LISTA
JASON pasó unas horas la mañana del lunes 20 de julio puliendo y afinando los argumentos para presentar a Tommy Jones su plan de campaña. Sin embargo tenía la cabeza en otra parte. Tal como estaban las cosas no sentía un gran aprecio por el rey del automóvil, pero ese día le odiaba aún más si cabe de lo que había hecho trece años atrás, observando cómo la grúa remolcaba su Plymouth Road Runner rojo para llevarlo al desguace.
Preguntó a Brian qué opinión le merecía la propuesta. Su jefe se mostró moderadamente complacido con ella, pero también, tal como era de esperar en él, señaló sus puntos débiles.
A las once convocó una reunión de su equipo formado por Barbara, Carol, Donald y Tony, con quienes comentó las templadas críticas de Brian. Carol estuvo concentrada en la labor, y Barbara aportó algunas sugerencias sensatas para introducir pequeños cambios; no hubo conflictos ni ataques personales.
Hacia mediodía, Brian pidió a Jason que le acompañara a almorzar con Derek Eccles, un relaciones públicas del gigante de la electrónica Kaufman. Brian llamaba a ese tipo de reuniones «almuerzos RP». De vez en cuando le gustaba agasajar a sus mejores clientes con un buen almuerzo o una espléndida comida. Creía que era el mejor modo de impedir que los clientes acabasen pasándose a la competencia. Finalizado el almuerzo, Jason estuvo ocupado con llamadas y correos electrónicos varios para mantener al día los proyectos que tenía en marcha. Ese día el mayor problema que afrontaba era el rechazo por parte del cliente, Sunset Pleasure Paradise, una cadena de hoteles costeros, de un texto que habían redactado para él. En primer lugar tuvo que lidiar con la furibunda llamada telefónica del cliente. Después puso el asunto en manos de Tony. Jason conocía muchos redactores publicitarios que se pondrían hechos unas fieras si alguien trataba sus textos como basura, pero Tony no era así. Él se limitaba a encogerse de hombros.
—A veces se gana, otras se pierde —gruñía antes de poner manos a la obra en su escritorio.
Resuelto ese asunto, Jason llamó a Kayla. Quería saber cómo estaba, pero también necesitaba escuchar su voz. Charlaron un rato, sin mencionar aquello que ambos no podían apartar de sus mentes.
Casi eran las tres y media cuando colgó el teléfono. Había hecho todo lo que había que terminar ese día, así que disponía de un rato para pensar en el accidente, las fotografías y en la persona que las había enviado. No había duda de que lo conocía. En ese caso, había pocos sospechosos. Pero ¿quién iba a querer matarle o simplemente asustarle con esos mensajes absurdos?
Había otra cosa que le intrigaba. Si estaba muerto, fallecido el 18 de agosto, ¿por qué había recibido las Polaroid en ese preciso momento? ¿Por qué no en ese caso en dos años más o hace cinco?
«Quizá porque en ese momento aún no estaba muerto».
Era raro pensar en sí mismo como si estuviera muerto, como si ya hubiera pasado. Estaba vivo.
Pero ¿suponía esto que tenía que pensar que alguien quería matarlo el 18 de agosto? Necesitaba aclararlo, ¿pero cómo?
Jason decidió no quedarse detenido y salir a dar una vuelta, para meditar todo lo que sabía. Salió de la torre Roosevelt, y mientras caminaba por Wilshire Boulevard, repasó la información que tenía.
Las fotografías decían lo que decían. Literalmente, sólo las podía interpretar como obituarios. El remitente se dirigía a él, escribía acerca de él, como si estuviera muerto, como si fuera un cadáver. Era casi seguro que el responsable era alguien que le odiaba.
Pero ¿quién le odiaba? Jason entrelazó las manos tras la nuca. Había llegado el momento de elaborar una lista. ¿Quiénes eran sus enemigos? Lo pensó detenidamente, pero no se le ocurrieron nombres ni afloraron rostros a su mente. «Vamos, Jason» —se dijo—. «No creerás que en este mundo sólo tienes amigos. Eso no puede ser más que un engaño. Entonces, ¿quién?, ¿qué nombres?». De pronto se sintió inspirado, como si en algún rincón de su mente se hubiera levantado la tapa de un pozo séptico. Vaya, vaya, así que hasta él había dejado algún que otro cadáver en el camino. Y no podía achacarlo a su temor por el fuego, el cual le había costado algunas relaciones, como por ejemplo la que tuvo en su momento con Sherilyn Chambers. Pero no era un angelito y había metido la pata antes. En cuanto empezó a repasar su pasado, las equivocaciones y los momentos de debilidad afloraron a la superficie.
Las primeras personas que creía que tenían cuentas pendientes con él eran Tracy y Carla.
Sintió un gran pesar. Acababa de abrir la puerta a algunos de sus peores recuerdos. Fue casi como introducir voluntariamente las manos en un avispero. Hacía años que no hablaba con Tracy. Lo último que le había gritado era que no había que confiar en los hombres, y que él se lo había dejado claro. ¿Y si la llamaba? ¿Qué diría?
«Trace, hola, tenía curiosidad por saber cómo te va —pensó en decirle—. ¿Sigues bebiendo como un cosaco? ¿O ya no te basta con eso? Y ya que estamos, ¿por casualidad frenaste junto a un buzón el otro día, a la vuelta de la tienda de licores, para echar al correo un sobre de papel manila?».
No, esa sería una mala idea. Repasó mentalmente los dieciocho meses que había pasado con Tracy. Fue la relación más seria que mantuvo cuando estudió en Cal State Northridge. Era rubia, delgada, atractiva, vivaracha e inteligente. Había tenido el mundo a sus pies, tenía un gran futuro profesional por delante. Pero el alcohol lo había echado todo a perder. ¿Qué empujaba a las personas a pisar esa clase de trampas, a hacerlo con los ojos abiertos? Tampoco él había reparado al principio en que era alcohólica: sí, bebía mucho en las fiestas, pero también lo hacían los demás. Cuando en otras ocasiones vio al alcance de su mano el bourbon barato Limestone Creek y algún que otro vodka de marca desconocida, aparte del hecho de emborracharse cada noche, Jason captó la idea. En los escasos períodos de sobriedad, había intentado razonar con ella. Al final le sugirió recurrir a Alcohólicos Anónimos. Fue como sacudir en alto un capote rojo a la vista de un toro. Poco después de eso, su relación se fue a pique. Adiós, Tracy Dufresne. Trace.
El siguiente nombre de su lista era Carla Rosenblatt. La había conocido cuando tuvo su primer empleo en DRW Advertising, donde estuvo encargado de la gestión de proyectos durante catorce meses, antes de que Brian Anderson le invitase a cenar una noche. DRW y Tanner & Preston habían cooperado en una serie de campañas, y Jason había impresionado a Brian. Ante un exquisito plato de costillas, Brian ofreció a Jason un empleo en Tanner & Preston, por bastante más dinero del que cobraba en DRW. Aunque se sentía a gusto en su puesto, la paga fue lo que finalmente le convenció.
Carla era ayudante del director de arte de DRW, y era incluso más ambiciosa que Jason. Antes de trasladarse a Tanner & Preston tuvieron varias discusiones, centradas sobre todo en la posibilidad de tener hijos. Era ella quien solía sacar el tema, sobre todo para tener ocasión de exponer claramente que también quería su parte del pastel. Quería hijos y una carrera, y no tenía la menor intención de recortar sus horas en la oficina. El trabajo era mucho más importante para ella que ser madre. Él sugirió posponer unos años la decisión, lo cual no la satisfizo. «No quiero levantarme un día, con treinta y cinco años, y que tú me digas que ya no es esto lo que quieres».
Entonces él se trasladó a Tanner & Preston. Su jefe en DRW, Walter Murphy, había jurado que su traslado no afectaría en absoluto a Carla. Pero poco después alguien le pasó por delante en un ascenso a director de arte, puesto al que ella aspiraba. Es más, poco a poco recortaron su participación en proyectos importantes. Hubo un momento en que alguien le comentó sin ambages que si quería avanzar en su carrera, haría bien en buscar empleo en otra parte.
Carla, por supuesto, culpó a Jason. A él le iban bien las cosas en Tanner & Preston, mientras que ella tenía problemas. ¿No podía tirar de algunos hilos con su jefe?
Él no podía. Y tampoco quería. Estaba harto de sus quejas y sus celos. Por desgracia no podía negar que había mejorado su posición a expensas de la posición de ella. Eso le tuvo preocupado.
Siguió una ruptura amarga. Con Tracy el proceso fue breve. Con Carla pasaron meses antes de que ambos se fuesen por sus respectivos caminos. Al final le había ido bien. Steve, que había trabajado con ella en DRW y con quien Jason había mantenido el contacto, le contó que había tenido una niña la primavera pasada. Jason no había recibido notificación, por supuesto. Steve le contó que el padre del bebé era un obediente marido de los que hacen de ama de casa. Carla tenía un puesto nuevo, muy exigente.
Jason suspiró y pensó en quién podía ser el siguiente en su lista de enemigos. Recordó a Jordan Avins, el hombre que le había guiado en sus primeros tiempos en Tanner & Preston, y que acabó despedido seis meses después por robar propiedades de la compañía. No fue dinero ni nada importante: un bolígrafo aquí, un abrecartas allá, papel, suministros de impresora, esa clase de cosas. Una noche, Jordan había confesado a Jason que era cleptómano. Por tanto había estado robando, era algo que no podía evitar. Avins, que no llegaba al metro sesenta y era un hombre inseguro, rogó a Jason que no mencionara nada a Brian. Jordan no tenía amigos, nadie con quien hablar. Jason guardó el secreto dos, tres semanas. Para hacerle sentir mejor, Jason le había confesado algunos detalles relativos a su propia pirofobia.
Pero cuando no dejaron de desaparecer cosas, Jason se sintió obligado a poner a su jefe al corriente. Brian abroncó a Jordan y, a instancias de Jason, le ofreció una última oportunidad, pero no sirvió de nada. Al cabo de cuarenta y ocho horas había desaparecido una calculadora muy cara. Brian no tuvo otra elección que despedir a Avins. Insistió en que Jason estuviera presente cuando Jordan fuese oficialmente despedido. El pobre hombre nunca dejó de dirigirle miradas de ruego: «Jason, amigo mío, no puedo evitarlo, haz que Anderson lo entienda, por favor». Pero no hubo nada que Jason pudiera hacer. Avins había tenido su oportunidad. Cuando Jordan se marchó, Jason se granjeó otro enemigo.
Jason negó con la cabeza, se dio la vuelta y se vio mirando a los ojos oscuros del joven delgado que se le había acercado sin hacer ruido y que se encontraba a unos dos metros. Dejó caer los brazos a los costados. Acababa de abrirse otra puerta al pasado. ¡Doug Shatz! Doug era tan delgado como ese chico, tenía la misma mirada triste, y…
«¡Abre la boca! ¡Muéstrame tu sonrisa torcida, los dientes!».
Jason estaba convencido de que encontraría el diente roto, momento en que tendría la certeza de que Doug se hallaba otra vez delante de él, quince años después de su último encuentro.
De pronto, una nube oscura cubrió el sol y envolvió en sombras al joven.
El muchacho sonrió, pero sin abrir la boca. Luego se dio la vuelta y echó a correr sin decir una palabra.
Jason vio cómo se alejaba. Sentía calambres en el estómago. Ese joven se parecía tanto a Doug. ¿Acaso era posible que…?
No terminó de formular aquel pensamiento. Por supuesto que no era Doug. Ese chico tenía unos dieciséis años, y Doug había dejado atrás esa edad hacía tiempo. Lo más probable era que el joven se hubiera propuesto robarle, lo cual Jason había evitado al darse la vuelta en el momento apropiado.
Los coches circulaban por Wilshire Boulevard, una vía muy concurrida. Sintió el calor del sol en la nuca. Perdió de vista al muchacho.
Pero sus pensamientos, sin embargo, siguieron girando en torno a Doug. Dick era un tipo tranquilo y amable que había decidido en la universidad que quería cuidar de los demás. Doug Shatz se convirtió en el primer «paciente» de Dick y su amigo Mark Hall. Doug tenía mucho talento, pero también podía decirse de él que era patológicamente suspicaz, socialmente impresentable, impredecible y, en ocasiones, abiertamente violento. Tenía problemas para mantener su temperamento bajo control, y si había una pelea en algún lado Doug nunca andaba lejos.
Mark y Dick intentaron ayudarle a comportarse, e incluso Jason había echado una mano, lo cual llegó a lamentar profundamente. Jason se había sincerado con el joven flacucho, a quien había confiado algunas de las cosas que tanto le preocupaban, incluso su pirofobia.
Al cabo de unas semanas, se declaró un pequeño incendio en el vestuario femenino. No fue gran cosa, no trascendió el susto que se llevaron las chicas y algunos desperfectos. Nadie resultó herido. Pero después corrió el rumor de que el incendio había sido intencionado, y que Jason, con su obsesión con el fuego, había sido el causante. El rector le llamó a su despacho, y sin más le preguntó si él lo había hecho. Jason, indignado, conmocionado, lo negó con vehemencia. El rector tuvo que creerle, pero las sospechas no desaparecieron. Nunca se descubrió la identidad del verdadero causante, pero cada vez que miraba los amargos ojos castaño oscuro de Doug Shatz, y veía su diente partido cuando sonreía, Jason sabía quién le había jodido.
Al cabo de un año de aquel suceso, hubo problemas de nuevo en Cal State Northridge. Una estudiante fue violada. Maria no-se-qué (tenía un apellido español tan largo como imposible de recordar). Ella declaró no saber la identidad del violador. Jason creyó tener una idea de quién se trataba. Se ganó su confianza, y después de verse con ella unas cuantas veces, admitió que Shatz había sido el responsable de la agresión. Pero a Maria le aterraba. Había amenazado con matarla si se iba de la lengua. Jason logró convencerla de que denunciase a Shatz. Shatz fue arrestado. Confesó, y esa fue la última vez que lo había visto en Cal State.
Jason fue el artífice de que Doug Shatz acabase en prisión. Desde entonces, Doug también había conocido el interior de otros centros de detención, cuestión que le comentó Lou Birggs a Jason. Doug era una de las pocas personas de su lista que Jason creía capaces de asesinar.
Pero ¿estaría Shatz detrás de esas fotografías?
Tracy. Carla. Jordan. Doug. Había más personas que le odiaban de lo que había pensado en un principio. Gente también que estaba al corriente de sus temores. Pero no podía imaginarse a ninguno de esos cuatro enviando esas fotografías.
Vuelta al principio. Jason seguía sin tener la menor pista para solucionar el misterio. Volvió a la torre Roosevelt. La vida en la oficina se desarrollaba como de costumbre. Nadie le prestaba atención.
Entonces se puso tenso.
En el ascensor, en un abrir y cerrar de ojos, sus pensamientos habían relacionado la locura de Doug Shatz con otro ejemplo de locura que se remontaba incluso más en el tiempo.
Noam Morain.