EPÍLOGO

Ahora quedan rotos mis hechizos

y me veo reducido a mis propias fuerzas,

que son muy débiles. Ahora, en verdad,

podríais confinarme aquí

o remitirme a Nápoles. No me dejéis,

ya que he recobrado mi ducado

y perdonado al traidor,

en esta desierta isla, por vuestro sortilegio,

sino libradme de mis prisiones

con el auxilio de vuestras manos.

Que vuestro aliento gentil hinche mis velas,

o sucumbirá mi propósito,

que era agradaros. Ahora carezco

de espíritus que me ayuden, de arte para encantar,

y mi fin será la desesperación,

a no ser que la plegaria me favorezca,

la plegaria que conmueve, que seduce

a la misma piedad, que absuelve toda falta.

Así, vuestros pecados obtendrán el perdón,

y con vuestra indulgencia vendrá mi absolución[24].

FIN