FUEGO
VAUGHN rebusca en el cajón de la leña que hay junto al hogar de la chimenea. Pese a que esa madera es más seca que la que descansa en el suelo a su lado, todavía sigue algo húmeda. Hace frío, fuera reina un ambiente húmedo, y no hace mucho que entramos la leña. Vaughn toma una botella de alcohol de quemar. Por lo visto le encanta el fuego. Más a menudo de lo que sería necesario, trae a cuestas del patio la leña hasta el salón. Más a menudo de lo que sería necesario, enciende el fuego de la chimenea.
Odia el fuego. Su crepitar impredecible. La errática danza de las llamas. El hedor de la madera húmeda. El humo asfixiante. Le produce sudores fríos. Allí es un invitado; no puede decir nada al respecto. En casa, sí, en casa es distinto. En casa tiene el poder de detenerlo, pero aquí no. Tan sólo confía que Sherilyn no repare en lo asustado que está. Llevan cinco meses saliendo juntos, y que él sepa ella no es consciente de su terror, de su fobia.
El padre de Sherilyn vierte un poco de alcohol de quemar en la leña que reposa en el hogar. Con un gesto experto prende una cerilla y la arroja al fuego. ¡Uooosh! De pronto se eleva una llamarada inesperada. La botella escapa de las manos de Vaughn y va a parar al fuego. La consiguiente explosión alcanza los travesaños de roble del techo. Vaughn reacciona por instinto, recula y aparta a su hija de un empujón. Vaughn también hace el gesto de aferrarle a él, pero no le alcanza. Las lenguas de fuego surgen de la chimenea, devorando la alfombra persa que cubre el trecho de suelo que hay delante. Las llamas van hacia él, le rodean. De pronto el mundo se reduce a la estampa de un infierno; ante él, detrás de él y a ambos lados de él las llamas efectúan su feroz y mortífera danza. El fuego ya se alza por encima de su cabeza. Lo contempla, paralizado. No puede correr y las llamas se le acercan cada vez más. Un calor intenso le perfora la piel. Oye gritar a alguien, y sólo entonces comprende que se trata de su propia voz. Las primeras garras de fuego le rasgan la piel. Los gritos se convierten en chillidos.
Entonces Sherilyn aparece ante él. Su rostro es un borrón.
—¡Jason! —le llama.
Le mira la boca, el rostro, consciente de su asombro, de su preocupación.
—¡Jason! ¡Jason!
De pronto recula el fuego, se arrastra lejos de él. Las llamas empequeñecen hasta convertirse en pequeñas lenguas que regresan al hogar de la chimenea como la imagen rebobinada de una película. Cierra con fuerza los ojos unas cuantas veces hasta abrirlos como platos al final. No puede creerlo. Detrás de Sherilyn aparece su padre, que está igual de asombrado, igual de preocupado.
Jason mira a su alrededor. No parecen haberse producido daños. Nunca se produjo la explosión que dio paso a un infierno. Contempla el fuego de la chimenea y ve que las llamas han ganado altura debido al alcohol de quemar, pero eso es todo. Debe de haber sido una alucinación. Él fue el único que vio cosas que no sucedían en la realidad, mezcladas con imágenes salidas de su pesadilla recurrente. El sueño en que un enorme incendio amenaza con engullirlo y del que no puede escapar. El sueño que siempre logra imbuirle miedo en estado puro.
Sherilyn no sabe nada al respecto. Tampoco Vaughn o su mujer, Francisca. Sólo sus propios padres están al corriente de ello.
—Jason, estás sudando como un…
Las palabras se le atragantan. Sherilyn le está mirando con los ojos muy abiertos. Jason repara en el horror y la incomprensión que hay en ellos.
—¿Te encuentras bien, hijo? —pregunta Vaughn, preocupado.
Entra entonces la madre de Sherilyn, atraída por los gritos de Jason.
Jason se toca la cara. Sherilyn tiene razón, está sudando a mares. Le tiemblan las rodillas, el corazón le golpea con fuerza en el pecho. Quiere salir de allí.
—Una silla —ordena Francisca—. ¿Qué te pasa, Jason?
Tiene que decir algo. Tres pares de ojos le observan, confundidos. En su extravío busca las palabras.
—Creí que… el fuego…
Había pensado… No, había sentido que las llamas provenían de él. Estaba seguro de que iba a arder vivo. No había sido capaz de escapar, estaba pegado al suelo.
Sherilyn no lo entenderá. No dice nada. Los padres de Sherilyn no saben qué decir. En los ojos de Sherilyn, ve otra cosa: la distancia, la separación. Comprende que ella no quiere a esa versión de sí mismo. Ese cambio repentino en él ha hecho añicos la imagen que ella se había formado de su novio. Jason tiembla, suda y probablemente esté pálido como una sábana. Justo delante de ella, él acaba de temblar y de convertirse en un despojo humano. Sherilyn no conoce esa vertiente de él, y salta a la vista que la ha conmocionado visiblemente.
Comprende que va a perderla. Porque a su padre se le ha escapado accidentalmente la botella de alcohol de quemar, que ha ido a parar al hogar de la chimenea. En su mente, las llamas se alzan de nuevo con un rugido.
Durante el resto de la velada, Sherilyn apenas pronuncia dos palabras.
Cuando se marcha, le da un beso por compromiso. Ya la ha perdido. Sherilyn, la primera chica con la que Jason Evans, de dieciséis años, ha salido nunca, ya no sabe qué hacer con un novio que salta a la vista que ha perdido un tornillo.