5

DUDAS

PENSÓ que el corazón iba a estallarle. Giró sobre sí mismo y se encontró con Kayla, que iba envuelta en una toalla algo pequeña.

—Vaya, ¿te he asustado? —preguntó.

—Estaba distraído, pensando en otra cosa —se apresuró a responder Jason.

Se guardó la Polaroid en el bolsillo. Necesitaba tiempo para pensar en aquel segundo asalto a su ecuanimidad.

—Oye, ¿estabas aquí cuando entregaron el correo? —preguntó, intentando no darle importancia.

Ella arrugó el entrecejo.

—¿Aquí? No, pues claro que no. Ya sabes que el cartero viene por la mañana. Yo estaba trabajando.

Se ajustó la toalla de baño sobre los pechos y le dedicó una mirada inquisitiva.

—¿Por?

Jason se mordió el labio. ¿Debía contarle lo de la Polaroid? En caso de hacerlo, ¿hasta dónde debía llegar?

«Antes necesito tiempo para pensarlo. No voy a decirle nada. Al menos de momento».

Esbozó una sonrisa forzada.

—Perdóname, no me hagas ni caso. Es que he tenido un día muy largo.

Vio que no estaba muy convencida. Dobló los brazos a la altura del pecho y le miró, pensativa.

—¿Te encuentras bien? Pareces decepcionado.

—Sólo es cansancio —respondió de nuevo rápidamente, tal vez demasiado—. Ya te digo que he tenido un día tremendo en la oficina.

—Y ¿eso es todo?

—¿No te parece suficiente?

—Hmm —murmuró sin tenerlas todas consigo. Titubeó unos instantes, luego se encogió de hombros y entró en el dormitorio para vestirse.

Evitó mencionar las Polaroid durante el resto de la velada y la mañana siguiente, dirigiendo conscientemente las conversaciones que mantuvieron hacia el trabajo y la fiesta que celebraría Edward. A primera hora le llamaron por teléfono para desearle feliz cumpleaños.

—Un paso más hacia el final —gruñó Edward—. Todos los jovencitos no hacéis más que felicitarme por ello.

No lo decía en serio, y Jason lo sabía.

Como de costumbre, siguió a Kayla por la autopista de la Costa del Pacífico, y le dirigió un saludo cuando ella permaneció en la interestatal 405 mientras él tomaba la salida hacia la concurrida autopista que llevaba a Hollywood. Cuando se sumó resignado al tráfico que la transitaba, empezó a sentirse culpable. Era casi como si hubiera ocultado a Kayla que tenía un lío. Eso iba en contra de su naturaleza. Nunca le ocultaba nada.

«Tengo que resolverlo por mi cuenta», pensó, aunque en realidad sabía que no se trataba de la clase de cosas que uno puede «resolver».

A lo largo de la mañana no hubo interrupciones por parte de Barbara, Carol o Brian. Sin embargo, seguía siendo incapaz de concentrarse en su trabajo. Mentalmente seguía viendo ambas Polaroid. La primera fotografía había supuesto un motivo de confusión, pero con la segunda la cosa se había puesto seria, tanto como para asustarse. Alguien podía estar amenazándole de muerte.

Cuando estuvo a solas en su despacho, puso ambas fotografías en el escritorio y las contempló con atención. ¿Correspondían al mismo cementerio? Buscó las similitudes, que identificó: la misma hilera de árboles; tras la estructura con forma piramidal —¿era tumba o escultura?—, las mismas lápidas asomaban desiguales. La misma hierba alta.

Era un punto de partida. Al menos había llegado a la conclusión de que se trataba del mismo lugar. Pero ¿dónde se encontraba?

Jason dio la vuelta a ambas Polaroid por enésima vez. A continuación se formuló otra pregunta, igualmente interesante.

«¿De veras se trata de una amenaza?».

¿Qué era lo que decía, exactamente?

«Estás muerto. Crees estar vivo, pero no existes». BT

Si hacía una interpretación lo más literal posible, el mensaje decía que ya no estaba vivo, sino que creía estarlo a pesar de que no lo estaba. No decía que alguien se hubiera propuesto matarle, sino que su muerte ya era un hecho.

Por extraño que fuera, no había forma de acercarse al verdadero significado de aquellos mensajes.

Recordó una acalorada discusión que tuvo con unos amigos en una ocasión. Larry y Vic estaban presentes, y Stuart también. Sus amigos de la universidad. Fue uno de esos debates en grupo, que hacían tarde y que a menudo duraban hasta altas horas de la noche. Su combustible favorito para esas agradables conversaciones intrascendentes fue el bourbon Four Roses, aparte de alguna que otra Budweiser. Bourbon y cerveza. Por aquel entonces, Stu, que en la actualidad trabajaba para una compañía tecnológica en Phoenix, Arizona, cultivaba aires de filósofo.

Se había preguntado si, en ese momento, estaba realmente vivo. Habían hablado sobre el fenómeno del tiempo. Stu arguyó que no existía el presente. «Todo lo que dices o haces es presente sólo después de que mi cerebro lo haya procesado», dijo. «Y eso sucede una fracción de segundo después de que lo digas o hagas. Nuestros imperfectos sentidos hacen que corramos tras el tiempo como lo haríamos tras una zanahoria. De hecho desconocemos por completo qué sucede en el ahora de verdad». Stu concluyó con una extraña nota triunfal: «Tal vez ni siquiera estoy vivo. Demostradme que vivo en el ahora».

Jason nunca había sido aficionado a esa clase de elusivas reflexiones filosóficas. De hecho solía ser él quien les ponía punto y final.

Se recostó en la silla, mirando al techo.

Las mismas dudas continuaron rebulléndole en la mente. ¿Quién había enviado esas fotografías?

¿Se trataba de una amenaza? O ¿era otra cosa, algo que no podía comprender?

En cuanto al trabajo, fue otro día perdido. Optó por retirarse temprano y llegó a casa antes que Kayla. Intentó mantener ocupada la mente en asuntos cotidianos, pero sólo tuvo éxito en parte. Después de que ambos se hubieron duchado y cambiado, se disponía a cerrar la puerta principal al salir.

—¿Y el regalo? —preguntó Kayla, enarcando una ceja que dibujó un arco encantador—. ¿Dónde tienes la cabeza?

Jason se mordió el labio, entró de nuevo en la casa y recogió de la mesa de la cocina la caja de herramientas, envuelta con un lazo, que iban a regalar a su padre. No solían sucederle esa clase de cosas. De hecho, a menudo era él quien tenía que llamar la atención a Kayla por lo olvidadiza que era.

Estaba contento con el regalo que habían escogido. A Edward le gustaba hacer chapuzas en casa, así que con el paso de los años había perdido más de un martillo, algunos destornilladores y otras tantas herramientas varias.

—Te veo algo distraído —comentó Kayla cuando él puso la marcha atrás para recorrer el camino que llevaba a la casa.

«¿Tan obvio es?», pensó, decepcionado consigo mismo. Una Polaroid no le había afectado, pero la llegada de la segunda instantánea le había llevado a pensar que tal vez corría peligro.

De nuevo se planteó la posibilidad de poner al corriente a Kayla acerca de las fotografías. Pero se lo quitó de la cabeza. Iban de camino a una fiesta y no haría sino arruinarle la velada.

Más tarde.

—Estoy cansado —dijo—. El rey del automóvil se está cobrando un precio alto.

Incluso a él le sonó a hueco. Nunca se le había dado bien contar mentiras blancas, esas que en teoría no hacen daño.

Le alivió ver que Kayla se mostraba comprensiva.

—Últimamente tienes mucho trabajo, ¿verdad? Mucho follón, y todo por una campaña para un cliente que no te inspira lo más mínimo. Sé lo que es. Aguanta un poco. Dentro de nada nos iremos de vacaciones.

Él asintió con el entusiasmo necesario. O al menos eso esperaba.

—No veo el momento de marcharnos.

La casa estaba atestada cuando Edward les abrió la puerta. En el salón vio algunas caras conocidas, gente que Jason sólo veía en las grandes ocasiones. Familia, amistades de Edward, vecinos y gente que conocía de Cornell. Edward se lo estaba pasando en grande. Su alegría indicaba que nadie todavía había mencionado al tío Chris, pero solamente era cuestión de tiempo antes de que alguien lo hiciera.

—¡Feliz cumpleaños, papá! —le saludó Kayla, abrazándole y estampándole dos besos en la mejilla. Jason entregó con una sonrisa burlona la caja de herramientas a su padre, envuelta en papel de regalo con estampado floral, «es el único papel que tengo», se había disculpado Kayla.

Edward desenvolvió el regalo y dijo que no tenían que haberse molestado. Que era demasiado. Jason dijo a su padre que no le diera importancia. El ritual de costumbre, todo ello revestido de cierta cómica seriedad.

Saludaron a los demás invitados. Jason contó aquellos con quienes congeniaba y aquellos a quienes prefería evitar. El resultado fue más o menos simétrico.

«Qué empiece la fiesta», pensó, falto de entusiasmo.

Tomó parte en las conversaciones, rio cuando tuvo que hacerlo, sirvió bebidas a los demás invitados, ofreció bandejas con el picoteo. Pero sólo tenía una cosa en mente: las imágenes que acompañaban a aquellos crípticos mensajes.

Intentando librarse de esos pensamientos, dirigió la atención al intercambio que tenía lugar entre su tía Ethel y Kayla. Ethel obviamente iba en busca de toda aquella información que pudiese obtener. Quería averiguar cuándo Kayla y Jason empezarían a tener niños. Ethel probablemente estaba convencida que se estaba mostrando sutil y circunspecta al respecto.

De pronto, Kayla tuvo suficiente y se mostró más cortante de lo que había pretendido cuando dijo:

—Aún no nos hemos decidido, tía. Tenemos todo el tiempo del mundo.

Tía Ethel pestañeó, herida.

—Pero estáis casados, ¿verdad? Lleváis dos años casados. Tal vez sea hora de…

A su manera, tía Ethel se mostraba delicada. Era una de los cinco hermanos de Edward, que tenía tres hermanas y dos hermanos. Ella y Hank, su marido, habían tenido ocho niños. Dos de ellos, John y Bill, se encontraban algo apartados en un rincón del salón.

—Tenemos tiempo de sobra, tía Ethel —insistió Kayla, más calmada y armada de paciencia—. Jason y yo tenemos treinta y un años. Hoy en día la gente no empieza a tener hijos a las primeras de cambio.

«Eso cuando llegan a hacerlo», estuvo a punto de añadir Jason.

Se volvió hacia Hank, el Hank bonachón de siempre con su metro ochenta de altura, y le preguntó cómo le iba el negocio. No es que le interesara mucho, pero quería cortar por lo sano las incómodas preguntas de Ethel. Sabía, más o menos, lo que venía a continuación. Ethel metería de por medio a Dios y la Sagrada Labor que todo el mundo contraía con el matrimonio.

Hank tenía un negocio incipiente dedicado a la venta de material de construcción. Y le encantaba hablar de ello. Inició un animado monólogo acerca de todas las cosas que hacía para «optimizar su criatura», tal como él lo llamaba. El negocio era excelente, no podía ir mejor. Terminó con el mismo chiste que había hecho tantas veces anteriormente.

—Dime, Jason, ¿Tanner & Preston están abiertos a nuevos clientes? ¿Quizá en el negocio de la construcción?

Jason le dio la misma respuesta que siempre le daba.

—Bueno, ya sabes, Hank, que eres un pez demasiado gordo para nosotros. Así están las cosas.

Hank esbozó una sonrisa torcida, le dio una palmada en el hombro y desapareció en la cocina en busca de más bebidas.

Jason encontró al resto de los hermanos de Edward reunidos en un rincón del salón: Stephanie, Hilary, Eric y Ronald.

A sus setenta y cuatro años, Stephanie era la mayor. Ya había sobrevivido a Frank, su marido, que había fallecido tres años atrás. Llevaba unas gafas que le quedaban demasiado grandes, con una montura que tenía forma de alas de mariposa. A Jason solía recordarle a Dame Edna, al menos parloteaba tanto como el travestí del mundo del espectáculo. Cuanto mayor se hacía, menos parecía ser capaz de mantener la boca cerrada. Incluso ahora, Jason se sintió abrumado por la avalancha de palabras bien intencionadas que le entró por un oído y le salió por el otro. Bastó con un sucinto sí o no para responderlas.

«Por lo menos durará otro cuarto de siglo —pensó Jason—. El de las pompas fúnebres tendrá que esperarla mucho, mucho tiempo».

Con cincuenta y seis años, Hilary era la más joven de los hermanos de su padre. No hablaba tanto como su hermana, pero cuando lo hacía siempre guardaba relación con enfermedades y males imaginarios. Jason no podía recordar haber tenido una sola conversación con ella que no terminase en una lamentación acerca de su frágil estado de salud.

Se volvió hacia Eric y Ronald. Era obvio que ambos eran hermanos. Eric había sido contable. Ronald había pasado treinta años trabajando en un rancho. Ambos se habían retirado. A pesar de sus diferencias, estaban muy unidos, así que ambos tenían muchas cosas de las que hablar. Kayla y él charlaron un rato con sus tíos. Al cabo, Kayla decidió acudir en ayuda de su suegro para servir más bebidas. Jason deseaba huir del parloteo incesante de tía Stephanie y aprovechó para acompañarla.

—Kayla y yo nos encargaremos de las bebidas, papá —dijo a Edward en la cocina—. Tú ve a charlar con tus invitados.

Edward titubeó, sin embargo aceptó la propuesta y regresó al salón.

—Tía Ethel ha sido mucho más directa que de costumbre, ¿no te parece? —preguntó Kayla mientras, con cierta habilidad, llenaba cuatro vasos con soda de varios colores.

Kayla y él siempre habían coincidido en lo de tener hijos. Sus vidas se reducían a sí mismos, a sus carreras, a su libertad. Tener hijos suponía un cambio radical. ¿Querían hacerlo? ¿Estaban listos para afrontar esa responsabilidad? Durante el pasado año habían hablado noches enteras al respecto, sin alcanzar una respuesta clara en uno u otro sentido. Puesto que no habían llegado a una conclusión, la respuesta tácita fue que no iban a empezar una familia en el futuro inmediato.

Sintió la necesidad de decir a Kayla, como siempre, que no se preocupara por su tía, que era un disco rayado.

Despegó los labios para hablar, pero el recuerdo súbito de las Polaroid y los mensajes escritos por el remitente anónimo le impidieron pronunciar palabra.

Hizo un esfuerzo para reconsiderar la paternidad. No podían permitirse el lujo de posponer indefinidamente su decisión. A decir verdad, quería ser padre. Era algo que había llegado a aceptar gradualmente en las últimas ocasiones que Kayla y él habían tratado el asunto.

—Bueno —dijo—. ¿Qué te parece?

Ella le dedicó una mirada de ligero asombro.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Bueno, es posible que en parte tenga razón.

—¿Qué?

—O no, o… bueno… ya sabes, es posible. ¿No te lo parece?

—¿Qué si tiene parte de razón? ¿Tú crees que tía Ethel tiene parte de razón?

Aspiró aire con fuerza antes de pronunciar las palabras que se alineaban en el interior de su cabeza. Tal vez no habría vuelta atrás. Podía estar sentenciando a Kayla y a sí mismo a una vida de cambiar pañales, de pasar noches de insomnio, y a cualquier otra cosa que pudiera comportar tener un bebé.

—Creo que ya estoy listo.

Le salió así, a pesar de no decirlo con decisión.

Kayla abrió los ojos como platos.

—¿Lo dices en serio?

Jason asintió, quiso responder que sí, pero no hubo manera de decir palabra.

Kayla siguió mirándole, clavando en él sus ojos grandes y azules.

—¿Y tú qué me dices? —preguntó, sin más, Jason—. ¿Te gustaría ser madre?

A Kayla se le llenaron los ojos de lágrimas.

—¿Y me vienes con esto ahora, aquí? —susurró ella—. Menudo sentido de la oportunidad.

—¿Qué tiene de malo mi sentido de la oportunidad?

—Jason… —Tampoco ella encontraba las palabras adecuadas—. ¿Cómo lo organizaríamos todo? Me refiero al trabajo. Bueno, a todo en realidad.

Él rio.

—Eso aún está por verse. Estoy seguro de que antes de que debamos preocuparnos por ello tenemos que dar un paso previo. Una vez lo demos, nadie nos quita nueve meses para prepararlo todo.

Kayla siguió mirándole. De sus ojos húmedos resbaló una lágrima solitaria.

La rodeó con sus brazos y susurró a su oído:

—Tienes razón. Mi sentido de la oportunidad es un asco.

—No importa —susurró ella también—. Cualquier momento habría servido. Te quiero, Jason.

—Yo también te quiero.

Al cabo de un rato llegaron los Sheehan.

—¡Papá! ¡Mamá! —los llamó Kayla, antes de que ambos tuvieran tiempo siquiera de saludar al cumpleañero.

Cuando vio a sus padres se mostró más alegre de lo que solía, sin duda por la conversación que habían tenido en la cocina. Jason sabía que Kayla sería incapaz de mantener mucho tiempo en secreto las buenas noticias. Ella rápidamente le contó las buenas nuevas a sus padres y después el suegro de Jason se le acercó con una gran sonrisa en la cara. «Ya se lo ha contado —pensó—. Desde luego Kayla no ha perdido el tiempo».

—¿Qué tal estás, hijo? —preguntó Daniel Sheehan.

—Estupendo, papá.

—Y ¿qué haces últimamente en esa agencia de publicidad tuya?

—Bueno, no es exactamente mía, pero ahora trabajo en la campaña para un negocio de automóviles.

Después de todo Kayla había logrado mantener la boca cerrada.

La mayoría de los invitados seguía allí, y, tal como era de esperar, todos hablaron de tío Chris hasta bien entrada la madrugada. Por supuesto, tía Ethel fue la responsable de que hubiera salido el tema, para mayor incomodidad de Edward, quien no quería que el ambiente festivo se desbravara como una bebida efervescente. Por otro lado, hablar de Chris era comprensible: el dolor era reciente y aún no lo habían superado. Kayla y Jason optaron por no tomar parte en la conversación.

Además, Kayla no paraba de dar vueltas a la decisión que había tomado. Y el hecho de que finalmente hubiesen llegado a un acuerdo sirvió incluso a Jason para olvidarse un rato de las Polaroid. Dentro del Buick, sentado él en el asiento del conductor, y con ella a su lado, Kayla repasó todas las cosas que cambiarían en cuanto se quedara embarazada. ¿Podrían convertir el despacho de Jason en el cuarto del bebé? Eso supondría trasladar el escritorio al salón. Tal vez podían ganar espacio en el salón si lo ampliaban un poco, tomando un metro cuadrado del porche. ¿Acaso no podrían encargarse de ello su padre y él? Edward y Jason eran los manitas de la familia, de modo que para ellos sería pan comido, ¿o no? También expuso algunas ideas relativas a la decoración del cuarto del bebé.

Siguió totalmente absorta, dando rienda suelta a la inspiración, mientras Jason la escuchaba con una sonrisa en los labios. No hubo forma de decir una palabra, a pesar de que no se le habría pasado por la cabeza protestar. En cuanto a su mujer se le metía algo entre ceja y ceja era imposible hacerle cambiar de idea, ni siquiera cuando él se enrocaba o le dedicaba una serenata acompañada de flores y champán.

De pronto, dos luces intensas aparecieron en el retrovisor. El coche que circulaba a su espalda casi se les había echado encima y llevaba puestas las luces largas.

—Nada de colores chillones —decía Kayla—. Nos limitaremos a los tonos apagados, suaves, porque eso beneficiará al bebé…

Guardó silencio y dirigió a Jason una mirada de preocupación.

—¿Qué pasa?

Él echó un vistazo al retrovisor.

—No lo sé. Llevamos a alguien pegado detrás y tiene puestas las luces largas.

Ella volvió la vista.

—¿Qué está pasando?

Fue lo último que pudo decir antes de que se desatara el infierno de forma tan inesperada como era posible concebir. Las luces situadas detrás del Buick de la pareja cobraron si cabe mayor intensidad. El conductor del otro vehículo hundió el pie en el acelerador. Por absurdo que fuera, Jason pensó que iba a arrollarlos. Pero lo absurdo sucedió.

Tras el fuerte choque se vio empujado hacia delante. Al clavarse el cinturón de seguridad, se quedó sin aire en los pulmones. El Buick giró a la derecha. Jason aferró el volante y apretó el freno. Una hilera de árboles se dibujó ante los faros del coche. Los troncos se le antojaron mucho más recios que la chapa del vehículo.

—¡Cuidado! —gritó él, cruzando los brazos ante el rostro.

Kayla lanzó un grito.

En ese preciso instante, el Buick se abalanzó sobre el tronco de un árbol, o puede que fueran dos que estaban prácticamente pegados. Jason no pudo distinguir los detalles porque su visión quedó tapada por la bolsa gris de aire que el volante había escupido. Su cabeza golpeó el respaldo del asiento y el mundo dio vueltas a su alrededor. Aturdido, tanteó con la mano derecha a Kayla y se volvió en su dirección. El airbag también la había protegido del golpe, y dio las gracias a Dios por ello.

Ella no dijo nada. Se quedó sentada, mirándole boquiabierta y con los ojos desmesuradamente abiertos. Un fuerte olor, acre, alcanzó las fosas nasales de Jason. El olor del fuego. ¡Humo dentro del coche! Más allá del airbag vio una llamarada que se alzó por debajo del capó.

Se quedó petrificado. Tal vez estaba herido, puede que incluso le doliera algo, pero no sentía nada. No podía moverse, había perdido la sensibilidad. Kayla le gritó algo, pero qué extraño, no pudo oírlo. Un sonido similar al que hacen las campanas de un campanario lo llenaba todo. Pasó del aturdimiento al mareo. Fue como estar subido en la atracción de feria más salvaje del mundo.

Las llamas de debajo del capó cobraron intensidad y se extendieron por doquier. El incendio se le acercaba, ondulante. ¿Era posible? Se quedó sin aliento. El humo lo paralizaba. Con los ojos como platos, contempló el fuego mientras el olor acre cobraba intensidad.

Las llamas se volvieron más y más violentas.

Más y más violentas.