Hay pocas noticias sobre los orígenes, de La tempestad. La fecha misma de su representación se ignora. Lo seguro, sin embargo, es que fue una de las últimas producciones de Shakespeare. Acerca de sus fuentes han divagado por extenso los eruditos. Un Mr. Collins, de Chichester, que vivía a finales del siglo XVIII, aseveró que nuestro dramaturgo debió de inspirarse al trazar su comedia inmortal en una novela intitulada Aurelio e Isabela, que hacia 1580 corría en italiano, en francés, en inglés y en español. Otros, no menos gratuitamente, apoyan a Collins añadiendo que la novela en cuestión era italiana y que no ha llegado a nuestros días.

Malone fija la data de la composición en 1612. Theobald la rebaja tres años, y advierte que no pudo ser antes, pues las islas Bermudas (tan temidas entonces por los marinos) a que hace referencia Ariel no fueron conocidas por los ingleses sino a partir de 1609. Es error probado, por cuanto existe una descripción de las Bermudas en un folio 1600, bajo la firma de Hackluyt.

Tiénese hoy por verosímil que La tempestad hubo de escribirse para alguna festividad nupcial. Nuestra opinión es que tal vez se presentase privadamente. La «Mascarada» del acto cuarto corrobora la sospecha. El comentarista Holt cree que el matrimonio a que el autor desea tantas venturas por boca de Juno y de Ceres podría ser el del joven conde de Essex, que se casó en 1611 con lady Frances Howard, esponsales arreglados desde 1606 y diferidos por los viajes del conde o quizá por la mocedad de los contratantes. En la escena aludida hay una insistencia de mucha significación en la castidad que han prometido guardarse los jóvenes esposos hasta el completo cumplimiento de todas las ceremonias necesarias.

Entre las muchas curiosidades de La tempestad, algunas de ellas señaladas en las notas que acompañaban a esta versión, son interesantísimas unas frases tomadas de los Essais de Montaigne. La aparición de los célebres Discursos revolucionó la literatura europea. En España los conoció primeramente —como tantas y tantas maravillas— el gran don Francisco de Quevedo, que los citó, comentó y parafraseó en dos de sus mejores obras, en el Epicteto y Focilides en español (en la parte final dedicada a la Defensa de Epicuro) y en la Vida de Marco Bruto. Traducidos al alemán y al italiano (más tarde lo fueron al español por Feijoo), imponíase el traslado inglés. En la corte de Ana de Dinamarca, esposa de Jacobo I, vivía en calidad de gentilhombre ordinario de la cámara, Giovanni Florio, un librepensador cultísimo, posesor de cuatro idiomas, que escribía con facilidad el inglés. Él tradujo los Ensayos, entre otras obras literarias. Parece que hubo cierta enemistad entre Florio y Shakespeare y que éste lo ridiculizó en el tipo de «Holofernes» de Love’s, labour’s, lost, a pesar de que el italiano fue preceptor del joven Enrique Whriothesly, íntimo de nuestro dramaturgo. Pero Shakespeare devoró la versión de los Essais, hizo del volumen su libro de cabecera, que hoy puede verse en el Museo Británico con la fecha trazada de su puño (1603), su firma William Shakespeare y sus notas. Y no sólo él, sino también Ben Jonson. Desde que nuestro poeta lee a Montaigne (que, según Quevedo, quien por verle dejare de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca), una transformación profunda se opera en él. Los pensamientos son más hondos, la filosofía más elevada. En infinitos pasajes del príncipe de los dramaturgos se ve entre líneas disimulado al ensayista francés…

En La tempestad, todo lo que expone el viejo Gonzalo, sobre su república ideal se halla tomado a la letra de la versión de Florio, del capítulo de los Cannibales, y de aquí el anagrama Calibán (Caníbal) con que Shakespeare bautizó al íncubo.

Otra de las curiosidades, no menos significativas, de La tempestad, es su regularidad en cuanto a las unidades aristotélicas. La obra es ligera, sencilla, diáfana, de trazos móviles y transparentes, como los espíritus de que se circuye. El estilo participa de la magia de la comedia. Figurado, vaporoso, de imágenes vagas, de impresiones fugitivas. En la traducción sufre mucho el matiz original. El lenguaje de Calibán no hay manera de reproducirlo. Da exactamente la sensación de un idioma extraño, sobrehumano, hechiceresco. Somete a tortura a un habla. En ninguna producción shakespeariana se da tan raro fenómeno. No aparecen juegos de voces. Todo es sobrio, jugoso, limpio, fantástico, elegante, feérico, en una palabra, de atmósfera por encima de la Naturaleza, pero sin abandonar la razón.

Como dice el viejo Gonzalo, lleno de asombro por los encantos que le circundan al llegar a la isla, no sabemos si todo esto es o no real…

LUIS ASTRANA MARÍN.