23

EL FUNERAL

KAYLA estaba sentada en el bajo muro blanco que había junto al letrero del motel, a la sombra de una palmera. Estacionó el vehículo, caminó hacia ella y le dio un beso en los labios. Ella respondió. Eso quería decir que al menos había aparcado parte de su ira.

—¿Cómo estás?

—Mejor —dijo ella, que seguía algo molesta a juzgar por el tono de voz.

—Debí tener la boca cerrada en el cementerio.

«Pero luego decidí acercarme a ver a Chuck Cleigh para preguntarle si hay allí alguna tumba que lleve mi nombre».

Mejor no mencionar ese pequeño detalle ahora. Mejor no hacerlo jamás.

—¿Qué has estado haciendo?

Debió de prever aquella pregunta.

—Estaba dando un paseo.

Otra respuesta evasiva.

Cada vez le preocupaba más la distancia establecida entre Kayla y él. Ninguno de ellos lo expresaba con palabras, pero no era necesario. Sentía cómo se ampliaba poco a poco esa brecha que se había abierto entre ambos.

Era culpa suya. La había arrastrado en una búsqueda en la que ella no quería tomar parte. Hacía muy poco que la felicidad había desbordado a ambos, cuando tomaron la decisión de empezar una familia. Pero desde entonces, lo único que había ocupado los pensamientos de Jason eran la muerte y el sufrimiento. Entonces, finalmente, la había medio forzado a acompañarle en ese viaje.

«Eres un idiota, ¿lo sabías? Ella se merece algo mejor».

No había tenido muchas opciones. Necesitaba resolver el misterio. Y aún creía que era importante hacerlo antes del 18 de agosto, una fecha que se acercaba.

Llegaron a The Wagon a las siete menos cuarto. En mitad del restaurante había un carro de verdad, convertido en barra con botellas de whisky, vodka y otros licores. A su alrededor se repartían en círculo las mesas.

Un hombre corpulento con sombrero, sentado en la mesa de enfrente, disfrutaba visiblemente de un jugoso bistec. El cuchillo y el tenedor campanilleaban rítmicamente al contacto con el plato. Comía ruidosamente y sólo tenía ojos para su carne. En la mesa situada junto a ellos, la camarera servía vasos de cerveza helada a dos hombres que podían ser padre e hijo. Reían. El mayor dio en la espalda del joven una palmada con una mano firme que daba muestras de los años que había pasado trabajando duro en el campo.

Los tres hombres, sentados en mesas separadas pero en la misma hilera, habían hallado su propio camino en la vida. Parecían felices. Y hasta hacía muy poco tiempo, también Jason lo había sido, pero ahora todo se antojaba incierto y poco definido.

—¿Jason? —preguntó Kayla.

Dijo lo que tenía en la cabeza.

—Chuck aún no ha llamado. Por lo visto, Tim no disponía de tanto tiempo libre para ponerse enseguida a repasar los listados. Tal vez tendríamos que volver mañana, empezar a buscar tumbas en las que figure la fecha del 18 de agosto. Quién sabe, igual tenemos suerte. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Eso era todo lo que tenía que decir. Había pronunciado aquellas palabras con un tono carente de esperanza. De hecho no tenía ninguna esperanza.

—¿Y si eso no nos sirve de nada?

La pregunta de Kayla iba acompañada por una frialdad poco propia de ella, un recordatorio de Carla y Tracy que le hizo temblar. Trace alcohólica, y Carla tan sólo pensaba en sí misma. Jason también pensaba sólo en sí mismo, trabajando en un misterio que para él casi se había convertido en una obsesión.

Jason extendió el brazo para acariciarle la mejilla.

—Si no encontramos nada, y si Chuck no puede ayudarnos, volveremos a casa. Me olvidaré de todo —dijo.

Pero la cuestión era si creía en sus propias palabras.

La noche fue agotadora, ninguno de ellos pudo conciliar el sueño. Conservaban su vínculo, pero el miedo lo carcomía. La búsqueda de él hacía daño a su mujer, porque ella le amaba, pero ¿por cuánto tiempo? Cayó de nuevo en la cuenta de que podía perderla por culpa de lo que sucedía.

No podía soportar la idea de perder a Kayla.

A la mañana siguiente decidieron salir a por un café antes de hacer otra visita al cementerio de St. James. Mientras paseaban en dirección al centro de la ciudad, Patrick Voight llamó al teléfono móvil de Kayla. Quería saber si volvería al trabajo al día siguiente. El lunes ella le había dicho que «probablemente» se ausentaría durante tres días, y Patrick no había vuelto a saber nada de ella desde entonces. Kayla dirigió una mirada interrogativa a su marido. Lo que a ella le hubiera gustado es que él hubiese dicho: «De acuerdo, esto se ha acabado, nos vamos a casa y dejaremos que la policía se encargue del resto».

—Sólo un rato más —susurró.

—¿Patrick? —Kayla no quitó ojo a Jason—. Seguimos en Arizona. Como pronto, podremos irnos mañana. ¿Qué te parece? El lunes me incorporaré al trabajo.

Voight se quejó de que le resultaba incómodo y que no le ponía las cosas muy fáciles, por no mencionar el hecho de que ella se había ausentado del trabajo una semana entera estando casi en puertas de sus vacaciones. Kayla se disculpó profusamente y dijo que lo entendía, pero que por desgracia no había otra alternativa.

Después, Jason sacó su teléfono móvil. Recordaba que había concertado una cita con Mark al día siguiente. Tenía que cancelarla, y pensaba hacerlo enseguida. Pero antes debía una llamada, menos agradable, a su propio jefe. A Brian le había contrariado el hecho de que Jason se ausentara sin avisar con antelación, pero aún le iba a molestar más enterarse de que el líder del equipo Tommy Jones no iba a asomar por la oficina hasta el lunes siguiente.

Antes llamó a Tony, a Donald y a Carol. Luego habló con Brian. Brian le dijo directamente que esperaba que Jason se presentara en el trabajo el viernes, y mencionó el temido y odiado nombre «Tommy Jones». Jason le dijo que le había surgido algo imprevisto que iba a retrasar su vuelta, algo que tenía que solucionar, pero que regresaría a Los Ángeles el fin de semana y que el lunes no faltaría a su puesto de trabajo en Tanner & Preston.

—¿El lunes? Jason, por favor, esto no me tranquiliza nada. —Tenía el mismo tono de voz que cuando se había quejado de que su esposa Louise había anulado el viaje a Las Vegas que tenían planeado. Eso había sido un día después de que George, el de correos, le diera a Jason la primera Polaroid, la primera en una serie de tres que habían cambiado por completo su vida, y que ahora le impedían trabajar para el rey del automóvil.

«Brian, si tú supieras en qué macabro asunto me he metido», pensó Jason.

—Lo compensaré quedándome a trabajar por la tarde la próxima semana. Cumpliremos con el plazo, te lo prometo.

—Por Dios, Jason, ¿qué demonios te traes entre manos en ese lugar?

«Me estoy buscando a mí mismo», pensó. Tuvo que pellizcarse la mano para evitar romper a reír.

—Te lo contaré todo más adelante.

Brian no dijo nada y colgó el auricular.

—¿Y ahora qué, Jason? —preguntó Kayla.

Pasaban junto a un Starbucks.

—Tomaremos un café. Eso es lo que haremos ahora.

Jason olvidó cancelar su cita con Mark.

Tomaron el café, mirando el paso de la gente por la calle, a los demás clientes que disfrutaban del café, de las magdalenas, o de los huevos con bacón. Eran las diez.

—¿Crees que es posible que viva aquí? —preguntó Jason.

—¿Quién?

—El fotógrafo. Si esta población es el epicentro de todo este misterio, quizá se trate de alguien que lo sepa todo sobre Mount Peytha, así que tal vez viva aquí.

Kayla rio.

—Claro, seguro que nos está observando, que nos sigue. Eh, quién sabe, puede que sea ese vago que trabaja en la recepción del motel. O un tipo con quien nos cruzamos por la calle.

—De acuerdo —concedió él, estoico—. Podría ser cualquiera, o nadie. Te he entendido.

—Puesto que no sabemos lo que estamos buscando, no tenemos posibilidades de encontrarlo.

—Eso es muy profundo —dijo él—. Pero por desgracia tienes razón.

Repasó tumba a tumba, caminando a través de una hilera antes de pasar a la siguiente. Lo único que buscaba era la fecha en que el fallecido, cubierto por lápida y piedras, había pasado a mejor vida. Ya llevaba noventa minutos sudando al sol abrasador, y aún no había encontrado una sola tumba en la que figurase el 18 de agosto como fecha de la muerte. Pero alguna tenía que haber. Tal como Chuck le había dicho, allí había miles de tumbas, y el año sólo tenía trescientos sesenta y cinco días. Al menos debía haber un par de docenas de tumbas con la fecha que estaba buscando.

El calor parecía ir en aumento y la luz era deslumbrante, en ocasiones cegadora. Era como si el sol intentara impedirle ver algo terrible. Tal vez alguien que estaba oculto tras una lápida. Puede que su enemigo. El fotógrafo.

Kayla fue la primera en hacer el descubrimiento.

—¡Jason! —Lo llamó desde la distancia, haciéndole gestos con ambos brazos para que se acercara.

Echó a correr hacia ella.

Miró la lápida junto a la que se encontraba su mujer. Correspondía a un hombre llamado Donald Luke, nacido el 12 de marzo de 1931, y fallecido el 18 de agosto de 2004. Todo estaba escrito con letras y números legibles.

Jason se agachó. No estaba nervioso. Donald Luke. No figuraba una M en el nombre. No sintió nada al leer el nombre o ver la lápida, y además estaba demasiado limpia, el tiempo la había respetado y no guardaba similitudes con la lápida de la fotografía. Levantó la vista hacia Kayla, y mientras lo hacía, vio por el rabillo del ojo derecho que una procesión de personas se había reunido a unos cincuenta metros por el camino. No había reparado en su presencia hasta ese momento.

—No puede ser esta, Kayla. Mira, la…

Guardó silencio de pronto. Había vuelto a mirar a las personas reunidas en la distancia.

Pero ya no había nadie allí.

—Esta lápida es demasiado reciente, está muy cuidada, comparada con la que aparece en la Polaroid —concluyó sin mirarla, pendiente aún del lugar donde había estado el grupo, lugar que ahora estaba desierto.

Kayla no había reparado en ellos, de otro modo hubiese hecho algún comentario.

—Sigamos —propuso.

Ella murmuró algo, se encogió de hombros y empezó a caminar.

Medio caminando, medio corriendo, Jason cubrió los cincuenta metros que lo separaban del lugar donde había visto al grupo. Se preguntó exactamente qué era lo que había visto. A su alrededor había unas veinte lápidas que asomaban del suelo. Anduvo un poco por la zona, mirándolas.

Entonces reparó en una lápida algo mayor que las demás y que tenía «orejas», unas protuberancias redondas con muescas en los extremos. Leyó los nombres que figuraban en la piedra y las fechas de su muerte.

Alguien le estaba mirando. Sintió un frío repentino. Se dio la vuelta pero no vio a nadie allí.

Entonces cayó en la cuenta de qué era lo que le había llamado la atención del grupo de personas que había visto, aparte del hecho de que su desaparición había sido tan repentina como su aparición.

Tenían un aspecto raro… ¡La ropa! Jason no sabía mucho de moda, pero sabía que los sombreros de ala ancha y los pantalones de pata de elefante que llevaban no eran precisamente modernos, igual que las corbatas de ellos y los vestidos de falda corta de ellas. No había un modo mejor de resumirlo: su ropa estaba pasada de moda.

Con el corazón en un puño, se volvió hacia la lápida y leyó de nuevo los nombres que figuraban en ella, bajo las flores esculpidas que formaban las dos orejas.

ROBERT J.

4 DE JUNIO DE 1937-18 DE AGOSTO DE 1977

AMANDA Z.

12 DE FEBRERO DE 1943-18 DE AGOSTO DE 1977

MIKE W.

29 DE JULIO DE 1977-18 DE AGOSTO DE 1977