaban cortadas en la parte central, para dar forma a una abertura oval. Y en el hueco que habían dejado vio una letra soldada al hierro.

Era la letra M. La misma elegante y estilizada M de la última de las Polaroid.