9

CALLEJONES SIN SALIDA

EL viernes los dos regresaron al trabajo, como habían acordado. Tan pronto como entró, Jason le contó a sus colegas lo que había pasado el miércoles por la noche. Lo oyeron expectantes. Cuando todos volvieron a su sitio, llamó a Carol Martinez a su despacho para preguntarle por su situación matrimonial. Carol le explicó que Bruno se había marchado del piso y que su abogado prepararía los papeles del divorcio para que pudieran firmarlos ese mismo día o al día siguiente. No tardarían en solucionarse las cosas, lo que resultó obvio viendo lo entera que estaba. Parecía incluso feliz. Jason le dio un apretón de manos para infundirle ánimos.

—Querría que investigaras algo para mí —dijo entonces, adoptando un tono más neutro.

Había escaneado la tercera Polaroid y había guardado el archivo en formato jpg. Esto impediría que Carol pudiese leer el mensaje que figuraba escrito al dorso.

—Te lo adjuntaré en un correo. Es una foto rara, manipulada. Hay una letra M sobre un fondo de piedra, que probablemente corresponde a una lápida. Tal vez figurase un nombre, borrado con Photoshop y sustituido por la M.

La miró, sereno, como si aquello no tuviera la menor importancia para él.

—Me preguntaba si podrías extraer las capas que pueda tener la imagen para hacer que reaparezca el nombre de la lápida, si es que alguna vez hubo un nombre grabado.

—¿De dónde has sacado esta foto?

—Ah, me llegó con un correo basura —mintió Jason—. Es que siento curiosidad. Pienso que igual podrías encontrar el verdadero nombre. Sé que se te dan bien este tipo de cosas.

Reparó en que Carol se sentía halagada.

—Le echaré un vistazo —dijo—. Adelante, envíamela por correo.

Jason lo hizo en cuanto ella salió del despacho, aunque no tenía mucha esperanza de que sirviese de gran cosa. Sólo el ordenador del remitente tenía el archivo con las capas individuales aplicadas a la imagen de Photoshop. Por no mencionar que ni siquiera estaba seguro de que la lápida de la fotografía original tuviese un nombre.

Pero valía la pena intentarlo.

Entretanto, por suerte, había algo que podía intentar sin ayuda de nadie. Buscó por Google «tumba con pirámide», lo que devolvió un único enlace que valió la pena explorar: un texto extenso relacionado con un faraón egipcio. «Tumba» + «pirámide» arrojó miles de resultados de búsqueda, todos relativos al Antiguo Egipto. Probó con otras palabras, pero la búsqueda no le llevó a ninguna parte. De hecho, eso era lo que esperaba. Encontrar un cementerio concreto con ese método era como dar con una aguja en un pajar.

Carol asomó por la puerta y le informó de que aquella imagen no bastaba para dar con la información que le había solicitado.

Callejones sin salida.

Jason conocía a alguien que era considerado un hombre sabio, alguien que además resultaba ser un genio de la informática. Si Lou Briggs no podía encontrar pistas en las fotos, nadie podría.

Jason marcó su número de teléfono. A la tercera llamada, el hombre descolgó y Jason oyó su voz jadeante. Preguntó si había algún problema en dejarse caer por allí.

—Claro —dijo Lou, tan bien dispuesto como de costumbre—. ¿Cuándo?

Jason consultó la hora en el reloj. Solamente eran las tres y media. Tenía que quedarse en la oficina al menos hasta las cinco, pero en ese momento todo aquello no podía importarle menos.

—¿Te importa que me acerque dentro de un rato?

Puesto que el Buick pasaría unas semanas en el taller, según las últimas noticias que le había dado Ron Shaffner, Jason abandonó con el Aveo el centro de la ciudad y condujo a North Hollywood, donde las amplias calles de asfalto estaban bordeadas por edificios bajos con letreros llamativos y kilómetros de reclamos luminosos. Giró a la izquierda para tomar Burbank Boulevard, antes de acceder a una zona residencial de clase media. Aparcó el coche delante de una casa de madera blanqueada con cal, cuya característica más llamativa era su tejado asimétrico. La segunda V invertida estaba medio ladeada, de modo que prácticamente descansaba sobre la primera. Parecía una compuerta abierta.

Más o menos un año atrás, Lou se había puesto en contacto con Jason a través del foro de una página web que ambos visitaban a veces: ipyrophobia.com. Lou había descrito la historia de su vida. En resumidas cuentas, un incendio en la vivienda le había dejado serias cicatrices.

Jason respondió a su correo electrónico para ofrecerle su apoyo. Después cruzaron algunos correos. Finalmente fue a visitar a Lou, que vivía en el extremo sureste del Valle de San Fernando, a kilómetro y medio del lugar donde se encontraban las autopistas de Hollywood y Ventura. «Serias cicatrices» resultó ser una forma suave de decirlo, y Jason se llevó una fuerte impresión al verlo. Lou, calvo y delgado, parecía un esqueleto: no tenía orejas, nariz, labios o párpados. Además estaba atado a una silla de ruedas. Las contracciones musculares le imposibilitaban cubrir a pie distancia alguna. Tenía la misma edad que Jason, pero a juzgar por su aspecto podía haber tenido setenta años, y su piel áspera y cubierta de manchas hacía que pareciese mucho mayor de lo que era.

Lou, que no tenía muchos amigos o parientes y llevaba una vida solitaria y aislada, le dijo que internet le había salvado. Se ganaba bien la vida jugando en bolsa. La crisis económica no le había perjudicado, y en ciertos círculos había adquirido fama de ser uno de los gurús de Wall Street. Para él se trataba de una situación ideal. No tenía que ver a nadie, lo cual no le impedía ganarse la vida.

Después de la sorpresa inicial que le causó el aspecto de Lou, Jason se fue involucrando cada vez más en la vida de su nuevo amigo y había empezado a hacerle visitas regulares, a veces cada dos semanas. Le impresionaba la agudeza mental de Lou. El incendio le había privado de muchas cosas, pero no de la inteligencia o la sabiduría. Lou siempre tenía un buen consejo que dar o podía ofrecer un comentario que animase a Jason. Incluso le había ayudado en más de una ocasión con el trabajo, proporcionándole ideas útiles y creativas para una campaña concreta. Por desgracia, ni siquiera a Lou se le había ocurrido nada para el proyecto Tommy Jones. En otra ocasión, Lou se las ingenió para poner en orden y lograr que el ordenador de Jason funcionase de nuevo, después de que un virus particularmente destructivo acabase con el contenido del disco duro. Pero por lo general hablaban de cosas mundanas, y Lou siempre se las apañaba para que Jason se sintiera mejor, o simplemente alegre, antes de despedirse. Rara vez hablaban de lo único que tenían en común: la pirofobia.

Lou le había contado una vez que se había quemado debido a la explosión de un conducto de gas en la casa de sus padres cuando tenía diecisiete años. Según parece en unos instantes, la casa se convirtió en una bola de fuego. Sufrió graves quemaduras, pero sobrevivió. Sin embargo, sus padres perecieron de resultas del incendio. A partir de entonces, sobrecogido por la emoción, fue incapaz de continuar la historia. A pesar del tiempo que había pasado, aquella tragedia seguía siendo demasiado dolorosa para Lou.

No, no solían hablar del fuego. Si salía el tema, torcía un poco el gesto y las cicatrices se volvían si cabe más visibles.

Jason llamó al timbre de la puerta, que se abrió con un chasquido metálico. Lou había instalado un control remoto para casi todo dentro de la casa, incluida por supuesto la puerta. Sentado en su silla de ruedas, el hombre frágil, desfigurado, le saludó con jovialidad. Jason dijo hola y entró en el salón. Dentro había un sofá de color crema, sillas tapizadas con una tela del mismo color, una mesilla de café con el servicio de café y dos armarios blancos sobre un inmaculado suelo de baldosas de color beige. Junto a un televisor de pantalla plana había tres enormes monitores de ordenador, juntos sobre una mesa larga y blanca que había delante de una ventana que miraba a un patio pequeño, pavimentado, del tipo que es habitual encontrar en el Valle.

Jason se sentó en una de las sillas y puso las tres Polaroid en la mesa del café. Lou las miró con el entrecejo arrugado.

—Iré directo al grano. Probablemente te preguntes a qué viene todo esto —dijo Jason.

—Sí, aunque estoy seguro de que vas a contármelo —respondió Lou, que se acariciaba con aire ausente la mano derecha.

Jason empezó a hablar. Se mostró totalmente franco con todo lo que le había sucedido desde el lunes. Fue una sorpresa para él ver que no olvidaba ningún detalle, teniendo en cuenta que ni siquiera se lo había contado a Kayla. Pero conocía a Lou y confiaba en él. En cuanto a Kayla, temía que fuese incapaz de encajar lo sucedido y que se dejara arrastrar por el pánico.

Mientras hablaba, Lou deslizó por la mesa un botellín de cerveza en dirección a su invitado. También se abrió una para sí. Agradecido, Jason tomó un sorbo.

—Resumiendo: no sé qué hacer —concluyó—. La fecha de mi muerte es el 18 de agosto, al menos eso dice la persona que me ha enviado estas fotografías. Y podría ser perfectamente que esta misma persona nos arrollase a mí y a Kayla en la carretera. También dice que estoy muerto, que sólo creo estar vivo. ¿Cuándo volverá a actuar? ¿Cuándo me llegará la siguiente instantánea? ¿Se propone una nueva agresión? ¿Nos está vigilando? ¿Qué hago?

Antes de que Lou pudiese responder, Jason continuó:

—He venido porque pensé que tal vez podrías extraer algo de las Polaroid. En la segunda instantánea hay una tumba. Si pudiera localizarla, sabría en qué cementerio está. Y estoy seguro de que la M de la tercera fotografía ha sido alterada mediante Photoshop. Pero ¿qué pone en realidad en la lápida? Eso es lo que me gustaría saber.

Lou tomó su cerveza, dio un largo sorbo y devolvió el botellín a la mesa.

—¿Por qué no empiezas por el principio? Y dame esas fotografías. Voy a escanear la tercera.

Típico de Lou. Nunca perdía el tiempo dejándose arrastrar por el estupor. Se limitaba a actuar de inmediato. Jason le alcanzó las Polaroid. Lou introdujo la tercera, la de la M, bajo la cubierta del escáner HP y, a continuación, abrió el programa de ordenador. No Photoshop, sino una herramienta similar. Lou tenía una amplia colección de software.

—Bueno, ¿qué te parece mi historia? —preguntó Jason.

—Es tremenda —se limitó a responder Lou.

—Y que lo digas. —Jason suspiró.

—¿A quién más se lo has contado?

—Eres el primero. Ni siquiera Kayla lo sabe.

—¿Por qué no?

—Ya sabes lo de su problema. Por no mencionar lo que le ha pasado a Chris. Y ahora esto…

Sacudió la cabeza.

—Pero se lo contaré. En el momento adecuado. Sé que debo hacerlo.

—¿Por qué no acudes a la policía? —preguntó Lou.

—Ayer vino la policía a casa debido al accidente. Un detective italiano que se llama Guillermo. Un tipo que aparenta ser duro. Creo que a Kayla le gustó. Preguntó si…

Pero Jason guardó silencio cuando la última de las Polaroid apareció en todo su esplendor en el monitor de Lou. Era como si alguien hubiese pintado la M en la lápida con un brochazo burdo de pintura roja.

—Hizo toda clase de preguntas, pero Kayla estaba presente, así que mantuve la boca cerrada.

—Pero no hay nada que te impida ir a verlo ahora.

Jason se rascó la barbilla.

—No, tienes razón.

—Mira —dijo Lou—. He separado las capas.

Jason levantó la vista y vio que la letra M estaba separada de la superficie de la lápida y descansaba junto a esta en la pantalla.

—Por Dios. ¿Cómo has hecho eso tan rápido?

—Soy bueno. —Lou esbozó una sonrisa torcida—. Muy bueno.

Lo único visible en la piedra gris eran los indicios de erosión, la hiedra y las grietas y rascadas.

—Yo esperaba… —empezó diciendo Jason, que carraspeó antes de continuar—. Yo esperaba que habría otro nombre debajo de la M. El nombre que originalmente figuraba en la lápida.

Lou hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Esta es la única capa que he podido separar. Lo que ves es todo lo que tenemos.

—¿Seguro?

—Podría dedicarle un rato más, pero sí, estoy bastante seguro.

Jason exhaló un nuevo suspiro mientras Lou giraba la silla de ruedas para mirarle fijamente.

—¿Qué pensabas? ¿Que tu nombre figuraría en la lápida?

—No —se apresuró a responder Jason, como para reforzar la ridiculez de esa posibilidad. Y habría sido ridícula de no parecerle lo contrario—. No, claro que no, pero…

Entonces decidió hablar en voz alta, sin temor a las consecuencias.

—He dejado pasar unos días para darle unas vueltas. Por un lado, podría tratarse de una amenaza. Por otro, eso no es lo que entiendo de una lectura literal del texto. Se supone que estoy muerto, que por lo visto fallecí el 18 de agosto. Desde ese punto de vista, estos mensajes podrían interpretarse como afirmaciones de un hecho pasado. Y puesto que todas las lápidas tienen nombre y apellidos, pensé que…

Lou le miró pensativo, asintiendo.

—Ya veo. Yo también opino lo mismo. Técnicamente, como sabes, la letra de la imagen podría haber borrado el nombre original, pero no hay modo de saberlo sin el archivo original. Aunque cabe la posibilidad de que el autor utilizara una lápida sin nada grabado en ella para componer esta imagen.

Jason se pellizcó la barbilla.

—Por tanto debería localizar las imágenes originales, utilizadas para hacer esta Polaroid. Te refieres a eso, ¿no? Era lo que yo pensaba.

—Sería mejor aún localizar la lápida —añadió Lou.

Jason asintió de nuevo.

—Pero eso supone que debo localizar el cementerio donde se encuentra la tumba. He indagado un poco, pero aún no he averiguado nada.

—No me importaría ayudarte a encontrarla —se ofreció Lou.

—Gracias —dijo Jason.

Se levantó y echó a andar.

—Retrocedamos un paso. De modo que coincides conmigo en que probablemente debería interpretar literalmente estos mensajes. Porque mírame, te aseguro que estoy vivo y coleando.

Lou se rascó la calva, sonriendo. No tenía labios, así que su dentadura, que parecía mayor de lo normal, y su sonrisa, le conferían un aspecto más macabro que amistoso. Lou no podía evitarlo. Jason era su amigo y, a pesar de su aspecto exterior, era capaz de ver al hombre que había dentro de la cáscara.

—Soy consciente de ello.

—¿Y la agresión? Nos fue de muy poco, y la cosa podría haber terminado muy mal. El fotógrafo, si es que fue él quien conducía el vehículo, no actuaba precisamente como si yo estuviera muerto. De hecho, da la impresión de que pretende matarme.

Lou se encogió de hombros antes de dar su opinión.

—No lo sé, Jason. Si quieres saber mi opinión, lo primero que debemos hacer es localizar el cementerio. Yo me dedicaré a eso.

Cuando volvió a casa, tomó dos aspirinas para contener un dolor de cabeza incipiente y se sentó en la hamaca del porche mientras esperaba a Kayla, que hoy se retrasaba más de lo habitual.

No había recibido más sobres de papel manila en el correo; ni en Tanner & Preston ni en casa. A su llegada, Kayla le habló de cómo le había ido el día; había recopilado extractos para un informe anual que la había obligado a extender la jornada laboral. Jason compartió con ella cómo avanzaba el proyecto Tommy Jones. No mencionaron el accidente de automóvil. Ella quería dejar atrás el episodio lo antes posible.

Pusieron a calentar otra comida congelada, miraron la televisión y se fueron temprano a la cama. La noche pasó sin más. No hubo pesadillas, ni incendios. Su cuerpo necesitaba dormir y eso fue lo que hizo. El sábado despertó a media mañana. Kayla trabajaba en el jardín. Le sonrió, el sol brillaba en un cielo sin nubes, y la muerte y el fuego parecían algo muy lejano.

La buena vida continuó el domingo, cuando Kayla y él estuvieron hablando de niños otra vez. Ella empleaba palabras distintas, más cariñosas, que en el pasado. Era obvio que había abrazado la idea de Jason de formar una familia. Ambos decidieron tomarse con calma el resto del día. Jason pasó mucho tiempo en el ordenador y Kayla se puso a leer un libro que había empezado hacía poco.

Más adelante, cuando la tarde se precipitaba a pasos agigantados hacia la noche, él aún no había encontrado el valor para contarle el asunto de las Polaroid. Iba a alterarla mucho, las fotos y los mensajes le afectarían posiblemente más que a él. También revolvería su propio pasado: sus problemas con Ralph guardaban, en cierto modo, similitud con lo que le sucedía a Jason en ese momento.

Pero al final, fue la propia Kayla quien le obligó a hacer aquella confesión largamente pospuesta. En torno a las once, justo antes de irse a la cama, ella irrumpió de improviso en su despacho. Él llevaba puesto el batín, estaba sentado en la silla del escritorio, navegando por internet en busca de la tumba con forma piramidal. Había intentado varias veces encontrar una imagen en la web que coincidiese con la de la fotografía, con la esperanza de localizar el nombre y ubicación del cementerio donde estaba. Pero hasta el momento todos sus esfuerzos habían sido en vano.

—¿Qué es esto? —preguntó Kayla, de pie en la puerta del despacho, vestida con un sugerente camisón de noche blanco y corto.

Llevaba en la mano derecha las tres Polaroid.