14

EN EL INCENDIO

JASON se encontraba a las cinco en punto ante la puerta del despacho de Mark. Como Kayla se retrasó por culpa del tráfico, entraron un cuarto de hora después. Se saludaron con calidez. Mark les invitó a sentarse, y, mientras servía tres tazas de café, Jason aprovechó para mirar a su alrededor. Reparó en que había un par de premios más en las paredes. Certificados y diplomas colgaban de la pared color verde oliva que se alzaba tras el escritorio de caoba. A Mark le iban bien las cosas, dedicaba mucho esfuerzo al trabajo y parecía feliz. A veces se quejaba del pelo castaño claro, que le raleaba lentamente, y fingía mostrarse celoso de la mata de pelo de Jason, que no tenía ni rastro de canas, pero eso era lo único que parecía preocuparle.

Mark sirvió los cafés y se sentó ante ambos.

—Bueno, pues hablemos.

Se hizo un silencio. Tanto Jason como Kayla miraban a Mark, que los miraba a su vez con calma.

Entonces Jason se inclinó un poco hacia delante y dijo:

—Mark, te he contado todo por teléfono. —Apoyó la barbilla en la mano—. Creo que sería mejor que en esta sesión hicieras de terapeuta, no de amigo mío.

—Ah, no te preocupes. También haré de terapeuta —aseguró Mark, levantando las manos para juntar las yemas de los dedos—. Pero esperaba poder ser ambas cosas.

Jason asintió.

—Déjame ver antes esas fotos —pidió Mark—. Las has traído, ¿verdad?

Jason sacó las Polaroid del maletín y se las tendió a Mark, quien las observó con atención y empezó lentamente a arrugar el entrecejo.

—¿Has intentado localizar el paradero de este cementerio?

—Claro. También he intentado separar las capas de la imagen retocada, pero no ha servido de nada.

—Podrías acudir a la policía —sugirió Mark.

Lo mismo que Kayla y Lou habían dicho:

—Aún hay tiempo para eso. Pero no olvides que la policía podría decir que quien fuera que lo enviara no estaba haciendo más que escribir mensajes. Mensajes absurdos. Creo que todos coincidimos a la hora de pensar que no hay nada ilegal en ellos. No dice que vaya a matarme. Según él, ya estoy muerto, desde el 18 de agosto. Y no hay pruebas de que el accidente de tráfico que sufrimos después de la fiesta de mi padre fuese una agresión. Ah, por cierto, hoy ha llamado el inspector Guillermo. Ha echado un vistazo a mi Buick, que pasará en el taller de Ron Shaffner un tiempo más, pero no ha encontrado nada sospechoso. Da por sentado que se trata de un conductor que se dio a la fuga tras el accidente. Tal vez la policía no pueda ayudarme. Así que continuaré con mi propia investigación.

Mark asintió. Recostó la espalda en la silla y cruzó las piernas.

—El principal motivo de mi presencia aquí… —empezó diciendo Jason.

—Es tu sueño recurrente —terminó Mark la frase por él—. Debido a lo que señaló Noam Morain.

—Y su pirofobia —añadió Kayla—. Por cierto, Mark, ¿se trata de una enfermedad muy poco común?

—Existen muchas clases de miedos —explicó Mark—. La pirofobia es uno de ellos. No es tan común como el miedo a los insectos, a los ratones, a las alturas o a los espacios cerrados, pero yo no diría que es poco común.

—¿Cuál es el origen de estos miedos? —preguntó Kayla, tomando de nuevo la iniciativa.

—Hay muchas causas, como podrás suponer. Por ejemplo, ¿a qué le tienes tú miedo?

—A las arañas. —Fue como si escupiera la palabra, como si hubiera tenido algo en la boca que le diese asco—. Basta con ponerme a pensar en una tarántula para echarme a temblar.

—Comprendo. Y ¿por qué las temes?

—¡Tengo miedo de que uno de esos monstruos me muerda!

—Exacto —dijo Mark—. Toda la gente que padece de miedos exagerados les pasa lo mismo. Les preocupa que aquello que temen pueda hacerles daño.

—Pero ¿qué me dices de la claustrofobia? —quiso saber Jason—. ¿Cómo puede alguien temer estar en un espacio reducido? ¿Qué peligro entraña eso?

—No necesariamente tienen que ser espacios reducidos —explicó Mark—. Una persona puede experimentar problemas estando incluso en el interior de un cine. La claustrofobia se remonta por lo general a un episodio desagradable de la niñez. En cierto modo la agorafobia se le parece mucho, porque los pacientes temen no ser capaces de escapar. Y la lista se extiende y se extiende por esos mismos derroteros. Siempre existen motivos que justifican los miedos de las personas.

—¿Y quienes padecen de pirofobia? —insistió Kayla.

Mark echó el cuerpo hacia delante, mordiéndose el labio. Miró pensativo a Jason.

—La pirofobia no es distinta de los demás miedos. Sospecho que debiste sufrir una experiencia traumática con el fuego. Tal vez con el humo, o con un calor extremo.

—Mi pesadilla… —dijo Jason.

—Parece señalar una experiencia previa que sufriste —confirmó Mark.

Jason se encogió de hombros.

—Que yo sepa, nunca he sufrido una experiencia traumática con fuego. Ya lo sabes, Mark. Y tú también, Kayla. No es la primera vez que hablamos de ello. A menudo he pensado en ello, y creedme, no hay nada en mi vida que pueda haberme causado esta fobia.

—Espera, no tan rápido —dijo Mark—. Primero tienes que convencerme de que tu pasado es tan inmaculado como tú crees que es.

—De acuerdo. —Jason suspiró—. Si hay que hacerlo, hay que hacerlo. ¿Cómo funciona esto?

—Existen varios métodos —explicó Mark—. Pero ¿sabes?, no estoy del todo convencido de que lo que padeces sea una fobia. Al menos, no en el significado estricto de la palabra. La gente que padece de fobias experimenta serias dificultades para funcionar en sociedad. Antes has mencionado la claustrofobia, Jason. Una vez tuve un paciente que la padecía. El hombre temía entrar en un ascensor, era incapaz de conducir, nunca cerraba la puerta cuando se metía en el cuarto de baño, y se levantaba de la cama cuatro veces por noche para asegurarse de que la puerta del dormitorio siguiese abierta. Todo esto no le impedía ir a trabajar a diario, pero no podía contar nada a su jefe, porque podría haber puesto punto y final a sus oportunidades de ascenso.

—Eso es terrible —dijo Kayla en voz baja.

—Este paciente mantenía en todo momento la apariencia de que no sucedía nada. Tenía excusas para todo: prefería utilizar la escalera al ascensor porque era más sano, por ejemplo. También mentía cuando aseguraba preferir la bicicleta al coche. Pero sus miedos empeoraron y terminó aquí. Mantener la charada durante tantos años había terminado por agotarle.

—Y ¿qué pasó? ¿Cómo fue la terapia? —preguntó Kayla.

—Practiqué con él la hipnoterapia, una técnica que, como ambos sabéis, me interesa mucho. No creo en medicar a los pacientes y tengo mis dudas acerca de la programación neurolingüística. Con la hipnoterapia, el paciente entra en estado de trance, o relajación, si preferís llamarlo así. El proceso sirve para acceder con mayor facilidad a las cosas que hay bajo la superficie. Durante sus sesiones, descubrimos que su padre había abusado de él y que su madre solía encerrarlo en un armario diminuto. Gradualmente recuperó estos recuerdos, que había reprimido por completo. Podréis suponer que para él supuso una experiencia tremenda. Cuando recuperó esos recuerdos, que había escondido en un rincón oscuro de su mente, rompió a llorar. Se volvió muy emocional, furibundo después. El caso es que ahora al menos conoce el porqué de sus miedos. Después, con el tiempo, ha ido mejorando.

Jason no dijo nada. Kayla le miró por el rabillo del ojo.

—No estoy seguro de que padezcas una fobia, Jason —repitió Mark—. Por lo general, la gente que padece fobias descubre que sus miedos cada vez les estorban más. Este no es el caso contigo, Jason. ¿Me equivoco? Desde que estás con Kayla, apenas te he oído mencionarlo.

Jason asintió.

—Me he impuesto algunas… Llamémoslas reglas del juego. Cada noche compruebo si he apagado la calefacción, si he cerrado el paso de la toma eléctrica de los enchufes. Cuando el parte meteorológico anuncia tormenta eléctrica me muestro más cuidadoso aún y los desenchufo del todo. Hago esa clase de cosas. Pero no estoy obsesionado con ello. Tienes razón, antes era peor. Llevo mejorando desde hace dos años, desde que conocí a Kayla.

Puso la mano en la rodilla de su mujer.

—Todo iba de perlas hasta que recibí estas fotografías. Pero ¿crees que debo haber reprimido u olvidado algo?

—Tendremos que averiguarlo —respondió Mark—. Voy a ayudarte a sumirte en un estado de trance que te conduzca a tu sueño. Iremos poco a poco y veremos qué descubrimos por el camino. No esperes resultados inmediatos. Si experimentas bloqueos, podrías tardar varias sesiones en abrirte paso a través de ellos, eso si logramos abrirnos paso a través de algo. En un proceso de estas características no existen resultados garantizados.

—De acuerdo —dijo Jason—. ¿Cuándo empezamos?

—Cuando tú quieras. Podemos hacerlo en cualquier otro momento, o ponernos ahora mismo.

Jason se volvió hacia Kayla.

—No veo ningún motivo para esperar.

—¿Estás seguro?

Él asintió.

—De acuerdo, entonces sugiero que te tumbes en el diván —propuso Mark.

—¿En el diván? —preguntó Jason, que no las tenía todas consigo.

—Eso no te convierte en un paciente. Al menos no como lo son los demás. Pero verás que te cuesta menos relajarte si estás tumbado, y que la relajación beneficia esta terapia.

Jason negó con la cabeza.

—Nunca había pensado que llegaría el día en que me tumbaría en el diván de un terapeuta.

—Las cosas cambian —replicó Mark—. Y recuerda que no debes dar por sentado que todo se resolverá en esta sesión. No es más que un comienzo.

—Lo intentaré —prometió Jason.

—¿Estás cómodo? —preguntó Mark.

Jason asintió.

Mark recorrió con la mirada el cuerpo de Jason.

—Puedes aflojarte un poco el cinturón, si quieres —sugirió.

Jason tuvo que admitir que tenía los tejanos un poco prietos, así que obedeció la sugerencia de su amigo. Cuando Mark le preguntó de nuevo si estaba cómodo, sintió de verdad que lo estaba.

—Y ahora cierra los ojos, Jason.

Lo hizo, pero no estaba relajado. Aún no. Imaginó a Mark y Kayla observándole como si fuera un paciente. Por mucho que Mark hubiese intentado tranquilizarle al respecto, se sabía un paciente. En ese momento Mark no era el amigo con quien iba de vez en cuando a tomar una cerveza, sino su psicólogo.

—Dime qué oyes, Jason.

Oyó un camión cuyo motor rugía en la calle. Una sirena en la distancia. Cobró conciencia de los sonidos de los pasos y los murmullos ininteligibles de gente que se encontraba más allá de la puerta de Mark. Una silla, la de Mark o Kayla, crujió. Ella tosió. Conocía todos los ruidos que eran propios de ella. Pensó en decirlo, pero en lugar de ello respondió:

—Oigo toda clase de cosas.

—Quiero que te concentres en los sonidos que oyes procedentes del interior.

—¿Del interior? —No entendía a qué se refería.

—Sí. Al latido de tu corazón. A la sangre que fluye por tus venas. Imagina que es el rumor del océano, y que tus latidos son como el tictac de un hermoso reloj antiguo. Una vez me contaste que tu padre tiene uno de esos relojes de pared antiguos y que te gusta mucho.

Imaginó el reloj del siglo XVIII que había en casa de sus padres. Pequeño y elegante, su mecanismo estaba dentro de un armarito de roble con chapa de caoba. De niño su madre le dejaba dar cuerda al reloj, mirándole con una sonrisa… Su madre…

Estaba de pie junto al reloj y era como si estuviera viva. Un cálido ser humano, hecho de carne y hueso, al que la muerte aún no había arrebatado. Él siempre había sido el niño de sus ojos, y le había mimado todo lo que pudo. Todo lo que tenía que hacer era pedir algo para conseguirlo. Por Dios, de pronto cayó en la cuenta de cómo la echaba de menos.

—Háblame, Jason —dijo Mark—. Dime qué te pasa por la cabeza.

—Estoy en casa, en casa de mis padres. Miro el reloj. Mi madre está ahí. Sonríe.

—Eso está bien, Jason. Muy bien. Ahora mira a tu alrededor. Quiero que vayas a un lugar agradable. Al lugar donde te sientas más cómodo. Cerca de ese reloj, o a cualquier otro lado, no importa. ¿Adónde te gustaría ir?

Miró en derredor, y de pronto se vio en otra parte. Las copas de los árboles se alzaban sobre su cabeza, y cerca se retorcían las raíces de un árbol centenario. Se hallaba de pie en el camino arenoso que llevaba a Saddle Peak.

—Estoy en las Montañas de Santa Mónica. A veces voy allí con Kayla a caminar.

Saddle Peak era su lugar favorito de las montañas. En ocasiones subían a la cima para disfrutar de las vistas y el azul del océano Pacífico. Si llegabas muy temprano, la bruma a menudo coronaba las rocas como un manto frío.

Cerca de ese árbol anciano habían hecho el amor un verano, escondidos por la hierba alta. Pero se guardó para sí esa imagen con marco dorado en el álbum fotográfico de sus recuerdos, porque Mark estaba presente.

—De acuerdo, aspira con fuerza, escucha el canto de los pájaros, mira en torno, siéntelo, Jason.

Oyó el alegre canturreo de los pájaros, y también el estruendo ahogado de una cascada cercana, así como el vaivén de las hojas agitadas. Kayla estaba a su lado, con una sonrisa en el rostro. Ahí estaban a salvo, no había ningún otro lugar donde prefiriese estar.

Entonces escuchó la voz de Mark.

—¿Qué haces?

—Estoy tumbado de espaldas —dijo, adormilado.

—¿Te levantarías por mí?

Obedeció, levantándose del lecho de hierba alta.

—Ahora me gustaría que fueras a otra parte. A un lugar donde haya fuego. Pero antes de que lo hagas, escúchame con atención; puedes volver aquí, a las Montañas de Santa Mónica, siempre que quieras, en cualquier momento. Lo único que tienes que hacer es chascar los dedos y estarás de vuelta. ¿Me has entendido?

—Sí —dijo.

O lo pensó, porque Jason no estuvo seguro. Era como si la voz de Mark le alcanzase como la voz de una deidad invisible.

—Quiero que te muevas, Jason, que eches a andar. Hazlo con cuidado, muy lentamente. Y recuerda que puedes volver siempre que quieras.

Jason miró a su alrededor. No había fuego en la senda forestal. A unos cincuenta metros al frente, el camino efectuaba un giro pronunciado hacia la derecha y desaparecía de la vista. Al frente había unos matorrales altos, tras los cuales se alzaban los picos grises de las montañas.

Los matorrales era como si le llamaran. Cuanto más cerca estaba, veía con mayor claridad que las plantas formaban una especie de muro verde y desigual. Había aberturas sin ramas o hojas, lo bastante grandes para atravesarlas.

«Agujeros negros».

Sin pensarlo se adentró en uno de esos agujeros. El sol desapareció. De pronto era noche cerrada. Estaba sorprendido, pero siguió adelante.

En la oscuridad que reinaba al frente, de pronto se alzaron con fuerza las llamas, como retorcidos puños ardientes. Tuvo que parar, tenía el corazón en la garganta. El fuego parecía olfatearle, porque las llamas se arrastraron hacia su posición, como si de serpientes se tratara, hasta que acabaron por envolverlo. Era una pesadilla. La pesadilla. Jason gritó.

Sucedieron varias cosas a la vez. La primera fue caer en la cuenta de que no estaba solo. Había algo oculto dentro del fuego. Algo que se servía de las llamas para esconderse. Supo instintivamente que la otra cosa estaba allí, pero no pudo verla, al menos de momento. El fuego mismo la escondía, comprendió.

La segunda fue que la deidad pronunciaba su nombre.

—¡Jason!

Y había otra voz que conocía muy bien. Era Kayla.

—¡Vuelve, Jason!

Escuchó las voces. Hacerlo tenía una importancia vital y también era importante abandonar ese lugar. Ese infierno. Pensó en volver atrás, quiso volver atrás, pero entonces…

… La consulta de Mark reapareció. La habitación no estaba envuelta en llamas, ni despedía calor. Lo único que sentía era el calor que él llevaba dentro: estaba bañado en sudor.

Kayla se encontraba acuclillada a su lado. Tras ella estaba Mark de pie.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, casi tan contrariada como él.

Jason quiso hablar, pero la voz le traicionó.

—Deja que antes recupere el aliento, Kayla —sugirió Mark con tono severo.

—¿Puedo tomar un poco de agua? —preguntó Jason, ronco.

Poco después, Jason se llevó el vaso con pulso tembloroso a los labios y lo apuró de dos tragos.

—No quiero volver a pasar por eso —dijo, asustado.

—¿Volver a pasar por qué? —preguntó Kayla, cuyo tono traicionó el miedo que sentía.

Les contó lo que había visto entre numerosas pausas.

—¿Mark? —preguntó cuando hubo terminado—. ¿Qué opinas de todo esto?

—Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Tendremos que…

—Había algo conmigo —le interrumpió Jason con voz desabrida—. No estaba a solas. Algo llegó con el fuego.

—Eso parece —admitió Mark—. Pero lo dejaremos para la próxima vez. Cálmate, antes procura hacerte a la idea de lo que acaba de pasar.

Jason se estremeció.

—Si hay una próxima vez.

—¿Qué quieres decir?

—Ya me has oído —evitó mirarle—. Por sí solas las pesadillas son terribles. Esta vez fue como estar inmerso en ese incendio. No quiero volver a pasar por ello.

Había algo oculto en las llamas. ¿Qué ente podía existir, sobrevivir, dentro de un incendio semejante?