ACTO SEGUNDO

ESCENA I

Otra parte de la isla

Entran ALONSO, SEBASTIÁN, ANTONIO, GONZALO, ADRIÁN, FRANCISCO y otros

GONZALO.— Os lo ruego, señor; mostraos alegre. Tenéis como todos nosotros, motivos de contento, pues nuestra salvación vale mucho más que nuestras pérdidas. Las razones que han llenado nuestros pechos de dolor son comunes. Cada día la esposa de algún marino, el contramaestre de algún armador y el armador mismo experimentan iguales ocasiones de desgracia. Pero respecto del milagro que nos ha salvado, apenas entre millares de individuos habrá unos cuantos que puedan jactarse de haber escapado al mismo peligro que nosotros. Contrabalancead, pues, señor, reflexivamente nuestro dolor con nuestro consuelo.

ALONSO.— Silencio, por favor.

SEBASTIÁN.— Sus consuelos producen el efecto de un potaje frío.

ANTONIO.— No le dejará tan pronto el visitador.

SEBASTIÁN.— Mirad, da cuerda al reloj de su ingenio. No tardará en sonar.

GONZALO.— Señor…

SEBASTIÁN.— Una; contad.

GONZALO.— Cuando se alimentan así cada uno de los pesares que sobrevienen, llega a recogerse…

SEBASTIÁN.— Un dólar.

GONZALO.— Lo que se recoge es un dolor, a buen seguro. Os habéis acercado a la palabra verdadera más de lo que suponíais.

SEBASTIÁN.— Vos la habéis empleado más hábilmente de lo que hubiera creído.

GONZALO.— De suerte, mi señor…

ANTONIO.— ¡Qué asco! ¡Cuán expedito es de palabras!

ALONSO.— Ahorráoslas, os ruego.

GONZALO.— Bien; he terminado; pero no obstante…

SEBASTIÁN.— ¡Hablará!

ANTONIO.— ¿Cuál de los dos, entre él y Adrián, cantará el primero? Se abre una buena apuesta.

SEBASTIÁN.— El gallo viejo.

ANTONIO.— El joven.

SEBASTIÁN.— Apostado. ¿Qué va?

ANTONIO.— Una carcajada.

SEBASTIÁN.— ¡Hecho!

ADRIÁN.— Aunque esta isla parece desierta…

SEBASTIÁN.— ¡Ja, ja, ja! Seréis pagado.

ADRIÁN.— Inhabitable y casi inaccesible…

SEBASTIÁN.— Sin embargo…

ADRIÁN.— Sin embargo…

ANTONIO.— ¡La cosa era fatal!

ADRIÁN.— El clima debe ser sutil, dulce y de sugestiva templanza.

ANTONIO.— La Templanza[6] fue una moza sugestiva.

SEBASTIÁN.— Sí, y sutil también, como con mucho acierto nos ha confesado.

ADRIÁN.— El aire sopla aquí oreándonos deliciosamente.

SEBASTIÁN.— Como si lo exhalaran pulmones podridos.

ANTONIO.— O como si lo perfumara un pantano.

GONZALO.— Aquí se halla todo cuanto es útil a la vida.

ANTONIO.— Cierto, salvo los medios de vivir.

SEBASTIÁN.— De esos hay pocos o ninguno.

GONZALO.— ¡Qué espesa y robusta parece la hierba! ¡Qué verde!

ANTONIO.— El terreno es, en verdad, tostado.

SEBASTIÁN.— Con un ligero tinte verdoso.

ANTONIO.— No se equivoca mucho.

SEBASTIÁN.— No, se contenta con alterar completamente la verdad.

GONZALO.— Es que nuestros vestidos, a pesar de haberse mojado por el agua del mar, no han perdido nada de su lozanía y lustre. Más bien parecen acabados de teñir que impregnados de agua salada.

ANTONIO.— Si uno solo de sus bolsillos pudiera hablar, ¿no le tacharía de embustero?

SEBASTIÁN.— Sí, a no ser que se embolsara su mentira.

GONZALO.— Nuestros vestidos me parecen ahora tan lozanos como cuando nos los pusimos por vez primera en África, en las bodas de Claribel[7], la bella hija del rey, con el monarca de Túnez.

SEBASTIÁN.— Que fue un feliz enlace y de regreso venturo.

ADRIÁN.— Jamás fue Túnez agraciado con una reina tan incomparable.

GONZALO.— Nunca, desde los tiempos de la viuda Dido.

ANTONIO.— ¡Viuda! ¡Mala peste con la imputación! ¿De dónde sacáis lo de viuda? ¡Dido viuda!

SEBASTIÁN.— ¿Cuándo ha dicho el poeta que Eneas fuese también viudo? ¡Gran Dios, cómo lo entendéis!

ADRIÁN.— ¿La viuda Dido decís? Me hacéis pensar. Ella era de Cartago, no de Túnez.

GONZALO.— Esa Túnez, señor, fue Cartago.

ADRIÁN.— ¿Cartago?

GONZALO.— Cartago, os lo aseguro.

ANTONIO.— He aquí una palabra más extraordinaria que el arpa milagrosa[8].

SEBASTIÁN.— Ha levantado murallas y también palacios.

ANTONIO.— ¿Qué asunto imposible va a acometer ahora?

SEBASTIÁN.— Creo que acabará por llevarse esta isla en la faldriquera y entregársela a su hijo como una manzana.

ANTONIO.— Y sembrando sus pepitas en el mar, hacer que broten más islas.

GONZALO.— ¿Sí?

ANTONIO.— Vaya, y en buena hora.

GONZALO.— (A ALONSO.) Decíamos, señor, que nuestros vestidos parecían ahora tan galanos como cuando estuvimos en Túnez, en las bodas de vuestra hija, al presente reina.

ALONSO.— Y la reina más cumplida que allí se vio.

ANTONIO.— ¡Oh! ¡La viuda Dido! ¡Sí, la viuda Dido!

SEBASTIÁN.— Excepto, os lo suplico, la viuda Dido.

GONZALO.— Señor, ¿no está mi jubón tan nuevo como el primer día que me lo puse? Quiero decir, hasta cierto punto.

ANTONIO.— Ese punto ha sido bien pescado.

GONZALO.— ¿No lo llevé en el casamiento de vuestra hija?

ALONSO.— Me abatís los oídos con palabras que me turban. ¡Ojalá no hubiera casado allí nunca a mi hija! A mi regreso he perdido a mi hijo, y, a lo que presumo, a ella también, demasiado lejos de Italia para que pueda volver a verla. ¡Oh, tú, mi heredero de Nápoles y de Milán!, ¿a qué extraño pez has servido de pasto?

FRANCISCO.— Señor, es posible que viva. He visto removerse las olas debajo de él y cómo cabalgaba sobre sus crestas. Avanzaba por encima del agua domando su furia y oponía su pecho a las hinchadas ondas que le cercaban. Su arrogante cabeza ejercía dominio sobre el irritado oleaje; y remando con nervudo brazo, hacía fuertes brazadas hacia la ribera, que, inclinada sobre su base azotada por el Océano, parecía descender para ir en su ayuda. No dudo que ha llegado vivo a la orilla.

ALONSO.— No, no, ha perecido.

SEBASTIÁN.— Señor, a vos mismo incumbe esta gran pérdida. No habéis querido conceder a Europa el honor de vuestra hija; preferisteis perderla, entregándosela a un africano; por donde ha venido a quedar privada de vuestros ojos, que ahora encuentran justos motivos para llorarla.

ALONSO.— Silencio, te suplico.

SEBASTIÁN.— Nos hemos arrodillado ante vos e importunado todos con nuestras súplicas; y la misma bella alma, colocando en la balanza su aversión y su obediencia, no sabía a qué platillo inclinarse. Temo que hayamos perdido a vuestro hijo para siempre. Más viudas ha hecho a Milán y a Nápoles esta expedición que hombres devolvemos para consolarlas. Vuestra es sólo la culpa.

ALONSO.— Y yo quien experimento la más cruel pérdida.

GONZALO.— Monseñor Sebastián, las verdades que decís adolecen de falta de benevolencia y sobre todo de oportunidad. Enconáis la herida cuando debierais curarla.

SEBASTIÁN.— Muy bien.

ANTONIO.— Y quirúrgicamente expresado.

GONZALO.— Tiempo desagradable para todos nosotros, querido señor, cuando vuestro aspecto es sombrío.

SEBASTIÁN.— ¿Tiempo desagradable?

ANTONIO.— Sumamente desagradable.

GONZALO.— Si hubiera de colonizar esta isla, monseñor…

ANTONIO.— La sembraría de ortigas.

SEBASTIÁN.— O de zarzas o malvas.

GONZALO.— Si yo fuera rey, ¿sabéis lo que haría?

SEBASTIÁN.— Prohibiría la embriaguez, porque no hay vino.

GONZALO.— En mi república dispondría todas las cosas al revés de como se estila. Porque no admitiría comercio alguno[9] ni de nombre de magistratura; no se conocerían las letras; nada de ricos, pobres y uso de servidumbre; nada de contratos, sucesiones, límites, áreas de tierra, cultivos, viñedos; no habría metal, trigo, vino ni aceite; no más ocupaciones; todos, absolutamente todos los hombres estarían ociosos; y las mujeres también, que serían castas y puras; nada de soberanía…

SEBASTIÁN.— Pero él sería el rey.

ANTONIO.— El fin de su república justifica su principio.

GONZALO.— Todas las producciones de la Naturaleza serían en común, sin sudor y sin esfuerzo. La traición, la felonía, la espada, la pica, el puñal, el mosquetero, o cualquier clase de súplicas, todo quedaría suprimido, porque la Naturaleza produciría por sí propia, con la mayor abundancia, lo necesario para mantener a mi inocente pueblo.

SEBASTIÁN.— ¿Nada de casamientos entre sus vasallos?

ANTONIO.— Ninguno, hombre. Sería una república de holgazanes, putas y bribones.

GONZALO.— Gobernaría con tal acierto, señor, que eclipsaría la Edad de Oro.

SEBASTIÁN.— ¡Dios guarde a Su Majestad!

ANTONIO.— ¡Viva Gonzalo!

GONZALO.— Pero… ¿me oís, señor?

ALONSO.— No más, te ruego. Para mí es como si no dijeras nada.

GONZALO.— Creo a pie juntillas a Vuestra Alteza, y si hablé fue para aprovechar la ocasión de demostrar a estos caballeros, cuyos pulmones son de tan sensible disposición, que siempre ríen por nada.

ANTONIO.— Era de vos de quien nos reíamos.

GONZALO.— Que con ese tiroteo de locas chanzas no soy nada a vuestro lado. Podéis, por consiguiente, proseguir riendo por nada.

ANTONIO.— ¡Qué golpe nos propina!

SEBASTIÁN.— ¡Lástima que no haya dado en falso!

GONZALO.— Sois caballeros de fino temple. Sacaríais la Luna de su órbita, si permaneciera cinco semanas sin cambiar.

Entra ARIEL, invisible, oyéndose música solemne

SEBASTIÁN.— Efectivamente, y después iríamos a cazar murciélagos a la luz de las antorchas.

ANTONIO.— Vaya, mi buen señor, no os incomodéis.

GONZALO.— No, os lo aseguro. No voy a aventurar mi discreción tan tontamente. ¿Os place reíros viéndome dormir? Porque siento alguna pesadez de cabeza.

ANTONIO.— Dormid, pues, escuchándonos. (Duérmense todos, menos ALONSO, SEBASTIÁN y ANTONIO.)

ALONSO.— ¡Cómo! ¡Qué pronto se han quedado dormidos! Desearía que, al cerrarse mis ojos, lo hicieran también mis pensamientos. A ello se sienten inclinados.

SEBASTIÁN.— Plázcaos, señor, no rehusar la somnolencia que se os ofrece. Rara vez se dispone a visitar al dolor, y cuando consiente, reconforta.

ANTONIO.— Nosotros dos, señor, guardaremos vuestra persona mientras descansáis, y velaremos por vuestra seguridad.

ALONSO.— Os lo agradezco. ¡Extraña pesadez!… (ALONSO duerme. Sale ARIEL.)

SEBASTIÁN.— ¡Qué singular letargo se apoderó de ellos!

ANTONIO.— Es efecto del clima.

SEBASTIÁN.— ¿Por qué, entonces, no cierra él nuestros párpados? Yo no me encuentro en disposición de dormir.

ANTONIO.— Ni yo; mis espíritus están ágiles. Se aletargan todos a la vez, como de común acuerdo. Se han caído como heridos por el rayo. ¡Qué ocasión, noble Sebastián!… ¡Oh, qué ocasión!… No más… Y, sin embargo, me parece leer en tu rostro lo que podríais ser… La ocasión te llama, y mi potente imaginación ve bajar una corona sobre tu cabeza.

SEBASTIÁN.— ¡Cómo! ¿Estás despierto?

ANTONIO.— ¿No me oyes hablar?

SEBASTIÁN.— Sí, y a buen seguro que es el lenguaje de un durmiente y platicas en sueños. ¿Qué es lo que decías? Extraño modo de descansar el dormir con los ojos de par en par abiertos, estar en pie, hablar, moverse, y no obstante, sumido en tan profundo sueño.

ANTONIO.— Noble Sebastián, dejas dormir… o más bien morir tu suerte. Cierra los ojos, por más que estés despierto.

SEBASTIÁN.— Roncas con claridad. Podrían interpretarse tus ronquidos.

ANTONIO.— Estoy más formal que de costumbre, y vos también lo estaréis si me escucháis, lo que te hará tres veces grande.

SEBASTIÁN.— Bien; soy agua estancada.

ANTONIO.— Yo os enseñaré a desbordaros.

SEBASTIÁN.— Hazlo; mi pereza hereditaria me llevaría más bien a refluir hacia mi punto de origen.

ANTONIO.— ¡Oh! ¡Si supierais hasta qué extremo alentáis mi proyecto mientras os burláis así de él! ¡Cómo, cambiando la acepción de las palabras, las encontráis conformes a vuestra situación! Los hombres irresolutos suelen, en verdad, aproximarse muy frecuentemente al fin pretendido, merced a su propio temor o a su pereza.

SEBASTIÁN.— Explícate, te ruego. La preocupación impresa en tus ojos y mejillas anuncia que tienes algo importante que decirme y cuyo desembuchamiento seguramente acongoja.

ANTONIO.— En efecto, señor. Aunque ese noble de memoria débil, y que será más débil cuando se halle bajo tierra, haya medio persuadido al rey (pues el espíritu de la persuasión es lo único que le queda) de que su hijo vive, es tan imposible que no esté ahogado como que nade ése que ahí duerme.

SEBASTIÁN.— No tengo la menor esperanza de que se haya salvado.

ANTONIO.— ¡Oh! Esa falta de esperanza, ¡cuánto debe acrecentar vuestras esperanzas! No tener esperanzas por ese lado es tenerlas por el otro tan altas, que la misma ambición no sabría concebirlas con la esperanza de que se realizasen. ¿Convenís conmigo en que Fernando se ahogó?

SEBASTIÁN.— Ha perecido.

ANTONIO.— Entonces, decidme, ¿cuál es el heredero más inmediato de la corona de Nápoles?

SEBASTIÁN.— Claribel.

ANTONIO.— Ella, la reina de Túnez, que reside diez leguas más allá de la vida del hombre; que para recibir noticias de Nápoles necesita, a no ser que se le ofrezca el Sol por mensajero (el hombre de la Luna sería demasiado tardo), el tiempo preciso para que un recién nacido pueda tener barba y rasurarse; ella, que, ¿quién si no?, ha sido causa de que nos hayamos sumergido todos, excepto algunos salvados, destinados a representar un acto cuyo prólogo ha finalizado ya y cuyo desenlace depende de lo que decidáis.

SEBASTIÁN.— ¿Qué galimatías es éste?… ¿Cómo decís?… Cierto que la hija de mi hermano es reina de Túnez; cierto, asimismo, que es la heredera del trono de Nápoles y que hay cierto espacio entre las dos regiones.

ANTONIO.— Un espacio del que cada codo parece exclamar: «¿Cómo nos mediría esa Claribel para tornar a Nápoles?» ¡Permanezca ella en Túnez, y despierte Sebastián!… ¡Digo! ¡Hubiérase apoderado ahora de ellos la muerte, y qué, no estarían peor que se encuentran! Alguno habría que gobernara Nápoles tan bien como el que duerme; señores capaces de parlotear tan amplia e inútilmente como ese Gonzalo. Yo mismo representaría el papel de una chova tan charlatana. ¡Oh! ¡Que no tuvierais mi pensamiento! ¡Cuánto ayudaría este sueño a vuestra elevación! ¿Me comprendéis?

SEBASTIÁN.— Me parece que sí.

ANTONIO.— Y, ¿cómo acoge vuestro deseo vuestra buena fortuna?

SEBASTIÁN.— Recuerdo que suplantasteis a vuestro hermano Próspero.

ANTONIO.— Cierto, y ved cuán bien me sientan mis vestidos. Mucho mejor que antes. Los servidores de mi hermano eran entonces mis camaradas; hoy son mis súbditos.

SEBASTIÁN.— Pero vuestra conciencia…

ANTONIO.— ¡Bah, señor! ¿Dónde yace ésa? Si fuese un sabañón, me obligaría a ponerme pantuflas; pero no siento en mi pecho esta deidad. ¡Veinte conciencias que se interpusieran entre Milán y yo se calcinarían y derretirían antes de dirigirme el menor reproche! He ahí tendido a vuestro hermano… No valdría más que la tierra sobre que descansa si fuera lo que parece ahora, que está dormido; a quien yo, con este dócil acero —¡con tres pulgadas de él!— puedo mandarle a dormir para siempre; mientras vos, imitándome, podéis sumir en silencio eterno a este antiguo moralista, a este señor Prudencio, que no censuraría nuestra conducta. Cuanto a los otros, se inclinarán a la tentación como gato que bebe leche. En cualquier asunto que emprendamos bastará decirles la hora para que hagan sonar el reloj.

SEBASTIÁN.— Tu caso, querido amigo, me servirá de precedente. Como ganaste Milán ganaré yo Nápoles. Tira de espada; un golpe te librará del tributo que pagas, y yo, el rey, te apreciaré.

ANTONIO.— ¡Desenvainemos juntos, y cuando alce mi diestra, imitadme y caed sobre Gonzalo!

SEBASTIÁN.— ¡Ah! Una palabra tan sólo. (Conversando aparte.)

Música.— Vuelve a entrar ARIEL, invisible

ARIEL.— Mi dueño, gracias a su arte, ha previsto el peligro que vos, amigo suyo, corréis; y me manda —pues de otro modo fracasase su proyecto— a salvaros la vida. (Cantando al oído de GONZALO.)

En tanto dormís roncando,

ojo alerta la traición

está buscando su instante.

Si os inquietáis por la vida,

sacudid el sueño y andad con cuidado.

¡Despertad! ¡Despertad!

ANTONIO.— Entonces no perdamos tiempo. (Desenvainan.)

GONZALO.— ¡Ahora, ángeles de bondad, defended al rey! (Se despiertan.)

ALONSO.— ¡Hola! ¿Qué ocurre? ¿Eh? ¡Despertad! ¿Por qué habéis desenvainado? ¿Qué significan esas siniestras miradas?

GONZALO.— ¿Qué sucede?

SEBASTIÁN.— Mientras estábamos aquí velando vuestro reposo, hemos escuchado de repente sordos rugidos como de toros o más bien de leones. ¿No os han despertado? Han retumbado en mis oídos de una manera terrible.

ALONSO.— No he oído nada.

ANTONIO.— ¡Oh! Era un alboroto para espantar los oídos de un monstruo, para provocar un temblor de tierra. Seguramente se trataba de todo un rebaño de leones.

ALONSO.— ¿Lo habéis oído, Gonzalo?

GONZALO.— Por mi honor, señor, oí un zumbido, y también algo extraño que me despertó. Os sacudí, señor, y grité; y como abriera los ojos, vi sus espadas al aire… Sentíase ruido, ésta es la verdad. Lo mejor es que nos mantengamos en guardia o que abandonemos este sitio. Tiremos de las espadas.

ALONSO.— Alejémonos de estos lugares y dediquémonos a la busca de mi pobre hijo.

GONZALO.— ¡El cielo le guarde de estas bestias! Porque seguramente se halla en la isla.

ALONSO.— Partamos. (Sale con los otros.)

ARIEL.— Próspero, mi señor, sabrá lo que he hecho. Marcha ahora, rey, con toda seguridad, en busca de tu hijo. (Sale.)