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EL ESPÍRITU DEL FUEGO

EN las cuarenta y ocho horas que siguieron a la sesión, Jason prefirió no pensar en lo que había sucedido en la consulta de Mark. Siempre que cerraba los ojos, le preocupaba la posibilidad de tener pesadillas, pero por suerte, o por un milagro, no volvieron. Las jornadas de trabajo se le antojaron interminables. El fotógrafo no envió más sobres de papel manila.

La tarde del jueves se acercó hasta la casa de su padre al salir del trabajo. Lo encontró ocupado en el cobertizo. Edward se preparaba para el próximo invierno, momento en que había planeado poner el revestimiento de madera en la casa, una labor que lo tendría ocupado un par de meses. Jason se sometió a la tortura de la sierra circular mientras Edward serraba los tablones con mucho cuidado para ajustarlos a la medida deseada y, sudando, iba colocando los tablones para luego darse la vuelta.

—Gracias otra vez por la caja de herramientas, hijo —dijo de buen humor—. Estoy encantado con ella.

Entraron a por una Corona helada. En el salón, Jason pasó un rato mirando el antiguo reloj de pared. Llevaba allí desde que él podía recordar. Tal como había hecho en el diván de Mark, se imaginó de niño, cuando su madre vivía aún, recordando su dulce sonrisa.

Se sintió privilegiado de haber contado con dos mujeres tan especiales que le habían enriquecido la vida. Una de ellas era Kayla, y lo único que esperaba era que le acompañase el resto de su vida. La otra había sido Donna, su madre, que había fallecido el 27 de junio de 2000, nueve años atrás, arrastrada por un cáncer a temprana edad. Le habían diagnosticado la enfermedad en noviembre del año anterior, y después había estado bien un tiempo. De no haberse demostrado lo contrario, cualquiera hubiese pensado que el cáncer había remitido. Antes de junio de 1996, su sesión de quimioterapia semanal en el hospital era la única cosa que demostraba que algo no iba como debía. Edward y su hijo habían confiado en poder disfrutar al menos de una Navidad en familia.

Pero entonces, durante sus dos últimas semanas de vida, Donna se había deteriorado rápidamente. Aguantó hasta el final, por grave que fuese su sufrimiento en los últimos días de vida. Había perdido mucho peso, y su cuerpo se debilitaba visiblemente a diario. Jason y su padre no se habían apartado de su lado hasta que la vida se le apagó, así, como si Dios hubiera soplado una vela.

Su madre era muy creyente, aunque a menudo demostraba poco apego por la iglesia. Hubo un tiempo en que su hijo había llevado a sus novias a casa, y ella nunca había abierto la boca para impedírselo. Donna entendía que Jason tuviese otros intereses aparte de la iglesia, pero él, para complacerla, rara vez faltaba a la misa semanal que oficiaba el padre Abraham. Donna había sido presidenta de la sociedad bíblica local, una excentricidad en la liberal California. Sin embargo, había desempeñado el puesto con entrega e incluso había logrado reclutar nuevos miembros.

Su padre tampoco había sido muy amigo de visitar la iglesia. Hasta que se retiró había sido supervisor de producción de una fábrica de equipamiento agrícola, y le interesaban las máquinas, las herramientas y los cachivaches, pero Dios no.

Donna fue todo amor para su familia, sobre todo para su hijo Jason. Era triste que de todas las personas posibles ella fuese la primera en morir. Su talante recibió por castigo un tumor. Era incomprensible.

Lo que venía a confirmar lo que Kayla sostenía con tanto encono: la muerte era un monstruo.

Jason estaba triste. Edward se reunió con él en el salón, donde terminaron la cerveza y charlaron acerca de la fiesta de cumpleaños. Saltaba a la vista que su padre había disfrutado mucho de la velada. Jason no le contó nada respecto a las Polaroid. ¿De qué habría servido? Edward tampoco podría explicárselo, y compartiéndolo con él Jason no haría más que angustiarle.

Se sintió solo mientras conducía a casa por la lozana Malibú. No sólo se debía a su humor, sino también al hecho de que apenas había tráfico. A pesar de lo cerca que estaba de la ajetreada metrópolis de Los Ángeles, había algunas carreteras asfaltadas rodeadas de olivos y robles, donde cualquiera podía llegar a sentirse el último hombre en la tierra.

No, no el último hombre en la tierra.

Solo, no.

Tenía compañía. En el fuego.

Desatada, recuperó la visión, si es que la podía llamar de ese modo, de la sesión de hipnosis. El fuego que le había rodeado fue aterrador. Eso de por sí no había constituido una novedad. Pero algo había permanecido oculto en él, dentro del fuego. Nunca antes había reparado en ello.

«Lo sé. Estaba vivo. El fuego estaba vivo».

Tras la sesión dirigida por Mark, se había preguntado si el fuego siempre había estado vivo. Si ese había sido el caso desde la primera vez que la pesadilla le interrumpió el sueño, muchos años atrás, hasta esa última vez.

Si Mark y Kayla no le hubieran llamado, tal vez habría llegado a ver más, como por ejemplo qué era lo que avanzaba camuflado entre las llamas.

«¿Me estaba buscando? ¿Olfateó mi presencia? Pero ¿me conoce?».

Por interesantes que fuesen las preguntas, no tenía respuesta para ellas. Y el único modo de despejarlas consistía en tomar otra vez la misma ruta.

La misma ruta que conducía al fuego. Sólo esa idea supuso una tortura y le hizo sudar.

Aunque lo comentó con Kayla, la decisión ya estaba tomada. En ese momento sólo había alguien capaz de arrojar algo de luz en todo ese asunto. Alguien en quien confiaba lo bastante para dejarle hurgar en su mente: Mark.

Jason tomó la decisión de lanzarse de cabeza. Había dado el primer paso, por tanto el segundo era inevitable. Visitar al dentista para que le extrajera una muela del juicio no era nada comparado con la perspectiva de someterse a una nueva sesión con Mark.

Kayla le escuchó con sentimientos encontrados, y dijo que haría lo que fuera para disfrutar de un futuro sin miedos. No se separó de su lado cuando Jason llamó a Mark por teléfono.

Acordaron una cita al día siguiente, viernes, de nuevo a las cinco en punto. Cuando esa noche se fue a dormir, estaba convencido de que volvería a sufrir la pesadilla.

«No me preocupa», seguía diciéndose a sí mismo en un esfuerzo por mantener la calma y no perder los nervios. Pero de poco sirvió porque lo cierto era que estaba preocupado. Negarlo habría sido engañarse a sí mismo. Pero antes tenía que afrontar otra noche. Jason apagó la luz, dispuesto a afrontar lo peor.

Cuando despertó a la mañana siguiente había dormido toda la noche sin soñar.

Los tres sentían la tensión. Como Kayla y él se conocían bien nadie se movió a engaños, pero lo que traicionó al terapeuta fue su tos nerviosa, porque siempre tosía cuando estaba inquieto. Jason recordó un examen parcial en Cal State, cuando por lo visto Mark había puesto de los nervios a sus compañeros de clase, tosiendo y carraspeando continuamente, tanto que al final tuvieron que encerrarlo en otra aula para que terminase el examen. A solas, con un profesor a quien avisaron para que le supervisara. Jason no estaba presente, pero cuando se lo contaron no le costó creer lo que oía. Sí, por lo general Mark era un tipo frío, tranquilo, pero cuando se sentía inquieto su inquebrantable serenidad temblaba como una hoja al viento.

Ese día, el motivo de su nerviosismo quedó por pronunciar. Jason pensó que un psicólogo debía de irradiar en todo momento un aura de seguridad. Después de todo, él era el profesional, imbuido con la autoridad propia del oficio.

Jason sospechaba, esperaba, que la tensión de Mark estuviera basada únicamente en su deseo de cumplir como amigo. ¿Y si aquellas sesiones no llevaban a ningún lado? ¿Y si no hacían sino confundir aún más a Jason? Esos hubieran sido sus temores, en caso de haberse encontrado en el lugar de Mark.

Había decidido que esa vez mantendría el control de sí mismo, sin importar lo que pudiera suceder.

Mark le pidió que se tumbara de nuevo en el diván. Jason obedeció e intentó relajarse. Igual que la otra vez, Mark le pidió que fuera a un lugar donde se sintiera seguro.

—Pero escoge otro lugar que no sean las Montañas de Santa Mónica. Me gustaría que esta vez fueses a otro lado. Donde no sientas ningún peso sobre los hombros. ¿En qué otro lugar te sientes cómodo?

Recordó las salinas de Utah que visitó una vez con su viejo amigo Bill Hallerman, una de tantas amistades que hizo en la universidad. Habían pasado aquel verano conduciendo en el vetusto Buick de Bill —justo antes o después de que Jason tuviera su primer contacto con Tommy «El rey del automóvil» Jones—, persiguiendo chicas y, por supuesto, quemando rueda en las blancas, níveas, llanuras.

Entonces oyó de nuevo a Mark, cuya voz parecía haber recorrido kilómetros de distancia, como la que se escucha al otro lado de la línea telefónica, preguntándole si estaba listo para regresar a Saddle Peak, donde estaba el fuego.

Se irguió allí en Utah, en la infinita salina, con las montañas desiguales perfiladas en la distancia. Tenía la mente en calma, el silencio lo envolvía. Bill y él podían ser las últimas personas vivas de la Tierra o los primeros astronautas que pisaban la superficie de otro planeta.

No quería marcharse de allí. Y menos aún para regresar al fuego que le esperaba en las Montañas de Santa Mónica.

Entonces, a regañadientes, su mente regresó a ese lugar. Llegar no le supuso el menor esfuerzo, y de pronto se vio en la pronunciada senda montañosa, el mismo lugar donde había estado la última vez.

En esta ocasión sintió miedo cuando vio el follaje, porque sabía lo que le esperaba al otro lado. Era un portal que daba al horror, y temió continuar. A pesar del miedo, no tenía elección. Más allá de aquel trecho de vegetación aguardaba el secreto de su pesadilla.

Desde una gran distancia, la voz de Mark le preguntó dónde estaba.

—He vuelto al muro de hojas —respondió.

—Sigue —ordenó Mark.

—No sé… —Jason titubeó.

Mark le recordó que no tenía por qué hacerlo, que podían escoger otro momento si no se sentía lo bastante fuerte para afrontarlo, le dijo que no tenía importancia.

—No tengo elección —dijo Jason—. Nunca estaré listo del todo, pero debo hacerlo. Prefiero solucionarlo cuanto antes.

—¿Estás seguro? —preguntó Mark.

Jason lo meditó un instante, considerando las alternativas.

—Sí —dijo entonces—. Estoy seguro.

—De acuerdo, pues. Adelante. Puedes volver siempre que lo desees. Es fácil. Basta con que sólo chasques los dedos. ¿De acuerdo, Jason?

Jason repitió que iba a intentarlo y echó a caminar hacia el follaje, mientras el corazón le latía en el pecho como si alguien le estuviera dando golpes de martillo. Como había sucedido la última vez, anduvo hacia uno de los agujeros negros y se encontró en la profunda negrura de una noche sin luna.

Se detuvo un segundo, reuniendo hasta el último átomo de coraje que poseía. No se sentía precisamente valiente en ese momento; estaba ahí en contra de su voluntad, y se le ocurrían lugares mejores a donde ir. Sitios muy distintos.

«¿Mark?», pensó. O dijo.

No hubo respuesta. No hubo más que silencio en su mente.

«¡Mark!».

Nada.

Su nexo con lo cotidiano, con Mark, parecía hacerse cortado. No le unía ningún cable con el mundo real.

Se miró la mano derecha.

«Lo único que tengo que hacer es chascar los dedos y estaré de vuelta. Eso es fácil, puedo hacerlo».

Aún no tenía por qué volver, porque todo lo que veía de momento era oscuridad, como si estuviera metido en un sótano. Jason tanteó el camino y se preguntó cuándo aparecería la pira. El fuego se materializó nada más penetrarle la mente ese pensamiento.

Comprendió que podía recurrir a su fuerza de voluntad para invocar al fuego, y llevarlo desde la pesadilla a ese plano de existencia. ¿Era eso extraño? No, sabía que todo aquello no era más que un viaje a través de su propio cerebro. Esa noche había una hendidura en su propia cabeza, igual que Noam Morain tenía cavernas en su alma que recorría de un lado a otro el jinete negro.

En realidad no estaba en las Montañas de Santa Mónica, no había ido a ninguna parte. Lo único que había hecho era hallar un sendero en su propio interior. Fue más consciente de ello en ese momento de lo que lo había sido la vez anterior.

«Muy bien. Si no he viajado fuera de mi propia mente, y soy capaz de materializar las cosas por medio del pensamiento, mejor será que también deje entrar el resto».

Las llamas se abalanzaron sobre él, como si le hubieran olfateado, incluso como si le hubiesen visto. Era como si estuvieran vivas. Fue algo tan asombroso como extenuante. Pese a todo, hizo lo posible para mantener el pánico bajo control. El fuego se onduló hacia él, trazando un círculo a su alrededor. Horrorizado, observó cómo se desenvolvía hasta que un calor afilado como un cuchillo le alcanzó el rostro.

Podía huir chascando los dedos. Al menos eso esperaba. Mark se lo había prometido, y él confiaba en su amigo, pero ¿y si no pasaba nada cuando lo intentara? ¿Y si seguía ahí atrapado por el incendio?

«Pero esto no es real. Está dentro de mi cabeza. No debo tener miedo, no es más que una ilusión».

Le sorprendió el modo en que sus pensamientos mantuvieron la lucidez. No era presa del pánico. Al menos, de momento.

Entonces cayó de nuevo en la cuenta de que no estaba solo. Había algo dentro del fuego. No lo supo sin más, no lo oyó ni lo vio… Lo sintió. Si tuviera el coraje de quedarse podría llegar a verlo; si pudiera evitar chascar los dedos o pensar que iba a arder. Si era capaz de aguantar el tipo y esperar, sin más.

A pesar de todo, sintió cómo un grito cobraba fuerza tras sus cuerdas vocales. Su propio miedo intentaba apoderarse de él. Resultaba casi insoportable.

Las llamas se le acercaron hasta llegar casi a tocarle los pies. Era como si el cuchillo imaginario de calor fuese a hacerle trizas la cara. No podía aguantar el tipo más tiempo, nadie sería capaz de aguantar aquello. Se rozaron las yemas del pulgar y el corazón de la mano derecha. Bastaba con chascarlos, una sola vez, para que todo terminara.

«Muéstrate. Maldito seas, muéstrame quién eres. Sé que estás aquí, muéstrate. ¡Quiero verte!».

Lentamente el fuego cambió de forma. ¿Era una figura eso que se liberaba de las llamas? ¿Era una ilusión? Entornó los ojos para mirar el punto negro que parecía moverse. Entonces, para su horror, algo surgió del fuego y se dirigió hacia él. Era un ser con cabeza, brazos y piernas, que ardía como una antorcha. Las llamas envolvían el cuerpo de la cosa de la cabeza a los pies. No tenía cara. El fuego le cubría las facciones, siempre y cuando la criatura tuviese ojos, nariz y boca. No podía ser humana. La miró, boquiabierto. ¿Era un espíritu? ¿Un espíritu del fuego? No hizo nada, como si no tuviera voluntad, cuando la aparición estiró un brazo ardiente hacia él. La mano se le acercó.

El grito franqueó la barrera de sus cuerdas vocales. Cayó hacia atrás. Su pulgar encontró el dedo corazón. Chascó los dedos.