ACTO CUARTO

ESCENA ÚNICA

Ante la gruta de Próspero

Entran PRÓSPERO, FERNANDO y MIRANDA

PRÓSPERO.— Si os he castigado con demasiada severidad, el precio que recibís repara largamente vuestras fatigas; pues os entrego el hilo de mi propia existencia, es decir, aquello por lo cual vivo. Una vez más la deposito en tus manos. Todas las vejaciones que te he impuesto eran para probar tu amor, y has salido maravillosamente de la prueba. Aquí, ante el cielo, ratifico mi precioso don. ¡Oh Fernando! No te rías de las alabanzas que le he dirigido, pues tú mismo hallarás que supera a todos los elogios y los deja muy atrás.

FERNANDO.— Lo creo, contra lo que pueda sostener un oráculo.

PRÓSPERO.— Recibe, pues, mi hija como un presente mío y como una adquisición que dignamente has conquistado. Pero si rompes su nudo virginal antes de que se celebren todas las ceremonias santas, según los sagrados ritos, en vez de que el cielo deje caer un dulce rocío para que florezca vuestra unión, el odio estéril, el desdén de áspera mirada y la discordia sembrarán el enlace de vuestro lecho de zarzas tan punzantes, que los dos acabaréis por detestarlo. Esperad, por consiguiente, que os ilumine la lámpara de Himeneo.

FERNANDO.— Así como aguardo que semejante amor me proporcione días tranquilos, una hermosa descendencia y una dilatada vida, el antro más oscuro, el lugar más propicio, la sugestión más fuerte de nuestro más malvado genio no convertirán nunca mi amor en lascivia, para adelantar al placer de la celebración de nuestros esponsales, en cuyo día me parecerá que los corceles de Febo se han abatido, o que la Noche está encadenada en el infierno.

PRÓSPERO.— Bien dicho. Entonces siéntate y habla con ella. Te pertenece… —¡Eh, Ariel! ¡Mi ingenioso servidor Ariel!

Entra ARIEL

ARIEL.— ¿Qué desea mi poderoso dueño? Aquí estoy.

PRÓSPERO.— Tú y los compañeros a quienes mandas habéis ejecutado a maravilla mis últimas órdenes, y tengo necesidad de vuestros servicios para otra empresa semejante. Conduce aquí, a este sitio, la turba de genios sobre la cual te he dado poder; incítalos a ponerse rápidamente en movimiento, pues tengo que ofrecer a los ojos de esta joven pareja una manifestación de mi arte. Se la he prometido y la aguardan.

ARIEL.— ¿En seguida?

PRÓSPERO.— En un abrir y cerrar de ojos.

ARIEL.— Antes de que podáis decir ven y ve, y respirar dos veces, o de gritar vamos, vamos, cada uno, pisándose los talones, se hallará aquí haciendo muecas y ademanes. ¿Me estimáis, señor? ¿No?

PRÓSPERO.— Extremadamente, mi delicado Ariel. No te aproximes hasta que te llame.

ARIEL.— Bien; comprendo. (Sale.)

PRÓSPERO.— Mira, sé sincero. No des rienda suelta a tus apetitos. Los juramentos más fuertes son paja para la hoguera de la sangre. ¡Guarda más circunspección o, de lo contrario, despedíos de vuestra promesa!

FERNANDO.— Os lo garantizo, señor. Esta blanca y fría virginidad es una nieve sobre mi corazón que templa el ardor de mi sangre.

PRÓSPERO.— Bien… Llégate ahora, Ariel mío. Conduce un exceso de espíritus, que sobren más bien que falten. ¡Apareced sin tardanza! —¡Quieta la lengua! ¡Sed todo ojos! ¡Silencio!… (Suena repentinamente la música.)

MASCARADA

Entra IRIS

IRIS.—

Ceres, benéfica diosa, deja tus fértiles campos

de candeal, de centeno, de cebada arveja, avena y guisantes;

tus montes encespedados, donde pastan los corderos,

y las amplias praderas de mala hierba, donde tienen su aprisco,

tus bancales bordeados de peonías y lirios,

que el esponjoso Abril hace brotar a tu mandato,

para tejer castas coronas a las glaciales ninfas; y tus boscajes de retama

cuya sombra apetece el preterido soltero,

al ser engañado por su amada; tus vides enrolladas en torno a los rodrigones;

y tus marítimas márgenes, estériles y erizadas de rocas

donde tú mismo vas a refrescarte. La reina del cielo,

de quien soy el arca líquida y la mensajera,

te ordena que lo abandones todo, y con tu gracia soberana,

aquí, sobre este musgo, en este mismo sitio,

vengas y retoces. Sus pasos avanzan vigorosamente.

Acércate, rica Ceres, para recibirla.

Entra CERES

CERES.—

¡Salve, mensajera de mil colores, que jamás

desobedeciste a la mujer de Júpiter;

que, con tus alas de azafrán, sobre mis flores

esparces gotas de miel, lluvias refrescantes;

y, con cada extremo de tu arco azul, coronas

mis setos vallados y mis planicies sin vegetación,

rica franja de mi orgullosa tierra! ¿Por qué tu reina

me invita de tan lejos a este césped de musgo corto?

IRIS.—

Para celebrar un enlace de verdadero amor

y recompensar libremente con alguna donación

a los bendecidos amantes.

CERES.— Dime, arco celeste,

¿sabes tú si Venus o su hijo

aguardan ya a la reina? Desde que maquinaron

los medios de entregar mi hija al sombrío Plutón,

a la escandalosa compañía de ella y su hijo ciego

he renunciado.

IRIS.— De su sociedad

no tengáis miedo. He encontrado a esa diosa

hendiendo las nubes hacia Pafos, y a su hijo

que iba con ella en un carro tirado por palomas. Creían poder arrojar

algún sortilegio libertino sobre este varón y esta doncella,

que han jurado no cumplir el rito nupcial

hasta que los ilumine la antorcha de Himeneo; pero en vano;

la ardorosa concubina de Marte ha partido de nuevo;

y su vástago irascible ha roto sus flechas,

jurando no lanzarlas jamás; sino que se entretendrá con los gorriones,

a la manera de un niño.

CERES.— La más alta reina del Olimpo

la grande Juno, viene. La conozco en sus pasos.

Entra JUNO

JUNO.— ¿Cómo está mi bondadosa hermana? Ven conmigo a bendecir esta pareja para que puedan ser prósperos y se honren con progenie.

CANCIÓN

JUNO.— ¡Honor, riquezas, unión bendita,

larga vida y progenitura

os circunden alegres hora a hora!

Juno canta sus bendiciones sobre vosotros.

CERES.—

¡Que los frutos de la tierra, la abundancia,

vuestras granjas y graneros nunca se vean vacíos;

que se acrecienten las viñas con los racimos compactos;

que se curven las plantaciones bajo el peso de su rendimiento;

que la primavera llegue para vosotros lo más tarde

al final de la cosecha!

¡Que la escasez y la necesidad no os aflijan nunca!

Tales son las bendiciones de Ceres.

FERNANDO.— ¡Portentosa visión! ¡Armonioso encantamiento! ¿Seré temerario al suponerles espíritus?

PRÓSPERO.— Espíritus que gracias a mi arte he hecho salir del fondo de sus retiramientos para que obedezcan hoy a mi fantasía.

FERNANDO.— ¡Dejadme vivir aquí siempre! ¡Un padre, una esposa tan maravillosamente raros hacen de este lugar un paraíso! (JUNO y CERES cuchichean y envían a IRIS a ejecutar una orden.)

PRÓSPERO.— ¡Chist! ¡Silencio ahora!… Juno y Ceres cuchichean con aire formal. Queda todavía algo por ver. Chitón y permaneced mudos, o de lo contrario se romperá el hechizo.

IRIS.—

Ninfas, llamadas náyades, de los errantes arroyuelos,

las de coronas de juncos y miradas inocentes,

abandonad vuestras lindes ondulantes y sobre este césped

responded a vuestro cometido. Juno os lo ordena.

Venid, castas ninfas, y ayudad a la celebración

de un enlace de amor verdadero. No tardéis.

Entran varias NINFAS

IRIS.—

Segadores soliabrasados, fatigados del agosto,

venid de vuestros surcos y apareced alegres;

festejad este día. Calaos vuestros sombreros de paja de centeno,

que estas tiernas ninfas bailarán con vosotros

una danza campestre.

Entran diversos SEGADORES, con sus vestidos típicos, y se reúnen con las NINFAS en una graciosa danza. Hacia el fin, PRÓSPERO se estremece de improviso y habla. Hecho lo cual, se desvanecen en el aire, en medio de un ruido extraño y confuso

PRÓSPERO.— (Aparte.) ¡Había olvidado la horrible conspiración del bruto de Calibán y de sus cómplices contra mi vida! ¡Los minutos de su complot se acercan!… (A los ESPÍRITUS.) ¡Está bien! ¡Partid! ¡Basta!

FERNANDO.— ¡Es extraño! Vuestro padre se halla bajo el dominio de alguna emoción que le inquieta fuertemente.

MIRANDA.— Nunca hasta hoy le he visto presa de una irritación tan desordenada.

PRÓSPERO.— Parecéis como emocionado, hijo mío; dijérase que algo os conturba. Tranquilizaos, señor. Nuestros divertimientos han dado fin. Esos actores, como os había prevenido eran espíritus todos y se han disipado en el aire, en el seno del aire impalpable; y a semejanza del edificio sin base de esta visión, las altas torres, cuyas crestas tocan las nubes, los suntuosos palacios, los solemnes templos, hasta el inmenso globo, sí, y cuanto en él descansa, se disolverá, y lo mismo que la diversión insustancial que acaba de desaparecer, no quedará rastro de ello. Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños, y nuestra corta vida no es más que un sueño[18]. Señor, me encuentro contrariado. Perdóneseme mi debilidad. Mi achacoso cerebro se turba. No os afecte mi flaqueza. Si lo tenéis a bien, retiraos a mi gruta y descansad. Daré un paseo o dos para aplacar la agitación de mi ánimo.

FERNANDO y MIRANDA.— Que os tranquilicéis. (Salen.)

PRÓSPERO.— ¡Rápido como el pensamiento! (A FERNANDO y MIRANDA.) Gracias. —¡Ven, Ariel!

ARIEL.— A tu pensamiento me ciño. ¿Qué deseas?

PRÓSPERO.— Espíritus, debemos prepararnos para hacer frente a Calibán.

ARIEL.— Sí, mi dueño. Cuando presentaba a Ceres, pensé hablarte de ello. Pero temí encolerizarte.

PRÓSPERO.— Vuelve a decirme: ¿dónde has dejado a esos bribones?

ARIEL.— Os he contado, señor, que se hallaban encendidamente rojos por la embriaguez, y tan envalentonados, que azotaban el aire por haber tenido la osadía de soplarles el rostro, y golpeaban el suelo por atreverse a besar sus pies. Sin embargo, persistían siempre en su proyecto. Entonces he batido mí tambor; a cuyo son, semejantes a potros bravíos, han enderezado las orejas, alargado los párpados y levantado las narices como si aspiraran la música. Tal encanté sus oídos, que, a modo de becerros, han seguido mis bramidos a través de los ásperos zarzales, erizadas genistas, puntiagudas aliagas y espinos, que penetraban en sus pies frágiles. En fin, los he dejado hundidos en la cenagosa charca llena de inmundicias que está detrás de vuestra gruta, donde bregan, chapoteando hasta la barba, para desasirse del fétido fango que aprisiona sus pies.

PRÓSPERO.— Bien hecho, pájaro mío. Conserva aún tu invisible figura. Ve a casa y tráeme cuantas antiguallas encuentres que puedan servir de cebo para atrapar a esos ladrones.

ARIEL.— Corro, corro. (Sale.)

PRÓSPERO.— Un diablo, un diablo por su nacimiento, sobre cuya naturaleza nada puede obrar la educación. Cuanto he hecho por él, humanamente posible, ha sido tiempo perdido, completamente perdido. Y así como al avanzar en edad su cuerpo se ha quedado más feo, de igual modo su espíritu se ha hecho más corrupto[19]. Les deseo una peste a todos, hasta que rujan de dolor. (Vuelve a entrar ARIEL, cargado de vestidos brillantes, etc.) Anda, cuélgalos en esa cuerda.

PRÓSPERO y ARIEL permanecen invisibles

Entran CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO, todos mojados

CALIBÁN.— Os lo suplico, deslizaos silenciosamente, para que el ciego topo no oiga vuestros pasos. Henos ya junto a su gruta.

ESTEBAN.— Monstruo, vuestra hechicería que, según habéis dicho, no es una hechicería maliciosa, ha jugado con nosotros mejor que el Jack.

TRÍNCULO.— Monstruo, huelo por todas partes orines de caballo, lo que pone a mi nariz en gran indignación.

ESTEBAN.— Y a la mía igualmente… ¿Lo oís, monstruo? Si me enfurezco contra vos, vais a ver…

TRÍNCULO.— No eres más que un monstruo perdido.

CALIBÁN.— Mi buen amo, consérvame todavía en tu favor. Sé paciente, pues la presa a que te guío te indemnizará de estos tropiezos. Habla, pues, quedamente. Todo está, no obstante, tan tranquilo como a medianoche.

TRÍNCULO.— Sí; pero perder nuestras botellas en la balsa…

ESTEBAN.— No sólo es una vergüenza y una deshonra, monstruo, sino una desgracia irreparable.

TRÍNCULO.— Una pérdida que siento más que mi humedad. ¡Sin embargo, éstos son vuestros hechizos sin malicia, monstruo!

ESTEBAN.— ¡Quiero volver a buscar mi botella, aunque me vea hundido hasta las orejas por mi trabajo!

CALIBÁN.— Ten calma, por favor, rey mío. Mira ahí, ésa es la entrada de la gruta. No hagas ruido y penetra. Comete el crimen dichoso que te convertirá en dueño perdurable de esta isla, y a mí, tu Calibán, en tu lamepiés.

ESTEBAN.— Dame la mano. Comienzo a acariciar pensamientos de sangre.

TRÍNCULO.— ¡Oh rey Esteban! ¡Oh par! ¡Oh digno Esteban! ¡Mira qué guardarropa hay aquí para ti!

CALIBÁN.— ¡Deja eso, idiota! No son más que andrajos.

TRÍNCULO.— ¡Oh! ¡Yo! ¡Monstruo! ¡Sabemos lo que conviene a una prendería!… ¡Oh rey Esteban!

ESTEBAN.— ¡Deja ese vestido, Trínculo! Por estas manos, que me corresponde ese vestido.

TRÍNCULO.— ¡Lo tendrá tu gracia!

CALIBÁN.— ¡Que ahogue a este imbécil la hidropesía! ¿Qué vais a conseguir con semejantes arreos? ¡Dejadlos ahí, y emprended lo primero el asesinato! Si se despierta, llenará de pies a cabeza nuestra piel de mordeduras, haciendo de nosotros una extraña criba.

ESTEBAN.— Tranquilizaos, monstruo… (Poniendo las manos sobre la cuerda.) Señora cuerda, ¿no es éste mi jubón? Ahora está el jubón bajo la cuerda. Ahora, jubón, vais a perder el cabello y a convertiros en un jubón calvo[20].

TRÍNCULO.— Vamos, no disguste a vuestra gracia; nosotros robaremos con la cuerda y el cordel.

ESTEBAN.— Te felicito por el chiste. Toma por él esta vestidura. No se diga que el ingenio permanece sin recompensa en tanto sea yo rey de este país. «Robar con cuerda y cordel». ¡Excelente chuscada de magín! Coge otro vestido por la expresión.

TRÍNCULO.— Acercaos, monstruo; poned liga en vuestros dedos, y arramblad con los demás.

CALIBÁN.— No quiero nada. Perdemos un tiempo precioso, y muy pronto vamos a vernos transformados todos en cirrópodos o monos de villana frente deprimida.

ESTEBAN.— Monstruo, alargad los dedos. Ayudadnos a transportar esto al paraje en que está mi barril de vino, u os expulso de mi reino. Andad, transportadlo.

TRÍNCULO.— Y esto.

ESTEBAN.— Sí, y esto. (Óyese estrépito de cazadores.)

Entran diversos ESPÍRITUS en figura de sabuesos y persiguen a CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO. PRÓSPERO y ARIEL los azuzan

PRÓSPERO.— ¡Hey, Montaña, hey!

ARIEL.— ¡Plata! ¡Por aquí, Plata!

PRÓSPERO.— ¡Furia! ¡Furia! ¡Aquí, Tirano, aquí!… ¡Oye, oye! (CALIBÁN, ESTEBAN y TRÍNCULO huyen a todo correr perseguidos por los perros.) ¡Ve, encarga a mis duendes que trituren sus junturas con secas convulsiones; que encojan sus músculos con terribles calambres y que les marquen con más pellizcos que manchas tienen el leopardo o la pantera!

ARIEL.— ¡Oye, cómo rugen!

PRÓSPERO.— ¡Déseles ruda caza! A estas horas todos mis enemigos están a mi merced. Bien pronto mis trabajos tocarán a su fin, y tú gozarás el aire a plena libertad. Sígueme por un poco tiempo todavía y préstame tus servicios. (Salen.)