ANTORCHAS
CUANDO a la mañana siguiente Kayla abrió la puerta de su sedán Chrysler Sebring, dispuesta a iniciar la primera jornada de una nueva semana laboral, parecía cansada. La chaqueta marrón y la falda a juego no hicieron nada para mejorar su aspecto. Los rayos de sol en su piel suave y acaramelada únicamente reforzaron su palidez.
A pesar de todo estaba preciosa. No era de las mujeres que se aprovechan de los regalos que les ofrece la madre naturaleza, tales como sus almendrados ojos azul marino, perfectamente simétricos en el rostro. Kayla quería que la juzgaran por su capacidad, no por su aspecto. Nunca admitiría que su aspecto físico la había ayudado a menudo a lograr las cosas, tal como en efecto había sucedido. Jason sonrió y la saludó cuando se separaron sus vehículos. Esa mañana no habían vuelto a mencionar las Polaroid.
No quería causar una escena volviendo a sacar el tema. Dio por sentado que ella sería incapaz de soportarlo, igual que no podía hablar acerca de Ralph.
Ralph Grainger era el novio de Kayla antes de que Jason y ella se conocieran. De hecho, se habría casado con él y tal vez a esa altura ya habrían tenido hijos de no ser por el repentino fallecimiento de Ralph. Ella estaba presente cuando sucedió, en la tienda de campaña que compartían mientras hacían una excursión a pie a través de las Montañas Rocosas, entre Nevada y Arizona. Fue un ataque al corazón, sucedió unas pocas semanas antes de cumplir los veintiséis años. Kayla sufrió una fuerte conmoción. La muerte de Ralph había sido como un misterio, aunque más adelante la autopsia reveló que había nacido con una deficiencia en una arteria, la arteria pulmonar. Llevaba toda su vida con una bomba de relojería en el cuerpo, y ni un solo médico había sido capaz de detectarla. De haberlo descubierto a tiempo, Ralph seguiría con vida. Habría sido necesario efectuar una operación a corazón abierto, pero los médicos podrían haberle remplazado la válvula. No era una intervención más peligrosa de la cuenta, porque el riesgo de que se presentaran complicaciones era muy reducido. El 99 por ciento de los pacientes recibía el alta al cabo de ocho días. Ralph podría haber sido uno de ellos. Por desdicha, los defectos congénitos no se manifiestan con facilidad. No había lugar para culpar a los médicos de familia que habían tratado a Ralph por no haberlo descubierto a tiempo.
Desde entonces la muerte se había convertido en un monstruo a ojos de Kayla, sencillamente se trataba de algo a lo que no podía enfrentarse. Cuando fallecía un miembro de su familia o un amigo, como lo que le había sucedido recientemente a tío Chris, solía caer en una depresión que duraba semanas.
Lo sucedido en las Montañas Rocosas en el interior de aquella tienda era una de las cosas de las que Kayla nunca hablaba, a pesar de los esfuerzos que Jason hacía para sacarla a colación. Una vez se le escapó algo, un detalle que arrojó sobre la muerte de Ralph una luz peculiar. Jason no lo tenía muy claro aún, pero sabía que Ralph había predicho su propia muerte no mucho antes de que sucediera. Deseaba averiguar más al respecto, sobre todo ahora.
Intentó concentrarse en otros asuntos de camino a Tanner & Preston, pero no hubo forma de domar sus pensamientos. La primera del aluvión de preguntas que se formuló a sí mismo fue la siguiente: ¿Dónde podía localizar el cementerio? A simple vista era uno de tantos, uno más en Estados Unidos. Podía pertenecer tanto a California como al estado de Maine. Aventurar una respuesta no serviría de nada. Su búsqueda en internet no había llegado a nada, y Lou, con quien habló por teléfono ayer, tampoco había tenido mejor suerte.
Tenía la cabeza llena de preguntas mientras recorría la autopista de la Costa del Pacífico, con el azul del océano a un lado y las montañas verdes de Malibú al otro.
Aquello no tenía ni pies ni cabeza. Miró al frente mientras sorteaba mecánicamente el abundante tráfico característico de una hora punta. El recuerdo de la pesadilla recurrente volvía a la vida. No podía recordar un solo suceso del pasado que pudiese haber dado pie a esa fobia. Sencillamente era algo que llevaba dentro, del mismo modo que hay gente que teme a las alturas o a los espacios abiertos. El sueño simbolizaba aquello que más temía: no ser capaz de escapar, verse atrapado por las llamas, tener que resignarse a esperar lo inevitable, es decir, una muerte terrible. Un dolor insoportable.
Gélidos escalofríos le recorrieron el cuerpo desde los omóplatos hasta las piernas y los dedos de los pies. Se quedó sin aliento. Frenó el vehículo en el lateral de la autopista. Se concentró en respirar y exhaló un largo y hondo suspiro.
Los coches pasaron de largo. Santa Mónica se recortaba en la distancia. Los toldos de la playa, los adolescentes circulando en monopatín, los más madrugadores dispuestos a darse un chapuzón en el mar. El sol. El cielo azul y despejado. Un típico día de postal en el soleado sur de California.
Pero él no se sentía bien. Todo lo contrario.
Algo que había sucedido hacía mucho tiempo reapareció en su mente.
Corre, zigzaguea entre los árboles, cuyas ramas le rascan la piel. La corteza le hiere los hombros. ¡Las antorchas! Le persiguen como bestias terribles con ojos ardientes. Ahí está otra vez ese olor a quemado. Supera de un salto un enorme tronco caído y apenas logra agacharse para evitar una rama.
Jadea falto de aire. No puede seguir corriendo. Desesperado, salta sobre un espino y cae con fuerza en el duro suelo del bosque. Adopta en el suelo una postura fetal, empequeñeciéndose en la medida de lo posible. El fulgor de las antorchas se acerca. Entonces flotan a su lado. El humo le escuece en la garganta. El calor es una tortura. La peste que despide el fuego lo aturde.
De pronto oye voces. Tras las antorchas. Voces agudas que gritan de emoción.
—¡Ahí está! ¡Ahí! ¡Jason!
Encoge los hombros, se cubre la cabeza con las manos e intenta ser si cabe más pequeño; espera que no le vean. Pero es demasiado tarde. Las antorchas se reagrupan, formando un círculo a su alrededor. En su fulgor distingue los rostros de los jóvenes. Son Victor Pringle y Terril Boxall. Y tras ellos Gavin, David y Peter. Victor esboza una sonrisa torcida.
Apartad de mí ese fuego, quiere gritar, pero su garganta no proyecta nada capaz de trascender el susurro, un ruido ronco que nadie tomaría por palabras. Ni siquiera se da cuenta cuando rompe a llorar.
Después de aferrarle, Gavin y Peter lo llevan consigo a rastras. Ahora es su prisionero. Lo llevan a su campamento porque los cazadores han obtenido su presa.
Durante el resto de esa noche, Victor y sus amigos se burlan de él. Victor cuenta a todo aquel dispuesto a escucharle que Jason Evans lloró como un bebé cuando lo encontraron. Finalmente, Jason es el primero en entrar a gatas en la tienda.
Ya de por sí, el campamento de verano es una pesadilla, pero la verdadera pesadilla está por suceder, y lo hace cuando se queda dormido. Entonces aparece en otro lugar oscuro, en otro fuego.
Alza sus garras hacia él. Se despierta sobresaltado y no puede volver a conciliar el sueño. Ni quiere hacerlo. Al otro lado de la tienda, el sueño no ha tardado en vencer a Victor y los demás.
No conocen sus miedos, y tampoco lo hacen los monitores del campamento, los adultos.
Tampoco su padre se enterará cuando regrese a casa, a Cornell, días después. Jason mira a Edward a los ojos y ve resignación. Incluso un campamento de verano con sus compañeros de clase es demasiado para Jason. Las cosas sencillas, como jugar a oscuras al escondite, se convierten en un suplicio para él.
Pero no tiene nada que ver con la negrura. Son las llamas que despiden las antorchas.
Si no hubieran empuñado las antorchas, todo habría ido bien.
Su madre insiste a Edward que le dé un poco de cuartel. Ella le protege, como hace siempre. A ojos de su madre nada de lo que él hace está mal.
Ayuda. La pesadilla le deja en paz a su regreso del campamento. Pero no se ha librado de ella; el pequeño Jason sabe que eso sería mucho pedir. Pero al menos vuelve a conciliar el sueño, a descansar. Al menos durante un tiempo.