[1] Le pregunté. Era Léa vestida de hombre. Sabía que conocía a Albertina, pero no podía decir más. Ocurre, pues, que ciertas personas se vuelven a encontrar en nuestra vida para preparar nuestros placeres y nuestros dolores. (En la edición de La Pléiade se separa a pie de página este pasaje, «que contradice el contexto», y que en el manuscrito se encuentra en un papel suplementario). (N. de la T.) <<
[2] Mi memoria, la memoria involuntaria misma, había perdido el amor de Albertina, mas parece ser que hay una memoria involuntaria de los miembros, pálida y estéril imitación de la otra, que vive más tiempo, como ciertos animales o vegetales ininteligentes viven más tiempo que el hombre. Las piernas, los brazos están llenos de recuerdos entumecidos.
Una vez que dejé a Gilberta bastante temprano, me desperté a media noche en el cuarto de Tansonville, y todavía medio dormido llamé: «Albertina». No es que estuviera pensando en ella, ni soñando con ella, ni que la confundiese con Gilberta: es que una reminiscencia enclavada en mi brazo me hizo buscar detrás de mí la campanilla, como en mi cuarto de París. Y, al no encontrarla, llamé: «Albertina», creyendo que mi amiga difunta estaba acostada al lado mío, como solía ocurrir por la noche, y que dormíamos juntos, calculando, al despertar, el tiempo que tardaría Francisca en llegar, para que Albertina pudiera, sin imprudencia, tirar de la campanilla que yo no encontraba. (En la edición de La Pléiade se sitúa a pie de página este fragmento, que en el manuscrito se encuentra en un papel marginal, sin relación con la parte del texto donde Proust lo insertó). (N. de la T.) <<
[3] Por cortesía, pregunté a su hermana el apellido de Teodoro, que ahora vivía en el Midi. «¡Pero si es el que me escribió por mi artículo de Le Figaro!», exclamé al enterarme de que se apellidaba Sanilon. Fragmento situado a pie de página con referencia al lugar señalado, en la edición de la Pléiade). (N. de la T.) <<
[4] Para decidirme a casarme con ella (y ella misma renunció por mi carácter indeciso y quisquilloso): en esta forma demasiado simple juzgaba yo mi aventura con Albertina, ahora que esta aventura la veía ya sólo desde fuera. (En la edición de La Pléiade se sitúa a pie de página este pasaje, que en el manuscrito figura en un papel marginal y que no encaja en el lugar señalado). (N. de la T.) <<
[5] «¡Y que todo eso forme un astro en la noche!». <<
[6] Puesto que el Diario de los Goncourt me hizo descubrir que no era otro que el «Monsieur Tiche» que tan exasperantes discursos le había echado a Swann en casa de los Verdurin. Pero ¿qué hombre de genio no ha adoptado las irritantes maneras de hablar de los artistas de su bando, antes de llegar (como ocurrió con Elstir y como ocurre rara vez) a un buen gusto superior? Por ejemplo, ¿no están sembradas las cartas de Balzac de giros vulgares que Swann hubiera sufrido mil muertes antes que emplearlos? Y, sin embargo, es posible que Swann, tan sagaz, tan exento de todo ridículo odioso, fuera incapaz de escribir La cousine Bette y Le curé de Tours. (En la edición de La Pléiade se separa a pie de página este pasaje, que en el manuscrito figura en un papel marginal y que el editor juzga «imposible de insertar tal como está en el texto primitivo que Proust mantuvo»). (N. de la T.) <<
[7] Grand Quartier Général. (N. de la T.) <<
[8] Al hablar del Affaire se referían, por antonomasia, al asunto Dreyfus. (N. de la T.) <<
[9] En aquella época vi mucho a Andrea. No sabíamos qué decirnos, y una vez pensé en aquel nombre de Julieta que había emergido del fondo del recuerdo de Albertina como una flor misteriosa. Misteriosa entonces, pero que hoy ya no suscitaba nada: mientras que le hablaba de tantas cosas indiferentes, sobre esta me callé, no porque lo fuera más que otra, sino porque hay una especie de sobresaturación de las cosas en las que se ha pensado mucho. Quizá el período en que yo veía en aquello tantos misterios era el verdadero. Pero como estos períodos no durarán siempre, no debemos sacrificar la salud, la fortuna al descubrimiento de misterios que un día ya no nos interesarán. (En la edición de La Pléiade se destaca a pie de página este pasaje con referencia al lugar señalado). (N. de la T.) <<
[10] Saint-Loup venía de Balbec. Más tarde me enteré indirectamente de que había hecho intentos vanos por conquistar al director del restaurante, el cual debía su posición a lo que había heredado de monsieur Nissim Bernard. Pues no era otro que aquel joven criado «protegido» por el tío de Bloch. Pero con la riqueza había adquirido la virtud. De modo que fue inútil que Saint-Loup intentara seducirle. En compensación, mientras que los jóvenes virtuosos se abandonan, ya maduros, a las pasiones de las que al fin se han enterado, algunos adolescentes fáciles se convierten en hombres de principios contra los cuales se estrellan desagradablemente los Charlus que acuden fiados de antiguos cuentos, pero demasiado tarde. Todo es cuestión de cronología. (La edición de La Pléiade incluye a pie de página esta «adición marginal, inédita, que rompe la continuidad del texto»). (N. de la T.) <<
[11] Décrépir, «desconcharse». Con referencia al lugar que en el texto francés ocupa esta palabra, la edición de La Pléiade intercala en nota esta variante: «La partida de los poderes públicos para Burdeos le parecía un poco precipitada y decía que hacían mal en décrépir tan pronto». (N. de la T.) <<
[12] Pissotiere, «meadero». (N. de la T.) <<
[13] Tirer des plans a la cométe, «tratar de conseguir algo con pocos medios». (N. de la T.) <<
[14] Frase que en el original queda así, sin terminar, según se advierte en la edición de La Pléiade. (N. de la T.) <<
[15] En la edición de La Pléiade se advierte que, después de la palabra «falsa», hay en el manuscrito un desgarrón por el que desapareció el comienzo de dos líneas, lo que explica los blancos que aquí se encuentran. (N. de la T.) <<
[16] «de la sima prohibida a nuestras sondas, como ascienden al cielo soles de nuevo jóvenes lavados en el fondo de los mares profundos». <<
[17] Con esta palabra, cuyo significado literal es «bombero», se designa, peyorativamente, y sobre todo en arte, lo convencional, lo vulgarmente tradicional, el llamado estilo «académico». (N. de la T.) <<
[18] Los artículos mismos eran más inteligentes que estos ridículos títulos. Su estilo se derivaba de Bergotte, pero de una manera a la que quizá sólo yo era sensible, y he aquí por qué. Los escritos de Bergotte no habían influido nada en Morel. La fecundación se había producido de una manera muy particular y tan rara que sólo por eso la cuento aquí. Ya dije a su debido tiempo la manera tan especial que tenía Bergotte, cuando hablaba, de elegir sus palabras, de pronunciarlas. Morel, que le había tratado mucho tiempo en casa de los Saint-Loup, le imitaba remedando perfectamente su voz, usando las mismas palabras que él hubiera empleado. Pero ahora Morel, para escribir, transcribía conversaciones estilo Bergotte, pero sin introducir en ellas aquella trasposición con la que resultarían puro Bergotte escrito. Como eran pocas las personas que habían hablado con Bergotte, no se reconocía el tono, que difería del estilo. Esta fecundación oral es tan rara que he querido citarla aquí. Por lo demás, produce solamente flores estériles. (La edición de La Pléiade separa a pie de página este fragmento con la advertencia de que Proust lo había situado, por error, en un papel suplementario, más adelante). (N. de la T.) <<
[19] Hay que aclarar que savoir, en condicional (véase más adelante), equivale —como también a veces en español— a «poder»: Je ne saurais te dire significa «no podría decirte» o «no sabría decirte». (N. de la T.) <<
[20] Un restaurante económico. <<
[21] Una nota de la edición de La Pléiade advierte de que la palabra transcrita como dernieres («últimas») es casi ilegible en el manuscrito, y por tanto, dudosa. La frase resulta, en efecto, oscura. (N. de la T.) <<
[22] Recuérdese que así llamaban los franceses a sus soldados en la guerra del 14. (N. de la T.) <<
[23] Parigots, «parisienses» en argot. (N. de la T.) <<
[24] En argot, «cocaína». (N. de la T.) <<
[24a] «Batallón de Africa»: batallón formado con soldados que tenían antecedentes penales. (N. de la T.) <<
[25] Expresión de argot que designa aproximadamente al que nosotros llamaríamos «chulo». (N. de la T.) <<
[26] Por otra parte, las pinturas pompeyanas de la casa de Jupien eran adecuadas, en cuanto recordaban el final de la Revolución francesa, a la época, bastante parecida al Directorio, que iba a comenzar. Anticipándose ya a la paz, escondiéndose en la oscuridad para no infringir demasiado abiertamente las ordenanzas de la policía, se organizaban por doquier bailes nuevos, que se desencadenaban toda la noche. Al lado de esto circulaban ciertas opiniones artísticas, menos antigermánicas que durante los primeros años de la guerra, para devolver la respiración a las mentes asfixiadas, pero para atreverse a presentarlas hacía falta una patente de civismo. Un profesor escribía un libro notable sobre Schiller y se comentaba en los periódicos. Pero, antes de hablar del autor del libro se hacía constar, como una autorización de la censura de imprenta que había estado en el Marne, en Verdun, que había sido citado cinco veces, que había perdido dos hijos en la guerra. Consignado esto, se alababa la claridad, la profundidad de su obra sobre Schiller, que se podía calificar de gran obra con tal de decir en lugar de «ese gran alemán», «ese gran boche». Era la consigna para el artículo, y así pasaba fácilmente. (En la edición de La Pléiade se separa a pie de página este fragmento, haciendo notar que rompe la continuidad en el lugar señalado por Proust para el suplemento marginal en que figura). (N. de la T.) <<
[27] Sin embargo, si Saint-Loup se había distraído aquella noche de aquella manera, no era sino por dar tiempo, pues, asaltado por el deseo de ver a Morel, acudió a todas sus relaciones militares por saber en qué cuerpo se encontraba, con el propósito de ir a verle, y no había recibido hasta entonces más que centenares de respuestas contradictorias. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página, con referencia al lugar indicado, este fragmento, que, en el manuscrito, se encuentra en un papel suplementario). (N. de la T.) <<
[28] En cuanto a Francisca, su odio a los alemanes era extremado, sólo lo atemperaba el que le inspiraban nuestros ministros. Y no sé qué deseaba más ardientemente, si la muerte de Hindenburg o la de Clemenceau. (En la edición de La Pléiade se incluye a pie de página, con referencia al lugar señalado y sin nota aclaratoria, este fragmento). (N. de la T.) <<
[28a] La edición de La Pléiade pone aquí la siguiente nota: «Con estas palabras termina el largo pasaje pegado al pie de la página 89 del manuscrito. Pero no hay ningún signo de puntuación después de “de pronto”, y es evidente que el comentario iniciado sobre los refugiados rusos quedó sin terminar». (N. de la T.) <<
[29] Como mamá iba precisamente a un modesto hotel en casa de madame Sazerat, reunión que ella sabía de antemano que iba a ser muy aburrida, no tuve ningún escrúpulo en ir a casa de la princesa de Guermantes. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página, con referencia al lugar señalado, este fragmento que en el manuscrito figura en un papel suplementario no situado). (N. de la T.) <<
[30] La saludaba quizá por ignorar quién era la persona a quien saludaba (pues un ataque puede llevarse los artículos del código social como cualquier otra parte de la memoria), quizá por una falta de coordinación de movimientos que trasladaba al plano de la humildad aparente la incertidumbre, altanera sin esto, que habría tenido de la identidad de la señora que pasaba. Saludó con esa cortesía de los niños que acuden tímidamente a saludar a los mayores por indicación de la madre. Y eso se había vuelto monsieur de Charlus, un niño, sin el orgullo que los niños tienen. (En la edición de La Pléiade se incluye a pie de página, con referencia al lugar señalado, este pasaje) (N. de la T.) <<
[31] En la edición de La Pléiade se advierte que esta palabra es, en el manuscrito, de lectura dudosa. (N. de la T.) <<
[32] Un rayo oblicuo del sol poniente me recuerda instantáneamente un tiempo en el que nunca había vuelto a pensar y en el que, en mi primera infancia, cuando mi tía Leoncia tuvo una fiebre que el doctor Percepied temió que fuera tifoidea, me hicieron pasar una semana en la pequeña habitación que Eulalia tenía y que daba a la plaza de la iglesia, habitación en la que sólo había una estera en el suelo y en la ventana una cortina de percal, zumbando siempre en ella un sol al que yo no estaba acostumbrado. Y al ver cómo el recuerdo de aquella pequeña habitación de antigua doméstica daba de pronto a mi vida pasada una larga extensión tan diferente del resto y tan deliciosa, pensé, por contraste, en el vacío de impresiones que me habían dado en mi vida las fiestas más suntuosas en los hoteles más principescos. Lo único un poco triste en aquel cuarto de Eulalia era que por la noche, debido a la proximidad del viaducto, se oían los alaridos de los trenes. Pero como yo sabía que aquellos berridos emanaban de máquinas reglamentadas, no me asustaban como, en una época de la prehistoria, hubieran podido asustarme los mugidos lanzados por un mamut vecino en su paseo libre y desordenado. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página, con referencia al lugar señalado, este pasaje que, en el manuscrito, se encuentra en papel aparte). (N. de la T.) <<
[33] Y hasta para estudiar las leyes del carácter se puede hacerlo lo mismo tomando un sujeto serio que un sujeto frívolo, de la misma manera que un prospector puede estudiar las de la anatomía lo mismo en el cuerpo de un imbécil que en el de un hombre de talento, pues las grandes leyes morales, igual que las de la circulación de la sangre o de la eliminación renal, difieren poco en relación con el valor intelectual de los individuos. (En la edición de La Pléiade figura a pie de página este pasaje con referencia al lugar señalado y sin ninguna nota aclaratoria). (N. de la T.) <<
[34] Palabra en blanco en el manuscrito, según se advierte en la edición de La Pléiade. (N. de la T.) <<
[35] Toda persona que nos ha hecho sufrir puede ser comparada por nosotros con una divinidad de la que no es más que un reflejo fragmentario y el último grado, divinidad (Idea) cuya contemplación nos da en seguida un goce en lugar de la pena que teníamos. Todo el arte de vivir consiste en no servirnos de personas que nos hacen sufrir más que como de un grado que permite llegar a su forma divina y poblar así gozosamente nuestra vida de divinidades. (La edición de La Pléiade destaca a pie de página este pasaje, con referencia al lugar señalado y sin ninguna nota aclaratoria). (N. de la T.) <<
[36] Palabra en blanco en el manuscrito —advierte la edición de La Pléiade—, por lo que resulta oscuro todo el párrafo. (N. de la T.) <<
[36a] No es seguro que la imaginación y la sensibilidad no sean, para crear una obra literaria, cualidades intercambiables y que la segunda no pueda, sin gran inconveniente, sustituir a la primera, de la misma manera que una persona cuyo estómago es incapaz de digerir encomienda esta función a su intestino. Un hombre nacido sensible y sin imaginación podría a pesar de esto escribir novelas admirables. El sufrimiento que le causaran los demás, sus esfuerzos para prevenirlo, los conflictos que ese sufrimiento y la segunda persona cruel le crearían, todo esto, interpretado por la inteligencia, podría constituir la materia de un libro no sólo tan bello como si hubiera sido imaginado, inventado, sino también tan ajeno al ensueño del autor si se hubiera entregado a sí mismo y hubiera sido dichoso, tan sorprendente para él mismo, tan accidental como un capricho fortuito de la imaginación. (En la edición de La Pléiade se incluye a pie de página este pasaje con referencia al lugar señalado y sin ninguna nota aclaratoria). (N. de la T.) <<
[37] En amor, nuestro rival afortunado, que es tanto como decir nuestro enemigo, es nuestro bienhechor. A un ser que sólo nos suscitaba un insignificante deseo físico le da en seguida un valor inmenso, ajeno a él, pero que confundimos con él. Si no tuviéramos rivales, el placer no se transformaría en amor. Si no los tuviéramos, o si no creyéramos tenerlos. Pues no es necesario que existan realmente. Basta para nuestro bien esa vida ilusoria que dan a rivales inexistentes nuestra sospecha, nuestros celos. (En la edición de La Pléiade se destaca a pie de página este pasaje, con la advertencia de que, en el manuscrito, nada indica en qué lugar del texto había de ir). (N. de la T.) <<
[38] Son nuestras pasiones las que abocetan nuestros libros, el intervalo de reposo lo que los escribe. (En la edición de La Pléiade se sitúan a pie de página estas lineas, con la advertencia de que en el manuscrito figuran entre líneas y sin una clara especificación de lugar). (N. de la T.) <<
[39] Desde luego, ciertas cosas que seguramente escribiría las adscribía al rostro, tal como lo vi por primera vez ante el mar. En cierto sentido, tenía razón en esto, pues si no hubiera ido al malecón aquel día, si no la hubiera conocido, no se habrían desarrollado todas estas ideas (a no ser que se desarrollaran con relación a otra). Me equivocaba también, pues ese placer generador que encontramos, retrospectivamente, en un bello rostro de mujer, viene de nuestros sentidos: era muy cierto, en efecto, que esas páginas que yo escribiría, Albertina, sobre todo la Albertina de entonces, no las habría entendido. Pero precisamente por esto (y es una indicación para no vivir en una atmósfera demasiado intelectual), precisamente porque era tan distinta de mí, me fecundó con el dolor e, incluso, al principio, con el simple esfuerzo por imaginar lo que difiere de nosotros. Estas páginas, si ella hubiera sido capaz de entenderlas, por eso mismo no las habría inspirado. (En la edición de La Pléiade se inserta a pie de página este pasaje, con referencia al lugar señalado y sin ninguna aclaración). (N. de la T.) <<
[40] Equivalente de la «Guía de la nobleza» en España. (N. de la T.) <<
[41] También sus bigotes eran blancos, como si llevara en ellos el hielo del bosque de Pulgarcito. Parecían molestar a la boca rígida y, una vez producido el efecto, debía habérselos quitado. (La edición de La Pléiade destaca a pie de página estas líneas con referencia al lugar indicado, y advirtiendo que en el manuscrito figuran en adición marginal para insertar en medio de la frase terminada con «barba blanca»). (N. de la T.) <<
[42] Y ahora comprendía lo que era la vejez: la vejez, quede todas las realidades es quizá aquella de la que más tiempo conservamos una noción puramente abstracta, mirando los calendarios, fechando nuestras cartas, viendo casarse a nuestros amigos, a los hijos de nuestros amigos, sin comprender, sea por miedo, sea por pereza, lo que esto significa, hasta el día en que vemos una silueta desconocida, como la de monsieur d’Argencourt, la cual nos entera de que vivimos en un nuevo mundo; hasta el día en que el nieto de uno de nuestros amigos, un joven al que instintivamente trataríamos como a un camarada, sonríe como si nos burláramos de él, porque nos ha visto como a un abuelo; comprendía lo que significaban la muerte, el amor, los goces del espíritu, la utilidad del dolor, la vocación, etc. Pues así como los nombres habían perdido individualidad para mí, las palabras me descubrían todo su sentido. La belleza de las imágenes reside detrás de las cosas; la de las ideas, delante. De suerte que la primera deja de maravillarnos cuando hemos alcanzado las cosas, mientras que la segunda no se comprende hasta que las hemos rebasado. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página este pasaje, con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[43] Así como algunas mujeres declaran su vejez pintándose, en cambio se manifestaba por la ausencia de afeites en algunos hombres en cuyo rostro yo no los había visto nunca expresamente, y que a pesar de esto me parecían muy cambiados desde que renunciando a intentar agradar habían dejado de usarlos. Entre estos estaba Legrandin. La supresión del rosa de sus labios y de sus mejillas, que yo nunca había sospechado que fuera artificial, daba a su cara la apariencia grisácea y también la precisión escultural de la piedra. Había perdido no sólo el valor de pintarse, de sonreír, de dar brillo a su mirada, de los parlamentos ingeniosos. Extrañaba verle tan pálido, abatido, pronunciando sólo unas pocas palabras que tenían la insignificancia de las que dicen los muertos cuando se los evoca. Se preguntaba uno qué causa le impedía ser vivaz, elocuente, encantador, como se lo pregunta ante el «doble» insignificante de un hombre brillante en vida y al que un espiritista hace preguntas que se prestarían a seductoras lucubraciones. Y se decía uno que aquella causa que había sustituido el Legrandin rosado y rápido por un pálido y triste fantasma de Legrandin era la vejez.
Algunos ni siquiera habían encanecido. Así reconocí, cuando se acercó a decir unas palabras a su amo, al viejo criado del príncipe de Guermantes. Los pelos tiesos que le erizaban las mejillas, lo mismo que el cráneo, seguían siendo de un rojo tirando a rosa, y no se podía sospechar que se tiñera como la duquesa de Guermantes. Pero no por eso parecía menos viejo. Simplemente se daba uno cuenta de que en los hombres, como en el reino vegetal de los musgos, los líquenes y tantos otros, existen especies que no cambian al llegar el invierno. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página este pasaje, con referencia al lugar señalado y advirtiendo que en el manuscrito no se especifica claramente el lugar en que debería ir). (N. de la T.) <<
[44] Palabra en blanco en el manuscrito, según se advierte en la edición de La Pléiade. (N. de la T.) <<
[45] Muchas veces aquellas rubias danzarinas no sólo se habían apropiado, con una peluca de cabello blanco, la amistad de unas duquesas a las que no conocieran antes. Como en otro tiempo no habían hecho otra cosa que bailar, el arte las había tocado como la gracia. Y así como en el siglo XVII muchas ilustres damas entraban en religión, ellas vivían en una casa llena de pinturas cubistas, un pintor cubista trabajaba sólo para ellas y ellas vivían sólo para él. (La edición de La Pléiade destaca a pie de página este pasaje, con referencia al lugar señalado por Proust pero advirtiendo que rompe la ilación). (N. de la T.) <<
[46] Chéquard: político venal que cobra «cheques» por sus servicios. (N. de la T.) <<
[47] Entre las personas presentes se encontraba un hombre importante que, en un proceso famoso, acababa de dar un testimonio cuyo solo valor radicaba en la moralidad del declarante, ante la cual los jueces y los abogados se inclinaron unánimemente y que determinó la condena de dos personas. Por eso cuando entró aquel hombre se produjo un movimiento de curiosidad y de deferencia. Era Morel. Quizá era yo el único que sabía que le habían mantenido al mismo tiempo Saint-Loup y un amigo de Saint-Loup. A pesar de estos recuerdos me saludó con gusto aunque con reserva. Recordaba el tiempo en que nos veíamos en Balbec, y estos recuerdos tenían para él la poesía y la melancolía de la juventud. (La edición de La Pléiade destaca a pie de página este pasaje, advirtiendo que en el lugar señalado —el que le marcó Proust— rompe la ilación). (N. de la T.) <<
[48] Algunas personas que, cuando yo entré en sociedad, daban grandes comidas en las que no recibían más que a la princesa de Guermantes, a la duquesa de Guermantes, a la princesa de Parma, y que ocupaban en casa de estas damas un lugar de honor, pasaban por ser la flor y nata de la sociedad de entonces y quizá lo eran, y se habían esfumado sin dejar huella. ¿Eran acaso extranjeros en misión diplomática que habían vuelto a su país? Quizá un escándalo, un suicidio, un rapto, los impidió reaparecer en el gran mundo, o tal vez eran alemanes. Pero un nombre no debía su lustre más que a su posición de entonces, y ya no lo llevaba nadie, ni siquiera se sabía a quién me refería si hablaba de ellos, y, si procuraba deletrear el nombre, creían que se trataba de rastacueros.
Las personas que, con arreglo al antiguo código social, no debieran estar allí, eran, con gran asombro mío, las mejores amigas de personas de alto rango, las cuales sólo por sus nuevas amigas iban a aburrirse a casa de la princesa de Guermantes. Pues lo que más caracterizaba a esta sociedad era su prodigiosa aptitud para el revoltijo de clases. (La edición de La Pléiade aísla a pie de página este pasaje, que en el manuscrito se encuentra en un papel marginal, advirtiendo que no quedó bien especificado por Proust el lugar correspondiente). (N. de la T.) <<
[49] Si para las personas de las nuevas generaciones la duquesa de Guermantes era poca cosa porque conocía a actrices, etc., las señoras hoy viejas de la familia seguían considerándola un personaje extraordinario, por una parte porque conocían exactamente su nacimiento, su rango heráldico, sus intimidades con los que madame de Forcheville llamada royalties, pero también porque desdeñaba visitar a la familia, se aburría en ella y se sabía que no se podía nunca contar con su presencia. Sus relaciones teatrales y políticas, por otra parte mal sabidas, no hacían sino aumentar su retraimiento, y por lo tanto su prestigio. De suerte que, mientras en el mundo político y artístico la tenían por una criatura mal definida, por una especie de renegada del Faubourg Saint-Germain que frecuenta a los subsecretarios de Estado y a las estrellas, en ese mismo Faubourg Saint-Germain, si daban una gran fiesta, se decía: «¿Vale la pena invitar a Marie Sosthènes? No vendrá. En fin, la invitaremos por fórmula, pero no nos hagamos ilusiones». Y si a eso de las diez y media se presentaba Marie Sosthènes con una toilette deslumbradora y con sus ojos, duros para ellas, parecía despreciar a todas sus primas, deteniéndose en el umbral por una especie de majestuoso desdén, si se quedaba una hora era para la anciana gran señora que daba la fiesta un acontecimiento más grande que lo fuera en otro tiempo para un director de teatro el hecho de que Sarah Bernhardt, que había prometido vagamente una colaboración con la que no se contaba, asistiera en efecto y con una complacencia y una sencillez extraordinarias, recitara, en lugar del trozo prometido, otros veinte. La presencia de aquella Marie Sosthènes, a la que los jefes de gabinete hablaban de arriba abajo y que no por eso dejaba de procurar conocerlos (la inteligencia dirige el mundo), acababa de dar el tono a la fiesta de la anciana señora, en la que, sin embargo, no había más que mujeres sumamente elegantes, aparte y por encima de todas las demás fiestas de ancianas señoras de la misma season (como diría también madame de Forcheville), pero por las cuales no se había molestado Marie Sosthènes. (En la edición de La Pléiade se destaca a pie de página este largo pasaje con referencia al lugar indicado). (N. de la T.) <<
[50] Se oía repetir ala princesa de Guermantes, en un tono exaltado y con una voz de chatarra producida por su dentadura postiza: «Sí, eso es, ¡haremos clan!, ¡haremos clan! Me gusta esta juventud tan inteligente, tan participante, ¡oh qué música es usted!». Y plantaba su grueso monóculo en su ojo redondo, medio burlón, medio disculpándose de no poder mantener la alegría mucho tiempo, pero estaba decidida hasta el fin a «participar», a «formar clan». (En la edición de La Pléiade se sitúa a pie de página este pasaje, con referencias al lugar señalado y sin ninguna aclaración). (N. de la T.) <<
[51] Palabra ilegible en el manuscrito, se advierte en la edición de La Pléiade. (N. de la T.) <<
[51a] Cortesana, mujer medio mundana, de moral relajada. Originalmente el medio castor era el sombrero de hombre, luego se aplicó a las mujeres de vida alegre a. (N. del Editor) <<
[52] Le dije a madame de Guermantes que había encontrado a monsieur de Charlus. Ella le encontraba peor de lo que estaba, pues las gentes del gran mundo hacen diferencias, en cuanto a inteligencia, no entre diversas personas del gran mundo en las que la inteligencia es aproximadamente la misma, sino hasta en una misma persona en diferentes momentos de su vida. Después añadió: «Siempre fue el retrato de mi suegra; pero ahora el parecido es más patente». Este parecido no tenía nada de extraordinario. Ya se sabe que ciertas mujeres se proyectan en cierto modo ellas mismas en otro ser con la mayor exactitud, sin más error que el sexo. Un error del que no se puede decir feliz culpa, pues el sexo actúa sobre la personalidad y en un hombre el feminismo resulta afectación, la reserva susceptibilidad, etc. No importa: en la cara, aunque tenga barba, en las mejillas, aunque estén congestionadas bajo las patillas, hay ciertas líneas superponibles a algún retrato materno. Apenas hay un viejo Charlus que no sea una ruina en el que no se reconozcan con asombro, bajo todos los empastes de la grasa y de los polvos de arroz, algunos fragmentos de una hermosa mujer en su juventud eterna. En aquel momento entró Morel; la duquesa estuvo con él de una amabilidad que me desconcertó un poco. «¡Ah!, yo no tomo partido en las cuestiones de familia —dijo—. ¿No le parecen aburridas las cuestiones de familia?». (En la edición de La Pléiade se sitúa a pie de página este pasaje, advirtiendo que en el lugar señalado —el que Proust indicó— rompe la continuidad de las ideas). (N. de la T.) <<
[53] «Llévate la alegría y déjame el hastío». <<
[54] Cuando se pensaba en la edad que debía de tener ahora madame de Forcheville, la cosa parecía extraordinaria. Pero quizá había comenzado de muy joven la vida de mujer galante. Y, además, hay mujeres que, en cada década, encontramos en una nueva encarnación, con nuevos amores, a veces cuando las creíamos muertas, siendo la desesperación de una mujer joven a la que su marido ha abandonado por ellas. (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página estas líneas, con referencia al lugar indicado y sin ninguna aclaración). (N. de la T.) <<
[55] Este enredo con madame de Forcheville, enredo que no era más que una imitación de otros más antiguos, acababa de hacer perder al duque de Guermantes, por segunda vez, la presidencia del jockey y un sillón de miembro libre en la Academia de Bellas Artes, como la vida de monsieur de Charlus, públicamente asociada a la de Jupien, le había hecho perder la presidencia de la Unión y también la de la Sociedad de Amigos del Antiguo París. De modo que los dos hermanos, tan diferentes en sus gustos, habían llegado a la desconsideración por causa de una misma pereza, de una misma falta de voluntad, falta que se observaba, pero agradablemente, en el duque de Guermantes, su abuelo, miembro de la Academia Francesa, mientras que en los dos nietos había permitido a una inclinación natural y a otra que se considera que no lo es, desocializarlos. (La edición de La Pléiade sitúa este fragmento en el lugar indicado por Proust, pero destacándolo a pie de página por estimar que rompe la ilación). (N. de la T.) <<
[56] Me ponderó, sobre todo, aquellas sobremesas donde estaban siempre X y Z. Pues había llegado a ese concepto de las mujeres de «salones» que despreciaba antaño (aunque ahora lo negara) y cuya gran superioridad, el signo de elección, según ella, eran tener en su casa «a todos los hombres». Si yo le decía que esta o la otra gran señora de «salones» no hablaba bien, cuando vivía, de madame Howland, la duquesa se echaba a reír ante mi ingenuidad: «Naturalmente, la otra tenía en su casa a todos los hombres y esta intentaba atraerlos». (La edición de La Pléiade aísla a pie de página este pasaje, advirtiendo que en el lugar señalado por Proust rompe la continuidad). (N. de la T.) <<
[57] En la edición de La Pléiade se da una incompleta y confusa explicación sobre cambios y entrelíneas que hay en este pasaje del manuscrito y de los que resulta la incoherencia de este párrafo. (N. de la T.) <<
[58] Me extrañó que su nariz, hecha como con el patrón de la de su madre y de la de su abuela, se detuviera justamente en aquella línea completamente horizontal bajo la nariz, sublime aunque no bastante corta. Un rasgo tan particular hubiera permitido reconocer una estatua entre miles aunque sólo se viera ese rasgo, y yo admiraba que la naturaleza acudiera oportunamente en la hija, como en la madre, como en la abuela, a dar como grande y original escultor, aquel poderoso y decisivo toque de cincel. (La edición de La Pléiade aísla a pie de página este pasaje, que en el manuscrito se encuentra en papel marginal sin clara especificación del lugar correspondiente). (N. de la T.) <<
[59] Francisca mediría, mostrándome mis cuadernos roídos como la madera en la que ha entrado un insecto: «Está todo apolillado, mire qué lástima, un pedazo de página que no es más que un encaje», y lo examinaba como un sastre: «No creo que se pueda arreglar, es cosa perdida. Qué lástima, a lo mejor estaban aquí sus mejores ideas. Como dicen en Combray, no hay peletero más entendido que las polillas. Se meten siempre en las mejores telas». (La edición de La Pléiade sitúa a pie de página este pasaje, advirtiendo que en el manuscrito se encuentra —en papel suplementario— mucho más lejos, al margen de un texto con el que no tiene ninguna relación). (N. de la T.) <<
[60] «Ha de nacer la yerba y han de morir los niños». <<
[61] En la edición de La Pléiade se advierte que en el manuscrito dice «en blancos» y que quizá Proust omitió una palabra. (N. de la T.) <<
[62] Seguramente mis libros, como mi ser de carne, acabarían también un día por morir. Pero hay que resignarse a morir. Aceptamos la idea de que dentro de diez años nosotros mismos, dentro de cien años nuestros libros, ya no existirán. Ni a los hombres ni a los libros se les promete ya la duración eterna. (La edición de La Pléiade destaca a pie de página este pasaje, esta adición marginal, que, en lugar señalado en el manuscrito, rompe la ilación). (N. de la T.) <<
[63] (¿Sería quizá este el motivo de que la figura de los hombres de cierta edad fuera, para los ojos del más ignorante, tan imposible de confundir con la de un joven y sólo se viera a través de la seriedad de una especie de nube?). (La edición de La Pléiade aísla a pie de página estas líneas halladas en adición marginal, advirtiendo que en el lugar señalado rompe la ilación). (N. de la T.) <<