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EDWARD

EDWARD Evans podía pasar por un saludable hombre de cincuenta años. Llevaba el pelo canoso cortado al cepillo, no le sobraba un gramo de grasa en el cuerpo y tenía los brazos musculosos y bronceados. Pero casi había cumplido sesenta y seis años, y era algo más bajo que su hijo. Cuando entró Jason, Edward le mesuró con la mirada. Las arrugas de su rostro se acentuaron levemente.

—Te veo cansado, hijo. ¿Estás bien?

—Es que estoy cansado, papá —respondió Jason—. Ha sido uno de esos días en que nada sale a derechas.

—¿Mucho trabajo en la oficina? —aventuró su padre.

—Si sólo fuera eso… —Jason exhaló un suspiro.

Edward enarcó ambas cejas en un gesto interrogativo. Jason pensó en soltar lastre, en contarle lo de Carol, Barbara, Donald y lo de su jefe, pero al final optó por morderse la lengua. Se enorgullecía de no dar demasiada importancia a las cosas, y hubo un punto en que tomó la decisión de no llevarse jamás el trabajo a casa. Por tanto no podía faltar a sus principios, por muchas ganas que tuviese de compartir el peso.

—¿Tú qué me cuentas, papá? Mañana es tu cumpleaños. ¿Todo listo para la súper fiesta?

Su padre mantuvo unos segundos más el entrecejo arrugado.

—Te comportas como si fuera incapaz de organizar las cosas, aunque imagino que me conoces bien.

—Claro. Me refería a que si quieres que hagamos algo, ya sabes que Kayla y yo podemos hacer algunos recados o cambiar de sitio los muebles que haga falta.

—Pero si acabas de quejarte de lo ocupado que estás.

—Nunca estoy tan ocupado como para negar mi ayuda a la familia.

Su conversación había vuelto a tomar los derroteros de siempre. Jason ofrecía su ayuda, y su padre la rechazaba con tanta amabilidad como determinación.

—No tienes motivos para preocuparte por tu viejo, de verdad —aseguró Edward—. Tengo hechas todas las compras. Mañana moveré un poco los muebles, y después lo único que quedará por hacer será esperar a que lleguen los invitados. Y tú lo único que tienes que hacer es presentarte con esa encantadora Kayla tuya y dejar el resto en mis manos.

Su padre tenía razón. No había nada que pudiese hacer para ayudar. Era consciente de la fortaleza de su padre, porque él mismo sentía parte de ella en su interior. Nunca mostrar debilidad. Todo lo que puedas hacer por ti mismo, lo haces por ti mismo.

La única vez que Edward había necesitado el apoyo de su hijo fue cuando falleció su mujer, después de una temporada convaleciente tras diagnosticarle un cáncer de pulmón incurable, en los meses que siguieron a la prematura muerte de Donna, fallecida con tan sólo cuarenta y seis años.

Edward había amado a Donna. Pero llevaba nueve años muerta, y el tiempo cura muchas heridas. Había seguido adelante. Las cosas son como son, rezaba su lema. Tal vez fuera un lema simple, pero a menudo lo más sencillo es tan cierto como cualquier otra cosa.

Jason también era un hombre pragmático. Uno podía hacer que la vida fuese complicada, pero de por sí la vida no lo era. Esto preocupaba a menudo a Kayla, quien opinaba que los hombres que de vez en cuando se lamentan o lloran no son necesariamente blandos. Jason jamás lloraba. Las pocas veces que lo había hecho había salido adelante por sus propios medios, esa era su forma de hacer las cosas.

Jason admitía haber tenido una infancia feliz. Aunque su padre no había nadado en la abundancia, siempre destinó tanto como pudo para su único hijo, razón por la cual Jason acabó estudiando en la universidad de su elección y pudo graduarse en la carrera que escogió. Jason quiso «compensar» a su modo el apoyo y la confianza demostradas por sus padres.

Mientras su padre preparaba café, Jason miró por la ventana. El rico tapiz compuesto por bosques y cañones resplandecía bajo el claro azul del cielo. Su padre y él compartían la pasión por la naturaleza. Eran gente de campo, no estaban hechos para la ciudad. En Fernhill, Jason disfrutaba de su propio paisaje desde el porche, y esa era la vista que Edward había contemplado durante buena parte de su vida. También era el paisaje que planeaba contemplar el último día que pasase en esta tierra. Nunca querría trasladarse a otra parte, ni siquiera cuando ya no fuese capaz de cuidar de sí mismo. Jason sabía que cuando llegase el momento, tendría que enfrentarse a la cabezonería, a su terquedad, que también reconocía en sí mismo. Pero ya llegaría el momento de preocuparse por eso. Edward Evans era un hombre fuerte, perfectamente capaz de cuidar de sí mismo.

Apartó la vista de la ventana y aceptó la humeante taza de café que su padre le ofreció. Por un instante cruzaron la mirada. Ni sonrisas, ni ceños fruncidos, tan sólo la mirada de quienes se dicen muchas cosas sin recurrir a la palabra.

—Tu primera fiesta sin el tío Chris —dijo Jason.

—Sí —fue todo lo que dijo su padre de forma resignada.

Jason decidió no hablar de Chris, que se había ahorcado debido a un cáncer incurable pues no había podido resistir el dolor más tiempo. Acabó su café.

—Bueno, papá, entonces si todo está bajo control supongo que debería irme a casa junto a mi encantadora esposa. Nos vemos mañana.

Llegó a Canyon View media hora después. Kayla no estaba en el comedor. Olió a flores y la encontró en la bañera, de cuya densa superficie jabonosa tan sólo asomaban su cuello y su cabeza.

—Vaya, pero si mi maridito ya está en casa —dijo, alegre.

Jason se inclinó para besarla.

—Y veo que te estás dando un buen homenaje.

—Ajá. Estoy en la gloria. ¿Cómo está tu padre?

—Ah, muy bien. Lo tiene todo listo. ¿Qué tal te han ido hoy las cosas?

Ella se encogió de hombros, o más bien Jason vio borbollear un poco las burbujas a ambos lados de su cuello.

—Nada del otro mundo. Tuvimos que apartarnos de la programación prevista para hacer los envíos de vacaciones. Patrick insistió. Creo que podríamos haber esperado a mañana, pero ya sabes: el jefe ordena y manda. ¿Qué tal tú? ¿Algún progreso tangible en la campaña del rey del automóvil?

—Sí, al final logramos avanzar, gracias a Tony. De pronto esta tarde tuvo un arranque de inspiración, y al cabo de unas horas trazamos un esquema prometedor. Tengo hasta principios de la semana que viene para terminar el esbozo. Lo necesitan en producción antes de que nos vayamos de vacaciones.

—Eso es estupendo —dijo ella, enderezando la espalda—. ¿Quieres meterte? Hay sitio. Es una bañera grande, ya sabes.

Él sonrió.

—Gracias por la oferta, pero creo que voy a ir un rato a leer el periódico.

Ella se mostró decepcionada.

—¿No quieres rascarme un poco la espalda? Muy bien, allá tú. Vete. No me sirves de nada.

El correo del día descansaba, como de costumbre, junto al teléfono, en lo que habían bautizado como cesto del correo. Repasó distraído los remites de los sobres. Facturas, publicidad y un sobre de papel manila sin remite. Sólo figuraba su nombre en la parte frontal. Jason lo abrió.

La temperatura que reinaba en el vestíbulo parecía haber caído en picado cuando sacó el contenido del sobre. Era una Polaroid. El corazón empezó a latirle con fuerza. Eran tumbas, distintas de las fotografiadas en la anterior instantánea. Dio la vuelta a la Polaroid y reconoció la caligrafía.

«Crees estar vivo, pero no existes». BT

Jason se quedó clavado en el lugar. Pestañeó varias veces, intentando comprender. Las palabras parecieron alcanzarle y rebotar de inmediato, sin penetrar en su mente. Dio de nuevo la vuelta a la fotografía.

Estaba tomada desde un lugar distinto. No había puerta entre los árboles. En esa ocasión, la cámara enfocaba una especie de tumba, una estructura con forma piramidal, hecha de mármol oscuro. La pirámide era el motivo principal de la instantánea. Tras ella había más lápidas.

Dejó la fotografía y el sobre en el cesto, como si fueran explosivos. El corazón no había dejado de latirle con fuerza. Miró a su alrededor, sin saber qué estaba buscando. Tomó de nuevo el sobre. Tenía un sello normal y corriente, como el del primer envío. También aquel sobre lo había repartido el servicio postal estadounidense.

Nada que llamase la atención… Exceptuando la fotografía y el mensaje que figuraba al dorso. Pensó en aquellas palabras. Que él supiera, estaba vivo y coleando. Era la única conclusión a la que pudo llegar la última vez que se había mirado en el espejo.

¿Tal vez el remitente tenía planeado asesinarle? ¿Era eso lo que pretendía decirle con aquellas palabras? ¿Se trataba, entonces, de una amenaza de muerte? Pero ¿por qué? Repasó mentalmente las personas con quienes había reñido o a las que se había enfrentado. Nadie encajaba con el perfil que buscaba.

Pasó unos minutos así, mirando la nada. Entonces alguien le puso la mano en el hombro.