Ante la gruta de Próspero
Entran PRÓSPERO, con su vestido mágico, y ARIEL
PRÓSPERO.— Mi proyecto va tocando ahora a su fin. Mis encantos no pierden su poder; obedecen mis espíritus, y este período crítico de mi vida se cumple a tenor de mis deseos. ¿En qué hora estamos?
ARIEL.— En la sexta, hora en que, según me habéis dicho, señor, terminarían nuestros trabajos.
PRÓSPERO.— Así lo dije la vez primera que promoví la tempestad. Dime, genio mío, ¿cómo se hallan el rey y sus compañeros?
ARIEL.— Encerrados juntos, tal y como me lo hubisteis de ordenar, y en el mismo estado en que vos los dejasteis. Todos están presos, señor, en el bosquecillo de limoneros que resguarda vuestra gruta. No les es posible escaparse hasta que les otorguéis la libertad. El rey, su hermano y el vuestro están los tres entregados a la desesperación. Y los restantes, desolándose por su cuenta, sucumben de dolor y de pesar, particularmente el que vos llamáis «el buen viejo señor Gonzalo». Las lágrimas corren a lo largo de su barba como lluvia de invierno sobre los tallos de las cañas. Vuestros hechizos han obrado sobre ellos tan fuertemente, que si ahora los contemplarais os moverían a compasión.
PRÓSPERO.— ¿Lo crees así, espíritu?
ARIEL.— Yo me apiadaría de ellos, señor, si fuese humano.
PRÓSPERO.— Es lo que voy a hacer. Tú, que no eres más que aire, tienes la sensación, el sentimiento de sus aflicciones, y, ¿yo no he de compartirlas, siendo uno de su especie: yo, que me apasiono tan vivamente como ellos, no he de compadecerme como tú? Aunque herido en el alma por sus crueles maldades, mi noble corazón, sin embargo, sabrá templar mi cólera. Más elevado mérito se alberga en la virtud que en la venganza. Pues ellos se arrepienten, he llegado al fin de mi proyecto y no lo sobrepasará un fruncimiento de cejas. Anda, ponlos en libertad, Ariel. Romperé mis encantos, restituiré su razón y los devolveré a sí mismos.
ARIEL.— Voy a buscarlos, señor. (Sale.)
PRÓSPERO.— Sílfides de las colinas, de los riachuelos, de los lagos nemorosos y de los bosquecillos; y vosotras, las que, sin dejar en las arenas huella de vuestras plantas[21], perseguís a Neptuno cuando se retira y le huís cuando retorna; vosotros, duendecillos, que al claro de la Luna trazáis esos círculos de hierbas amargas que la oveja no quiere pacer[22]; y vosotros, cuya ocupación consiste en hacer brotar los hongos a medianoche, que os regocijáis al oír el solemne toque de queda, con cuya ayuda —aunque sois débiles maestros— he oscurecido el Sol a mediodía, despertado los vientos procelosos y levantado una guerra rugiente entre el verdoso mar y la bóveda azulada. He inflamado el trueno de fragor espantable y hendido la robusta encina de Júpiter con su propio rayo. Conmoví los promontorios sobre sus sólidas bases y arranqué de raíz el pino y el cedro. A mi mando se han abierto las tumbas, han despertado a sus durmientes, y les han dejado partir, gracias a mi arte potentísimo. Pero aquí abjuro de mi negra magia; y cuando haya conseguido una música celeste —como ahora reclamo— para que el hechizo aéreo obre según mis fines sobre los sentidos de esos hombres, romperé mi varita mágica, la sepultaré muchas brazas bajo tierra, y a una profundidad mayor de la que pueda alcanzar la sonda sumergiré mi libro. (Música solemne.)
Entra de nuevo ARIEL. Detrás, ALONSO, haciendo muecas frenéticas, seguido de GONZALO. Luego, SEBASTIÁN y ANTONIO, de igual suerte, acompañados de ADRIÁN y FRANCISCO. Todos penetran en un círculo trazado por PRÓSPERO y en él permanecen bajo el encanto. PRÓSPERO los contempla y habla
PRÓSPERO.— (A ALONSO.) ¡Que una melodía solemne, el mejor reconfortante para una imaginación desarreglada, calme tu cerebro, ahora inútil, lo encaje en tu cráneo! ¡Permaneced ahí, pues os halláis inmovilizado por el hechizo!… Virtuoso Gonzalo, honorable varón, mis ojos, asociados al espectáculo de tus lágrimas, vierten lágrimas fraternales. El encanto se disipa poco a poco; y como la mañana se introduce furtivamente en la noche, disolviendo las tinieblas, así sus sentidos se despiertan, comenzando a arrojar los vapores de la ignorancia que oscurecían la claridad de su razón… ¡Oh buen Gonzalo, mi verdadero salvador y leal guardián de aquel a quien acompañaste, quiero pagar tu sacrificio al retorno, así en palabras como en obras!… Alonso, nos has tratado con la mayor crueldad a mí y a mi hija. Tu hermano fue cómplice en la acción… ¡Ya estás castigado, Sebastián!… ¡Vos, mi carne y mi sangre, mi hermano, que poseído de la ambición, ahogasteis el remordimiento y la naturaleza; que con Sebastian (cuyas torturas secretas son por ello más grandes) quisisteis aquí asesinar a vuestro rey, por desnaturalizado que seas, te perdono!… Sus inteligencias comienzan a flotar; la marea que se aproxima cubrirá pronto las riberas de su razón, que todavía permanecen infectas y fangosas. Ninguno hasta el presente me ha mirado ni reconocido… —Ariel, ve a buscarme el sombrero y la espada que están en la gruta… (Sale ARIEL.) Voy a cambiar de vestidos y a presentarme como era en otro tiempo en Milán… —¡Apresúrate, espíritu; bien pronto serás libre!
Nuevamente torna a entrar ARIEL, cantando, y ayuda a PRÓSPERO a vestirse
ARIEL.—
Donde prende la abeja, allí prendo yo.
Poso en la campanilla de una primavera.
Allí me recojo, cuando grita el búho.
Vuelo sobre el dorso del murciélago,
después del verano, alegremente.
Alegremente, alegremente, viviré ahora,
bajo el capullo que pende del tallo.
PRÓSPERO.— ¡Bravo, mi gentil Ariel! ¡Mucho te echaré de menos; pero, no obstante, serás libre!… Así, así, así… Corre al navío del rey, invisible como estás. Allí encontrarás a los marineros durmiendo bajo las escotillas. Una vez despiertos el capitán y el contramaestre, condúcelos aquí y lo más rápidamente posible, te ruego.
ARIEL.— Beberé los vientos delante, y estaré de vuelta antes que vuestro pulso dé dos pulsaciones.
GONZALO.— ¡Tormentos, turbaciones, asombros, estupefacción, todo revuelto, residen aquí! ¡Que algún poder celestial nos saque de esta espantosa isla!
PRÓSPERO.— ¡Contempla, soberano rey, a Próspero, el ultrajado duque de Milán! Para mayor seguridad de que es un príncipe viviente quien te habla, te estrecho en mis brazos y te doy una cordial bienvenida a ti y a tus compañeros.
ALONSO.— Si lo eres o no, o alguna forma encantada para abusar de mí, como ya he observado, lo ignoro. Tu pulso late como si fuera de carne y sangre, y desde que te he visto se mejora la aflicción de mi alma, con lo cual temo que se apodere de mí la locura. Todo esto —si verdaderamente ha sucedido— es una extraña historia. Renuncio a tu ducado y te ruego me perdones mis faltas… Pero ¿cómo es posible que Próspero viva y esté aquí?
PRÓSPERO.— (A GONZALO.) ¡Primero, noble amigo, déjame estrechar tu vejez, cuyo honor no puede medirse ni aquilatarse!
GONZALO.— Sea esto o no un sueño, no podría jurarlo.
PRÓSPERO.— Os halláis aún bajo ciertas fascinaciones de la isla, lo que os impide creer en la realidad de las cosas… —¡Sed todos bienvenidos, amigos!… (Aparte a SEBASTIÁN y ANTONIO.) En cuanto a vos, mi par de señores, si quisiera podría atraer hacia vos la cólera de Su Alteza y desenmascararos como traidores; por el momento nada he de contarle.
SEBASTIÁN.— (Aparte.) El diablo habla por él.
PRÓSPERO.— No… (A ANTONIO.) Respecto de vos, el más malvado de todos, a quien no podría llamar hermano sin infectar mi boca, te perdono tu más negra infamia, todas las infamias, y reclamo de ti mi ducado, que estarás, según creo, dispuesto a devolverme.
ALONSO.— Si eres Próspero, danos detalles de tu salvación. Cuéntanos cómo nos has hallado aquí a nosotros, que hace tres horas naufragamos sobre esta ribera, donde he perdido —¡cómo me desgarra el alma su recuerdo!— a mi querido hijo Fernando.
PRÓSPERO.— Lo siento, señor.
ALONSO.— La pérdida es irreparable, y la paciencia me dice que nada la puede calmar.
PRÓSPERO.— Más bien pienso que no habéis implorado su auxilio. Yo reclamé la ayuda de su dulce gracia para una pérdida semejante y reposo contento.
ALONSO.— ¿Vos una pérdida semejante?
PRÓSPERO.— Tan grande para mí y tan reciente como la vuestra, y para ayudarme a soportar tan querida falta tengo medios muchos más débiles que los que vos podéis llamar para que os conforten. Porque yo he perdido mi hija.
ALONSO.— ¿Una hija? ¡Oh cielos! ¡Que no estuvieran ambos, vivos, en Nápoles y fuesen allí el rey y la reina! Por ello desearía hallarme sepulto en el fangoso lecho donde descansa mi hijo. ¿Cuándo habéis perdido a vuestra hija?
PRÓSPERO.— En la última tempestad. Noto que estos señores se hallan tan estupefactos por el encuentro, que pierden la razón, y a duras penas dan crédito al testimonio de sus ojos, ni se imaginan que mis palabras son humanas. Pero sea cual fuere la turbación de vuestros sentidos, tened por seguro que soy Próspero y el duque mismo que fue expulsado de Milán, quien desembarcó de la manera más extraña en esta ribera donde habéis naufragado, para convertirse en su dueño. Pero no hablemos más del asunto; porque es una crónica para narrarse a diario, no una relación de sobremesa, ni conveniente a esta primera entrevista. Sed bien venido, monarca. Esta gruta es mi corte. Aquí tengo escasos servidores, y afuera ningún crédito. Contempladla, os ruego. Ya que me habéis restituido mi ducado, quiero indemnizaros con un rico presente, o, al menos ofreceros un espectáculo maravilloso que os causará tanto placer como a mí vuestra restitución.
Ábrese la entrada de la gruta y aparecen FERNANDO y MIRANDA jugando al ajedrez
MIRANDA.— Dulce dueño, me hacéis trampas.
FERNANDO.— No, mi carísimo amor; no las haría por lo que vale el mundo.
MIRANDA.— Sí; porque yo os lo permitiría por una veintena de reinados, y lo calificaría de juego limpio.
ALONSO.— Si es también una visión de la isla, habré perdido dos veces a mi adorado hijo.
SEBASTIÁN.— ¡Es el milagro más portentoso!
FERNANDO.— ¡Aunque los mares amenacen, tienen misericordia! ¡Los he maldecido sin causa! (Postrándose ante ALONSO.)
ALONSO.— ¡Ahora, que todas las bendiciones de un padre venturoso lo circunden! Levántate y dime cómo estás aquí.
MIRANDA.— ¡Oh prodigio! ¡Qué arrogantes criaturas son estas! ¡Bella humanidad! ¡Oh espléndido mundo nuevo, que tales gentes produce!
PRÓSPERO.— Nuevo, en efecto, es para ti.
ALONSO.— ¿Quién es esta joven con quien jugabas? Vuestras antiguas relaciones no deben de remontarse a tres horas. ¿Es la divinidad que nos ha separado y nos reúne ahora?
FERNANDO.— Señor, es mortal; pero por una inmortal Providencia es mía. La elegí cuando no podía solicitar de mi padre el consentimiento, ni contaba con él ya. Es hija de este famoso duque de Milán, de quien oí hablar tantas veces, pero a quien no conocí hasta ahora; de quien he recibido una segunda vida y a quien considero mi segundo padre por esta joven.
ALONSO.— Y yo el suyo. Pero ¡oh!… ¡Qué tremendo para mí el que haya que pedir perdón a mi hija por el pasado!
PRÓSPERO.— Deteneos ahí, señor. No carguemos nuestros recuerdos con pesadumbres idas.
GONZALO.— ¡A no vedármelo mis lágrimas internas, hubiera hablado ya! ¡Inclinad vuestras miradas, dioses, y esparcid sobre esta pareja una corona de bendiciones! Porque habéis sido vos quien ha trazado la senda que nos ha conducido aquí.
ALONSO.— Yo digo amén, Gonzalo.
GONZALO.— ¿Fue Milán expulsado de Milán para que su descendencia reinase en Nápoles? ¡Oh! ¡Que nuestras alegrías rebasen las alegrías ordinarias y escríbase esto en letras de oro sobre columnas imperecederas! En un viaje, Claribel ha encontrado marido en Túnez, y Fernando, su hermano, una esposa donde él propio se había perdido; Próspero, su ducado en una isla miserable, y todos nosotros a nosotros mismos, cuando ningún hombre se pertenecía.
ALONSO.— (A FERNANDO y MIRANDA.) ¡Dadme las manos! ¡Que la tristeza y el pesar aprieten el corazón de los que no deseen vuestra ventura!
GONZALO.— ¡Así sea! ¡Amén!
Vuelve a entrar ARIEL con el CAPITÁN y el CONTRAMAESTRE, que le siguen, dando señales de estupefacción
GONZALO.— ¡Oh, mirad, señor! ¡Mirad, señor! He ahí más de los nuestros. Profeticé que si había una horca en tierra no se ahogaría ese camarada. —Ahora, blasfemo, que jurabas a bordo por la menor cosa, ¿no te ha quedado ningún juramento para la orilla? ¿Qué hay de nuevo?
CONTRAMAESTRE.— La mejor novedad es que hemos hallado sanos y salvos al rey y a su comitiva. La otra es que nuestra nave —que hace tres arenas creímos hecha pedazos— se halla intacta, carenada y provista de todos sus aparejos como la primera vez que nos hicimos a la mar.
ARIEL.— (Aparte a PRÓSPERO.) Señor, he realizado todo ello desde que partí.
PRÓSPERO.— (Aparte a ARIEL.) ¡Oh mi hábil Ariel!
ALONSO.— Estos acontecimientos no son naturales. Vamos de extrañeza en extrañeza. —Decid, ¿cómo habéis venido aquí?
CONTRAMAESTRE.— Si creyera, señor, estar bien despierto, procuraría contároslo. Estábamos muertos de sueño, y —como es lo que ignoramos— aprisionados bajo las escotillas, cuando, de repente, unos ruidos tan extraños como diversos, de rugidos, gritos, ladridos, choques de cadenas y toda clase de alborotos horribles nos despertaron. Acto seguido nos encontramos en libertad, y volvimos a ver, en su posición, aparejado, nuestro real, excelente y arrogante navío. Nuestro capitán, a vista de ello, ha brincado de alegría, y en un abrir y cerrar de ojos, como en un sueño, si os place, nos hemos visto separados unos de otros y después conducidos aquí, todos aturdidos.
ARIEL.— (Aparte a PRÓSPERO.) ¿Ha estado bien hecho?
PRÓSPERO.— (Aparte a ARIEL.) ¡Perfectamente, presuroso espíritu! ¡Serás libre!
ALONSO.— Éste es el más asombroso dédalo en que se hayan extraviado los hombres, y hay en todo este asunto algo más de lo que corresponde a las vías de la Naturaleza. Será preciso un oráculo para rectificar nuestro pensamiento.
PRÓSPERO.— Señor, soberano mío, no os torturéis el ánimo pretendiendo buscar la causa de la extrañeza de este negocio. En un momento de oportunidad, que no está lejano, os explicaré cada uno de los accidentes sobrevenidos que, aunque sorprendentes, os parecerán sencillos. Hasta entonces, mostraos satisfecho y pensad que todo está bien. (Aparte a ARIEL.) Ven aquí, espíritu. Liberta a Calibán y a sus compañeros. Deshaz el encanto. (Sale ARIEL.) ¿Cómo se encuentra mi bondadoso señor? Entre vuestros compañeros faltan todavía algunos pícaros de quienes no os acordáis.
Entra nuevamente ARIEL, trayendo a CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO, tocados con las vestiduras robadas
ESTEBAN.— Que cada cual se preocupe de los demás y nadie cuide de sí propio, porque todo depende del Destino. —¡Coraggio, fanfarrón, monstruo! ¡Coraggio!
TRÍNCULO.— Si me son fieles estos espías que traigo en la cabeza, aquí hay un estupendo espectáculo.
CALIBÁN.— ¡Oh Setebos! ¡Bravos espíritus, en verdad! ¡Qué lindo está mi amo! ¡Mucho temo que me castigue!
SEBASTIÁN.— ¡Ja, ja! ¿Qué individuos son éstos, mi señor Antonio? ¿Están en venta?
ANTONIO.— Muy posible. Uno de ellos es verdaderamente un pez, y, a no dudar, mercable.
PRÓSPERO.— Mirad, señor, el aspecto de estos hombres y decidme ahora si son honrados… —Este tuno deforme tenía por madre a una bruja, cuyo dominio era tal que influenciaba la Luna, hacia subir y bajar las mareas y asumía sus funciones sin hallarse revestida de su poder. Los tres me han robado; y este medio demonio —pues es bastardo de uno— había tramado con ellos quitarme la vida. Dos de estos galanes debéis reconocerlos como de los vuestros; este objeto de las tinieblas lo reconozco yo como mío.
CALIBÁN.— ¡Voy a ser punzado hasta morir!
ALONSO.— ¿No es éste Esteban, mi despensero borracho?
SEBASTIÁN.— ¡Está ebrio ahora! ¿Dónde habrá encontrado vino?
ALONSO.— ¡Y Trínculo se tambalea! ¿Dónde han podido hallar el gran licor que así les ha dorado?[23] —¿Cómo estás en ese estado?
TRÍNCULO.— Estoy convertido en esta especie de salmuera desde la última vez que os vi. Temo hallarme en confite hasta los huesos. No me importan las picaduras de las moscas.
SEBASTIÁN.— ¡Hola! ¿Qué hay, Esteban?
ESTEBAN.— ¡Oh! ¡No me toquéis! ¡No soy Esteban! ¡Sólo soy un calambre!
PRÓSPERO.— ¿Querías ser rey de la isla, pícaro?
ESTEBAN.— Hubiera sido entonces un rey estupendo.
ALONSO.— (Señalando a CALIBÁN.) ¡Es el ser más extraño que he visto en mi vida!
PRÓSPERO.— Sus costumbres son tan monstruosas como su figura. Id a mi gruta, tuno, con vuestros compañeros. Si queréis obtener mi perdón, arregladla cuidadosamente.
CALIBÁN.— Sí, lo haré; y desde hoy en adelante seré más razonable y buscaré vuestra complacencia… —¡Qué séxtuple asno era, al tomar por un dios a este borracho e inclinarme ante este idiota lúgubre!
PRÓSPERO.— ¡Vamos, aprisa!
ALONSO.— ¡Fuera de aquí, y dejad esos pingajos donde los habéis hallado!
SEBASTIÁN.— O, más bien, robado. (Salen CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO.)
PRÓSPERO.— Señor, invito a Vuestra Alteza y su séquito a mi humilde gruta, donde podréis descansar esta noche; y donde —una parte de ella— os haré tales relatos, que, a no dudar, transcurrirá con rapidez. Os contaré la historia de mi vida, los accidentes particulares sucedidos desde mi llegada a esta isla; y a la madrugada os conduciré a vuestro navío y luego a Nápoles, donde espero presenciar las bodas solemnes de nuestros caros enamorados. En seguida me retiraré a Milán, donde, de cada tres de mis pensamientos, uno se consagrará a mi tumba.
ALONSO.— Me impaciento por escuchar la historia de vuestra vida, que resonará maravillosamente en mis oídos.
PRÓSPERO.— Os lo relataré todo. Y os prometo una mar tranquila, vientos favorables y velas tan rápidas, que pronto habréis rebasado a vuestra real flota… (Aparte a ARIEL.) Mi Ariel, mi polluelo, éste es tu servicio. ¡Inmediatamente recobra en los elementos tu libertad, y adiós!… Acercaos, si os place. (Salen.)