La isla.— Ante la gruta de Próspero
Entran PRÓSPERO y MIRANDA
MIRANDA.— Si con vuestro arte, padre queridísimo, habéis hecho rugir estas salvajes olas, aplacadlas. Dijérase que el cielo vertía pez infecta, si acaso el mar, elevándose hasta su mejilla, no lo salpicaba con su fuego. ¡Oh! ¡He sufrido con lo que veía sufrir! ¡Un arrogante buque, que encierra, a no dudar, algunas nobles criaturas, roto en mil pedazos! ¡Oh! ¡Sus gritos hallaban eco en mi corazón! ¡Pobres almas! Han perecido. Si hubiera dispuesto del poder de un Dios, habría absorbido la mar en la tierra antes que ese bravo navío se sumergiese con su cargamento de almas.
PRÓSPERO.— Sosegaos. Nada de asombro. Decid a vuestro piadoso corazón que ningún infortunio ha sucedido.
MIRANDA.— ¡Oh! ¡Día funesto!
PRÓSPERO.— Ninguna desgracia. Nada he llevado a cabo que no fuera en beneficio tuyo, que no hiciera por ti, ¡por ti, mi estimada, mi hija!…, que ignoras quién eres, que no me conoces ni te das cuenta de otra cosa sino que soy Próspero, el dueño de esta humilde gruta, más que tu padre.
MIRANDA.— Nunca he intentado saber más.
PRÓSPERO.— Ya es hora de que te informe por extenso. Préstame tu mano y despójame de mi mágica vestidura… Así. (Coloca en el suelo su manto.) ¡Quédate ahí, mi talismán!… Seca tus ojos; consuélate. El terrible espectáculo de este naufragio, que ha despertado en ti la virtud de la compasión, lo he preparado yo tan acertadamente, merced a los recursos de mi arte, que allí no queda alma…, ni nadie ha perdido el valor de un cabello, entre aquellos cuyos gritos has oído y te han llenado de asombro. Siéntate; porque vas ahora a saber más de lo que sabes.
MIRANDA.— Frecuentemente habéis querido contarme lo que soy; pero os deteníais y me dejabais en suspenso diciéndome: «Espera, todavía no».
PRÓSPERO.— Ha venido ahora el instante. Ha llegado el minuto en que es necesario abrir tus oídos. Obedece y está atenta. ¿Puedes recordar el tiempo en que aún no habitábamos en esta gruta? No creo que puedas, porque entonces no tenías más que tres años.
MIRANDA.— Puedo, ciertamente, señor.
PRÓSPERO.— Pero ¿cómo? ¿Evocando otra morada y personas? Cuéntame lo que pudo dejar alguna otra imagen a tus recuerdos.
MIRANDA.— Es muy lejano; y más bien un sueño que una certidumbre que mi memoria podría garantizar. ¿No tenía yo un tiempo cuatro o cinco mujeres que cuidaban de mí?
PRÓSPERO.— Sí, Miranda, y más todavía. Pero ¿cómo es posible que persista esto en tu memoria? ¿Qué ves aún en las tinieblas del pasado y en el abismo del tiempo? Si te acuerdas de alguna cosa antes de venir aquí, debes recordar cómo viniste.
MIRANDA.— Sin embargo, eso no lo recuerdo.
PRÓSPERO.— Hace doce años, Miranda, doce años desde entonces, tu padre era duque de Milán y príncipe de poderío.
MIRANDA.— Señor, ¿no sois vos mi padre?
PRÓSPERO.— Tu madre fue un modelo de virtud, y ella me dijo que eras mi hija. Y tu padre era duque de Milán y su única heredera una princesa…, sin otra progenie.
MIRANDA.— ¡Oh cielos! ¿Qué negra traición nos ha traído aquí, o qué felicidad nos ha conducido?
PRÓSPERO.— ¡Ambas, ambas, hija mía! Por una negra traición, como dices, nos hallamos aquí; pero una felicidad nos condujo.
MIRANDA.— ¡Oh! ¡Sangre destila mi corazón al pensar en los sufrimientos que torno a evocaros, de los cuales no conservo memoria! Proseguid, si gustáis.
PRÓSPERO.— Mi hermano, y tío tuyo. Antonio de nombre… Óyeme bien, te ruego… —¡que abrigue un hermano tanta perfidia!—; a él, a quien más amaba en el mundo después de ti, dejé confiada la dirección de mis Estados. En esta época, de todas las señorías, la mía era la más importante, y Próspero sobrepujaba a los otros duques. Mi rango era sin igual, y ninguno podía compararse conmigo en el conocimiento de las artes liberales, cuyo estudio me absorbía de modo que me desembaracé del peso del gobierno, abandonándolo a mi hermano, y viví en mi nación como un extranjero, completamente dado y aplicado a las ciencias ocultas. Tu tío, desleal… ¿No me atiendes?
MIRANDA.— Con la mayor atención, señor.
PRÓSPERO.— Una vez enterado de la manera de satisfacer los solicitadores y de cómo se los rechaza; sabiendo a quién agradar y a quién reprimir, hizo nuevos vasallos de mis vasallos, quiero decir que los cambió, que los modeló a su antojo. Poseyendo a la vez la clave del oficio y del oficial[1], dio a todos los corazones el diapasón que deleitó a su oído, a tal grado, que vino a ser como la hiedra que ocultaba mi tronco majestuoso y chupaba su savia en mi verdor… No me oyes.
MIRANDA.— ¡Oh, buen señor! Os escucho.
PRÓSPERO.— Atiéndeme, te ruego. Yo, olvidando así las cosas de este mundo, enfrascado en mi retiro, por completo ocupado en enriquecer mi mente con lo que era a mis ojos superior al saber popular, desperté un diabólico instinto en mi pérfido hermano. Y mi confianza ilimitada por la consanguinidad, engendró en él una felonía proporcionada a mi buena fe, que verdaderamente no tenía limites, una seguridad sin trabas. Convertido de este modo en dueño, no solamente de lo que atesoraban mis rentas, sino también de cuanto podía lograr mediante mi poder —semejante a un hombre que, en fuerza de repetir una cosa, comete en su memoria el pecado de dar crédito a su propia mentira—, se imaginó que era efectivamente el duque, olvidó la sustitución, y tomando la apariencia del rostro de la soberanía, con todas sus prerrogativas…, creció desde este instante su ambición… ¿Me escuchas?
MIRANDA.— Vuestro relato, señor, curaría la sordera.
PRÓSPERO.— Para que no hubiera pantalla alguna entre el papel que representaba y la realidad del mismo, creyó necesario hacerse dueño absoluto de Milán. En cuanto a mí, pobre hombre…, mi biblioteca era un ducado suficientemente grande. Llegó a suponerme incapaz de ejercer la soberanía temporal. Confederado —tan sediento estaba de poder— con el rey de Nápoles, se obligó a pagarle un tributo anual, le rindió homenaje, sometió su coroneta a su corona y humilló el ducado, hasta entonces indomable —¡ay pobre Milán!—, bajo el más vergonzoso yugo.
MIRANDA.— ¡Oh cielos!
PRÓSPERO.— Fíjate bien en las condiciones y resultados de esta alianza. Dime ahora si este hombre es un hermano.
MIRANDA.— Fuera pecado dudar de la honradez de mi abuela. Virtuosas matrices han producido perversos vástagos.
PRÓSPERO.— Vengamos a las condiciones. El rey de Nápoles, inveterado enemigo mío, atendió la impresión de mi hermano, la cual consistía en que él, a cambio de concesiones de homenaje y de no sé qué tributo, me arrojase a mí y a los míos del ducado y confiriese el hermoso Milán con todos los honores a mi hermano. Acto seguido levantóse un ejército de traidores; una noche, la señalada para la ejecución, Antonio abrió las puertas de Milán y, en medio del horror de las tinieblas, los comisionados de sus proyectos arrancáronme de allí a mí, y a ti misma, que gritabas.
MIRANDA.— ¡Ay! ¡Por piedad! Yo ahora, no recordando cómo grité entonces, quisiera gritar de nuevo. Es una sugestión que hace afluir las lágrimas a los ojos.
PRÓSPERO.— Escucha un poco todavía, e iré a parar a lo que en este instante nos ocupa, sin lo cual mi narración fuera harto impertinente.
MIRANDA.— ¿Cómo no os hicieron perecer en tal momento?
PRÓSPERO.— Bien preguntado, hija mía. Mi relato provoca esa interrogación. No se atrevieron, cara niña; tanto era el cariño que el pueblo me profesaba; no quisieron sellar con sangre el acontecimiento, sino que prefirieron pintar sus reprobables fines con los más sugestivos colores. En suma: nos transportaron a bordo de un barco, que nos internó algunas leguas en el mar, donde tenían dispuesto el casco de una nave, sin aparejos, roldanas, velas ni mástil, que hasta las ratas habían abandonado instintivamente. Allí nos introdujeron a la fuerza, para que uniéramos nuestros gritos a la mar que rugía en torno, y nuestros suspiros a los vientos, que, compadecidos, suspiraban a su vez, devolviéndonos los sollozos en ecos simpáticos.
MIRANDA.— ¡Ay! ¡Qué tormento debí de ser entonces para vos!
PRÓSPERO.— ¡Oh, tú fuiste el querubín que me salvó! Animada de una fortaleza celestial, sonreías, mientras yo hacía llover el mar con sabrosas lágrimas, gimiendo bajo el peso de mis males; sonrisa que engendraba en mí una resolución obstinada, que me ayudó a soportar lo que debía sobrevenir.
MIRANDA.— ¿Cómo ganamos la orilla?
PRÓSPERO.— Gracias a la divina Providencia. Disponíamos de algunos víveres y un poco de agua dulce, que un noble napolitano, Gonzalo (al que incumbía la ejecución del proyecto), movido de caridad, nos dejó, juntamente con ricas vestiduras, ropa blanca, telas y otros objetos necesarios que después nos han sido de gran utilidad. Sabiendo lo que estimaba mis libros, llevó su generosidad hasta proveerme, sacados de mi propia biblioteca, de volúmenes a que yo concedía mayor valor que a mi ducado.
MIRANDA.— ¡Ojalá pueda un día conocer a ese hombre!
PRÓSPERO.— Voy a levantarme ahora[2]. (Recogiendo su manto.) Permanece aún sentada y escucha el fin de nuestras desdichas sobre el mar. Arribamos aquí a esta isla, y en ella he sido tu profesor; has sacado más provecho de mis lecciones que otras princesas, que derrochan el tiempo en horas frívolas y carecen de preceptores tan cuidadosos.
MIRANDA.— ¡El cielo os lo recompense! Y ahora, señor, decidme, os suplico (pues esto me preocupa aún), la razón de por qué habéis levantado esta tormenta marítima.
PRÓSPERO.— Vas a saberlo con creces. Por la más extraña de las casualidades, la bienhechora Fortuna, de nuevo mi cara amiga, ha conducido a mis adversarios hacia estas playas, y, merced a mi presciencia, descubro que mi cenit se halla dominado por la estrella más propicia, cuya influencia debo utilizar con cuidado si no quiero ver abatida para siempre mi fortuna. Ahora no me preguntes más. Te vence el sueño; es buen reparador, y déjale paso… Veo que no puedes defenderte de él… (MIRANDA se queda dormida.) ¡Ven acá, servidor, ven! Estoy dispuesto ya. ¡Acércate, mi Ariel, llega!
Entra ARIEL
ARIEL.— ¡Salve por siempre, gran dueño! ¡Salve, grave señor! Vengo a ponerme a las órdenes de tu mejor deseo. Haya que hender los aires, nadar, sumergirse en el fuego, cabalgar sobre las rizadas nubes, a tu servicio estoy, dispón de Ariel y de todo su influjo.
PRÓSPERO.— ¿Has ejecutado puntualmente la tempestad que te encomendé, espíritu?
ARIEL.— Punto por punto. He abordado el navío del rey. Ora en la proa, ora en el centro, sobre cubierta, en cada camarote, mis llamas han hecho maravillas. A veces me dividía y quemaba en muchos sitios; en la extremidad del mastelero, en las vergas, en el bauprés, arrojaba llamas diferentes, que luego se encontraban y reunían. Los relámpagos de Júpiter, precursores de los terribles estampidos del trueno, no se sucedían más momentáneos ni deslumbrantes. Los fuegos y estallidos de las detonaciones sulfúreas parecían sitiar al poderoso Neptuno y herir de espanto a las audaces olas. ¡Hasta su terrorífico tridente tembló!
PRÓSPERO.— ¡Mi valeroso genio! ¿Qué hombre fuera tan firme, tan animoso, que este tumulto no le hubiera trastornado la razón?
ARIEL.— No hubo alma que no sintiese la fiebre de la locura y no diera señales de desesperación. Todos, menos los marineros, sumergiéronse en la onda amarga y espumante, y abandonaron el buque, totalmente incendiado por mí. Fernando, el hijo del rey, con los cabellos erizados, más bien cañahejas que cabellos, fue el primero que saltó gritando: «¡El infierno está vacío y todos los demonios se hallan aquí!»
PRÓSPERO.— ¡Bien, muy bien, genio mío! Pero ¿no estaba próxima la orilla?
ARIEL.— Muy cercana, mi dueño.
PRÓSPERO.— Y dime, ¿se encuentran salvos, Ariel?
ARIEL.— Ni un cabello han perdido, ni una mancha se descubre en sus flotantes vestidos, a no ser más lucientes que antes; y, siguiendo tus órdenes, los he dispersado en grupos por la isla. En cuanto al hijo del rey, yo mismo lo he desembarcado, al cual acabo de dejar refrescando el aire con sus suspiros, sentado en un oculto rincón de esta isla, con los brazos cruzados en esta triste actitud.
PRÓSPERO.— Dime qué has hecho del navío del rey y de los marineros y cómo has dispuesto del resto de la flota.
ARIEL.— El buque real se halla al abrigo en el puerto; en el profundo ancón donde una vez me evocaste a medianoche para que fuera a buscarte rocío de las Bermudas, continuamente huracanadas. Allí se encuentra oculto. Todos los marineros reposan tendidos bajo las escotillas, donde los he dejado que duerman con el influjo de hechizos, a los que ha venido a unirse la fatiga que han debido de soportar. Y por lo que resta de la flota por mí dispersada, ha vuelto a juntarse y boga sobre el Mediterráneo, haciendo vela rumbo a Nápoles, persuadidos de haber visto naufragar la nave del rey y perecer su sagrada persona.
PRÓSPERO.— Ariel, has cumplido exactamente tu misión. Pero tengo que confiarte más trabajo aún. ¿En qué momento del día estamos?
ARIEL.— Ha pasado la meridición.
PRÓSPERO.— De dos ampolletas por lo menos. Debemos aprovechar el tiempo preciosísimo que nos queda hasta la hora sexta.
ARIEL.— ¿Hay más trabajo? Puesto que me das tarea, permíteme recordarte lo que me prometiste y aún no has cumplido.
PRÓSPERO.— ¡Cómo! ¿Malhumorado? ¿Qué es lo que puedes pedir?
ARIEL.— Mi libertad.
PRÓSPERO.— ¿Antes del término establecido? Ni una palabra más.
ARIEL.— Te ruego que te acuerdes de que te he prestado valiosos servicios; no te he mentido, no he cometido errores; me he atenido a tus órdenes sin queja ni murmuración. Me prometiste condonarme un año entero.
PRÓSPERO.— ¿Has olvidado de qué tortura te libré?
ARIEL.— No.
PRÓSPERO.— Sí, y te imaginas estar exento porque huellas el limo de las profundidades saladas, corres sobre el viento punzante del Norte y realizas mis negocios en las venas de la tierra cuando se halla endurecida con el hielo.
ARIEL.— No, señor.
PRÓSPERO.— ¡Mientes, maligno ser! ¿Has olvidado la horrible bruja Sycorax, cuya vejez y maldad la hacían combarse en dos? ¿La has olvidado?
ARIEL.— No, señor.
PRÓSPERO.— Sí. ¿Dónde nació? Habla; respóndeme.
ARIEL.— En Argel, señor.
PRÓSPERO.— ¡Oh! ¿Era así? Debo recordarte una vez al mes lo que has sido, pues lo olvidas. Esa condenada hechicera, Sycorax, fue, como sabes, desterrada de Argel a causa de numerosas fechorías y de terribles embrujamientos incapaces de soportar por oídos humanos. En consideración a una sola de sus acciones no se le quiso quitar la vida. ¿No es verdad?
ARIEL.— Sí, señor.
PRÓSPERO.— Esta furia de ojos azules fue transportada a estos lugares con el niño de que estaba encinta, y abandonada aquí por los marineros. Tú, que hoy me sirves, la servías entonces de esclavo, como tú mismo me contaste; y como eras un espíritu excesivamente delicado para ejecutar sus terrestres y abominables órdenes, te resististe a secundar sus operaciones mágicas. Entonces ella, con la ayuda de agentes más poderosos, y en su implacable cólera, te confinó en el hueco de un pino. Aprisionado en aquella corteza permaneciste lastimosamente una docena de años, en cuyo espacio de tiempo hubo de morir ella, dejándote allí, desde donde dabas al viento tus sollozos con la rapidez de una rueda de molino. En dicha época, esta isla —a excepción del hijo que había dado a luz la bruja, un pequeño monstruo rojo y horrible— no era honrada con la presencia de un humano.
ARIEL.— Sí; os referís a Calibán, su hijo.
PRÓSPERO.— De esa criatura atrasada es de quien hablo, de ese Calibán que conservo ahora a mi servicio. Sabes muy bien en qué tormento hube de hallarte. Tus gemidos hacían ladrar a los lobos y penetraban en el corazón de los siempre enfurecidos osos. Era un verdadero suplicio de condenado, que Sycorax no podía revocar. Éste fue mi arte, cuando llegué y te oí: que hice abrir el pino y te permití salir de él.
ARIEL.— Te doy las gracias, dueño.
PRÓSPERO.— Si tornas a murmurar, hendiré una encina y te ensartaré en sus nudosas entrañas, donde aullarás durante doce inviernos.
ARIEL.— Perdón, dueño. Cumpliré tus mandatos y ejerceré gentilmente mis funciones de espíritu.
PRÓSPERO.— Obra así, y dentro de dos días te libertaré.
ARIEL.— ¡Qué noble es mi dueño! ¿Qué debo hacer? ¿Qué?, decidlo. ¿Qué debo hacer?
PRÓSPERO.— Ve a transformarte en ninfa del mar. No seas visible sino para ti y para mí; sé invisible para los demás. Anda, revístete de esa forma y vuelve en seguida. Márchate, sal con presteza. (Sale ARIEL.) ¡Despierta, querido corazón, despierta! ¡Arriba, ya has dormido lo suficiente! ¡Levántate!
MIRANDA.— (Alzándose.) La extrañeza de vuestro relato me ha causado apesaramiento.
PRÓSPERO.— Disípalo. Ven conmigo; visitaremos a Calibán mi esclavo, que nunca nos da una contestación amable.
MIRANDA.— Es un villano, señor, que no me agrada verle.
PRÓSPERO.— Pero, como quiera que sea, no podemos pasarnos sin él. Enciende nuestro fuego, sale a buscarnos leña y nos presta servicios útiles. —¡Hola! ¡Esclavo! ¡Calibán! ¡Terrón de barro! ¡Habla!
CALIBÁN.— (Dentro.) Hay bastante leña en la casa.
PRÓSPERO.— Te digo que vengas. Tengo otras ocupaciones que darte. ¡Avanza, tortuga! ¿Vendrás?
Vuelve a entrar ARIEL en figura de ninfa del mar
¡Sublime aparición! Mi gentil Ariel, déjame hablarte al oído.
ARIEL.— Se cumplirá, señor. (Sale.)
PRÓSPERO.— ¡Tú, infecto esclavo, engendrado por el mismo demonio a tu maldita madre, avanza!
Entra CALIBÁN
CALIBÁN.— ¡Que el maligno rocío que barría mi madre con una pluma de cuervo sobre el malsano aguazal os inunde a los dos! ¡Que un viento suroeste sople sobre vosotros y os cubra la piel de úlceras!
PRÓSPERO.— Ten la seguridad de que, por ello, esta noche padecerás calambres y dolores de costado que te cortarán la respiración. Los erizos, durante la parte de la noche que les sea permitido obrar, se cebarán todos en ti. Serás cribado de picaduras tan numerosas como las celdas de un panal de miel, y cada pinchazo será más doloroso que si proviniese de una abeja.
CALIBÁN.— Tengo derecho a comer mi comida. Esta isla me pertenece por Sycorax, mi madre, y tú me la has robado. Cuando viniste por vez primera, me halagaste, me corrompiste. Me dabas agua con bayas en ella; me enseñaste el nombre de la gran luz y el de la pequeña, que iluminan el día y la noche. Y entonces te amé y te hice conocer las propiedades todas de la isla, los frescos manantiales, las cisternas salinas, los parajes desolados y los terrenos fértiles. ¡Maldito sea por haber obrado así!… —¡Que todos los hechizos de Sycorax, sapos, escarabajos y murciélagos caigan sobre vos! ¡Porque soy yo el único súbdito que tenéis, que fui rey propio! ¡Y me habéis desterrado aquí, en esta roca desierta, mientras me despojáis del resto de la isla!
PRÓSPERO.— ¡Oh esclavo impostor, a quien pueden conmover los latigazos, no la bondad! Te he tratado, a pesar de que eres estiércol, con humana solicitud. Te he guarecido en mi propia gruta, hasta que intentaste violar el honor de mi hija.
CALIBÁN.— ¡Oh, jó![3] ¡Oh, jó!… ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes.
PRÓSPERO[4].— ¡Esclavo aborrecido, que nunca abrigarás un buen sentimiento, siendo inclinado a todo mal! Tengo compasión de ti. Me tomé la molestia de que supieses hablar. A cada instante te he enseñado una cosa u otra. Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer. Pero, aunque aprendieses, la bajeza de tu origen te impedía tratarte con las naturalezas puras. ¡Por eso has sido justamente confinado en esta roca, aun mereciendo más que una prisión!
CALIBÁN.— Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo maldecir. ¡Que caiga sobre vos la roja peste, por haberme inculcado vuestro lenguaje!
PRÓSPERO.— ¡Fuera de aquí, semilla de bruja! Ve a buscarnos combustible. Y apresúrate, que más te valdrá, para llevar a cabo otras misiones. ¿Te encoges de hombros, réprobo? Si lo echas en olvido o realizas de mala gana mis mandatos, te torturaré con los consabidos calambres, te llenaré los huesos de dolores y te haré lanzar tales gemidos, que temblarán las bestias.
CALIBÁN.— No, te lo suplico. (Aparte.) Debo obedecer. Su poder es tan irresistible, que triunfaría de Setebos, el dios de mi madre, y haría de él un vasallo.
PRÓSPERO.— ¡Vamos, esclavo, márchate! (Sale CALIBÁN.)
Entra de nuevo ARIEL, invisible, tocando y cantando. FERNANDO le sigue
ROMANCE DE ARIEL
Venid a estas arenas amarillas
y cogeos las manos;
después de los saludos y los besos
a las salvajes ondas,
danzad alegremente aquí y allá.
Dulces genios, llevad el estribillo,
escuchad, escuchad.
ESTRIBILLO
[Entre bastidores.] ¡Guau!… Uau… [como un eco],
ladran los perros guardianes.
[Entre bastidores.] ¡Guau!… Uau… [como un eco],
¡Escuchad, escuchad! Oigo
el canto del audaz Chantecler:
[Grito.] ¡Ki-ki-ri-kí!…
FERNANDO.— ¿De dónde viene esta música? ¿Del aire, o de la tierra? No se oye ya…, y a buen seguro se dirige a alguna divinidad de la isla. Sentado en la playa, llorando el naufragio del rey mi padre, se deslizó junto a mí esta música sobre las aguas, aplacando su furia y mi dolor con su dulce melodía. La he seguido hasta aquí —o más bien me ha atraído ella—; pero ha cesado… No, comienza de nuevo.
ARIEL canta
Tu padre yace enterrado bajo cinco brazas de agua;
se ha hecho coral con sus huesos;
los que eran ojos son perlas.
Nada de él se ha dispersado;
sino que todo ha sufrido la transformación del mar
en algo rico y extraño.
Las ondinas, cada hora, hacen sonar su campana.
ESTRIBILLO
FERNANDO.— ¡Ese coro me recuerda a mi padre ahogado! Esto no es una cosa humana, ni el son pertenece a la tierra… Ahora lo siento por encima de mí.
PRÓSPERO.— Levanta las cortinas franjeadas de tus ojos, y dime qué ves a lo lejos.
MIRANDA.— ¿Qué es? ¿Un espíritu? ¡Señor, cómo mira! Creedme, señor, tiene una arrogante presencia… Pero es un espíritu.
PRÓSPERO.— No, hija mía; come, duerme y tiene los mismos sentidos que nosotros. El galán que miras es uno del naufragio, y si no estuviera algo desfigurado por el sufrimiento —ese cáncer de la hermosura—, podrías hallar en él una persona bizarra. Ha perdido sus compañeros, y vaga por encontrarlos.
MIRANDA.— Tentada estoy de tomarle por una cosa divina, porque nada en la Naturaleza he visto nunca tan noble.
PRÓSPERO.— (Aparte.) Esto marcha, a lo que veo, como deseaba mi corazón. —Espíritu, lindo espíritu, por este servicio te libertaré dentro de dos días.
FERNANDO.— ¡Seguramente ésta es la diosa a quien se dirigían aquellos cánticos! —Dignaos decirme, os ruego, si moráis en esta isla y si consentiríais en instruirme acerca de lo que aquí me aguarda. Pero mi primer deseo, aunque lo exprese en último lugar, es saber —¡oh maravilla!— si sois mortal o no.
MIRANDA.— Nada de maravilla, caballero, sino simplemente una doncella.
FERNANDO.— ¡Mi idioma! ¡Cielos! ¡Me consideraría el primero de los hombres que hablan esta lengua si me hallase en el país en que se habla!
PRÓSPERO.— ¡Cómo! ¿El primero? ¿Qué serías si el rey de Nápoles te escuchara?
FERNANDO.— Un simple mortal, como soy ahora, asombrado de oírte hablar de Nápoles. ¡El rey de Nápoles me oye! Por eso lloro. Yo mismo soy de Nápoles, yo, cuyos ojos —desde entonces en lágrimas— han visto naufragar al rey mi padre.
MIRANDA.— ¡Ay, qué desgracia!
FERNANDO.— Sí, en verdad, él y todos sus cortesanos. El duque de Milán y su noble hijo han desaparecido igualmente.
PRÓSPERO.— El duque de Milán y su no menos noble hija podrían contradecirte si fuera el momento oportuno. (Aparte.) A primera vista han cambiado ojeadas. —¡Delicado Ariel, te haré libre! (A FERNANDO.) Una palabra, querido señor. Temo que vos mismo os hayáis hecho algún agravio. Una palabra.
MIRANDA.— (Aparte.) ¿Por qué habla mi padre tan duramente? Es el tercer hombre que he visto y el primero por quien he suspirado. ¡Que la piedad mueva a mi padre por el lado a que se inclina mi corazón!
FERNANDO.— ¡Oh! Si sois virgen y vuestro amor no tiene dueño, os haré reina de Nápoles.
PRÓSPERO.— Basta, señor. Una palabra todavía. (Aparte.) Están en poder uno del otro; pero este precipitado asunto debe suscitar obstáculos, no sea que la facilidad de la conquista rebaje su valor. (A FERNANDO.) Una palabra aún. Te intimo a que me escuches. Usurpas aquí un nombre que no te pertenece y te has introducido en esta isla como un espía, para arrebatármela a mí, el dueño de ella.
FERNANDO.— No, tan cierto como soy hombre.
MIRANDA.— Nada malo puede residir en semejante templo. Si el espíritu del mal habitase tan bella morada, los buenos se esforzarían en vivir en ella.
PRÓSPERO.— (A FERNANDO.) Sígueme. (A MIRANDA.) No intercedas por él; es un traidor. (A FERNANDO.) Vamos. Voy a encadenarte el cuello con los pies; el agua del mar será tu bebida; tendrás por alimento moluscos del manantial dulce, raíces secas y las vainas en que se mecen las bellotas. Sígueme.
FERNANDO.— ¡No! ¡Resistiré a semejante tratamiento, hasta que mi enemigo sea el más fuerte! (Desenvaina, y al accionar queda encantado.)
MIRANDA.— ¡Oh, padre querido! No le sometáis a tan dura prueba, pues es gentil y no inspira recelo.
PRÓSPERO.— ¡Cómo! Estoy pensando, ¿será mi pie mi tutor? ¡Abate tu espada, traidor; que das la cara, pero no te atreves a herir, presa de una conciencia culpable! Depón esa actitud amenazadora, porque puedo desarmarte con esta varilla y hacer caer de tus manos el acero.
MIRANDA.— ¡Os lo suplico, padre!
PRÓSPERO.— ¡Atrás, no te cuelgues a mis vestidos!
MIRANDA.— ¡Señor, tened compasión! Yo seré su fiadora.
PRÓSPERO.— ¡Silencio! Una palabra más me obligaría a reñirte, cuando no a odiarte. ¡Cómo! ¿Abogada de un impostor? ¡Cállate! ¡Piensas que no hay más hombres de esa figura, porque no has visto sino a él y a Calibán! ¡Criatura insensata! Al lado de muchos hombres, éste es un Calibán y ellos al suyo, ángeles.
MIRANDA.— Entonces mis afecciones son muy humildes. No tengo la ambición de ver a un hombre más seductivo.
PRÓSPERO.— (A FERNANDO.) Vamos, obedece. Tus músculos han vuelto a la infancia y no queda vigor en ellos.
FERNANDO.— En efecto, mis espíritus, como en un sueño, parecen hallarse encadenados. La pérdida de mi padre, la debilidad que experimento, el naufragio de todos mis amigos o las amenazas de este hombre a quien estoy esclavizado, no serían nada si desde mi prisión, una vez al día pudiera contemplar a esta virgen. ¡Qué importa ser libre en todos los demás rincones de la tierra! ¡Yo gozaría de espacio suficiente en semejante prisión!
PRÓSPERO.— (Aparte.) La cosa marcha. (A FERNANDO.) Vamos. (A ARIEL.) ¡Qué bien has cumplido con tu misión, arrogante Ariel! (A FERNANDO.) Sígueme. (A ARIEL.) Escucha lo que tengo que mandarte aún.
MIRANDA.— (A FERNANDO.) Serenaos. Mi padre es de mejores sentimientos que lo que aparentan sus palabras, señor. En este instante cede a un humor no habitual en él.
PRÓSPERO.— Serás tan libre como los vientos de la montaña; pero cumple ahora punto por punto lo que te ordene.
ARIEL.— Al pie de la letra.
PRÓSPERO.— (A FERNANDO.) Vamos, sígueme. (A MIRANDA.) No intercedas por él. (Salen.)