24

SEPARACIÓN

LA fecha, 18 de agosto, lo dejó sin aliento. Leer el nombre de Mike le hizo un nudo en la garganta. Y algo surgió a continuación con la contundencia de un martillazo.

Se puso a sudar, consciente de su propio olor corporal. Kayla caminaba hacia él. El modo en que arrugaba el entrecejo era visible desde la distancia.

—¿Qué sucede?

Cuando Jason no respondió, dijo:

—Estás pálido.

«¿Qué me está pasando?», quiso decir, pero no hubo forma de pronunciar aquellas palabras.

Se sentó de cuclillas y comparó la textura de la lápida con la que aparecía fotografiada en la Polaroid. Las similitudes eran evidentes. La capa de hiedra, las grietas, las irregularidades. Era la lápida que habían estado buscando.

—Mike es Maukii. Mikey —dijo con voz ronca—. Era un bebé, tan sólo tenía semanas cuando falleció el 18 de agosto. La misma fecha que sus padres, Robert y Amanda. Todos murieron el mismo día.

Kayla se sentó a su lado sin decir nada.

—He visto un grupo de personas —susurró él—. Asistentes a un funeral. Aún percibo su presencia. Siento que hay algo aquí.

Ella le miró de soslayo.

—¿De qué estás hablando?

Despegó los labios para hablar, pero volvió a cerrarlos. Negó con la cabeza.

—De todas formas no ibas a creerme. Había gente aquí. Unas veinte personas, quizá más. Vestían ropa pasada de moda. Los he visto unos instantes. Después han desaparecido. Solamente que no estoy seguro de que se hayan ido del todo, porque sigo percibiendo algo que escapa a lo normal. ¿No tienes frío?

Él se abrazó, temblando. Temblaba de frío, a pesar del calor del desierto. Kayla le miraba cada vez más boquiabierta.

—Hace un calor horroroso, Jason.

—No —insistió él—. No, no es verdad.

Apretó con fuerza la mandíbula.

—Ven, acompáñame. Nos vamos —dijo ella.

—¿Cómo vamos a irnos precisamente ahora? —protestó Jason—. Hemos encontrado lo que estábamos buscando. Esta es la lápida. Todo tiene que ver con Mike W. Chawkins. Está muerto, ya no existe. ¡Tiene que ver con él!

—Me estás asustando. Vamos, ven aquí.

Le puso una mano en el hombro, pero él se la sacudió y siguió donde estaba, acuclillado, frotándose los brazos.

—¡Mira! —dijo, enfadado—. Mira la fotografía y mira la lápida. Son la misma. Incluso tú tendrías que darte cuenta de ello.

Kayla se levantó y dio un paso atrás.

—¿Se puede saber qué te pasa?

—¡Yo soy Maukii! Esta es mi tumba. ¡La he encontrado! La gente que acabo de ver son las personas que vinieron a mi funeral. Mi propio cortejo fúnebre.

Hizo un ruido que pudo obedecer a la risa o al llanto. Ni siquiera él lo supo con seguridad.

Kayla reculó otro paso.

—Te lo digo en serio, quiero salir de aquí.

Él hizo un gesto de negación con la cabeza y rompió a sollozar. No pudo hacer nada para impedirlo, era incapaz de contenerse; estaba perdiendo la noción de lo que era real y lo que no. Era como si estuviera ebrio.

—¿Jason? ¿Has tomado tú esas fotografías?

Se quedó paralizado. De pronto había dejado de hacer ruidos, y también sus temblores habían cesado. Lentamente se volvió hacia ella.

—¿Cómo?

Kayla permaneció inmóvil entre las lápidas, como si estuviera hecha de hielo. Tenía los brazos rígidos a los costados. Su mirada era demoledora.

—Tienes dos cámaras Polaroid en casa. Tienes mano con esos aparatos.

—¿Estás chalada? —susurró, ronco.

—Pues mira, eso mismo me estaba preguntando sobre ti.

Su ira cobró la fuerza de un volcán en erupción.

—Creo que deberías volver a ponerte en manos de Mark. Tienes razón. Aquí hay algo que escapa a lo normal, pero eres tú quien no se comporta como de costumbre. Mira, llevo apoyándote desde el principio. Luego empezaste a hablar de una criatura de fuego; tienes visiones, o algo; ves cosas que no están ahí. Crees incluso estar muerto, que esta es tu tumba. Ponte en mi lugar: ¿qué se supone que debo pensar?

—Por tanto asumes que yo he preparado todo esto.

Ya no se sentía como ebrio. No podía estar más sobrio, y tampoco podría creer lo que estaba escuchando.

—Ralph dijo que moriría joven —continuó ella—. ¿De dónde sacó eso? ¿Cómo se le metió esa idea en la cabeza? Nunca lo sabré. Y eso siempre me perseguirá. Tal vez se estaba convenciendo de ello. Puede que supiera lo de su arteria. Quizá alguien le dijo que no llegaría a viejo… Yo qué sé, una adivinadora o alguien que le odiaba. Qué importa. Él creía en ello a pies juntillas. Tú crees estar muerto o que morirás en breve. Otra vez la misma historia, sólo que esta vez hay unas fotografías de por medio. Sí, puede que quieras creerlo tanto que tú mismo hayas preparado el terreno. ¿Yo qué sé? Pero sea lo que sea, no quiero tener nada que ver con ello.

Hizo un gesto brusco con el brazo y luego rompió a llorar. Las lágrimas le inundaron los ojos y hundió el rostro en las manos. Se dio la vuelta para alejarse de Jason, y después de dar unos pasos echó a correr. Él se la quedó mirando. Aturdido, de pie en la hierba que crecía sobre su tumba.

Era como si Mike W. Chawkins mirase por encima de su hombro.

A la mañana siguiente aún no habían cruzado más de unas pocas palabras.

A pesar del calor, Kayla había recorrido a pie el camino que la separaba de la Mount Peytha Inn desde el cementerio de St. James. Ya en la habitación, puso el aire acondicionado y se tumbó. Él regresó al atardecer, cuando el sol se hundía rojo tras las montañas. Estaba más calmado, había vuelto en sí. Ella también. Kayla se disculpó por las acusaciones que le había hecho relativas a las Polaroid. Dijo que carecían de sentido.

Pero no hablaron de lo que importaba. No salieron a cenar y permanecieron en la habitación del motel durante la larga noche que siguió. A la mañana siguiente nada había cambiado. Mientras se duchaba y Jason esperaba en la habitación a que se arreglara, Kayla tomó la decisión de regresar a Los Ángeles, pasara lo que pasara. Así se lo dijo cuando salió de la ducha con ademán decidido y se plantó delante de él, desnuda.

—Vuelvo a casa. ¿Te vienes?

Él negó con la cabeza, lentamente.

Las gotas de agua le resbalaban por la piel.

—Por favor —le rogó—. Vamos a ver a Mark. Él sabrá qué hacer.

—No puedo. He encontrado mi tumba. Tengo que seguir indagando.

Kayla crispó las manos en puños. Tenía que gritar, y eso fue lo que hizo.

—Ya estoy harta —gritó, ronca—. ¡Harta!

Las lágrimas volvieron a inundarle los ojos.

—Me voy, de verdad que me voy —se oyó decir.

—Kayla… —gruñó él.

Ella cerró con fuerza los ojos, mientras se clavaba las uñas en las palmas de las manos.

«Nuestro matrimonio está acabado».

Lo creía de verdad. De pronto, todo el amor que sentía por Jason agonizaba. Murió en un suspiro, igual que murió Ralph. Su lugar lo ocupó la ira que le inundaba la mente.

«Igual que tuve que olvidar a Ralph, tendré que olvidarme de esto».

Mentalmente vio de nuevo el cadáver de Ralph junto a ella en la tienda. Lejos del hospital más cercano, demasiado para ser capaz de salvarlo. Sostuvo su mano fría, muerta, y lloró.

Si él no hubiese fallecido, su vida habría sido muy diferente. Tan, tan distinta.

Ralph abrió los ojos. Una sonrisa torcida se dibujó en sus cerúleos labios exangües. «Estoy vivo, cariño. Él no, pero yo sí. ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué?».

Sintió un escalofrío. Le costaba pensar con claridad. No tenía nada a lo que aferrarse. Estaba rodeada por muertos: Ralph y Jason. La Parca los había alcanzado a ambos con la guadaña.

No sabía qué hacer. Ya no tenía una idea clara de cómo debía comportarse.

Había una bruma en el interior de su cabeza cuando se vistió y recogió la bolsa con sus efectos personales. No tardó mucho en terminar.

—Me llevo el Chrysler. Después de todo es mi coche. Tienes la tarjeta de crédito, ¿tomarás un avión?

—Ya me las apañaré para volver a casa —respondió él—. Pero no hablarás en serio, ¿verdad? ¿No irás a dejarme aquí tirado?

—Lo hago por ti. Por nosotros —respondió ella con voz débil.

Eran las diez y cuarto, el día aún era joven. Afuera había estallado una tormenta en pleno desierto. Las nubes de polvo trazaban espirales en el aire. Las hojas de palma se inclinaron ante el viento, y las plantas rodadoras se desplazaban por el terreno arenoso del aparcamiento. El sol, tan intenso como de costumbre en la frontera que separa julio de agosto, quedaba oculto a veces por las nubes de polvo que surcaban el firmamento.

Podrían haber pasado horas hablando de su decisión. Pero Kayla la había tomado y no estaba dispuesta a cambiar de idea. Jason sabía lo cabezota que podía ser cuando era necesario. Claro que él también lo era.

De modo que todo dependía de quién de ambos era más tozudo.

Tomó la bolsa y las llaves del coche.

—Me largo.

Él asintió.

—Siento haberte gritado ayer en el cementerio. Estaba trastornado.

—¿Vienes?

Era la tercera vez que se lo preguntaba. Y la última.

—Tengo que investigar a los Chawkins. Quiénes eran. Cuál fue el motivo de su muerte.

—O sea, que vas a quedarte. —Suspiró.

—He encontrado una pista, así que no tengo otra opción —dijo él—. Y quiero averiguar qué me pasa. De dónde provienen todas esas alucinaciones.

—Precisamente una de las cosas con las que Mark podría ayudarte.

Jason se miró la punta de los pies.

—Más adelante. Ahora estoy aquí en el centro de todo. Y una cosa te digo: antes del 18 de agosto debo desenmascarar al fotógrafo. Tengo que asegurarme de que nada terrible suceda ese día.

—Ya, bueno. Pues me voy.

Kayla se dirigió hacia la puerta.

—Kayla.

Se volvió una última vez.

—Ten cuidado, por favor. Prefería que no estuvieras sola en casa. Nunca se sabe. Ve a casa de Simone.

—Ya veré qué hago. Ten cuidado tú también. No me importa que sepas que no me gusta la idea de dejarte aquí solo.

Él sonrió.

—Soy un chicarrón. Sabré cuidar de mí mismo.

Kayla pensó en darle un beso de despedida, pero al final optó por no hacerlo. Abrió la puerta y salió a la hiriente tormenta de arena, y anduvo en dirección al Chrysler.

Una vez dentro del vehículo, puso en marcha el motor y retrocedió en el aparcamiento sin dejar de mirarle. Jason, recortado en el marco de la puerta, se dirigió entonces hacia la pared baja que rodeaba el motel.

Kayla enfiló la carretera y siguió mirando a Jason por el retrovisor hasta que ya no pudo verlo.

Momento en que se secó las lágrimas.