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UN VIEJO SUEÑO

EL jueves 16 de julio había sido un día muy extraño, que arrancó con el accidente de tráfico que desembocó en una terrible pesadilla.

Kayla y él hicieron lo que debían. A la mañana siguiente de la noche que había pasado en vela, se puso en contacto con Brian Anderson, y Kayla había llamado a Patrick Voight. Ambos dieron muestras de estupor y preocupación. Kayla y él procuraron tranquilizarlos. Todo estaba bien, aunque admitieron que el accidente podía haber tenido consecuencias funestas.

Jason llamó a la grúa para que remolcara el Buick. Kayla lo llevó en su Chrysler al mecánico de costumbre, Feliz Auto Repair, en City Terrace Drive. Inspeccionaron junto al jefe de mecánicos Ron Schaffner los daños sufridos por el vehículo. El parachoques estaba destrozado y colgaba del armazón, las luces invisibles tras las esquirlas de cristal que quedaban. El capó estaba algo combado, y en los bordes la pintura de aluminio había adquirido una capa oscura debido al fuego.

Ron se rascó la barriga cervecera, luego se rascó tras la oreja, escupió unas briznas de tabaco de mascar y luego masculló con su voz nasal:

—No habrá problema, podremos reparar los daños, pero nos llevará un tiempo.

Jason condujo a casa en un coche de alquiler, un Chevy Aveo barato. De vuelta a Canyon View, Kayla y él recibieron la visita del capitán de guardia de Dillon y Herbert. Guillermo Caiazzo tenía apellido italiano y un aspecto que hacía juego con el nombre sin que le faltara un detalle: afeitado de modelo de Armani, dijo más tarde Kayla, con una sonrisa de satisfacción que despertó un poco los celos de Jason. Vestía, por supuesto, un traje de raya diplomática hecho a medida. Estuvo media hora tomando notas que no le servirían de nada, porque Kayla y Jason no habían podido contarle nada que fuese sólido. Habían visto las luces brillantes en el retrovisor, pero el Buick se encontró enseguida fuera del arcén, y el otro conductor no se había detenido. Guillermo exhaló un suspiro y dijo que planeaba inspeccionar el Buick en busca de restos. Después de que Caiazzo se marchase, Kayla llamó a sus padres, y Jason se puso en contacto con Edward.

Jason no mencionó nada respecto de aquellas Polaroid que le habían asustado. Kayla siguió dirigiéndole miradas de preocupación, como si pensara que le estaba ocultando algo. Pero no hizo mención alguna. Pensó que se debía a la preocupación que le había causado el breve incendio del coche; era consciente de lo mucho que le inquietaba el fuego, y también de que no había nada que ella pudiese hacer.

Esa noche, en la cama, mientras Kayla dormía y no había distracciones, su miedo cobró alas. Se preguntó qué significaban las fotografías, y quién las había tomado. Tenía la sospecha, que iba paso de convertirse en convicción, de que la persona que había entregado la última de las instantáneas estaba también detrás del accidente. Él, o ella, había arremetido contra el Buick y luego había introducido el sobre por la ranura del correo de la puerta principal de su casa.

De ser eso cierto, el accidente no había sido tal. Había sido una agresión deliberada.

Entonces podía haber otras Polaroid. Y más agresiones.

«¿Alguien se ha propuesto asesinarme el 18 de agosto?».

¿Era de ese modo cómo acabaría todo? ¿Acaso tan sólo disponía de un mes más de vida?

No podía seguir ocultando a Kayla lo de las fotografías. Tenía que contárselo todo. Pero tenía miedo de hacerlo. Había algo que aún se lo impedía.

En mitad de la noche, Jason se vio en una oscuridad huérfana de estrellas. Por el rabillo del ojo reparó en el fulgor de un fuego. ¿Dónde estaba la puerta? No podía localizarla. Le latía el corazón con fuerza y sentía el surco que dejaba a su paso el sudor que le recorría la espalda mientras tanteaba a ciegas. Abrió finalmente los ojos para mirar su alrededor. ¡Estaba rodeado por las llamas! ¿Era una pira? Despegó los labios para lanzar un grito al que no dio voz. Le alcanzó el rostro una bocanada de calor asfixiante y le quemó la piel. No había salida. Las llamas ya se alzaban sobre él, inclinadas hacia él. El fuego se le acercaba cada vez más y más. El dolor, el dolor descarnado, las quemaduras…

Entonces, finalmente, un grito ronco salvó la barrera de sus labios. Se incorporó como activado por un resorte, respirando aceleradamente.

«¡No es real! —se dijo—. No estoy atrapado, no hay ningún incendio ni me he quemado. No ha sido más que un sueño, una pesadilla».

—¿Jason? —oyó que susurraba Kayla a su lado, con voz temblorosa. También ella se había incorporado en la cama—. Por Dios, Jason, ¿qué pasa?

Quiso responder, pero le castañeteaban los dientes y estaba temblando. Se pasó la mano por el rostro húmedo. El sudor le resbalaba por las mejillas. ¿El sudor o las lágrimas? Sintió que le ardían los ojos: lágrimas. Por Dios, estaba llorando como un niño.

Kayla le abrazó.

—Di algo, Jason. Háblame —le rogó.

Él aspiró aire con fuerza, intentando contener los sollozos incontrolados. Sentía la cabeza a punto de estallar. Lanzó un suspiro roto, acusó una fuerte sacudida.

—He vuelto a soñar.

Miró hacia abajo, como si hubiese estado esperándolo.

—¿Te refieres a… la pesadilla?

Él asintió.

—Probablemente un sueño sobre el accidente.

Negó con la cabeza.

—No. Fue la pesadilla. La misma que antes.

Poco a poco dejó de temblar. Kayla le abrazó un rato, antes de volver a mirarle a los ojos.

—¿Cómo? ¿Ese viejo sueño? Es lo del fuego, y no puedes salir.

—Sí. Estoy en un lugar a oscuras, en alguna parte. Es de noche y no puedo ver nada, excepto el incendio. Me envuelve. Avanza poco a poco hacia mí y cada vez tengo menos espacio. Es como si estuviera atado a una estaca. Atrapado. Inmovilizado. Lo único que puedo hacer es esperar a que me alcancen las llamas, hasta que arda. Entonces despierto.

Kayla tragó saliva ruidosamente.

Dio la impresión de querer decir algo, pero se le atragantaron las palabras.

Tomó el rostro de ella en las manos. De pronto dejó de temblar, y se sintió aún más culpable porque ella no sabía nada de las Polaroid.

Él la soltó y volvió a tumbarse. La última vez que había sufrido esa pesadilla fue cuatro años atrás, cuando acababan de conocerse. No recordaba cuándo había empezado a tenerlas. De niño había soñado varias veces con eso. En los veinte años transcurridos desde entonces, a menudo el fuego le había impedido dormir, a veces unas noches por semana, para después no repetirse durante meses. En ocasiones el terror se apoderaba de él a plena luz del día, como esa vez en casa de Sherilyn. Cuatro años atrás, Kayla le había librado de las pesadillas. Para siempre, había pensando él.

Era como si las mariposas que sentía en el estómago se hubiesen convertido en un cubo de agua arrojado a las llamas que le incendiaban los pensamientos. La pesadilla cedió terreno, olvidada.

Conservó su miedo al fuego, pero había perdido fuerzas en relación con el momento anterior.

Pese a todo, era lo único capaz de hacerle sentir pánico. Las velas encendidas, los fuegos de los campamentos o las hogueras de Halloween. No le gustaban. Las evitaba. Jason Evans odiaba cualquier cosa capaz de producir una llama.

Más recuerdos afloraron a la superficie. Recordó la casa que tenían sus padres cuando era joven. Nunca quería que su padre encendiese el fuego del hogar, ni siquiera en las frías noches de invierno. Al principio Edward había ignorado sus objeciones, pero después de algunas noches dramáticas llenas de pesadillas, había aceptado el hecho de que el fuego nunca volvería a encenderse. En Canyon View era imposible encontrar una sola vela, y Jason no había tenido que esforzarse mucho para convencer a Kayla de que no necesitaban chimenea.

A pesar de que al principio lo negó, sabía que su miedo no podía considerarse algo normal. Existía incluso un término científico para describirlo: pirofobia, un miedo desmedido al fuego. Ese miedo formaba parte de él. ¿Por qué? No tenía la menor idea. Nunca había sido víctima de un incendio. De hecho, no podía relacionar directamente nada con su terror. Una vez había preguntado a sus padres si ellos recordaban algo que pudo haberle sucedido de niño, algo que pudiese explicar la pirofobia. Quizá un incidente que él no recordase. ¿Podía su subconsciente tener la clave de aquella pesadilla recurrente?

Pero ni siquiera sus padres habían podido aclarárselo.

Cuando se enamoró de Kayla, dejó de buscar las posibles causas que pudieran justificar el terror que sentía por el fuego.

Había llevado una vida normal durante los últimos cuatro años; las llamas que había en su mente parecieron haberse extinguido. Durante cuatro años había funcionado, pero ahora un fotógrafo anónimo había empezado a arruinarle la vida. Jason tenía que averiguar quién había sido y qué significaban esos mensajes.

No tenía mucho tiempo.

Quizá sólo hasta el 18 de agosto.