MAPIITAA
ERAN pasadas las tres de la madrugada, noche cerrada, pero estaba desvelado. Jason se levantó del sillón y se dirigió desde el porche al despacho, donde encendió la luz y abrió las puertas del armario de roble. En el estante superior había una caja que llevaba consigo cada vez que se trasladaba de casa. En su interior conservaba con vida el pasado.
Jason dejó la caja en el escritorio y permaneció de pie observándola unos instantes, mientras el silencio se adueñaba de nuevo del ambiente. Lo calmaba. Por fin volvía a sentirse en paz, aunque probablemente no duraría. Una vez abierta la caja, sacó lo que descansaba en la parte superior. Era un álbum de fotos de color azul donde conservaba las fotografías de su infancia. Lo dejó junto a la caja. A continuación sacó del interior una serie de cuadernos, hojas de papel escritas y más fotos.
De pequeño dibujaba continuamente. Buscó sus viejas ilustraciones, que encontró casi al fondo. Con esta acción concluyó su breve período de calma interna.
Muchas de las ilustraciones tenían que ver con el fuego. Una casa en llamas; un árbol incendiado; incluso había una que representaba un sol abrasador.
Tras echar un vistazo a todas aquellas ilustraciones con la de tiempo que había pasado, tuvo que admitir que en su momento no poseía un gran talento creativo, y de hecho seguía siendo así. Las ilustraciones eran abstractas, burdas, pueriles.
No obstante, por lo visto su obsesión con el fuego había sido una constante.
Había unas diez tumbas en la siguiente ilustración. Lápidas que sobresalían del suelo de algún cementerio formando ángulos peculiares. Puso la hoja en el escritorio y la desarrugó. Más llamas, las lápidas estaban iluminadas por una enorme nube roja que se suponía era el fulgor de un incendio. La lápida del medio tenía una palabra escrita, garabateada con letra infantil.
Mapiitaa
Eso era lo que había recordado. Esa ilustración, con la palabra escrita en ella.
Recostado en la silla, se pasó la mano por el pelo y se masajeó los laterales de la nariz con ambos dedos índice.
«Maukii. Mapiitaa».
Aunque aquellas palabras eran distintas, guardaban cierto parecido. Mapiitaa era algo que había escrito él hacía un cuarto de siglo.
Por Dios, ¿qué significaba todo eso? ¿De dónde había salido?
De pronto pensó en tío Chris, el hombre que los había engañado a todos. Nunca había contado a nadie que sufría un cáncer incurable; también había ocultado la depresión que había padecido de resultas de la enfermedad. Y, lo que era más importante, el hecho de que el dolor que sufría fuera insoportable. Puso fin a su vida ahorcándose, y lo único que dejó fue una nota. Jason le habría ayudado, pero Chris nunca le dio siquiera la oportunidad. No dio a nadie la oportunidad de ofrecerle ayuda o apoyo.
Chris apareció claramente dibujado en la cara interna de sus párpados cerrados, no solamente vivito y coleando, sino también con veinte o treinta años menos. Su barba no era tan larga como llegaría a serlo más adelante, ni el pelo tan canoso, y no guardaba parecido con un Santa Claus sin el disfraz puesto.
Chris movía los labios, decía algo, pero Jason no podía oírle. Aun así, creyó conocer las palabras que pronunciaba Chris. Asomaron súbitamente al recuerdo de Jason como un delfín que se dispone a efectuar un brinco imponente sobre la superficie del agua.
Kayla despertó, consciente de inmediato de que Jason no estaba a su lado. Enarcó ambas cejas. Era domingo, que no solía ser día para darse un madrugón. Bostezó y se desperezó, haciendo acopio de coraje para abandonar la calidez de las sábanas. Primero las piernas. Tanteó con los dedos en busca de las zapatillas e introdujo los pies en ellas. Se levantó, se puso una bata y fue en busca de Jason.
Le encontró en el estudio, sentado al ordenador. Tomó con gesto teatral el reloj con forma de Pato Donald que descansaba en la superficie de roble del escritorio, un reloj tan aparatoso que casi llenaba el modesto estudio, y lo miró fingiendo sorpresa.
—Las ocho y cinco de una mañana de domingo. Se supone que tendrías que estar en la cama. Cualquier motivo que tengas para madrugar tanto tendría que incluir prepararme un té.
Estaba bromeando. El día anterior se había enfadado mucho con él, pero no le había gustado la sensación. No quería estar enfadada con él.
—Marchando una taza de té.
Se inclinó sobre él y le besó la mejilla, cubierta por una incipiente barba, antes de observar la imagen del monitor.
—¿Qué haces?
—Investigo —respondió Jason.
—¿Qué es lo que investigas?
—Muy curiosa estás tú para ser tan temprano.
—Eso es culpa tuya. A ver, ¿quién me está despertando la curiosidad?
—¿Qué te parece si te pongo al corriente durante el desayuno? ¿Bien?
—Claro.
Una nueva, enigmática palabra. No le confesó que había visto cómo se convertía en una antorcha humana en su sueño. Otra cosa que debía ocultarle era lo de la ilustración, y lo de Chris, que había pronunciado la misma palabra en su recuerdo, todo ello con ánimo de evitar la posibilidad de que ella pudiese sumirse en una depresión debido al tufo a ocultismo que, cada vez más, empezaba a destilar aquel misterio.
—Mapiitaa —dijo Jason, igual que Chris lo hubiera dicho, a pesar de que no podía estar seguro.
—Empieza con M, igual que en la fotografía. Y también se parece un poco a Maukii.
Le contó que se había despertado en plena noche, y que no había podido volver a dormirse. De pronto había recordado algo. Una palabra. Cuando se la dijo, ella le pidió que la deletreara.
—Mapiitaa —dijo en el mismo tono carente de inflexiones que la había oído pronunciar aquella misma noche.
—Mapiitaa —repitió ella.
—Empieza con una M. Como en la foto. Qué extraño, ¿no te parece?
—¿Te refieres a que la M es por Maukii o Mapiitaa? Pero ¿qué es Mapiitaa?
—Aún no tengo ni idea. A mí me suena muy enigmática.
—Tiene un aire a deidad india o algo.
—No según Google. Mapiitaa no devuelve ningún resultado de búsqueda. Sin embargo, lo extraño sería que significase algo.
—Claro, aunque lo más probable es que tenga algún significado. Pero ¿cuál?
Él se encogió de hombros y se levantó.
—¿Quieres otro bollo?
Le tendió el cesto del pan, y ella tomó un cruasán.
—¿Qué, Jason? ¿Qué significa?
Él también tomó otro bollo, lo cortó por la mitad y puso un poco de jamón dulce.
—No tengo ni idea, Kayla. Por eso estaba buscándolo en Google. Por algún lado tengo que empezar.
Ella le miró con el cruasán en la mano.
—¿Y esa palabra, Mapiitaa, se te ocurrió así, sin más?
—Pues sí. Aunque empiezo a dudar de cómo se escribe. Estaba tan convencido de que tenía dos íes y dos aes…
¿Mentía? Por un lado, no, porque la palabra había surgido espontáneamente, como un tesoro perdido en el mar que a veces asoma a la superficie; por otro, él mismo la había usado en el pasado, hacía mucho, mucho tiempo.
—Aunque empiezo a dudar que la esté pronunciando bien. Me pregunto por qué…
La miró unos instantes, pensativo.
—Quizá se deletrea de otra forma.
Kayla se llenó el vaso de zumo de naranja acabado de exprimir.
—Si te digo la verdad, esperaba que al menos por una vez no tuvieras que hablar de toda esta mierda —dijo.
Y Jason comprendió que lo decía en serio. Que no podía ser más sincera. Kayla quería mirar al futuro. Tener hijos. Ser feliz.
Su rostro adoptó una expresión resuelta.
—Necesito averiguarlo, Kayla. De otro modo no tendré paz. Por eso no puedo aparcarlo sin más.
No, no podía aparcarlo sin más, por mucho que a ella le incomodase la idea.
Después de desayunar, Kayla recogió la mesa. Jason había vuelto al despacho, probablemente dispuesto a seguir buscando en internet.
Kayla abrió la puerta corredera del porche. No fue necesario recurrir a la llave, porque Jason había olvidado de nuevo cerrarla. Puso el trapo de cocina en el asiento del porche para secarlo de rocío y disfrutó unos instantes del paisaje que se extendía ante sus ojos a la luz del sol matutino. Oyó una voz que provenía de la derecha. Arrugó el entrecejo, volvió la cabeza y anduvo unos pasos hacia un rincón del porche, entre el seto y los peldaños que llevaban al camino de entrada donde aparcaba su vehículo. La voz resultó ser la de su vecino, Allan. Por lo visto se estaba peleando con la manguera del riego, que se resistía a su empeño por destrabarla. Una sonrisa curvó las comisuras de sus labios.
Se volvió dispuesta a volver al interior de la casa. Nada más entrar se le cambió la cara.
«Mapiitaa». Pronunció la palabra en voz alta, para escucharla. Pero lo hizo con un tono que la dotó de un aire amenazador.
Echó un vistazo al calendario de pared y vio su propia nota escrita allí: se suponía que esa mañana había quedado con Simone para salir a correr. Se habían conocido cuando trabajaban de camareras en The Duchess y se habían hecho muy amigas.
Kayla había olvidado todo lo relacionado con sus planes. Pensó en llamar a Simone para cancelar la cita. Pero a ese pensamiento lo sustituyó otro.
«Tal vez deba ir. Me sentará bien tomar el aire un par de horas».
Decidió no cancelar la cita. Seguramente si seguía en la casa la tensión iría en aumento, a medida que dieran vueltas y más vueltas a las mismas dudas y preocupaciones.
No era sólo Jason. Pensaba en Ralph, quien, a su modo, también había sentido fascinación por la muerte.
Ralph vivía obsesionado con su cuerpo y con su salud. Nunca se llevaba nada al estómago excepto los productos más saludables, se negaba a compartir un lugar cerrado con fumadores y era deportista hasta el punto de caer en la ridiculez. Le bastaba con saltarse una sesión de gimnasio para ponerse nervioso. A veces pasaba por períodos de melancolía en los que reflexionaba sobre la brevedad de la vida, lamentándose de lo corta que era. Ella siempre había desestimado sus comentarios. «Claro, sólo vivimos ochenta años, más o menos, ¿y qué?».
Pero a él eso no le parecía gracioso.
«Yo no llegaré a ser tan mayor, Kayla —le dijo durante uno de esos episodios solemnes—. Yo ya habré muerto para entonces. No viviré mucho tiempo».
Y ella siempre le había dicho que dejara de asustarla. Después del infarto de Ralph había pensado a menudo en sus proféticas palabras, y hablado con personas que habían tenido experiencias similares. Kayla había escuchado algunos relatos muy interesantes. El que mayor huella le había dejado fue el que Matthew Henson, miembro de uno de esos grupos de apoyo, le había contado acerca de su novia, Claire Simpson.
Lo suyo había sido amor a primera vista. Dos almas gemelas, destinadas a conocerse. Estaba muy enamorado de ella, el sentimiento era mutuo y nada parecía interponerse en el camino de su felicidad. Al cabo de apenas cinco meses de conocerse decidieron casarse. Él tenía veinticinco años, ella tres menos que él.
Y esa debió de ser toda la historia. Pero algo cambió. Claire empezó a actuar de forma extraña. Necesitaba que Matthew le dijera cuánto la amaba, una y otra vez, en los momentos más peculiares: cuando él estaba en una reunión, o tomando una copa en el bar con los amigos. Ella le llamaba y le exigía confirmación de su amor. Las primeras veces que eso sucedió le pareció romántico, pero enseguida se cansó de ello. Matthew preguntó a Claire por qué lo hacía, pero ella no pudo darle una respuesta. Lo único que dijo fue que tenía que hacerlo.
Entonces cayó enferma. Las cosas no mejoraron y hubo que llamar a un médico, que no encontró nada malo y sugirió que acudiera a un hospital para hacerse unas pruebas. Entonces la situación empezó a precipitarse rápidamente. A Claire le encontraron una masa cancerígena en su frágil cuerpo de veintidós años. Los médicos no pudieron curarla y le dijeron que le quedaban entre tres y seis semanas de vida. Sólo aguantó cinco días.
Matthew quedó devastado. Deshecho. Tuvo ocasión de hablar constantemente con Claire en sus últimos días de vida, en las horas que precedieron a su muerte, y se dijeron todo lo que había que decirse. También hablaron de… eso.
Kayla había preguntado a Matthew si Claire lo supo. Si también ella tuvo una premonición de su propia muerte.
Matthew había asentido. Claire dijo que lo amaba, pero que «él» siempre había sido más fuerte. Matthew le preguntó a quién se refería. Kayla nunca olvidaría lo que dijo Matthew que había respondido Claire a continuación.
«Tengo que volver con Dios. Me quiere de vuelta».
De algún modo daba a entender que Claire había intuido que no le quedaba mucho de vida.
Era lo mismo que le había pasado a Ralph, muerto antes de los treinta, apenas mayor que la Claire de Matthew Henson.
Pero ¿y si llegan a diagnosticarle a tiempo sus problemas de corazón? ¿Qué habría pasado entonces?
¿Habrían salido mejor las cosas, o se habría muerto por alguna otra causa? Lo mismo podía decirse del cáncer de Claire. ¿Era inevitable que «regresara junto a Dios» tan temprano? Si se hubiera recuperado del cáncer, ¿habría fallecido de resultas de otra dolencia?
Kayla había llegado a la conclusión de que todo el mundo moría tarde o temprano. Eso era un hecho. Pero se trataba de algo que, desde la muerte de Ralph, no podía limitarse a aceptar sin más. Después, cada vez que moría alguien próximo a ella, se le abría de nuevo la vieja herida, el dolor por la muerte de Ralph. Una y otra vez la dejaba devastada.
Pero también estaba segura de otra cosa. La gente que extendía una invitación a la muerte estaba tentando al destino.
Eso pensó durante los terribles primeros meses que siguieron a la muerte de Ralph, y seguía pensando igual.
¿Había llamado Dios a Claire a su lado, estando ella en la flor de la vida? ¿Haría Dios algo parecido?
Kayla se negaba a creerlo.
La muerte de Ralph podría haberse evitado si los médicos hubiesen detectado a tiempo la deficiencia de su arteria. Claire seguiría viva si le hubieran diagnosticado antes el cáncer. Así era Kayla, pragmática, y estaba convencida de ello. Todo lo demás eran bobadas, supercherías y tonterías propias de ocultistas.
Y Kayla también se sentía culpable en parte por la muerte de Ralph. Si le hubiera empujado a hacerse chequeos médicos con regularidad… Podría haberle animado a visitar a un médico, quien podría haberlo derivado a un especialista, y…
Ralph seguiría con vida y a esas alturas estaría casada con él.
Pero no le había empujado a ello, porque siempre parecía dotado de una salud perfecta, y también porque ella había restado importancia a sus sombrías palabras. No solamente les había restado importancia. Les había quitado toda la importancia.
Nadie podía culparla, eso estaba claro, pero eso no le impedía sentirse mal. Por muchas vueltas que le diera, podría haber hecho más, y no había sido así.
Y ahora Jason. Las fotografías eran enigmáticas. Sus pesadillas, preocupantes. La figura ardiente era aterradora y dotaba al asunto de un aire de ocultismo que odiaba con todas sus fuerzas.
Desde que Jason había recibido las Polaroid, ella vivía inmersa también en una pesadilla. Lo único que deseaba era despertar al comienzo de un nuevo día, un resplandeciente día azul, sin la oscuridad que en ese momento gobernaba su vida.
«Lo único que quiero es ser feliz con Jason, formar una familia y vivir en paz nuestras vidas. ¿Es eso mucho pedir?».
Se apoyó en el mármol de la cocina, agotada.
Esperaba que las cosas mejorasen después de salir a correr con Simone, porque en ese momento Canyon View le parecía una tumba.
Kayla había salido a correr con Simone. Por lo visto habían acordado la cita hacía tiempo. Le haría bien airearse un poco, le había dicho. Él se había mostrado de acuerdo.
Después de marcharse, volvió a intentar descubrir el significado de aquella misteriosa palabra, Mapiitaa y Maukii.
Pensó cuando Rose Salladay murió. Después del funeral, Kayla no había salido de casa durante semanas, y todos sus esfuerzos para consolarla cosecharon el efecto contrario. Un día, cuando intentaba decirle que por terrible que fuera lo sucedido, no podía permitir que eso la arrastrase consigo, ella se había puesto como loca. «¡Tú no puedes decidir cómo me siento, Jason Evans!», le había gritado, furiosa, antes de arrojar contra la pared dos tazas de té de porcelana. Desde entonces, Jason se había mostrado muy cuidadoso a la hora de hablar de la muerte, y poco a poco había llegado a comprender qué era lo que más le dolía a Kayla. Rose tan sólo tenía treinta y tres años, y su muerte, de nuevo, había sido tan injusta…
Jason tamborileó en el escritorio. Vio afuera los picos de los cañones, envueltos ese día por un halo gris azulado. Sus ojos repasaron la estancia y reparó en la lozana planta de interior, la única cosa viva que había allí dentro. Tenía un nombre complicado en latín que Jason era incapaz de recordar, así que se limitaba a llamarla junco.
Entonces miró la pantalla, que le informaba de la ausencia de resultados en su búsqueda de la palabra Mapiitaa.
—Puede que se escriba de otro modo —gruñó Jason, que tecleó:
maukii
Tenía varios miles de visitas. Pasó las páginas. Maukii, o Mawkee, era un apellido de Nueva York, un nombre de origen árabe, un río, el título de la canción de una banda musical. Hizo clic en alguno de los enlaces, pero no encontró nada que pudiese guardar relación con el asunto.
Otra palabra que Google tampoco encontró:
mapiitaa
Por algún motivo seguía estando convencido de que tenía que alterar la pronunciación de aquella misteriosa palabra:
mapita
De pronto obtuvo 4130 resultados, la mayoría de ellos correspondientes a páginas web en español. Hizo clic en algunas de ellas. Por lo visto, Mapita era una zona montañosa situada en Argentina; había otra Mapita en Guinea, y Google también encontró una compañía farmacéutica que se llamaba así, además de varias alusiones al diminutivo de la voz española «mapa».
Jason entrelazó las manos en la nuca. Así no llegaría a ninguna parte.
Maukii, Mapiitaa. Mapitaa. Mapita. M.
«Y ahora, ¿qué?».
Las fotografías se encontraban a su lado, sobre el escritorio. Las recuperó para observarlas de nuevo, prestando especial atención a la última; observó la letra M como mira un mago su chistera antes de que asomen las orejas del conejo.
Intentó pronunciar toda clase de sonidos que guardasen un parecido remoto con la palabra Mapiitaa. De pronto se puso tenso. Algo acudió a la superficie de su mente, salido de ese abismo insondable que era su memoria.
No se trataba de Mapiitaa.
Jason se levantó. Anduvo de un lado a otro del estudio. Volvió a sentarse y tecleó dos palabras:
Mount Peytha
Hizo clic en el botón de búsqueda. Obtuvo 200 000 resultados relacionados con Mount Peytha City, una población situada en el desierto de Arizona, en la línea que demarcaba el estado de Nevada. Lo sabía porque Kayla y él habían estado muy cerca de allí el año anterior, yendo de camino a Las Vegas y el Gran Cañón. La población estaba a medio camino entre la interestatal 15, dirección a Las Vegas, y la interestatal 40, dirección a Flagstaff. Bordearon el lugar y no se pararon a visitarlo. Jason nunca había estado allí.
Hizo clic en el primer enlace, mountpeythacity.com, y el sitio web oficial apareció en su pantalla. Información de las autoridades locales, un enlace para el turista, el aeropuerto y vistas panorámicas de la zona circundante. Hizo clic en varias páginas del sitio web, preguntándose si sería aquello lo que buscaba.
Al mismo tiempo, sintió la necesidad de visitarlo. Fue una sensación muy intensa, como si una voz dentro de su cabeza le gritase que ese era el lugar, y sus piernas quisieran echar a andar de inmediato en esa dirección.
M. Mapiitaa. Mount Peytha. No se parecían mucho, sin embargo al mismo tiempo lo hacían, en cierto modo. Había similitudes fonéticas.
Se acarició los labios, pensativo.
«Mount Peytha City. Qué tiene ese lugar. Qué ha pasado allí».
Otra parte de su mente arrojó un cubo de agua helada sobre sus febriles pensamientos.
«Espera, tú nunca has ido a Mount Peytha City».
No, en efecto. Había oído hablar del lugar, eso era todo… Tal vez, a los dieciocho años, cuando Bill Hallerman y él fueron de juerga a Utah. Habían hecho otras cosas además de ir de fiesta, un par de labios llenos, rojos, una joven llamada Sonja, le cruzó un instante por la mente.
Pero ¿cuál era su apellido? Jason intentó recordarlo, aunque no hubo manera de hacerlo.
Puede que la primera vez que reparó en la existencia en un mapa de un lugar llamado Mount Peytha City fue durante sus vacaciones con Bill en Utah, pero estaba convencido de no haberlo visitado nunca.
Pero ahora ese lugar le atraía. Tenía que visitarlo. Tuvo que contenerse para no tomar sin más las llaves del coche.
Se aferró a los brazos de la silla.
«¿Qué tiene ese lugar? ¿Qué demonios me pasa?».
Se cubrió el rostro con las manos e intentó desesperadamente crear una ilusión de orden en sus caóticos pensamientos.
«Tengo que ir a Mount Peytha City».
Aquella apremiante sensación seguía estando en el mismo lugar. Pero ¿por qué?
«Porque allí hay algo que debo encontrar».
Tenía sentido.
Cogió de nuevo los dibujos que había hecho cuando era niño. Las lápidas ardientes. La palabra Mapiitaa estaba en una de las lápidas.
«Dios. ¿Allí está el cementerio?».
Fue casi como una explosión en la cabeza. Hasta ese momento había pensado que el cementerio podía encontrarse en cualquier punto de Estados Unidos. Pero algo en su interior le decía lo contrario.
Sin embargo, se impuso el sentido común. ¿De veras creía saberlo? ¿O era su anhelo de que fuera así? No tenía ni idea, sólo la sensación de ser una marioneta, de verse arrastrado por la vorágine. O tal vez fuera una especie de epifanía. ¿Y si…?
¿Y si encontraba el cementerio en Mount Peytha City? ¿Y la lápida de la tercera fotografía? Una pregunta llevó de inmediato a la otra. En una realidad donde no existía el Photoshop podía haber una lápida sin una M, pero con el nombre del fallecido. ¿De qué nombre se trataba?
«Estás muerto. Crees que estás vivo, pero no existes».
Lo que podía indicar…
«Que mi nombre está grabado en esa lápida».
La sensación de haber alcanzado una asombrosa revelación le abandonó de inmediato. Había vuelto al punto de partida, porque todo aquello era ridículo. Estaba vivo. Y si de él dependiera, seguiría vivo muchos años más. Otra explicación salió a la superficie.
Jason dejó que se formara, muy lentamente, hasta dibujarse en su mente con mayor claridad.
Aspiró aire con fuerza, se levantó, cruzando los brazos a la altura del pecho. Tenía retortijones. Salió de la casa corriendo y se asomó por la barandilla del porche, pero las náuseas cedieron.
Contempló el azul del cielo. El sol le deslumbró. En lugar de entornar los ojos, se dejó cegar por la esfera blanca.
De pronto, Jason comprendió cuál podía haber sido su muerte.