22

CHUCK

A la puerta de la funeraria acudió un niño larguirucho con una camisa chillona que era unas tallas mayor que él. Jason presentó a ambos y le dijo que tenía cita con Chuck Cleigh. El joven asintió y fue a buscar a Chuck.

Un hombre cincuentón se presentó al cabo de un rato. Vestía tejanos y una deslumbrante camisa blanca.

—Buenos días, soy Chuck Cleigh —dijo.

Jason le tendió la mano.

—Hola, soy Jason Evans. Esta es mi mujer, Kayla. Gracias por atendernos.

Cleigh dio un paso atrás y les invitó a entrar. El recibidor, de baldosas y paredes oscuras, candelas y candelabros, transmitía la atmósfera solemne propia de una funeraria. Chuck los condujo por una puerta lateral hasta un pequeño despacho. En el despacho había un escritorio y un archivador metálico. En la pared, tras el escritorio, había un cuadro abstracto con líneas torcidas en colores amarillo, rojo, verde y negro. A Jason le dolieron los ojos sólo de mirarlo. Su anfitrión les invitó a sentarse, y tomó asiento al escritorio.

—¿En qué puedo ayudarles?

Jason repitió que su presencia allí se debía a la investigación que llevaba a cabo de su árbol genealógico. Durante la pasada noche y aquella misma mañana había estado pensando en lo que debía preguntar a Cleigh, pero no se le había ocurrido nada. Podía pedirle una lista de personas fallecidas, cuyos apellidos empezasen por la letra M. Pero eso no tenía sentido, ya que como mínimo obtendría docenas de apellidos, probablemente cientos. Además, no había ninguna razón para pensar que alguno de esos apellidos estuviese relacionado con aquel misterio.

Tenía otros dos nombres: Mapiitaa y Maukii. Probablemente no tenía ningún sentido, porque quizá se referían a Mount Peytha City y al cementerio de St. James, no a una persona fallecida, pero no tenía nada que perder.

Tímidamente le preguntó al trabajador del cementerio si había tumbas con esos nombres. Chuck revisó en su ordenador y abrió algunos documentos. Pasó por algunos de ellos, pero después negó con la cabeza.

—Nada. Nada de nada.

Jason se sentía desalentado. ¿Y ahora qué? Estaba aquí con Kayla, y no quería regresar a la primera que las cosas no salían como él esperaba. Al menos aprovecharía para hacerle algunas preguntas al hombre. Una en concreto. O dos, en realidad, aunque no tenían mucha importancia; ninguna de sus preguntas era realmente importante, sólo las necesitaba a modo de apoyo, y quién sabe, tal vez dieran pie a otras.

Mostró a Cleigh la segunda fotografía, la de la estructura de mármol. La puso en el escritorio, con la imagen boca arriba, y mantuvo la yema del dedo en ella para que Cleigh no la tomara, le diera la vuelta y leyera lo que había escrito al dorso.

—¿Qué es esta pirámide?

—Ah, sí —dijo Chuck—. Es un monumento que recuerda el cementerio que había en este lugar, en tiempos de los pioneros. Verá usted, es algo de lo que nos sentimos muy orgullosos.

—Comprendo —dijo Jason.

Entonces le mostró la primera imagen de la puerta, una puerta distinta de la que Kayla y él habían franqueado la tarde anterior.

—La puerta norte —dijo de inmediato Chuck.

Jason le dirigió una mirada cargada de curiosidad.

—Es la entrada norte del cementerio —aclaró Chuck—. Los visitantes que llegan procedentes de Chloride Pass suelen entrar por ella. Está a unos cuatrocientos metros más allá del rancho de Pete.

La conversación, si pudo llamarse así, no se extendió demasiado. Jason sólo quería ponerle fin. Se mantuvo fiel a su coartada y dijo alegrarse de haber encontrado el cementerio que buscaba, el adecuado para aclarar un par de dudas relativas a su investigación genealógica. Era importante porque le daba material para seguir adelante, aseguró. Chuck preguntó si había alguna tumba en concreto que esperase localizar en el cementerio de St. James; tal vez podía serle de ayuda, puesto que disponía de un registro exhaustivo de tumbas. Seguro que se lo sugería por cortesía, el hombre no tenía ganas realmente de ayudarlo. Jason agradeció su oferta, dijo que seguramente recurriría más adelante a ella, y se levantó. Kayla y él se despidieron de Cleigh, y dos minutos después se vieron de nuevo en la calle. Probablemente Chuck se estaba preguntando por qué la pareja había viajado desde Los Ángeles para eso…

… Siempre y cuando le diera la menor importancia.

Llegar a la puerta norte supuso dar un rodeo de casi cinco kilómetros. El sentido de la orientación de Jason le informó de que estaban trazando un amplio arco alrededor del cementerio. En Chloride Pass Road pasaron por un letrero de madera que rezaba «Rancho de Pete», seguido por otro, situado a unos veinte metros de la carretera, que rezaba «Cementerio de St. James». Pronto alcanzaron la entrada de la que les había hablado Cleigh.

Jason frenó el coche, contempló la puerta y vio literalmente la primera de las fotos.

Más allá de la puerta se extendía un camino angosto que llevaba a las tumbas. Entró en el cementerio y descubrió por qué no habían visto la puerta norte el día anterior. La segunda entrada quedaba oculta entre la vegetación que rodeaba el perímetro del cementerio.

Y ahora ¿qué? Podía recorrer de nuevo las tumbas e inspeccionarlas una tras otra, con la esperanza de que sucediera un milagro y descubriera algo, por mucho que se tratara de un detalle minúsculo sin importancia. Algo que reconociese de la última de las Polaroid. Pero ese plan parecía condenado al fracaso, tal como había tenido ocasión de comprobar el día anterior.

Descifrar el «código» parecía ser su única oportunidad.

«Tal vez esa M constituya un mensaje por sí misma».

Pero entonces pensó que ya había descifrado la M. Representaba Mount Peytha City, y las tres Polaroid juntas formaban una serie de letreros que conducían a ese cementerio.

«¿Y si se me ha escapado algún detalle?».

Repasó mentalmente todos los factores. Su vida en los últimos cuatro años había sido de lo más normal, no había tenido pesadillas y se había convencido a sí mismo de que había dejado atrás todo el sufrimiento y que no tenía mayores preocupaciones. Recibir las Polaroid le había demostrado que aquello había sido un engaño. Entonces se había abierto una puerta dentro de su mente y había recordado Mapiitaa que lo había llevado a Mount Peytha. Pero ahí era donde había encontrado la última de las migas que había ido recogiendo a lo largo del camino.

«¿Se me habrá escapado alguna?».

Sí, tenía que ser eso. No sabía qué buscaba el remitente, pero no habría dirigido a Jason hacia ese cementerio si no existía la posibilidad de localizar la tumba en cuestión. Así que tenía que haber más pistas ocultas dentro del mensaje.

Las fotografías constituían la descripción de la ruta que debía tomar; los mensajes escritos al dorso iban personalmente dirigidos a él. Interpretados de forma literal, decían que estaba muerto y enterrado en ese cementerio, bajo la lápida de la última fotografía.

Y la lápida tenía una fecha: 18 de agosto.

Eso era lo que tenía que buscar, no nombres.

—Te veo muy ceñudo, ¿en qué piensas? —preguntó Kayla.

—Después de todo, es posible que nuestro amigo fotografiase mi tumba —dijo como si nada.

No debió hacerlo, era lo peor que podría haber respondido, pero sus labios se habían adelantado a su capacidad de contener las palabras.

Habían vuelto al lugar donde se alzaba el monumento conmemorativo. Kayla se sentó en uno de los bancos. Él se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros. Ella evitó su mirada.

—He aquí lo que no me gusta —dijo ella, gélida—. De hecho, hay varias cosas que no me gustan. En primer lugar que te refieras a ese psicópata como tu «amigo».

—Un momento, lo decía en broma.

—Pero lo que es aún peor —continuó ella, ignorándole—. ¿Has oído lo que acabas de decir? ¿De veras has oído lo que has dicho? Has vuelto a hablar de tu propia tumba. Te quiero y deseo ayudarte, de veras que sí, pero si vas a empezar con eso…

—No pretendía decirlo en ese sentido —interrumpió él.

—Entonces, ¿qué pretendías?

—Hmm…

Quiso decirle que sólo pensaba en voz alta, pero, confundido por lo cáustico de su reacción, fue incapaz de encontrar las palabras.

—Olvida lo que he dicho, Kayla. No tenía ningún sentido. No debí decirlo.

—No, no debiste. ¡Y no quiero oírte hablar más de eso! —gritó—. ¡No hables de tu propia muerte! Nunca más. ¡No quiero oír una sola palabra al respecto!

—Kayla…

Hundió el rostro en las manos. La oyó sollozar.

—Podrían… pasarte cosas malas, y entonces… —dijo ella, con la voz ahogada por el llanto—. Entonces te perdería.

Jason sabía de quién le hablaba. Por supuesto, por eso era incapaz de encajar lo que Jason estaba haciendo en ese momento.

«Yo no soy Ralph, cariño. No sé quién soy, pero no soy Ralph».

Él temía el fuego, ella temía a la muerte. Poco a poco se le había ido llenando el vaso, hasta que al final había rebasado el borde, algo que tarde o temprano tenía que pasar. Aquel comentario de Jason, aquel pensamiento expresado en voz alta, había sido la gota que lo había colmado. Hubiera dado lo que fuera para retirarlo, pero ya era demasiado tarde para eso.

Kayla estaba enfadada. Era su propio miedo lo que la sacaba de sus casillas. Estaba claro que le amaba. Pero al mismo tiempo, él le estaba complicando bastante la vida con esa búsqueda que había emprendido. Si hubiese podido tomar un camino más simple, lo habría hecho. Pero en este caso, por desgracia, eso no había sido posible.

—¿Qué te parece si volvemos al motel? —sugirió él.

—Sí. Cualquier cosa con tal de salir de aquí.

De vuelta en la habitación del motel, Kayla se tumbó en la cama. Jason estaba demasiado inquieto para tumbarse a su lado. Ella no había dicho una palabra durante el trayecto en coche. Kayla debía de estar pensando en Ralph; debía de repasar constantemente el recuerdo de su muerte. Ralph, que había fallecido de forma tan inesperada durante la caminata… Jason suponía que ella había tenido que hacer compañía al cadáver durante horas antes de que acudiese alguien a ayudarla.

—Kayla, ¿qué puedo hacer por ti? —preguntó él en voz baja.

—Nada —murmuró ella.

—Escucha, sé que esto te trae recuerdos…

—¡No! —gritó ella, dándole la espalda y hundiendo el rostro en la almohada—. ¡Vete! ¡Déjame sola!

Estaba triste y enfadada al mismo tiempo. Sintió un gran pesar, allí sentado, viendo cómo el llanto sacudía los hombros de su mujer. Le acarició con cuidado el pelo, atento a los sollozos y sin decir nada. Nada de lo que dijese aliviaría su dolor. Al cabo de un rato salió de la habitación, cambiando el interior refrigerado con aire acondicionado por el calor asfixiante que reinaba en el exterior del motel. Se sentó en un bordillo, sacó del bolsillo de la camisa las gafas de sol y se las puso, mirando ocioso cómo entraba un Land Rover en el aparcamiento. Un hombre voluminoso, tocado con un sombrero negro de ala ancha, salió del vehículo con un maletín marrón bajo la axila y entró en el vestíbulo del motel. A lo lejos, Jason oyó el eco mudo procedente de la autopista. Las hojas secas de las palmeras colgaban lánguidas, víctimas del calor, a ambos lados del polvoriento letrero de neón que daba la bienvenida a la Mount Peytha Inn.

¿Iba a quedarse ahí sentado hasta que ella se quedara sin lágrimas? No era la primera vez que la veía así; esa no era su primera crisis. Sabía por anteriores ocasiones que intentar consolarla no servía de nada. Kayla Evans, apellidada Sheehan de soltera, era una mujer alegre y vivaz. Pero cuando tenía problemas, lo acusaba.

Se preguntaba a menudo si Kayla había querido a su anterior compañero más que a él. No lo creía, de hecho no quería creerlo, pero era consciente de que no estaría casado con ella ahora si Ralph Grainger estuviese vivo.

Era obvio qué motivaba el temor de Kayla, pero la semilla de su pirofobia seguía siendo un enigma. Tenía que profundizar en su psique y su pasado. Jason no tardaría en volver a someterse a una sesión de hipnosis, o dos, o tres, o puede que más, en la consulta de Mark Hall.

Pero ahora estaba allí, en Mount Peytha City. El sofá de Mark se encontraba a casi quinientos kilómetros a través del desierto.

«Cómo me ha afectado todo esto —se lamentó—. He acabado pensando que tuve una vida pasada y que morí en un incendio el 18 de agosto. Luego me ha entrado la necesidad de viajar a Mount Peytha City y localizar el cementerio de St. James. ¿Fue aquí donde me enterraron?».

En una vida anterior tuvo otro nombre. No podía aceptar la posibilidad de que hubiese una lápida con una inscripción que rezara: «Jason Evans, tío, que descanses en paz. Ya ves lo que son las cosas, ¿cómo ibas a pensar que te pasaría algo así?».

Tal vez, en su vida anterior, tuvo un nombre que empezaba con M.

Pero todo aquello no eran más que suposiciones. Tenía algo mucho mejor en lo que profundizar. ¿Qué personas sepultadas en el cementerio de Mount Peytha habían fallecido un 18 de agosto?

Eso era lo que tendría que haber preguntado a Chuck. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido para que ni se le pasara por la cabeza hacerlo mientras estuvo allí? Claro que, por otro lado, existía una explicación sencilla. Estar vivo y tener que buscar tu propia tumba no es algo que uno haga todos los días, por mucho que todo aquello se hubiese adueñado de su existencia en las últimas dos semanas.

Pensó en ello unos segundos más.

«Allá vamos. Toca visitar a Chuck ahora mismo».

Al cabo de unos veinte minutos, volvió a abrirle la puerta el joven flacucho. Jason se preguntó cómo se llamaría y si sería hijo de Chuck.

El joven lo llevó al despacho de Chuck, quien levantó la vista del papeleo en el que trabajaba.

—Quería hacerle otra pregunta —dijo Jason apresuradamente, antes de que Chuck tuviese tiempo de objetar.

—Adelante.

—Hace referencia a mi investigación genealógica. He estado repasando mis notas y creo que quizá podría usted ayudarme con un tocayo mío. Eso es todo lo que sé, excepto que es posible que haya muerto el 18 de agosto, ¿señor Cleigh? ¿Podría buscarme ese dato?

Chuck arrugó el entrecejo.

—No es tan sencillo. Tendría que repasar todos los nombres uno tras otro. ¿Tiene idea de cuántos miles de tumbas tenemos aquí? Podría llevarme horas.

—Eso lo entiendo —se apresuró a asegurarle Jason—. Estoy dispuesto a encargarme de ello personalmente para que usted no tenga que molestarse.

Chuck hizo un gesto de negación con la cabeza.

—No puedo permitirle acceder a nuestros archivos. Es política de la empresa.

—Ah —dijo Jason, alicaído.

—Tim, mi hijo, dispone de tiempo libre —continuó Chuck, a regañadientes—. Le pondré a trabajar en ello. Si me deja un número de teléfono donde pueda localizarle, nos pondremos en contacto con usted.

Jason acababa de enterarse del nombre del joven que le había abierto la puerta.

—Gracias —dijo en voz baja.

Chuck se cogió las manos.

—¿Eso es todo?

Sí, lo era. A menos que…

No dejaba de dar vueltas al pensamiento más mórbido de todos. Era como un dolor de cabeza del que uno no puede librarse, por muchas aspirinas que se tomen.

—Cabe la posibilidad de que… —empezó diciendo—. De que el fallecido tenga mi mismo nombre y apellido. Señor Cleigh, sólo una pregunta más: ¿Hay una tumba con el nombre de Jason Evans?

Chuck lanzó un suspiro y pasó unos minutos mirando fijamente la pantalla del ordenador. Jason, al otro lado del escritorio, tuvo que contenerse para no levantarse a echar un vistazo, cosa que logró.

—Hay cinco —dijo Cleigh.

—¿Cinco?

Chuck negó con la cabeza.

—Cinco Evans, pero nadie que se llame Jason. El primero es Zack, que murió el 6 de marzo de 1988. Luego hay un tal Greg, 12 de junio del 1976. Elizabeth falleció el 28 de noviembre de 1997. Sam, el 1 de julio de 1970. Y por último Jeff Evans… fecha de la muerte 25 de diciembre de 2005. ¿Alguno de ellos es pariente suyo?

—No —respondió Jason.

Pues claro que no había ningún Jason Evans enterrado ahí. Y de haberlo encontrado, no habría sido más que una coincidencia.

—Entonces esperaré su llamada —dijo mientras se levantaba—. Le agradezco mucho que Tim pueda encargarse de esto.

—Encantados de ayudarle —contestó Chuck, solícito.