17

SADDLE PEAK

A la mañana siguiente necesitó un par de aspirinas para ayudar a combatir un dolor de cabeza incipiente. No sabía qué hacer respecto a la pesadilla. Esa vez estaba tan convencido de estar despierto… Pero se equivocaba. Por lo visto, cada vez era más incapaz de distinguir la ilusión de la realidad. En ese caso, tenía motivos de sobra para preocuparse. Pero fuera como fuese no tenía más remedio que seguir adelante.

Justo después de tomar dos pastillas para el dolor de cabeza, llamó a Lou Briggs.

—La cosa no va muy bien, Jason —informó Lou—. Aún no he localizado la pirámide. Empiezo a pensar que también pegaron la tumba en la imagen mediante Photoshop.

—¿Eso es posible? —preguntó Jason.

—No parece muy probable. Aún no he podido averiguar cómo hacerlo. Es que no lo sé todo. Lo siento.

—Tú sigue en ello —rogó Jason a Lou antes de despedirse y colgar.

De pie en la ducha, volvió a pensar en los arbustos del sendero que llevaba a Saddle Peak. ¿Por qué el portal que daba a su pesadilla se encontraba precisamente allí? Estaba convencido de que los recuerdos que tenía de ese lugar eran felices.

De pronto sintió un fuerte deseo de visitarlo. No de verlo tumbado en el diván de Mark, sino de hacerlo con sus propios ojos. Tenía que ver el follaje por sí mismo.

Habló con Kayla de ello.

—Es una buena idea —dijo ella—. Te acompañaré.

Consideró brevemente llamar a Mark, pero al final decidió no hacerlo. Después de todo, también era el fin de semana libre de Mark. Sería mejor quitarle importancia y acercarse sin más a dar un vistazo.

Salieron por la puerta principal de Canyon View tras un rápido desayuno. A pesar de lo temprano que era, Fernhill se consumía bajo el calor del sol de julio. A pesar de que Jason hacía pocos años que vivía en aquel lugar, se sentía como en su propia casa. El pueblo situado entre las montañas era un remanso de paz comparado con Los Ángeles, que distaba algo más de treinta y cinco kilómetros.

Se alejaron en coche, cruzando la «Beverly Hills» particular de Fernhill, un vecindario que debía su apodo a la cantidad de artistas, artesanos y escritores que se habían trasladado a vivir allí. La mayoría había acudido procedente de Los Ángeles, con la esperanza de encontrar la inspiración. Jason contempló las mansiones del escultor David Mayne, que se había forjado un nombre en ambientes artísticos, y de Richard Hawthorne, el autor de novelas de suspense, contiguas en la calle. Aquellos dos eran los únicos nombres conocidos en Fernhill. Recordó algo que le hizo reír, a pesar de lo que sentía.

—¿Es una broma privada? —preguntó Kayla.

—Acabo de recordar la fiesta que dio Hawthorne el año pasado en su jardín.

—Ah, era eso. —A ella por lo visto no le pareció tan divertido—. ¿Cómo olvidarlo? Nunca me había sentido tan incómoda.

Honrado por el hecho de que le hubieran invitado, Jason se puso un traje nuevo de Armani para la ocasión. Kayla volvió de pedir dos copas de vino blanco en el bar, tropezó con un cable del iluminado de jardín y el contenido de ambas copas fue a parar a la parte frontal del caro traje. Él se había enfadado un instante, pero cuando vio a su mujer roja como un tomate se le pasó en un abrir y cerrar de ojos. Ella no tardó en reaccionar y logró salvarle el traje echándole sal.

Condujo el Chrysler de Kayla fuera del tranquilo pueblo. Había seis mil habitantes en Fernhill, pero se trataba de una comunidad socialmente muy animada que ofrecía una amplia oferta de eventos, desde talleres de tai chi hasta reuniones de Alcohólicos Anónimos.

No tardaron mucho en recorrer los doce kilómetros que los separaban de la extensión de tierra que había al pie de Saddle Peak. Luego cuatro kilómetros y medio de ascenso hasta los arbustos. El sendero seguía unos cuantos kilómetros más allá y luego se bifurcaba, de modo que los caminantes tenían que escoger un camino, cada uno de los cuales tenía su propio nombre. Ocean High Trail era su favorito.

No eran los primeros que habían decidido visitar el lugar. Encontraron algunos vehículos aparcados. Se pusieron el calzado adecuado para andar y emprendieron el ascenso.

Durante el paseo, se sumieron cada uno en sus propios pensamientos y se hizo un silencio entre ambos que no era usual. Cuando se acercaron al lugar de destino sintió un escalofrío, a pesar del sol que caía a plomo sobre California.

Esa era la hierba alta donde Kayla y él habían hecho el amor, justo al lado del viejo roble.

Y ahí, a unos doce metros sendero arriba, en el punto donde hacía una curva pronunciada, estaban los matojos. Jason hizo un alto.

—¿Y bien? —preguntó Kayla.

Dio unos pasos más, cada vez menos convencido de lo que hacía, como si se acercaran al borde de un acantilado. Cuando llegó a los matojos, se cercioró de que no fueran más que eso, un puñado de arbustos. Ramas, algunos tocones que crecían en terreno boscoso, ramas y unas cuantas hojas. Casi le daba miedo tocarlas, pero finalmente apartó unas cuantas y aspiró con fuerza, como el gato doméstico que olfatea el ambiente la primera vez que sale de su territorio.

Había algunos trechos desnudos en el follaje, que él había convertido mentalmente en agujeros negros. Aunque los matorrales tenían el mismo aspecto que durante su sesión con Mark, era incapaz de decidir cuál de los claros había tomado para alcanzar la extraña oscuridad y el fuego infernal.

—Qué raro —murmuró.

—¿El qué? —quiso saber Kayla.

—No sé dónde está.

—¿Dónde está el qué?

Reculó un paso, extendió el brazo y agarró con fuerza la mano de Kayla.

—Este es el lugar. Vine aquí durante mi sesión. Pero…

Mientras meditaba cómo continuar la frase, le apretó la mano.

—No sé qué hice a continuación. Pasé a través de algo, fue uno de esos trechos despejados. Pero ¿cuál?

Ninguno de los agujeros negros del follaje constituía un paso a otro mundo. En el terreno que se extendía al pie de los arbustos había helechos secos, hojas muertas, piedras grises y unas pocas rocas. Nada más.

Kayla no dijo nada. Prefirió darle tiempo para pensar.

Jason levantó la vista y recurrió a sus sentidos. Oyó el canto de los pájaros, el suave rumor de las hojas, la caricia de un viento suave, el dulce aroma del bosque. Nada más. Nada en absoluto.

A pesar de lo cual…

El fuego crepitaba en algún lugar. Dentro de él.

Se volvió hacia Kayla.

—Me sucedió algo. —Aunque las palabras habían surgido de sus propios labios, no tenían aún sentido para él—. Dentro de mí… ha muerto algo.

De pronto a Kayla se le tensó el rostro y se le dilataron las pupilas, lo que dotó a su expresión de una frialdad mortal. Nunca le había visto esa expresión. Comprendió qué le cruzaba por la mente, pero lo hizo demasiado tarde. Había dicho algo muy, muy malo. Algo que ella no quería escuchar.

—No quería decir que no esté vivo… Bueno, no sé lo que quería decir —dijo, sin aliento—. Discúlpame, olvida lo que he dicho.

La miró a los ojos. Ella evitó su mirada y apartó la mano.

—¿Podemos irnos si has terminado aquí? —preguntó, fría.

—Creo que he terminado, sí.

—Estupendo.

Le dio la espalda y echó a andar sendero abajo. Él esperó unos segundos, y después la siguió, pensando en lo que acababa de decir. No, en lo que acababa de escapar a sus labios. Porque él no lo había dicho. Fue…

«Ha salido de algún rincón de mi interior, pero no ha sido cosa mía».

Otro escalofrío recorrió la columna vertebral de Jason. Pero Kayla era lo que le dolía.

Kayla se alejaba de él.

La atmósfera entre ambos no había experimentado mejoras desde que volvieron a casa. Kayla entró en el pequeño estudio y, desde el salón, Jason oyó que hablaba por teléfono. Era obvio que necesitaba desahogarse charlando con sus amistades. La dejó a solas, se sentó en el sillón colgante del porche y se puso a pensar. Al cabo de media hora volvió adentro. Kayla seguía en el estudio. Ya no hablaba por teléfono, sino que simplemente estaba allí sentada, con la mirada perdida.

—Eh —dijo él, alegre—. He venido en misión de paz.

Agitó con torpeza la mano medio crispada, intentando imitar una bandera blanca.

—¿Podemos hablarlo?

Kayla no acusó el menor cambio.

—Siempre podemos hablar.

—Bien. ¿Qué tengo que hacer para arreglarlo?

La ira de Kayla se fundió como un cubito de hielo al sol. Arrugó el entrecejo, preocupada.

—Jason, quiero ayudarte. Lo sabes. —Y levantando la voz, añadió—: De veras creo que es beneficioso que intentes encontrar sentido a tus pesadillas, sin importar lo terribles que sean. Pero hay algo de lo que no cabe ninguna duda: estás vivo. Existes. Te veo aquí de pie. No eres ningún fantasma.

Él sonrió.

—¿No soy un fantasma? ¿Estás segura?

—¿Cómo? —preguntó ella, confusa.

—¿No deberías asegurarte? Me refiero a comprobar si soy de verdad de carne y hueso.

Ella también sonrió. Por fin. Hacía mucho que no la veía sonreír. Se le suavizó la mirada.

—De acuerdo —susurró ella, tendiéndole la mano—. Dé usted un paso al frente, caballero.

Más tarde, tumbados en la cama, fue ella quien mencionó lo sucedido durante los últimos días.

—Parece que hay algo que has reprimido —empezó—. Me pregunto…

—Te preguntas qué es —terminó él la frase, irónico.

—Y esa cosa que surge del fuego… —Se estremeció—. La criatura, como tú la llamas. ¿Qué significa?

—No tengo ni idea —dijo él—. En mi sueño de anoche oí este ruido «Maukii», key, ¿a qué llave se referirá?[1]

Él se le acercó y con la yema de sus dedos dibujó un círculo sobre su pezón derecho.

—Insisto, yo nunca he estado en un incendio. ¿De dónde viene esta fobia? Los sueños van poniéndose más raros cada vez.

—Podría tratarse de otra cosa —sugirió ella.

—¿Como qué?

—¿Recuerdas cuál es tu primer recuerdo del fuego?

—Por Dios, Kayla, pero ¿cómo quieres que me acuerde de algo así?

—Tú no tienes por qué haber sido víctima de un incendio —matizó su esposa—. Tal vez lo presenciaste, viste las víctimas, las personas que murieron. Cabe esa posibilidad, ¿no? Puede que el fuego y esa cosa tengan algo que ver con eso.

—Ya veo a dónde pretendes llegar.

—¿Te ha pasado algo así? ¿Pudo deberse a eso?

Jason rebuscó en sus recuerdos, pero al cabo negó con la cabeza.

—No, en absoluto, al menos que pueda recordar.

—Pero tienes que haber tenido alguna experiencia terrible con el fuego —insistió ella—. Ahora todo señala en esa dirección. Tal vez fue hace mucho tiempo, tanto que has olvidado lo sucedido.

Jason volvió a repasar sus recuerdos.

—Entiendo que esa sea la hipótesis más razonable. ¿Sabes qué? Despejemos esta incógnita de una vez por todas. Voy a llamar a la única persona que tiene que saberlo.

Ella arrugó el entrecejo mientras él descolgaba las piernas por su lado la cama, se recostaba en la cabecera de madera y tomaba el auricular del teléfono. Marcó un número, y al otro lado de la línea alguien aceptó la llamada de inmediato.

—¿Hola?

—Soy yo, papá —dijo Jason—. ¿Todo bien?

—Perfectamente, hijo. Estoy esperando a Tyler y Roger, que no tardarán mucho en llegar. Estarán aquí de un momento a otro.

—Estupendo. ¿Adónde vais?

—A ningún lado. Tomaremos una cerveza por aquí. Más de una, sospecho. Probablemente jugaremos a las cartas.

—Así que vas a pasar la tarde con los amigos —dijo Jason.

—En efecto. Me mantiene joven —bromeó Edward.

—Me alegro por ti —dijo Jason, dispuesto a entrar en materia—. Escucha, papá, quiero preguntarte algo. Hemos hablado antes de esto, pero es por asegurarme. Se trata de mi… bueno, ya sabes cómo odio el fuego.

—Sí —dijo Edward, que bajó el tono de voz. No era precisamente su tema favorito.

—Te lo he preguntado antes, lo sé. Pero… —Aspiró aire con fuerza antes de continuar—. ¿Crees que pueda haber sufrido alguna experiencia que pueda justificar ese miedo? ¿Algo que pasó hace mucho tiempo, tal vez? ¿He estado cerca de un incendio? ¿Quizá he visto algo que, bueno, que me asustó mucho y que tuvo relación con el fuego?

—Vamos, hijo. Si eso fuera así, te lo habría contado. Tu madre y yo nos preocupábamos tanto por… Sé que tú tienes una palabreja para referirte a ello, ¿cuál era?

—Pirofobia —susurró Jason.

—Eso mismo. ¿Te ha vuelto?

—Bueno, en realidad nunca he dejado de tenerla —explicó Jason, que mantuvo un tono con el que pretendía restar importancia al asunto—. Sólo me preguntaba qué demonios pudo causarla.

Edward suspiró.

—Jason, por favor, créeme. Si supiera algo al respecto, ya te lo habría contado hace mucho tiempo.

—Vale, de acuerdo. Una cosa más. ¿Alguna vez has oído a Pete McGray mencionarlo?

Edward siguió callado unos segundos. En el silencio, Jason interpretó que a su padre no le hacía gracia involucrar en eso a Pete. Pero no tenía elección. Tenía que investigar todas las posibilidades.

—No, hijo, tampoco a él le oí mencionarlo. Créeme. Jason recostó la espalda y se apartó un mechón de los ojos.

—Entiendo, papá. Sólo quería asegurarme.

Así finalizó la conversación.

—Dice que no —puso al corriente a Kayla—. Mi padre no tiene nada nuevo que aportar, y no puedo decir que eso me sorprenda.

—Entonces, ¿qué está pasando? —murmuró ella.

Negó con la cabeza.

—Quizá no tenga la menor importancia, y debas quitártelo de la cabeza, dejar de darle vueltas.

Pero él tenía serias dudas de que fuese capaz de hacerlo.

Hasta unos días atrás se había considerado hijo de la fortuna. No había tenido problemas. Era atractivo y tenía la cabeza sobre los hombros, por no mencionar que había disfrutado de una infancia feliz, había obtenido buenas notas en la universidad, había encontrado un buen empleo y una mujer maravillosa. No había escrito un solo renglón torcido en la vida. Ni uno.

«Por lo visto mi pasado está limpio —pensó—. Nada huele a chamusquina».

Quizá no estaba en lo cierto. Con el paso de los días tenía cada vez más la sensación de que así era.

La noche era templada y joven. Saboreó los labios suaves y se demoró en ellos, luego el cuello elegante y la redondez de sus pechos, hasta alcanzar la piel tersa del vientre. Su lengua exploró después sus partes más íntimas. Ella gimió un poco, le rodeó con los brazos. Él la besó, ella sonrió seductora y se recostó en las almohadas. La penetró, cerrando los ojos un instante. Cuando la miró a los ojos le sorprendió verla esbozar una sonrisa irónica. Los hoyuelos que le resultaban tan familiares seguían allí, pero la chispa de sus ojos ya no estaba, unos ojos que de pronto lanzaron destellos apagados antes de adquirir la negrura del infierno.

Apareció de pronto en su mejilla derecha una mota gris ceniza. Las capas de su piel empezaron a arrugarse y creyó empezar a oler el hedor acre del humo. Entonces en la mejilla izquierda de ella se prendió fuego. De inmediato le sucedió lo mismo a la derecha. Expulsó llamaradas por la boca, se le incendió el cabello y las llamas le recorrieron los brazos, el torso y las piernas.

Él retrocedió, espantado. El fuego la devoraba. Jason fue presa del pánico. En el instante siguiente comprendió que eso no podía estar pasando. Kayla desaparecía, y él se sentó a contemplar a la criatura que conformaban las furiosas llamaradas; las mismas llamas que a esas alturas debían de haber incendiado toda la habitación, pero que no lo habían hecho. Kayla era lo único que ardía. Pero ya no era Kayla, era una criatura de fuego. ¿Acaso había hecho el amor a esa cosa?

La criatura se incorporó, extendiendo los brazos ardientes hacia él, y desde el centro de aquel infierno oyó el mismo sonido que los sueños que había tenido:

«Maukii… Maukii…».

La criatura de fuego avanzó sobre él, que quiso saltar de la cama pero se movió con torpeza y acabó por caer al suelo…

Despertó. Sacudió los brazos, pero seguía en la cama, no se había caído de ella. Kayla dormía plácidamente, serena, a su lado. Era de noche, estaba oscuro, no había ningún fuego. No había sido más que un sueño, ¡sólo un sueño!

El corazón latía con fuerza en su pecho. Goterones de sudor le resbalaban por el rostro. Jadeaba, falto de aire. Le alcanzó un reflejo del olor a carne quemada.

Jason aún veía las llamas y escuchaba la terrible voz que reverberaba en sus oídos.

Tardó un buen rato en recuperar la respiración, antes de que el corazón recuperase su ritmo habitual. A su lado, Kayla no se movió un ápice. Seguía profundamente dormida.

Anduvo de puntillas hasta el porche, se sentó en el sillón colgante y hundió el rostro en las manos y cerró los ojos.

Desde la tarde anterior no habían vuelto a hablar de sus miedos. Habían ido a cenar a Malibu Palm, y se lo habían pasado bien.

Cuando fueron a dormir, estaba tan contento y cansado que creyó que pasaría la noche sin sueños. Pero no había tenido suerte.

Su desesperación lo había vencido. Cuando recibió las primeras Polaroid, una cadena de eventos habían comenzado a desencadenarse. Ahora, se centraba en su fobia al fuego. Era un miedo de hace mucho tiempo, de cuando eran un niño.

Luego, recordó algo más que lo golpeó como un puño en la cara.