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18 DE AGOSTO

A su lado se abrió la puerta del coche. Cuando volvió la vista, reparó en la cara de pánico de Kayla.

—¡Vamos, Jason! —le gritó, con el rostro cubierto por largos mechones de pelo.

Él siguió sin moverse. La miró como si no la conociera de nada.

Kayla se negó a esperar más y le tiró del brazo. El cinturón de seguridad lo retuvo. Volvió a tirar con fuerza. Esta vez logró que Jason basculara un poco el peso del cuerpo. Medio asomó fuera del vehículo hasta que cayó a plomo al suelo. Un gruñido de dolor escapó de su garganta, y el aire fresco logró finalmente espabilarlo. Fue como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua a la cara.

Miró a su alrededor. Allí seguían las llamas, que asomaban por debajo del capó del coche y recorrían los bordes metálicos. Pero no tenían tanta intensidad, y de hecho parecían extinguirse, pues ya no avanzaban hacia el parabrisas del vehículo. ¿De veras se había producido el incendio que había visto?

—¡Apártate! —gritó Kayla—. ¡El coche podría explotar!

Se levantó con prisas y echó a correr alejándose del Buick, cogido de la mano de Kayla. Al otro lado de la carretera se detuvo, jadeando.

Kayla y él estaban solos en Monte Mar Avenue, entre Cornell y Fernhill, en la desierta mitad de las Montañas de Santa Mónica. El coche que había arremetido sobre ellos no había frenado. Jason no tenía la menor idea de qué clase de vehículo era. Ni siquiera a tenor de lo sucedido se le había ocurrido pensar en ello.

Todo lo contrario de lo que le había pasado con el fuego, que era su particular pesadilla.

Horas después, justo antes del amanecer del día siguiente, llegaron a casa. Cuando se fueron a la cama, Kayla se quedó dormida en cuanto su cabeza entró en contacto con la almohada. Él siguió despierto, sudando. Con un gesto de enfado apartó las sábanas y siguió tumbado un rato, intentando calmar sus agitados pensamientos.

Lo sucedido la pasada noche no dejaba de atormentarlo. Había utilizado el teléfono móvil para llamar a la policía, que se personó al cabo de un rato. Dos oficiales, Dillon, un tipo alto de pelo rubio, y Herbert, algo más musculoso y con el cabello cortado al cepillo, habían echado mano del extintor para apagar las llamas del motor, antes de proceder a tomarles declaración.

Jason y Kayla explicaron que otro conductor, tal vez alguien que conducía en estado ebrio, había chocado con la parte posterior del Buick. No, no podían dar más detalles relativos al conductor del vehículo, ni siquiera el modelo o color del mismo. Aunque no parecían haber sufrido heridas, Dillon y Herbert insistieron en llevarlos a urgencias del Hospital Barlow. Una comprobación rutinaria por parte del médico de guardia no reveló daños graves. Después, Dillon y Herbert tuvieron la amabilidad de llevarlos a su casa.

Habían charlado un rato. Al día siguiente, tenía que llamar a la compañía de seguros para que fueran a buscar al Buick con la grúa.

—Si el coche está para el arrastre, quizá podría llamar a Tommy Jones —bromeó Jason, lo cual no arrancó siquiera la promesa de una sonrisa de labios de Kayla. Aunque, pensándolo bien, tampoco a Jason le pareció muy divertido.

Ella no dijo nada acerca del modo en que se había quedado petrificado cuando el motor se prendió fuego. Le conocía bien. Conocía bien sus miedos.

¿Quién había embestido el vehículo? Kayla insistió en que debía de tratarse de alguien que había bebido más de la cuenta. No le cabía la menor duda, al contrario de lo que opinaba Jason. Claro que él estaba al corriente de la existencia de aquellas dos Polaroid, y ella no. Estas dudas fueron el motivo principal de que no pudiera pegar ojo.

Finalmente, salió con cuidado de la cama, bajó la escalera, encendió la luz del porche y salió al exterior. El fresco ambiente nocturno le sentó bien. Casi no soplaba el viento. Se oía el canto de los grillos y de otros insectos entre la vegetación.

Una nube ocultaba la fina hoz que dibujaba la luna al sureste. Había un fulgor amarillento en el cielo, que ya no era negro, sino que lentamente se teñía de azul oscuro. Las innumerables estrellas y los sonidos que procedían del bosque le pusieron melancólico. Sus pensamientos volvieron a las filosofadas de Stu relativas a la inexistencia del presente. Pero entonces las llamas del Buick volvieron a asaltar sus pensamientos. Se quedó de pie un rato antes de volver a la cama. Pero cuando lo hizo, el olvido del sueño no logró adueñarse de él, su mente permanecía alerta.

Tumbado en la cama, oyó los sonidos propios de una casa: las protestas de las cañerías, el crujido de la madera. ¿O era el crepitar el fuego? ¿Ese olor correspondía al tufo de un incendio? Se quedó paralizado. Volvió a levantarse de la cama y salió disparado por la puerta del dormitorio. ¿Qué era eso? ¿Había un fulgor en el recibidor? Con pulso tembloroso buscó el interruptor de la luz. No había nubes de humo, ni lenguas de fuego. No había nada.

Tenía la frente bañada en sudor. Sintió náuseas. Sus pensamientos habían dado paso de nuevo a acciones mecánicas. Corrió del recibidor al salón y encendió la luz. Nada fuera de lo normal. De allí a la cocina, y desde allí al cuarto de baño. Finalmente llegó al porche trasero, pero no vio ni asomo de las llamas que esperaba encontrar. «Pues claro que no», pensó. Otra parte de su mente se manifestaba desde un lugar profundo.

Ya un poco más calmado, vestido en ropa interior, dio la vuelta a Canyon View.

Poco a poco le abandonó el olor del fuego y de la muerte, hasta que al final no olió nada. No había ningún incendio, no había motivo de alarma.

Se cogió de manos en la nuca.

«No dejes que esto te afecte, Jason —se dijo—. Mantén la calma y confía en tu sentido común».

La luz del sol se extendió por la parte oriental del cielo.

Volvió dentro. La puerta que comunicaba el salón con el recibidor estaba abierta. Jason la franqueó y creyó ver algo en el felpudo de la entrada. Dentro del modesto recibidor, se agachó y lo recogió. Era un sobre. El corazón le dio un vuelco. Encendió la luz.

Se trataba, por supuesto, de un sobre de papel manila. Su nombre de pila estaba escrito con la conocida caligrafía mayúscula. No figuraba la dirección del remitente, ni sello. Sólo su nombre.

Habían entregado el sobre en mano.

Pero ¿cuándo? ¿Fue después de que volvieran del hospital? No lo creía.

Fuera lo que fuese, lo tenía en la mano.

Jason se quedó mirando el sobre unos instantes, antes de abrirlo con pulso tembloroso.

Se trataba de otra Polaroid, pero la imagen no pudo parecerle más inesperada. Supuso que esperaba encontrar otra instantánea de tumbas, pero en lugar de ello había una solitaria letra en una pared de piedra arenisca baqueteada por la acción de los elementos, llena de irregularidades, con grietas y hiedra. Era una pared peculiar… De pronto cayó en la cuenta. Estaba mirando una lápida. La piedra cubría toda la imagen, y en el fondo gris, como una pintada, había una letra. No un nombre entero, sino una letra roja, estilizada.

La roja y curva M ocupaba parte del fondo gris. Debido a su oficio, no era la primera vez que veía una letra que originalmente no formaba parte de una imagen. Era obra de alguien con conocimientos de Photoshop. Primero habían tomado la instantánea de la lápida, y después habían superpuesto con Photoshop la letra M. Una vez hecho el trabajo, la habían impreso. Era pan comido para cualquiera versado en esas cosas. El propio Jason podría haberlo hecho sin ayuda, pues en más de una ocasión había tenido que hacer cosas así.

Dio la vuelta a la fotografía.

Y allí, escrito a mano, figuraban las siguientes palabras:

«18 de agosto, la fecha de tu muerte».