21

CEMENTERIO ST. JAMES

KAYLA llegó al dormitorio procedente del baño, con el pelo mojado sobre los hombros. Llevaba puesta una blusa blanca sin mangas y una falda corta de color marrón. Las Rayban le colgaban de la mano cuando siguió a Jason fuera.

Condujeron por el centro de la ciudad, y Jason vio algunos transeúntes que efectuaban con prisas las últimas compras del día. Luego pasaron por una larga hilera de puestos de mercado que vendían postales, planos, libros de fotos y bagatelas: barajas de naipes, máquinas tragaperras en miniatura para niños, pero también falsos lingotes de oro e incluso sartenes de color gris marengo como las que usaban antiguamente los buscadores de oro para encontrar pepitas en los ríos.

Aunque habían superado la parte más calurosa de la jornada, el aire acondicionado de su Chrysler tenía que esforzarse para enfriar la atmósfera que reinaba en el interior del vehículo.

Había un gran centro comercial con lujos poco propios de una población relativamente pequeña como Mount Peytha City. Las tiendas vendían recuerdos y otros productos destinados al turismo, lo cual daba fe de que el ocio era la principal fuente de ingresos del lugar.

Dejaron atrás el centro de la ciudad, giraron a la derecha y luego a la izquierda en dirección al cementerio de St. James. Un letrero negro y cuadrado con letras de oro señalaba el nombre del lugar. Tras él había un aparcamiento, y más allá se extendía una hilera de olivos. Entre ambas cosas, un angosto sendero de asfalto llevaba al cementerio.

—Pues aquí estamos.

—Vamos a echar un vistazo —propuso Kayla.

Salieron del coche y anduvieron en dirección al camino. Tras los olivos distinguieron numerosas lápidas. Jason sintió un sudor frío que no obedecía precisamente a la temperatura, que aún superaba los veinticinco grados.

Apenas a cincuenta metros de distancia, reparó de inmediato en la estructura con forma piramidal, que destacaba espléndida a la luz del sol poniente. Como si eso no supusiera prueba suficiente, también reconoció la hilera de arbolillos, las lápidas y la hierba alta retratadas en las Polaroid.

Se vio superado por una sensación que fue incapaz de describir, a pesar de ser consciente de lo que le estaba causando: un miedo intenso.

«Estoy aquí porque lo sabía. Lo encontré en mi interior».

Todo se resumía a que no había necesitado la ayuda de nadie para encontrar el cementerio de las fotografías. El conocimiento estaba almacenado en su propia mente. ¿Qué significaba eso? Estaba demasiado inquieto para pensar en ello.

Echó a correr hacia la pirámide, seguido por Kayla. Cuando se detuvo ante ella, vio una inscripción en la superficie oscura de mármol: «En honor de quienes se fueron antes que nosotros». Por lo visto era un monumento, no una tumba. Había bancos junto al monumento que no aparecían en las Polaroid. Lentamente Jason dio una vuelta en torno a la pirámide, hasta que dejó de ver los bancos, momento en que se paró.

Estaba observando la imagen real plasmada en la segunda Polaroid. No entendía nada.

«¿Dónde está la puerta?».

No podía verla, y la entrada que habían franqueado para llegar a ese lugar no se parecía en nada a la puerta que aparecía en la primera de las Polaroid que había recibido. Más tarde se ocuparía de eso. En ese momento le interesaba más otro detalle.

—¿Dónde está la tumba? —se preguntó Jason—. ¿Dónde está?

Con pulso tembloroso, sacó la fotografía de la carpeta. La letra M, escrita con Photoshop en la lisa superficie gris de la lápida.

«Maldita sea, se trata de un mensaje, una clave críptica, un código».

La tumba que buscaba tenía que estar ahí. Muy cerca.

«Tan cerca…».

Jason se adentró más en el cementerio. Entre los arbustos había hileras e hileras de cruces y lápidas, algunas de ellas muy adornadas. Ángeles de piedra, flores esculpidas, una tumba más alta aquí y allí. Kayla parecía tensa, como una niña que acude a la consulta del médico para que le pongan una vacuna. Los cementerios le causaban un miedo… mortal. Pero no dijo nada, no se quejó, sino que mantuvo la boca cerrada.

Caminó lentamente, mirando alternativamente las tumbas y la tercera de las fotografías, preguntándose con creciente desesperación cómo sería capaz de reconocer la lápida. Todas parecían iguales; todas estaban hechas de la misma piedra arenisca.

Bajo la M mayúscula de la imagen se apreciaban irregularidades, musgo y algunas grietas. Pero estas muestras de erosión también estaban presentes en los cientos, puede incluso que miles, de lápidas del cementerio de St. James. Era frustrante que la imagen no mostrase un nombre, sino un detalle. Eso no le ayudaba precisamente. Sin contar con una imagen de mayor tamaño de la lápida era una labor imposible encontrar la tumba que buscaba.

Pasaron de largo por una hilera de cinco lápidas prácticamente idénticas.

Jason se agachó y, pese a ser consciente de que no serviría de nada, echó un vistazo a las piedras para ver si acusaban los mismos indicios de erosión que la lápida de la Polaroid.

Comprendió enseguida que no tenía ningún sentido comparar la fotografía con esa lápida donde habían enterrado a alguien llamado Doug Weber. Pasó a la siguiente. Esa contenía los restos de Ellen y Sonni Bolch. La siguiente tumba servía de lugar de descanso a una tal Lynell Hansen.

Comprobó tumba a tumba. Jason no era de los que tiran la toalla fácilmente, sino que cuando perseguía un fin no cejaba hasta alcanzarlo. Sin embargo, había acometido una empresa muy difícil. Pese a todo, inspeccionó lápida a lápida, porque sentía que tenía que hacer algo. Aunque era como buscar una aguja en un pajar, no cejó en su empeño.

El cementerio de la fotografía ya no constituía un misterio, pero la tumba sí lo era, y si no podía encontrarla toda aquella aventura habría sido en balde.

Kayla lo siguió sin saber adónde iban, hasta que se separó de él en otra dirección para echar un vistazo por su cuenta a otras lápidas. Probablemente se preguntaba qué sentido tenía todo aquello, igual que lo hacía él, pero no dijo nada.

«No pierdas la esperanza —se dijo Jason—. No abandones».

Atardecía. Faltaba poco para que la oscuridad le forzase a dejarlo para otro momento, a hacer lo que le dictaba desde hacía rato el sentido común.

Se puso en cuclillas ante la tumba de un tal James Weiss. Se masajeó las sienes ante la amenaza de un fuerte dolor de cabeza, y lanzó un hondo suspiro.

Entonces la tumba se abrió, de su interior surgieron llamaradas, y del interior del fuego salió un esqueleto en cuyas cuencas vacías había fuego. Un halo anaranjado le envolvía los huesos.

«Ven aquí —dijo el esqueleto con voz rasposa—. Ven a mí, Jason, ¡ven a mí!».

Contempló al ser ardiente que parecía sonreírle con malicia. James Weiss, o lo que quiera que fuera, se abalanzó sobre él con intención de aferrarle. Jason reculó, los ojos cerrados, sacudió la cabeza, abrió los ojos.

Tenía el corazón en la garganta.

La tumba era de piedra. No se había abierto, de su interior no surgía fuego alguno. No había ningún esqueleto.

—Santo Dios —murmuró—. Santo Dios, pero ¿qué coño era eso?

—¿Qué pasa? —preguntó, a lo lejos, Kayla.

Jason temblaba como si acabara de tocar el tendido eléctrico.

—Nada —respondió él—. Supongo.

«Aunque es posible que esté perdiendo el juicio, como Noam Morain».

Y si estaba en sus cabales, ¿qué era lo que acababa de ver?

«Nada, nada en absoluto, no ha sido más que una alucinación, fruto del estrés al que estás sometido últimamente. El estrés puede hacerte ver cosas qué, en realidad, no existen… Eso es todo».

Podía ser. Esperó no verse perturbado por más fantasmas creados por su mente.

Siguieron en el cementerio de St. James hasta que el último rayo de sol se hubo ocultado tras el horizonte. Había transcurrido hora y media, o dos horas, desde que, con una mezcla de asombro e inquietud, habían encontrado el lugar. Pero ahora ambos se sentían decepcionados.

No habían localizado la tumba que buscaban. Cabía la posibilidad de que la hubieran pasado de largo sin siquiera saberlo. Decidió dejarlo para otro momento.

—Creo que tendríamos que irnos, Kayla.

—Sí.

Jason intentó pensar en algo más que añadir, pero no se le ocurrió nada.

Condujeron de nuevo por la población y fueron derechos al restaurante de los filetes. Kayla fue la primera que rompió el silencio que se había impuesto entre ambos.

—Jason, mira hasta dónde hemos llegado. No tires ahora la toalla.

La miró sorprendido. Si hubiese dependido de ella, nunca habrían viajado a Mount Peytha, por lo mucho que odiaba la muerte y, por tanto, los cementerios. Buscaban una tumba concreta, una cuya lápida tal vez llevaba grabado su nombre —si es que su teoría de las vidas pasadas no era del todo infundada—, y ella era tan adulta que hacía a un lado sus recelos para hacer que Jason se sintiera mejor.

—Es muy dulce por tu parte decir eso. —Quiso intuir en qué estaba pensando ella—. ¿Cómo lo llevas?

—No lo sé —respondió Kayla en voz baja—. Me asusta, y cuanto más dura más absurdo me parece.

Miró fugazmente al hombre obeso que se levantó de la mesa contigua. Pasó a su lado, dirigió a la camarera un jovial «Buenas noches, Sue» y salió del local.

Sue les sirvió sus filetes y les deseó bon appétit con una sonrisa cordial. Jason tomó cuchillo y tenedor con aire pensativo.

Quizá el fotógrafo era el único capaz de decirle dónde estaba la tumba que quería encontrar. Estaba tan cerca. Tenía que estar en algún punto del cementerio de St. James. Cerca. Muy cerca.

Y, pese a todo, muy lejos.