Me dijo: «Es usted muy simpático, my dear, gracias», y como le era difícil dar a un sentimiento aunque fuera el más verdadero, una expresión no afectada por la preocupación de lo que ella creía elegante, repitió varias veces: «Muchas gracias, muchas gracias». Pero yo, que tan largos trayectos había hecho para verla en el Bois, que la primera vez que estuve en su casa había oído caer de su boca el sonido de su voz como un tesoro, ahora los minutos pasados junto a ella me parecían interminables, porque no sabía qué decirle, y me alejé pensando que las palabras de Gilberta «me confunde usted con mi madre» no sólo eran verdaderas, sino que, además, favorecían a la hija.

Por otra parte, no sólo en esta habían aparecido rasgos familiares que hasta entonces permanecieran tan invisibles en su cara como esas partes de una simiente replegadas en el interior y cuya futura salida al exterior no se puede sospechar. En esta o en aquella, una enorme curvatura materna venía a transformar hacia la cincuentena una nariz hasta entonces recta y pura. En otra, hija de banquero, la tez, de una lozanía de jardinera, se enrojecía, se tornaba cobriza y adquiría como el reflejo del oro que tanto había manejado el padre. Algunos hasta habían acabado por parecerse a su barrio, llevaban en sí como el reflejo de la Rue de l’Arcade, de la Avenue du Bois, de la Rue de l’Elysée. Pero, sobre todo, reproducían los rasgos de sus padres.

Desgraciadamente, Odette no iba a seguir siempre así. No habían pasado aún tres años cuando volví a verla en una fiesta dada por Gilberta, ya no en infancia, sino un poco reblandecida, e incapaz de ocultar bajo una careta inmóvil lo que pensaba (pensaba es mucho decir), lo que sentía, moviendo la cabeza, apretando los labios, sacudiendo los hombros a cada impresión sentida, como lo haría un borracho, un niño, como ciertos poetas que no se enteran de lo que les rodea e, inspirados, componen en el gran mundo y, mientras llevan del brazo a la mesa a una dama asombrada, fruncen el entrecejo, hacen muecas. Las impresiones de madame de Forcheville —excepto una, la que le hizo precisamente asistir a la fiesta, el cariño a su adorada hija, el orgullo de que esta diera una fiesta tan brillante, orgullo no velado en la madre por la melancolía de no ser ya nada—, aquellas impresiones no eran alegres y sólo la movían a una perpetua defensa contra las afrentas que le hacían, defensa tímida como la de un niño. No se oían más que estas palabras: «No sé si madame de Forcheville me reconoce, quizá debiera hacer que me presentaran de nuevo a ella». «¡Qué ocurrencia!, no se moleste», le contestaban a voz en grito, sin pensar que la madre de Gilberta lo oía todo (sin pensarlo o sin que les importara). «Es inútil. ¡Para el lustre que le va a dar! Todo el mundo la deja en su rincón. Además, está un poco gagá». Madame de Forcheville lanzaba una mirada furtiva de sus ojos, que seguían siendo tan bellos, a los interlocutores insultantes, pero en seguida se tragaba la mirada por miedo de haber estado grosera, y, sin embargo, perturbada por la ofensa, imponiendo silencio a su débil indignación, se la veía sacudir la cabeza, agitársele la respiración, echar otra mirada a otro concurrente tan poco fino como el primero, y sin extrañarse demasiado, pues, como se sentía muy mal desde hacía unos días, había sugerido a su hija a medias palabras que aplazara la fiesta, pero la hija se había negado. Madame de Forcheville no por eso la quería menos; todas las duquesas que entraban, la admiración de todo el mundo por la nueva casa le inundaban de alegría el corazón, y cuando entró la marquesa de Sabran, que era entonces la dama adonde conducía tan difícilmente el último escalón social, madame de Forcheville sintió que había sido una madre buena y previsora y que su misión maternal había terminado. Otros invitados burlones le hicieron de nuevo mirar y hablar sola, si hablar es sostener un lenguaje mudo que sólo se traduce en gesticulaciones. Tan bella todavía, se había vuelto extraordinariamente simpática —lo que nunca había sido—, pues a ella, que había engañado a Swann y a todo el mundo, ahora la engañaba el mundo entero; y tan débil se había vuelto que, trocados los papeles, ya ni siquiera se atrevía a defenderse de los hombres. Y pronto no se defendería contra la muerte.

Pero después de esta anticipación, volveremos tres años atrás, es decir, a la fiesta en que estábamos en casa de la princesa de Guermantes.

Me fue difícil reconocer a mi camarada Bloch, quien, por otra parte, había adoptado ahora no sólo el seudónimo, sino el nombre de Jacques du Rozier, bajo el cual se hubiera necesitado el olfato de mi abuelo para reconocer el «dulce valle» del Hebrón y las «cadenas de Israel» que mi amigo parecía haber roto definitivamente. Una elegancia inglesa había transformado completamente su cara y cepillado todo lo que se podía borrar. El pelo, antes ondulado, ahora, peinado liso con raya al medio, brillaba de cosmético. Su nariz seguía siendo grande y roja, pero parecía más bien tumefacta por una especie de catarro permanente que podía explicar el acento nasal con el que pronunciaba perezosamente sus frases, pues, lo mismo que había encontrado un peinado que iba bien a su tez, había hallado una voz adecuada a su pronunciación, en la que la gangosería de antes adquiría un tono de desdén de articular que se compaginaba con las aletas inflamadas de la nariz. Y gracias al peinado, a la supresión del bigote, a la elegancia del tipo, a la voluntad, la nariz judía desaparecía, como parece casi derecha una jorobada bien arreglada. Pero, sobre todo, cuando Bloch aparecía, un temible monóculo cambiaba el significado de su fisonomía. La parte de maquinismo que este monóculo aportaba a la cara de Bloch la dispensaba de todos esos deberes difíciles a los que está sometido un rostro humano, deber de ser bello, de expresar inteligencia, bondad, esfuerzo. La mera presencia de aquel monóculo en la cara de Bloch nos dispensaba, en primer lugar, de preguntarnos si era bonita o no, como ocurre con esos objetos ingleses de los que un dependiente nos dice en una tienda que «es la última moda», después de lo cual no nos atrevemos a preguntarnos si aquello nos gusta. Por otra parte, Bloch se instalaba detrás de la luna de aquel monóculo en una posición tan altiva, distante y confortable como si hubiera sido la luna de una carroza, y, para adaptar la cara al pelo liso y al monóculo, sus rasgos ya no expresaban nunca nada.

Bloch me pidió que le presentara al príncipe de Guermantes; no opuse a esta demanda ni sombra de las dificultades con que yo tropecé el día en que estuve por primera vez en una fiesta de su casa, y que me parecieron naturales, mientras que ahora me parecía tan natural presentarle a uno de sus invitados, y hasta me habría parecido natural permitir me llevarle y presentarle de improviso a una persona no invitada por él. ¿Sería porque, desde aquella lejana época, yo había llegado a ser un «familiar», aunque desde hacía algún tiempo era un «olvidado», de aquel mundo dónde antaño era tan nuevo? ¿O era, por el contrario, que, por no ser yo un verdadero hombre de mundo, todo lo que a ellos les resulta difícil, ya no existía para mí una vez desaparecida la timidez? ¿Sería porque los seres habían ido dejando caer ante mí su primer aspecto ficticio (a veces el segundo y el tercero), y, detrás de la altivez desdeñosa del príncipe, notaba yo una gran avidez humana de conocer seres, de conocer incluso a los que simulaba desdeñar? ¿Sería porque también el príncipe había cambiado, como todos esos insolentes de la juventud y de la edad madura a quienes la vejez aporta su dulzura (sobre todo porque los hombres recién llegados y las ideas desconocidas contra las que se rebelaban, los conocían de vista desde hacía tiempo y los sabían recibidos en torno suyo), y sobre todo cuando la vejez tiene como coadyuvante alguna virtud, o algún vicio que extiende las relaciones, o la revolución que determina una conversión política, como la del príncipe al dreyfusismo?

Bloch me interrogaba, como hacía yo en otro tiempo al entrar en el gran mundo, como a veces lo hacía aún, sobre las personas que yo conocí allí entonces y que estaban tan lejos, tan aparte de todo como ciertas personas de Combray que a veces me esforzaba por «situar» exactamente. Pero Combray tenía para mí una forma tan aparte, tan imposible de confundir con lo demás que era un rompecabezas que nunca pude hacer entrar en el mapa de Francia.

—Entonces, ¿el príncipe de Guermantes no puede darme ninguna idea ni de Swann ni de monsieur de Charlus? —me preguntó Bloch, cuya manera de hablar imité durante mucho tiempo, mientras que ahora solía él imitar la mía.

—Ninguna.

—Pero ¿en qué consistía la diferencia?

—Sería necesario que hablaras con ellos, pero es imposible: Swann ha muerto y monsieur de Charlus no le anda lejos, mas estas diferencias eran enormes.

Y mientras a Bloch le brillaban los ojos pensando en lo que podían ser aquellos personajes maravillosos, yo pensaba que le exageraba el placer que me produjo encontrarme con ellos, pues nunca lo había sentido más que estando solo y la impresión de las verdaderas diferenciaciones sólo se produce en nuestra imaginación. ¿Lo notó Bloch?

—Quizá me lo pintas demasiado bonito —me dijo—; por ejemplo, la dueña de esta casa, la princesa de Guermantes, ya sé que no es muy joven, pero, después de todo, no hace tanto tiempo que me hablabas de su encanto incomparable, de su maravillosa belleza. Desde luego, reconozco que tiene un gran porte y esos ojos extraordinarios de que me hablabas, pero la verdad es que no la encuentro tan impresionante como tú decías. No cabe duda de que tiene mucha raza, pero en fin… —Me vi obligado a decir a Bloch que no me hablaba de la misma persona. La princesa de Guermantes había muerto, y el príncipe, arruinado por la derrota alemana, se había casado con la exmadame Verdurin—. Te equivocas, he buscado en el Gotha de este año —me confesó ingenuamente Bloch— y he encontrado al príncipe de Guermantes viviendo en este hotel donde estamos y casado con lo más grandioso del mundo…; espera un poco que me acuerde: casado con Sidonia, duquesa de Duras, de soltera Des Baux.

En efecto, madame Verdurin, poco después de morir su marido, se casó con el viejo duque de Duras, arruinado, que la hizo prima del príncipe de Guermantes y murió a los dos años de matrimonio. Fue para madame Verdurin una transición muy útil, y ahora, por un tercer matrimonio, era princesa de Guermantes y tenía en el Faubourg Saint-Germain una gran posición que hubiera causado asombro en Combray, donde las damas de la Rue de l’Oiseau, la hija de madame Goupil y la nuera de madame Sazerat, durante aquellos últimos años, antes de que madame Verdurin fuera princesa de Guermantes, habían dicho burlándose «la duquesa de Duras» como si fuera un papel que madame Verdurin desempeñara en el teatro. Y como el principio de las castas exigía que muriera llamándose madame Verdurin, aquel título, del que se pensaba que no le confería ningún nuevo poder mundano, hasta llegaba a producir más bien mal efecto. «Dar que hablar», esta expresión que en todas las capas sociales se aplica a una mujer que tiene un amante, en el Faubourg Saint-Germain se podía aplicar a las que publican libros, en la burguesía de Combray a las que hacen bodas «desproporcionadas» en el sentido que sea. Cuando la exmadame Verdurin se casó con el príncipe de Guermantes, debió de decirse que era un falso Guermantes, un estafador. Para mí, en aquella identidad de título, de nombre, en virtud de la cual había aún una princesa de Guermantes sin ninguna relación con la que tanto me había seducido y que ya no existía y que era como una muerta indefensa a quien se lo hubieran robado, había algo tan doloroso como ver gozar a otra de los objetos, del castillo, de todo lo que antes perteneciera a la princesa Hedwige. La herencia de un nombre es triste como todas las herencias, como todas las usurpaciones de propiedad; y siempre, sin interrupción, vendría como una oleada de nuevas princesas de Guermantes, o más bien, milenaria, reemplazada de época en época en su empleo por una mujer diferente, una sola princesa de Guermantes, ignorante de la muerte, indiferente a todo lo que cambia y hiere nuestros corazones, cerrando el nombre sobre las que caen de cuando en cuando su placidez inmemorial siempre pareja.

Cierto que ese cambio exterior en los rostros que yo había conocido no era más que el símbolo de un cambio interior que se había ido operando día tras día. Quizá aquellas gentes habían seguido haciendo las mismas cosas, pero, día tras día, la idea que se formaban de ellas y de los seres que trataban se había desviado un poco y, al cabo de unos años, bajo los mismos nombres, amaban otras cosas, a otras gentes y, transformadas en otras personas, sería extraño que no tuvieran un poco rostros diferentes.

Pero también había personas que yo no podía reconocer por la razón de que no las había conocido, pues en aquel salón el tiempo había ejercido su química sobre la sociedad, lo mismo que sobre los seres[47]. Este medio, en cuya naturaleza específica, definida por ciertas afinidades que le atraían todos los grandes nombres principescos de Europa y la repulsión que alejaba de ella a todo elemento no aristocrático, había encontrado yo como un refugio material para aquel nombre de Guermantes al que prestaba su última realidad, este mismo medio había sufrido, en su constitución íntima y que yo creía estable, una alteración profunda. La presencia de unas personas que yo había visto en medios sociales muy diferentes y que creía que jamás penetrarían en este me extrañó menos aún que la íntima familiaridad con que en él eran recibidas, llamadas por su nombre de pila; cierto conjunto de prejuicios aristocráticos, de snobismo, que en otro tiempo alejaba automáticamente del nombre de Guermantes a todo lo que no armonizaba con él, había dejado de funcionar[48]. Los resortes de la máquina rechazadora, distendidos o rotos, ya no funcionaban, penetraban mil cuerpos extraños, le quitaba toda homogeneidad, toda compostura, todo color. El Faubourg Saint-Germain, como una vieja soberana gagá, ya no hacía más que contestar con sonrisas tímidas a unos criados insolentes que invadían sus salones, bebían su naranjada y le presentaban a sus queridas. Y, sin embargo, la sensación del tiempo transcurrido y de la desaparición de una pequeña parte de mi pasado la registraba menos vivamente por la destrucción de aquel conjunto coherente (que fue el salón de los Guermantes) que por la ausencia misma del conocimiento de las mil razones, de los mil matices, en virtud de la cual alguien que todavía se encontraba allí estaba allí indicado con toda naturalidad y en su sitio, mientras que otro que se codeaba con él representaba una novedad sospechosa. Esta ignorancia no era sólo del gran mundo, sino de la política, de todo. Pues la memoria duraba menos que la vida en los individuos, y, además, algunas personas muy jóvenes, de las que no había en los demás recuerdos abolidos, formaban ahora una parte del gran mundo, y muy legítimamente, aun en el sentido nobiliario, pues, olvidados o ignorados los orígenes, tomaban a las gentes en el punto de elevación o de descenso en que se encontraban, creyendo que siempre había sido así, que madame Swann y la princesa de Guermantes y Bloch habían tenido siempre una gran posición, que Clemenceau y Viviani habían sido siempre conservadores. Y como algunos hechos tienen más duración y el execrado recuerdo del asunto Dreyfus persistía vagamente en ellos por lo que les habían dicho sus padres, si les decían que Clemenceau había sido dreyfusista, replicaban: «No es posible, se confunde usted, es precisamente del otro lado». Ministros tarados y antiguas prostitutas eran considerados como dechados de virtud. Como alguien preguntara a un joven de una familia muy encopetada si no había oído decir algo de la madre de Gilberta, el joven distinguido contestaba que, en efecto, en la primera parte de su existencia se había casado con un aventurero llamado Swann, pero que después se casó con uno de los hombres más ilustres de la sociedad, el conde de Forcheville. Seguramente todavía algunas personas de aquel salón —por ejemplo, la duquesa de Guermantes— habrían sonreído ante tal aserto (que, al negar la elegancia de Swann, me parecía monstruoso, cuando yo mismo en otro tiempo, en Combray, creía, como mi tía abuela, que Swann no podía conocer «princesas»), y también algunas mujeres que pudieran encontrarse allí, pero que ya casi no salían, las duquesas de Montmorency, de Mouchy, de Sagan, que fueron amigas íntimas de Swann y no vieron jamás a aquel Forcheville, no recibido en el gran mundo cuando ellas estaban aún en él. Pero es precisamente que la sociedad de entonces, como los rostros hoy cambiados y las cabelleras rubias sustituidas por cabelleras blancas, ya sólo existía en la memoria de unos seres cada día menos numerosos. Durante la guerra, Bloch había dejado de «salir», de frecuentar sus antiguos medios de otro tiempo, donde hacía una triste figura. En cambio, no había dejado de publicar unas obras cuya absurda sofistica me esforzaba yo ahora en destruir porque no me estorbara, obras sin originalidad, pero que daban a los jóvenes y a muchas mujeres del gran mundo la impresión de una altura intelectual poco común, de una especie de genio. De suerte que Bloch, después de una escisión completa entre su antigua mundanidad y la nueva, hizo una aparición de gran hombre en una fase nueva de su vida, gloriosa, honrada. Naturalmente, los jóvenes ignoraban que, a aquella edad, debutara en el gran mundo, más aún porque los pocos nombres que recordaba de su trato con Saint-Loup le permitían dar a su prestigio actual una especie de antigüedad indefinida. En todo caso, parecía uno de esos hombres de talento que en todo tiempo han florecido en el gran mundo, y no se pensaba que hubiera vivido nunca en otro.

Cuando acabé de hablar con el príncipe de Guermantes, Bloch me secuestró y me presentó a una señora joven que había oído a la duquesa de Guermantes hablar mucho de mí[49] y que era una de las mujeres más elegantes del día. Ahora bien, su nombre me era completamente desconocido, y el de los diferentes Guermantes no debía de serle muy familiar, pues preguntó a una americana por qué razón madame de Saint-Loup parecía tener un trato tan íntimo con la sociedad más brillante que allí se encontraba. Aquella americana estaba casada con el conde de Farcy, pariente oscuro de los Forcheville y para el que estos representaban lo más grande del mundo. Por eso contestó con la mayor naturalidad: «Pues aunque sólo fuera porque es de la familia Forcheville. Lo más grande que hay». Y por lo menos madame de Farcy, creyendo ingenuamente el nombre de Forcheville superior al de Saint-Loup, sabía lo que este era. Pero la encantadora amiga de Bloch y de la duquesa de Guermantes lo ignoraba totalmente y, como era bastante atolondrada, contestó de buena fe a una señorita que le preguntaba cómo madame de Saint-Loup era pariente del anfitrión, el príncipe de Guermantes: «Por los Forcheville», informe que la señorita comunicó como si lo hubiera sabido de siempre a una de sus amigas, la cual, que tenía mal carácter y estaba nerviosa, se puso colorada como un gallo la primera vez que un señor le dijo que Gilberta no estaba emparentada con los Guermantes, de suerte que el señor creyó que se había equivocado, adoptó el error y no tardó en propagarlo. Las comidas, las fiestas mundanas eran para la americana una especie de Escuela Berlitz. Oía los nombres y los repetía sin conocer previamente su valor, su alcance exacto. A alguien que preguntaba si Tansonville lo heredó Gilberta de su padre, monsieur de Forcheville, le explicaron que nada de eso, que era una finca de la familia de su marido, que Tansonville estaba cerca de Guermantes, que pertenecía a madame de Marsantes, pero que, como la finca estaba muy hipotecada, la había redimido como dote Gilberta. Por último, como un veterano de aquella época nombrara a Swann como amigo de los Sagan y de los Mouchy, y la americana amiga de Bloch preguntara cómo le había conocido yo, aquel declaró que le conocí en casa de madame de Guermantes, sin pensar en el vecino de campo, joven amigo de mi abuelo, que él representaba para mí. Errores como este han sido cometidos por los hombres más famosos y son considerados muy graves en toda sociedad conservadora. Saint-Simon, queriendo demostrar que Luis XIV era de una ignorancia que «le hizo caer a veces, en público, en los absurdos más garrafales», da de esta ignorancia únicamente dos ejemplos: que el rey, no sabiendo que Renel era de la familia de Clermont-Gallerande, ni Saint-Herem de la de Montmorin, los trató como hombres de poco más o menos. Al menos en cuanto a Saint-Herem tenemos el consuelo de saber que el rey no murió en el error, pues le sacó de él «muy tarde» monsieur de La Rochefoucauld. «Y para eso —añade Saint-Simon con un poco de lástima— tuvo que explicar qué casas eran aquellas cuyo nombre no le decía nada».

Este olvido tan vivaz que tan rápidamente cubre el pasado más reciente, esta ignorancia tan invasora, proporciona, en cambio, un pequeño saber más precioso por poco frecuente, un pequeño saber aplicado a la genealogía de las gentes, a sus verdaderas situaciones, a la razón de amor, de dinero u otra por la cual han emparentado con tal familia o han hecho bodas desiguales; un pequeño saber tomado de todas las sociedades donde reina un espíritu conservador, saber que mi abuelo poseía en el más alto grado sobre la burguesía de Combray y de París, saber que Saint-Simon valoraba tanto que cuando celebra la maravillosa inteligencia del príncipe de Conti, aun antes de hablar de las ciencias, o más bien como si fuera la primera de las ciencias, le elogia por haber sido «una magnífica mente, luminosa, justa, exacta, extensa, de grandísima lectura, que no olvidaba nada, que conocía las genealogías, sus quimeras y sus realidades, de una cortesía distinguida según el rango y el mérito, dando todo lo que los príncipes de la sangre deben dar y que ya no dan; hasta explicaba esto, y sus usurpaciones. La historia de los libros y de las conversaciones le proporcionaba la manera de colocar lo más agradable que podía sobre el nacimiento, los empleos, etcétera». Mi abuelo, menos brillante, sabía con no menos exactitud y saboreaba con no menos delectación todo lo referente a la burguesía de Combray y de París. Eran ya raros estos gourmets, estos aficionados que sabían que Gilberta no era Forcheville ni madame de Cambremer era Méséglise, ni la más joven una Valentinois. Escasos, hasta quizá reclutados en la más alta aristocracia (no son forzosamente los devotos, ni siquiera los católicos, los que más saben de la Leyenda Dorada o de las vidrieras del siglo XIII), muchas veces en una aristocracia secundaria, más golosa de aquella a la que apenas tiene acceso y que, por tratarla menos, tiene más tiempo de estudiarla; pero que se encuentran con gusto, que se presentan los unos a los otros, que dan suculentas comidas de cuerpo como la Sociedad de Bibliófilos o de Amigos de Reims, unas comidas donde se degustan genealogías. Las mujeres no son admitidas en ellas, pero los maridos les dicen al volver a casa: «He estado en una comida interesante. Había un tal monsieur de la Raspeliere que nos ha encantado explicándonos que esa madame de Saint-Loup que tiene esa niña tan bonita no es hija de un Forcheville. Toda una novela».

La amiga de Bloch y de la duquesa de Guermantes no sólo era elegante y encantadora, era también inteligente y la conversación con ella era agradable, pero me resultaba difícil porque lo nuevo para mí no es solamente el nombre de mi interlocutora, sino el de muchas personas de que me habló y que constituían en aquel momento el cogollo de la sociedad. Verdad es que, por otra parte, como quería oírme contar historias, muchos de los que le cité no le dijeron absolutamente nada, habían caído todos en el olvido, al menos los que sólo brillaron con el resplandor individual de una persona y no eran el nombre genérico y permanente de alguna célebre familia aristocrática (cuyo título exacto rara vez conocía la señora joven, atribuyendo nacimientos inexactos a un nombre que había oído al revés la víspera en una comida), y la señora, generalmente, no los había oído nunca pronunciar, pues no comenzó a frecuentar el gran mundo (no sólo porque era todavía joven, sino porque llevaba poco tiempo en Francia y no había sido recibida en seguida) hasta unos años después de retirarme yo del mismo. No sé cómo salió de mis labios el nombre de madame Leroi, y por casualidad mi interlocutora, gracias a algún viejo amigo de madame de Guermantes que galanteaba a la señora joven, había oído hablar de aquella. Pero inexactamente, como pude observar por el tono despectivo con que la señora joven y snob me contestó: «Sí, ya sé quién es madame Leroi, una antigua amiga de Bergotte», un tono que quería decir «una persona que yo nunca hubiera querido en mi casa». Comprendí muy bien que al viejo amigo de madame de Guermantes, como perfecto hombre de mundo imbuido del espíritu de los Guermantes, una de cuyas características era no parecer dar importancia a las frecuentaciones aristocráticas, le había parecido demasiado tonto y demasiado anti-Guermantes decir: «Madame Leroi, que trataba a todas las altezas, a todas las duquesas», y prefirió decir: «Es bastante divertida. Un día le contestó esto a Bergotte». Sólo que para las personas que no saben, esos informes de la conversación equivalen a los que da la prensa a la gente del pueblo, que cree alternativamente, según lo que dice su periódico, que monsieur Loubet y monsieur Reinach son unos ladrones o unos grandes ciudadanos. Para mi interlocutora, madame Leroi había sido una especie de madame Verdurin primera fase, con menos lucimiento y cuyo pequeño clan se hubiera limitado a Bergotte. Esta señora joven es, por otra parte, una de las últimas que, por pura casualidad, oyera el nombre de madame Leroi. Hoy nadie sabe ya quién es, lo que, por lo demás, es perfectamente justo. Su nombre no figura siquiera en el índice de las memorias póstumas de madame de Villeparisis, en cuya mente ocupó madame Leroi tanto lugar. Por lo demás, si la marquesa no habló de madame Leroi fue más que porque esta estuvo poco amable con ella, porque a nadie podía interesarle después de su muerte, y este silencio se debe al tacto literario de la escritora más que al rencor mundano de la mujer. Mi conversación con la elegante amiga de Bloch fue encantadora, pues esta mujer era inteligente, pero la diferencia entre nuestros dos vocabularios la hacía difícil y al mismo tiempo instructiva. Por más que sepamos que los años pasan, que la juventud da paso a la vejez, que las fortunas y los tronos más sólidos se derrumban, que la celebridad es pasajera, nuestro modo de conocer y, por decirlo así, de tomar el cliché de ese universo movedizo, arrastrado por el Tiempo, lo que hace, por el contrario, es inmovilizarlo. De suerte que vemos siempre jóvenes a las personas que conocimos jóvenes, que a los que hemos conocido viejos les atribuimos retrospectivamente en el pasado virtudes de la vejez, que confiamos sin reserva en el crédito de un millonario y en el apoyo de un soberano, sabiendo por razonamiento, pero sin creerlo efectivamente, que mañana podrá ser un fugitivo desprovisto de poder. En un campo más restringido y de pura mundanidad, como en un problema más sencillo que inicia en dificultades más complejas pero del mismo orden, la ininteligibilidad que, en nuestra conversación con la señora joven, resultaba del hecho de haber vivido en cierto mundo a veinticinco años de distancia, me daba la impresión, y habría podido fortificarlo en mí, del sentido de la Historia.

Por otra parte, no hay más remedio que decir que esa ignorancia de las situaciones reales, que cada diez años hace surgir a los elegidos en su apariencia actual como si no existiera el pasado, que a una americana recién desembarcada le impide ver que monsieur de Charlus había ocupado en París la posición más alta en una época en que Bloch no tenía ninguna, y que Swann, que hacía tantos gastos por monsieur Bontemps, fue tratado con la mayor amistad, esa ignorancia no existe sólo en los recién llegados, sino en los que han frecuentado siempre sociedades vecinas, y en estos como en los otros esa ignorancia es también un efecto del Tiempo (pero esta vez un efecto que actúa sobre el individuo y no sobre la capa social). Desde luego, por más que cambiemos de medio, de género de vida, nuestra memoria, al retener el hilo de nuestra personalidad idéntica, une a ella, en las épocas sucesivas, el recuerdo de las sociedades en que hemos vivido, aunque sea cuarenta años atrás. Bloch en casa del príncipe de Guermantes sabía perfectamente el humilde medio judío donde había vivido a los dieciocho años, y Swann, cuando ya no amaba a madame Swann, sino a una mujer que servía té en aquel mismo Colombin adonde madame Swann creyó por algún tiempo que era elegante ir, como al té de la Rue Royale, Swann sabía muy bien su valor mundano, recordaba Twickenham, no tenía ninguna duda sobre las razones por las cuales iba a Colombin más bien que a casa de la duquesa de Broglie, y sabía perfectamente que, aunque él fuera mil veces más distinguido, no le habría valido un átomo más ir a Colombin o al Hotel Ritz, puesto que, pagando, puede ir todo el que quiera. Seguramente los amigos de Bloch o de Swann recordaban también la pequeña sociedad judía o las invitaciones a Twickenham, y así los amigos, como unos yos, un poco menos distintos, de Swann y de Bloch, no separaban en su recuerdo al Bloch elegante de hoy del Bloch sórdido de antaño, al Swann de Colombin de los últimos días del Swann de Buckingham Palace. Pero estos amigos eran en cierto modo en la vida vecinos de Swann; la suya se había desarrollado en una línea bastante próxima para que su memoria pudiera estar llena de él; pero en otros más alejados de Swann, a mayor distancia de él, no precisamente social, sino de intimidad, distancia por la cual el conocimiento era más vago y los encuentros muy raros, los recuerdos menos numerosos habían hecho las nociones más flotantes. Y los extraños de este tipo, al cabo de treinta años, no recuerdan ya nada preciso que pueda prolongarse hasta el pasado y cambiar de valor al ser que tienen ante los ojos. En los últimos años de la vida de Swann había oído yo decir, y a personas del gran mundo, cuando les hablaban de él, y como si fuera este su título de notoriedad: «¿Se refiere usted al Swann de Colombin?». Ahora oía decir hablando de Bloch, y a personas que debían de saberlo: «¿El Bloch-Guermantes? ¿El que frecuentaba a los Guermantes?». Estos errores que escinden una vida y, aislando el presente, hacen del hombre de que se habla otro hombre, un hombre diferente, una creación de la víspera, un hombre que no es más que la condensación de sus hábitos actuales (cuando lleva en sí mismo la continuidad de su vida que le une al pasado), esos errores dependen también del Tiempo, pero son no un fenómeno social, sino un fenómeno de memoria. Tuve un ejemplo en el momento mismo —verdad que fue un ejemplo bastante diferente, pero tanto más impresionante— de esos olvidos que cambian para nosotros el aspecto de los seres. Un joven sobrino de madame de Guermantes, el marqués de Villemandois, se había conducido conmigo en otro tiempo con una insolencia obstinada que, por represalia, me hizo adoptar con él una actitud tan insultante que llegamos a ser tácitamente como dos enemigos. Cuando yo estaba reflexionando sobre el Tiempo en aquella fiesta de la princesa de Guermantes, pidió que le presentaran a mí, diciendo que creía que yo había conocido a sus padres, que había leído artículos míos y deseaba establecer o reanudar conocimiento conmigo. Conviene decir que con la edad había pasado, como muchos, de impertinente a serio, que ya no tenía la misma arrogancia y que, por otra parte, se hablaba de mí en el medio que él frecuentaba, aunque por unos artículos muy poco importantes. Pero estas razones de su cordialidad y de su deseo de aproximación eran sólo accesorias. La principal, o al menos la que permitió a las otras entrar en juego, es que, bien porque su memoria fuera peor que la mía, o bien porque prestara una atención menos constante a las respuestas que en otro tiempo di a sus ataques, porque yo era entonces para él un personaje más pequeño que él para mí, había olvidado completamente nuestra enemistad. Mi nombre le recordaba a lo sumo que había debido de verme, o que había visto a alguno de los míos, en casa de una tía suya. Y no sabiendo exactamente si nos conocíamos o no, se apresuró a hablarme de su tía, en cuya casa no dudaba que debió de encontrarme, recordando que allí se hablaba a menudo de mí, pero no de nuestras disputas. Muchas veces un nombre es lo único que nos queda de una persona, y ni siquiera cuando ha muerto, sino en vida. Y nuestras ideas sobre él son tan vagas o tan extrañas, y corresponden tan poco a las que él tiene de nosotros, que hemos olvidado por completo que estuvimos a punto de batirnos en duelo con él, pero recordamos que, de niño, iba con polainas amarillas a los Champs-Elysées, donde, en cambio, él no recuerda haber jugado con nosotros por más que se lo aseguremos.

Bloch había entrado saltando como una hiena. Pensé: «Acude a unos salones que no hubiera pisado hace veinte años». Pero también tenía veinte años más. Estaba más cerca de la muerte: ¿qué adelantaba? De cerca, en la traslucidez de un rostro en el que, de más lejos y con mala luz, yo no veía más que la juventud alegre (bien porque la juventud sobreviviera en él, bien porque yo la evocase), era el rostro casi espantable, lleno de ansiedad, de un viejo Shylock que esperaba, ya bien maquillado, entre bastidores, el momento de entrar en escena, recitando el primer verso a media voz. Pasados diez años, en aquellos salones donde su apatía le habría impuesto, entraría con muletas, ya «maestro», considerando que era una lata verse obligado a ir a casa de los La Trémoille. ¿Para qué?

De los cambios producidos en la sociedad podía sacar yo verdades importantes y dignas de cimentar una parte de mi obra, sobre todo porque no eran en modo alguno características de nuestra época, como, en el primer momento, pude creer. En el tiempo en que yo, apenas recién llegado, entré en el mundo de los Guermantes, más nuevo que el propio Bloch ahora, debí de considerar parte integrante de este medio a unos elementos absolutamente diferentes, incorporados desde hacía poco y que parecían extrañamente nuevos a otros más antiguos de los que yo no los diferenciaba y que, a su vez, fueron considerados por los duques de entonces, miembros de siempre del Faubourg, como advenedizos, ellos, o sus padres, o sus abuelos. De modo que no era la cualidad de hombres del gran mundo lo que hacía tan brillante aquella sociedad, sino el hecho de haber sido asimilados más o menos completamente por aquella sociedad que hacía personas del gran mundo a unas gentes que, pasados cincuenta años, parecerían todos iguales. Incluso en el pasado al que yo retrotraía el nombre de los Guermantes para darle toda su grandeza, y con razón por lo demás, pues en tiempo de Luis XIV los Guermantes, casi regios, eran más importantes que hoy, se producía de la misma manera el fenómeno que yo observaba en este momento. ¿No se aliaron entonces, por ejemplo, con la familia Colbert, que hoy, verdad es, nos parece muy noble, puesto que casarse con una Colbert parece un gran partido para un La Rochefoucauld? Pero no es porque los Colbert, simples burgueses entonces, fueran nobles, por lo que los Guermantes emparentaron con ellos sino que fueron nobles porque los Guermantes emparentaron con ellos. Si el nombre de Haussonville se extingue con el representante actual de esta casa, quizá saque su lustre de descender de madame de Staël, mientras que antes de la Revolución monsieur d’Haussonville, uno de los primeros señores del reino, se envanecía ante monsieur de Broglie de no conocer al padre de madame de Staël y de no poder ya presentarlo, como el propio monsieur de Broglie tampoco podía, sin sospechar que sus hijos se casarían un día el uno con la hija y el otro con la nieta de la autora de Corinne. Por lo que me decía la duquesa de Guermantes, me daba cuenta de que yo hubiera podido hacer en este mundo la figura del hombre elegante, sin título pero al que creen afiliado de siempre a la aristocracia, la figura que hizo Swann en otro tiempo y, antes que él, monsieur Lebrun, monsieur Ampere, todos aquellos amigos de la duquesa de Broglie, que a su vez fue al principio muy poco del gran mundo. Los primeros días que comí en casa de madame de Guermantes, ¡cuánto debí de chocar a unos hombres como monsieur de Beauserfeuil, más que por mi presencia, por algunas observaciones demostrativas de que yo ignoraba por completo los recuerdos que constituían su pasado y daban su forma a la imagen que él tenía de la sociedad! Un día, Bloch, cuando, ya muy viejo, tuviera un recuerdo bastante antiguo del salón de los Guermantes tal como se presentaba en este momento a sus ojos, sentiría el mismo asombro, el mismo mal humor en presencia de ciertos intrusismos y de ciertas ignorancias. Y, por otra parte, seguramente habría contraído y dispensaría en torno suyo esas cualidades de tacto y de discreción que yo había creído privilegio de hombres como monsieur de Norpois, formándose de nuevo y encarnándose en unos hombres que nos parecen, entre todos, excluirlas. Por otra parte, el caso que se me presentó a mí de ser admitido en la sociedad de los Guermantes me pareció cosa excepcional. Pero si salía de mí y del medio que me rodeaba inmediatamente, veía que ese fenómeno social no era tan aislado como me pareció al principio y que de la cuenca de Combray, donde yo había nacido, eran en suma bastante numerosos los surtidores de agua que, simétricamente conmigo, surgieron sobre la misma masa líquida que los había alimentado. Seguramente, como las circunstancias tienen siempre algo particular y los caracteres algo individual, de muy distinto modo (por la extraña boda de su sobrino) entró a su vez Legrandin en aquel medio, como emparentó con él la hija de Odette, como, en fin, a él llegamos el propio Swann y yo mismo. Para mí, que había estado encerrado en mi vida y viéndola desde dentro, la de Legrandin parecía no tener ninguna relación y habrá seguido caminos opuestos, de la misma manera que un río, en su valle profundo, no ve otro río divergente que, a pesar de la divergencia de su curso, desemboca en el mismo río. Pero a vuelo de pájaro, como el estadístico que desdeña las razones sentimentales o las imprudencias evitables que han llevado a la muerte a una persona, y se limita a contar el número de personas que mueren cada año, se veía que varias personas salidas del mismo medio, cuya descripción ha ocupado el principio de este relato, habían llegado a otro muy diferente, y es probable que, así como en París se celebra cada año un número medio de bodas, cualquier otro medio burgués cultivado y rico habría dado una proporción aproximadamente igual de personas como Swann, como Legrandin, como yo y como Bloch, a las que se encontraba lanzándose al océano del «gran mundo». Y, por otra parte, se reconocían en él, pues si el joven conde de Cambremer maravillaba a todo el mundo por su distinción, su refinamiento, su sobria elegancia, yo reconocía en estas cualidades —al mismo tiempo que en sus hermosos ojos y en su ardiente deseo de llegar— lo que ya caracterizaba a su tío Legrandin: es decir, un viejo amigo de mis padres muy burgués, aunque de tipo aristocrático.

La bondad, simple maduración que ha terminado por endulzar a unas naturalezas más primitivamente ácidas queda de Bloch, está tan extendida como ese sentimiento de la justicia por el cual, si nuestra causa es buena, no debemos temer a un juez prevenido más que a un juez amigo. Y los nietos de Bloch serían buenos y discretos casi de nacimiento. Quizá Bloch no había llegado todavía a esto. Pero observé que él, que antes fingía creerse obligado a hacer dos horas de ferrocarril para ir a ver a alguien que casi no se lo había pedido, ahora que recibía tantas invitaciones no sólo a almorzar y a comer, sino a ir a pasar quince días aquí, quince allá, rechazaba muchas y sin decirlo, sin alabarse de haberlas recibido, de haberlas rechazado. La discreción, discreción en los actos, en las palabras, le llegó con la posición social y con la edad, con una especie de edad social, si así puede decirse. Desde luego, Bloch era en otro tiempo tan indiscreto como incapaz de benevolencia y de consejo. Pero ciertos defectos, ciertas cualidades son menos inherentes a este individuo o a ese otro que a este o a aquel momento de la existencia considerado desde el punto de vista social. Son casi ajenas a los individuos, que pasan a su luz como bajo unos solsticios variados, preexistentes, generales, inevitables. Los médicos que procuran darse cuenta de si un determinado medicamento disminuye o aumenta la acidez del estómago, de si activa o frena sus secreciones, obtienen resultados diferentes, no según el estómago de cuyas secreciones toman un poco de jugo gástrico, sino según que lo tomen en un momento más o menos avanzado de la ingestión del remedio.

Así, en todos los momentos de su duración, el nombre de los Guermantes, considerado como un conjunto de todos los nombres que admitía en él, en torno a él, sufría pérdidas, reclutaba elementos nuevos, como esos jardines en los que, en todo momento, unas flores apenas en botón se preparan a sustituir a las que ya se están marchitando, confundiéndose en una masa que parece homogénea, excepto para los que no siempre han visto las recién llegadas y guardan en su recuerdo la imagen precisa de las que ya no existen.

Más de una de las personas que aquella fiesta reunía o cuyo recuerdo me evocaba, me daba los aspectos que había presentado sucesivamente para mí, por las circunstancias diferentes, opuestas, de donde había surgido ante mí, una tras otra, haciendo resaltar los aspectos diversos de mi vida, las diferencias de perspectiva, como un accidente de terreno, colina o castillo, que tan pronto se ve a la derecha como a la izquierda, que ahora parece dominar un bosque y luego salir de un valle, ofreciendo así al viajero cambios de orientación y diferencias de altitud en el camino que sigue. Subiendo cada vez más alto, acababa por encontrar imágenes de una misma persona separadas por un intervalo de tiempo tan largo, conservadas por yos tan distintos, teniendo ellas mismas significados tan diferentes, que generalmente las omitía cuando creía abarcar el curso pasado de mis relaciones con ellas, que incluso había dejado de pensar que eran las mismas que conocí en otro tiempo, y que necesitaba el azar de un relámpago de atención para unirlas, como con una etimología, con aquel significado primitivo que tuvieron para mí. Desde el otro lado del seto de espinos rosa, mademoiselle Swann me echaba una mirada cuyo significado, que era de deseo, tuve, por lo demás, que interpretar retrospectivamente. El amante de madame Swann, según la crónica de Combray, me miraba desde el otro lado del mismo seto con un aire duro que tampoco tenía el sentido que yo le diera entonces, y además había cambiado tanto que no le reconocí en Balbec en el señor que miraba un cartel del casino, y del que, una vez cada diez años, me acordaba diciéndome: «¡Pero si era ya monsieur de Charlus, qué curioso!». Madame de Guermantes en la boda del doctor Percepied, madame Swann vestida de rosa en casa de mi tío abuelo, madame de Cambremer, hermana de Legrandin, tan elegante que Legrandin temía que le pidiéramos una recomendación para ella, eran, como tantos otros relacionados con Swann, Saint-Loup, etc., otras tantas imágenes que yo me entretenía a veces, cuando las volvía a encontrar, en ponerlas como frontispicio en el dintel de mis relaciones con aquellas diferentes personas, pero que, en realidad, me parecían una sola imagen, y no puesta en mí por el mismo ser, al que nada la unía ya. No sólo ciertas personas tienen memoria y otras no (sin llegar al olvido permanente en que viven las embajadoras de Turquía y otros, lo que les permite encontrar siempre —ya que la noticia precedente se ha esfumado al cabo de ocho días, o la siguiente tiene el don de exorcizarla—, encontrar siempre sitio para la noticia contraria que les dicen), sino que, aun con igual memoria, dos personas no recuerdan las mismas cosas. Una de ellas presta poca atención a un hecho del que la otra tendrá gran remordimiento, y en cambio cogerá al vuelo como signo simpático y característico una palabra que la otra deja escapar casi sin darse cuenta. El interés de no haberse engañado cuando se ha emitido un pronóstico falso abrevia la duración del recuerdo de ese pronóstico y permite afirmar muy de prisa que no se ha emitido. Por último, un interés más profundo, más desinteresado, diversifica las memorias, hasta el punto de que el poeta que ha olvidado casi todo sobre los hechos que le recuerdan conserva una impresión fugitiva. De todo esto se deriva que a los veinte años de ausencia encontramos, en lugar de rencores presuntos, perdones involuntarios, y en cambio tantos odios cuya razón no podemos explicar (porque hemos olvidado a nuestra vez la mala impresión que produjimos). Hasta en la historia de las personas que más hemos conocido hemos olvidado las fechas. Y madame de Guermantes, como hacía lo menos veinte años que había visto a Bloch por primera vez, hubiera jurado que había nacido en su mundo y cuando tenía dos años lo había mecido en sus rodillas la duquesa de Chartres.

¡Y cuántas veces en el transcurso de su vida habían vuelto a mí aquellas personas cuyas diversas circunstancias parecían presentar los mismos seres, pero bajo formas y para fines distintos! Y la diversidad de los puntos de mi vida por los que había pasado el hilo de la de cada uno de aquellos personajes había acabado por mezclar los que parecían más alejados, como si la vida no poseyera más que un número limitado de hilos para ejecutar los dibujos más diferentes. ¿Hay algo más distante, por ejemplo, en mis diversos pasados que mis visitas a mi tío Adolfo, que el sobrino de madame de Villeparisis, prima del mariscal, que Legrandin y su hermana, que el antiguo chalequero, amigo de Francisca, en el patio? Y hoy todos esos hilos diferentes se unieron para formar la trama, aquí del matrimonio Saint-Loup, allí de la joven pareja Cambremer, sin hablar de Morel y de tantos otros, cuya conjunción contribuyó a formar una circunstancia, pareciéndome que la circunstancia era la unidad completa y el personaje sólo una parte componente. Y mi vida era ya lo bastante larga para que a más de uno de los seres que me ofrecía le encontrase en mis recuerdos de las regiones opuestas otro ser para completarle. Incluso a los Elstir que allí veía en un lugar que era un signo de su gloria podía añadirles los más antiguos recuerdos de los Verdurin, de los Cottard, la conversación en el restaurante de Rivebelle, la mañana en que conocí a Albertina, y tantos otros. De la misma manera, un aficionado al arte al que le enseñan el panel de un retablo recuerda en qué iglesia, en qué museo, en qué colección particular están dispersos los otros (así como, siguiendo los catálogos de ventas o frecuentando los anticuarios acaba por encontrar el objeto gemelo del que posee y que forma con él la pareja); puede reconstruir en su cabeza la parte inferior del retablo, el altar entero. Como un cubo que sube por un torno viene a tocar la cuerda varias veces y en lados opuestos, no había personaje, apenas había cosa que hubiera tenido un sitio en mi vida que no desempeñara alternativamente diferentes papeles. Una simple relación mundana, hasta un objeto material, si volvía a encontrarlo al cabo de unos años en mi recuerdo, veía que la vida no había dejado de tejer en torno a él diferentes hilos que acababan por darle ese bello aterciopelado inimitable de los años, semejante al que, en los viejos parques, forra de esmeralda una simple cañería de agua.

No era sólo el aspecto de aquellas personas lo que daba la idea de personas de sueño. Para ellas mismas, la vida, ya soñolienta en la juventud y en el amor, era cada vez más un sueño. Habían olvidado hasta sus rencores, sus odios, y para estar seguras de que era la persona a la que no dirigían la palabra desde hacía diez años, habría sido necesario que consultasen un registro, pero tan vago como un sueño en el que se ha recibido un insulto no se sabe ya de quién. Todos esos sueños formaban las apariencias contrastadas de la vida política, en la que se veían en un mismo ministerio personas que se habían acusado de homicidio o de traición. Y este sueño se tornaba espeso como la muerte en algunos viejos, a raíz de los días en que hacían el amor. Entonces, ya no se podía pedir nada al presidente de la República, lo olvidaba todo. Después, si le dejaban descansar unos días, le volvía, fortuito como el de un sueño, el recuerdo de los asuntos públicos.

A veces este ser, tan diferente del que conocí más tarde, no aparecía en una sola imagen. Durante años, Bergotte me pareció un dulce anciano divino, durante años me sentí paralizado como por una aparición ante el sombrero gris de Swann, ante el abrigo violeta de su mujer, ante el misterio con que el nombre de su raza rodeaba a la duquesa de Guermantes hasta en un salón: orígenes casi fabulosos, seductora mitología de relaciones más tarde tan baladíes, pero que se prolongaban en el pasado como en pleno cielo, con un resplandor parecido al que proyecta la cola brillante de un cometa. E incluso las que no comenzaron en el misterio, como mis relaciones con madame de Souvré, tan secas y tan puramente mundanas hoy, conservaban en sus principios su primera sonrisa, más serena, más dulce y tan suntuosamente trazada en la plenitud de una tarde a la orilla del mar, de un final de jornada de primavera en París, ruidoso de carruajes, lleno de polvo levantado y de sol removido como agua. Y acaso madame de Souvré no valiera gran cosa fuera de este marco, como esos monumentos —la Salute, por ejemplo— que, sin gran belleza propia, quedan admirablemente donde están situados, pero formaba parte de un lote de recuerdos que yo estimaba en cierto valor «uno con otro», sin preguntarme por cuánto figuraba en él exactamente la persona de madame de Souvré.

Una cosa me impresionó en todos aquellos seres más aún que los cambios físicos, sociales, que habían sufrido: el que se refería a la diferente idea que tenían unos de otros. Legrandin despreciaba a Bloch y no le dirigía nunca la palabra. Estuvo muy amable con él, y no por la mayor posición que Bloch tenía ahora, lo que en este caso no merecería atención, pues los cambios sociales determinan forzosamente cambios respectivos de posición entre quienes los han experimentado. No; era que las personas —las personas, es decir, lo que son para nosotros— no tienen en nuestra memoria la uniformidad de un cuadro. Evolucionan a medida de nuestro olvido. A veces llegamos a confundirlas con otras: «Bloch es uno que iba a Combray», y al decir Bloch era a mí a quien se refería. En cambio, madame Sazerat estaba convencida de que era mía una tesis histórica sobre Felipe II (la cual era de Bloch). Sin llegar a estas inversiones, olvidamos las faenas que nos han hecho, sus defectos, la última vez que nos separamos sin estrecharnos la mano, y en cambio recordamos otra más antigua en la que nos llevábamos bien. Y a esta vez más antigua respondían las maneras de Legrandin en su amabilidad con Bloch, ya porque hubiera perdido el recuerdo de cierto pasado, ya porque lo considerara prescrito, mezcla de perdón, de olvido, de indiferencia, que es también un efecto del Tiempo. Por otra parte, los recuerdos que conservamos unos de otros no son los mismos, ni siquiera en amor. Yo había visto a Albertina recordar admirablemente unas palabras que le había dicho en nuestros primeros encuentros, y que yo había olvidado completamente. En cambio, no tenía ningún recuerdo de otro hecho que quedó clavado para siempre en mi cabeza como una piedra. Nuestra vida paralela era como esas avenidas donde, de trecho en trecho, se colocan jarrones de flores simétricamente, pero no enfrente unos de otros. Con mayor razón es comprensible que, tratándose de personas que conocemos poco, apenas recordemos quiénes son, o recordemos de ellas otra cosa, aunque sea más antigua, distinta de lo que pensábamos antes, una cosa sugerida por las personas entre las que las encontramos ahora, que las conocen sólo desde hace poco, con unas cualidades y una posición que antes no tenían, pero que el olvidadizo acepta sin dudar.

Seguramente la vida, poniendo en varias ocasiones a aquellas personas en mi camino, me las presentó en circunstancias especiales que, rodeándolas por todas partes, limitaron la visión que entonces tuve de ellas y me impidieron conocer su esencia. Hasta aquellos Guermantes, que habían sido para mí objeto de un sueño tan grande cuando me acerqué primero a uno de ellos, se me aparecieron bajo el aspecto, la una de una antigua amiga de mi abuela, el otro de un señor que me miró con un gesto tan desagradable al mediodía en los jardines del casino. (Pues entre nosotros y los seres hay una franja de contingencia, como, en mis lecturas de Combray, comprendí yo que hay una franja de percepción y que impide el contacto absoluto de la realidad y del espíritu). De suerte que sólo a posteriori, relacionándolos con un nombre, su conocimiento llegó a ser para mí el conocimiento de los Guermantes. Pero quizá me hacía la vida más poética esto mismo de pensar que la raza misteriosa de ojos penetrantes, de pico de pájaro, la raza rosa, dorada, inasequible, por efecto de circunstancias ciegas y diferentes, tan a menudo, tan naturalmente, se ofreció a mi contemplación, a mi trato, hasta a mi intimidad, hasta el punto de que, cuando quise conocer a mademoiselle de Stermaria o encargarle vestidos a Albertina, me dirigí a algunos Guermantes como a mis amigos más serviciales. Cierto que me aburría ir a su casa, como me aburría ir a las casas de otras gentes del gran mundo que conocí más tarde. Y hasta me ocurría con la duquesa de Guermantes como con ciertas páginas de Bergotte: que su encanto sólo a distancia me resultaba visible, mientras que se esfumaba al lado de ella, pues residía en mi memoria y en mi imaginación. Mas, a pesar de todo, los Guermantes, también como Gilberta, diferían de las demás gentes del gran mundo en que hundían más sus raíces en un pasado de mi vida en el que yo soñaba más y creía más en los individuos. Lo que yo poseía con fastidio, charlando en aquel momento con una y con otra, era al menos aquellas imaginaciones de mi infancia que más bellas me parecieron y que creí más inaccesibles, y me consolaba confundiendo —como un comerciante que se embarulla en sus libros— el valor de su posesión con el precio en que las había tasado mi deseo.

En cambio, el pasado de mis relaciones con otros seres estaba lleno de sueños más ardientes, concebidos sin esperanza, en los que mi vida de entonces, toda dedicada a ellos, se esponjaba tanto que apenas podía comprender cómo su logro resultaba tan flaca, estrecha y oscura cinta de una intimidad indiferente y desdeñada en la que ya nada podía encontrar de lo que constituía su misterio, su fiebre y su dulzura.

—¿Qué es de la marquesa de Arpajon? —preguntó madame de Cambremer.

—Pero si ha muerto —contestó Bloch.

—La confunde usted con la condesa de Arpajon, que murió el año pasado.

Intervino en la discusión la princesa de Agrigente; joven viuda de un marido viejo, muy rico y portador de un gran nombre, la pedían muchos en matrimonio y esto le había dado una gran seguridad.

—La marquesa de Arpajon murió también hace aproximadamente un año.

—¡Ah!, le aseguro que un año no hace —replicó madame de Cambremer—; hace menos de un año que estuve en su casa en una velada musical.

Bloch, como los gigolos del gran mundo, no podía tomar parte con acierto en la discusión, pues todas aquellas muertes de personas ancianas estaban a una distancia de ellos demasiado grande, bien por la enorme diferencia de años, bien por la reciente incorporación (de Bloch, por ejemplo) a una sociedad diferente a la que él llegaba de refilón, en el momento en que aquella sociedad declinaba, en un crepúsculo en que el recuerdo de un pasado que no le era familiar no podía iluminarlo. Y si se trataba de personas de la misma edad y del mismo medio, la muerte había perdido parte de su extraño significado. Por otra parte, todos los días se pedía noticia de tantas personas a punto de morir, algunas de las cuales se habían restablecido mientras que otras habían «sucumbido», que ya no se sabía exactamente si una persona a la que nunca se tenía ocasión de ver había escapado de su fluxión de pecho o había fallecido. En aquellas regiones de avanzada edad la muerte se multiplicaba y resultaba más incierta. En aquel empalme de dos generaciones y de dos sociedades que, en virtud de razones diferentes, mal situadas para distinguir la muerte, casi la confundían con la vida, la primera se había mundanizado, había llegado a ser un incidente que calificaba más o menos a una persona sin que el tono con el que se hablaba pareciera significar que este incidente lo acabara todo para ella. Se decía: «Pero olvida usted que Fulano ha muerto», como se diría: «Le han condecorado», «es de la Academia», o —y era igual, porque aquello impedía también asistir a las fiestas— «se ha ido a pasar el invierno al Midi», «le han recetado la montaña». Por lo menos, cuando se trataba de hombres conocidos, lo que dejaban al morir ayudaba a recordar que su existencia había terminado, pero tratándose de simples miembros del gran mundo muy viejos, la gente se hacía un lío sobre si habían muerto o no, no sólo porque se conocía mal o se había olvidado su pasado, sino porque no tenían el menor hilo de unión con el futuro. Y la dificultad para cada uno de separar las enfermedades, la ausencia, el retiro al campo, la muerte de los viejos del gran mundo, consagraba, tanto como la indiferencia de los que dudaban, la insignificancia de los difuntos.

—Pero si no ha muerto, ¿por qué no se la ve nunca, ni tampoco a su marido? —preguntó una solterona aficionada a los juegos de ingenio.

—Pues te diré que es porque son viejos: a esa edad ya no se sale —contestó su madre, que, aunque quincuagenaria, no se perdía una fiesta.

Parecía como si hubiera ante el cementerio toda una ciudad de viejos amurallada, con los faroles siempre encendidos en la bruma. Madame de Sainte-Euverte cortó el debate diciendo que la condesa de Arpajon había muerto hacía un año de una larga enfermedad, pero que después, en seguida, había muerto también la marquesa de Arpajon «de una manera muy insignificante», muerte que, por lo tanto, era como todas aquellas vidas, y por esto mismo se explicaba que hubiera pasado inadvertida y disculpaba a los que se confundían. Al oír que madame d’Arpajon había muerto verdaderamente, la solterona dirigió a su madre una mirada alarmada, pues temía que la noticia de la muerte de una «contemporánea» suya «impresionara a su madre»; creía oír de antemano hablar de la muerte de su propia madre con esta explicación: «La impresionó mucho la muerte de madame d’Arpajon». Pero la madre de la solterona, cada vez que «desaparecía» una persona de su edad, se hacía, por el contrario, a sí misma el efecto de haber vencido en un concurso a rivales importantes. La muerte de esos rivales era la única manera que le permitía darse cuenta agradablemente de su propia vida. La solterona notó que su madre, que pareció decir sin contrariedad que madame d’Arpajon estaba recluida en una de esas casas de donde ya no suelen salir los viejos cansados, mostró menos contrariedad aún al enterarse de que la marquesa había entrado en la ciudad siguiente, en esa de la que ya no se sale. Esta comprobación de la indiferencia de su madre incitó el espíritu cáustico de la solterona. Y para hacer reír a sus amigas se puso a hacer un relato muy risible de la manera alegre —decía ella— con que su madre dijo frotándose las manos: «Dios santo, es verdad que esa pobre madame d’Arpajon ha muerto». Incluso a los que no necesitaban aquella muerte para alegrarse de estar vivos los hizo dichosos. Pues toda muerte es para los demás una simplificación de existencia, quita el escrúpulo de mostrarse agradecido, la obligación de hacer visitas. No reaccionó así Elstir ante la muerte de monsieur Verdurin.

Salió una señora, pues tenía otras fiestas e iba a merendar con dos reinas. Era aquella gran cocotte del gran mundo que conocí antaño, la princesa de Nassau. Si no hubiera disminuido de estatura (lo que, por su cabeza situada a una altura mucho menor que antes, le daba el aspecto de estar, como suele decirse, con un pie en la sepultura), apenas se podría decir que había envejecido. Seguía siendo una María Antonieta de nariz austríaca, de ojos deliciosos, conservada, embalsamada gracias a mil afeites adorablemente tersos que le daban una cara de lilas. Flotaba sobre ella esa expresión confusa y tierna de estar obligada a marcharse, de prometer tiernamente volver, de esquivarse discretamente, que se debía a las numerosas reuniones selectas donde la esperaban. Nacida casi en las gradas de un trono, casada tres veces, sostenida durante mucho tiempo, y opulentamente, por grandes banqueros, sin contar los mil caprichos que se había permitido, llevaba ligeramente bajo el vestido, malva como sus ojos admirables y redondos y como su cara estucada, los recuerdos un poco embrollados de aquel pasado innumerable. Al pasar junto a mí escapando a la inglesa, la saludé. Me reconoció, me estrechó la mano y fijó en mí las redondas pupilas color malva como diciendo: «¡Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto! Ya hablaremos de esto otra vez». Me estrechó la mano con fuerza, sin recordar exactamente si, una tarde que me llevó en coche de casa de la duquesa de Guermantes, hubo o no un escarceo entre nosotros. Por si acaso, pareció aludir a lo que no había sido, cosa que no le era difícil, pues tomaba un gesto de cariño por una tarta de fresas y, si tenía que marcharse antes de que acabara la música, adoptaba el aire desesperado de un abandono que no sería definitivo. Insegura, además, del pasado en relación a mí, su furtivo apretón de manos no fue largo y la señora no me dijo una palabra. Se limitó a mirarme, como he dicho, de una manera que significaba: «¡Cuánto tiempo hace!», y en la que desfilaban sus maridos, sus amantes, dos guerras, y sus ojos estelares, semejantes a un reloj astronómico tallado en un ópalo, marcaron sucesivamente todas aquellas solemnes horas del pasado tan lejano que volvía a encontrar en todo momento cuando quería dirigir un saludo que era siempre una excusa. Luego me dejó y corrió hacia la puerta, para que nadie se molestara por ella, para demostrarme que si no había charlado conmigo era porque tenía prisa, para recuperar el minuto perdido en estrecharme la mano y llegar puntual a la residencia de la reina de España, que iba a merendar sola con ella. Y hasta, ya cerca de la puerta, creí que iba a tomar el paso de carrera. Y corría, en realidad, hacia su tumba.

En el corto espacio de tiempo durante el cual afluyeron a mi mente los más distintos pensamientos, me saludó una señora gruesa. Vacilé un momento antes de contestarle, temiendo que no reconociera a las personas mejor que yo y me confundiera con otro; pero, después, su seguridad, por miedo de que fuera alguien con quien hubiera tenido estrecha relación, me hizo, por el contrario, exagerar la amabilidad de mi sonrisa, mientras mis ojos seguían buscando en sus rasgos el nombre que no encontraba. Como un estudiante examinándose de reválida, que clava la mirada en la cara del examinador esperando inútilmente encontrar la respuesta que haría mejor en buscar en su propia memoria, así yo, sonriéndole, clavaba la mía en los rasgos de la gruesa dama. Me parecían ser los de madame Swann, y mi sonrisa tomó un matiz de respeto, mientras comenzaba a cesar mi indecisión. Pasado un segundo, oí a la señora gruesa decirme:

—Me confunde usted con mamá. Es que empiezo a parecerme mucho a ella.

Y reconocí a Gilberta.

Hablamos mucho de Roberto. Gilberta hablaba de él en un tono deferente, como si fuera un ser superior del que le interesaba demostrarme que le había admirado y comprendido. Nos recordamos mutuamente cómo las ideas que Roberto exponía sobre el arte de la guerra (pues le había repetido muchas veces en Tansonville las mismas que yo le oyera exponer en Doncieres y más tarde) habían quedado comprobadas a menudo, y en suma en muchos puntos, por la última guerra.

—No sé decirle hasta qué punto la menor de las cosas que me decía en Doncieres me impresiona ahora y también durante la guerra. Las últimas palabras que le oí, cuando nos separamos para no volver a vernos, eran que esperaba a Hindenburg, general napoleónico, en uno de los tipos de la batalla napoleónica, la que tiene por objeto separar dos adversarios, quizá —añadió— los ingleses y nosotros. Y apenas un año después de la muerte de Roberto, un crítico a quien él tenía una profunda admiración y que ejercía visiblemente gran influencia sobre sus ideas militares, Henry Bidou, decía que la ofensiva de Hindenburg en marzo de 1918 era «la batalla de separación de un adversario concentrado contra dos adversarios en línea, maniobra que el emperador realizó con éxito en 1796 en el Apenino y que le fracasó en Bélgica en 1815». Unos momentos antes Roberto comparaba conmigo las batallas con piezas de teatro en las que no siempre es fácil saber lo que ha querido el autor, en las que él mismo ha cambiado su plan sobre la marcha. Ahora bien, en cuanto a aquella ofensiva alemana de 1918, seguramente Roberto no estaría de acuerdo con la interpretación de monsieur Bidou. Pero otros críticos piensan que el éxito de Hindenburg en dirección a Amiens, después su detención forzada, su éxito en Flandes, luego su otra detención, fue lo que, de una manera realmente accidental, convirtió Amiens, y después Boulogne, en objetivos que no se había asignado previamente. Y como cada cual puede rehacer a su manera una obra de teatro, hay quienes ven en esta ofensiva el anuncio de una marcha fulminante contra París, otros lo juzgan como mazazos desordenados para destruir el ejército inglés. Y aunque las órdenes dadas por el jefe se opongan a tal o a cual concepto, siempre les quedará a los críticos el recurso de decir, como Mounet-Sully a Coquelin, que le aseguraba que Le misanthrope no era la obra triste, dramática que él quería representar (pues Moliere, según testimonio de sus contemporáneos, le daba una interpretación cómica que hacía reír): «Bueno, es que Moliére se equivocaba».

—Y sobre los aviones, ¿se acuerda usted de cuando decía (tenía frases tan bonitas): «Es preciso que cada ejército sea un Argos de cien ojos»? ¡Ay, no ha podido ver la comprobación de sus ideas!

—Claro que sí —repliqué—, en la batalla del Somme vio bien que comenzaron por cegar al enemigo sacándole los ojos, destruyendo sus aviones y sus globos cautivos.

—¡Ah, sí, es verdad! —Y como desde que vivía únicamente para la Inteligencia se había vuelto un poco pedante—. Y decía que se volvía a los medios antiguos. ¿Sabe usted que las expediciones de Mesopotamia en esta guerra —debió de leer esto, en su época, en los artículos de Brichot— evocan a cada momento, sin variación, la retirada de Jenofonte? Y, para ir del Tigris al Eufrates, el jefe inglés utilizó bellones, una embarcación larga y estrecha, la góndola de aquel país, que ya utilizaban los más antiguos caldeos.

Estas palabras me daban muy bien la sensación de ese estancamiento del pasado que, en ciertos lugares, por una especie de peso específico, se inmoviliza indefinidamente, de tal modo que lo podemos encontrar en el mismo estado. Pero confieso que, por las lecturas que hice en Balbec no lejos de Roberto, me impresionaba más, como en la campaña de Francia volver a encontrar en Oriente la trinchera de madame de Sévigné a propósito del sitio de Kout-el-Amara (Kout-l’émir, «como decimos Vaux-le Vicomte y Bailleau-l’Eveque», como diría el cura de Combray si hubiera extendido su sed de etimología a las lenguas orientales), ver reaparecer cerca de Bagdad aquel nombre de Bassorah que tanto sale en Las mil y una noches y a donde, en tiempos de los califas, llega cada vez Simbad el Marino, después de dejar Bagdad o antes de volver a ella, para embarcar o para desembarcar, mucho antes del general Townshend y del general Gorringer.

—Hay un aspecto de la guerra que yo creo que él comenzaba a ver —le dije—: Que es humana, se vive como un amor o como un odio, se podría contar como una novela, y, por consiguiente, si este o aquel van repitiendo que la estrategia es una ciencia, esto no le ayuda en nada a comprender la guerra, porque la guerra no es estratégica. El enemigo no conoce nuestros planes, como no sabemos el fin que persigue la mujer que amamos, y esos planes quizá no los sabemos nosotros mismos. En la ofensiva de marzo de 1918, ¿era tomar Amiens el objetivo de los alemanes? No lo sabemos. Acaso no lo sabían ni ellos mismos, acaso fue el hecho, su avance en el Oeste hacia Amiens, lo que determinó su proyecto. Aun suponiendo que la guerra sea científica, habría que pintarla como Elstir pintaba el mar, por el otro sentido, y partir de las ilusiones, de las creencias que se van rectificando poco a poco, como Dostoyevski contaba una vida. Por otra parte, es muy cierto que la guerra no es estratégica, sino más bien médica, con accidentes imprevistos que el clínico podía esperar evitar, como la Revolución rusa.

En toda esta conversación, Gilberta me habló de Roberto con una deferencia que parecía dirigirse a mi antiguo amigo más que a su esposo difunto. Tenía el aire de decirme: «Yo sé cuánto le admiraba usted. Créame que supe comprender el ser superior que era». Y, sin embargo, el amor que ciertamente ya no sentía por su recuerdo era quizá todavía causa remota de particularidades de su vida actual. Así, por ejemplo, Andrea era ahora la amiga inseparable de Gilberta. Aunque Andrea comenzaba a penetrar, sobre todo por el talento de su marido y por su propia inteligencia, no ciertamente en el medio de los Guermantes, sino en un mundo infinitamente más elegante que el que ella frecuentaba en otro tiempo, resultó extraño que la marquesa de Saint-Loup condescendiera a ser su mejor amiga. Este hecho pareció ser una señal de la inclinación de Gilberta hacia lo que ella creía una existencia artística y hacia un verdadero descenso social. Esta explicación puede ser la verdadera. Sin embargo, fue otra la que surgió en mi mente, siempre penetrada de que las imágenes que vemos juntas en alguna parte son generalmente reflejo, o al menos, de cualquier modo, efecto, de una primera agrupación bastante diferente aunque simétrica de otras imágenes, sumamente lejana de la segunda. Pensaba yo que, si todas las noches se veía juntos a Andrea, a su marido y a Gilberta, era quizá porque, tantos años antes, se había visto al futuro marido de Andrea viviendo con Raquel, dejándola después por Andrea. Es probable que, entonces, Gilberta, en el mundo demasiado distante, demasiado elevado, en que vivía, no supiera nada. Pero debió de enterarse después, cuando Andrea subió y ella misma descendió lo suficiente para que pudieran verse. Entonces debió de ejercer sobre ella un gran prestigio la mujer por la que Raquel fue abandonada por el hombre al que, aunque seductor, esta había preferido a Roberto[50].

Quizá Andrea recordaba a Gilberta aquella novela de juventud que fue su amor por Roberto, e inspiraba también a Gilberta un gran respeto hacia Andrea, de la que seguía enamorado un hombre a quien tanto amó aquella Raquel que Gilberta notaba que había sido más amada por Saint-Loup que ella misma. Acaso, por el contrario, estos recuerdos no tenían ningún papel en la predilección de Gilberta por aquel matrimonio artista y sólo se trataba de tener, como muchos, los gustos habitualmente inseparables en las mujeres del gran mundo, el gusto de instruirse y el de encanallarse. Quizá Gilberta había olvidado a Roberto tanto como yo a Albertina, y aun cuando supiera que era a Raquel a quien el artista había dejado por Andrea, quizá, cuando los veía, no pensaba nunca en este hecho que no tuvo ninguna intervención en su inclinación por ellos. Sólo con el testimonio de los interesados, único recurso que queda en semejante caso, si pudieran aportar en sus confidencias clarividencia y sinceridad, se podría determinar si mi explicación primera era no sólo posible, sino cierta. Ahora bien, la primera se encuentra en ellos rara vez y la segunda nunca. En todo caso, ver a Raquel, ahora una actriz célebre, no podía serle muy agradable a Gilberta. Me contrarió mucho enterarme de que recitaba versos en aquella fiesta, y, según anunciaron, Le Souvenir de Musset y unas fábulas de La Fontaine.

—Pero ¿cómo viene usted a unas fiestas tan concurridas? —me preguntó Gilberta—. Encontrarle en una gran matanza como esta, no es así como yo le esquematizaba. La verdad es que esperaba encontrarle en cualquier sitio menos en uno de los grandes tralalás de mi tía, puesto que de tía se trata —añadió con aire pícaro, pues como ella era madame de Saint-Loup desde hacía un poco más de tiempo que el que madame Verdurin llevaba en la familia, se consideraba como una Guermantes de siempre y a la que había afectado la boda desigual que su tío había hecho casándose con madame Verdurin, de la que, por supuesto, había oído mil veces burlarse en la familia, mientras que de la boda desigual que había hecho Saint-Loup casándose con ella no se había hablado, naturalmente, en su presencia. Por otra parte, aparentaba mayor desdén por aquella tía de origen dudoso porque, por esa especie de perversión que induce a las personas inteligentes a evadirse de la elegancia habitual, también por la necesidad de recuerdos que sienten las personas de edad, por procurar, en fin, dar un pasado a su elegancia nueva, la princesa de Guermantes gustaba de decir hablando de Gilberta: «Le diré que no es para mí una relación nueva, conocí muchísimo a la madre de esa pequeña; era gran amiga de mi prima Marsantes. Fue en mi casa donde conoció al padre de Gilberta. En cuanto al pobre Saint-Loup, yo conocía antes a toda su familia, su propio tío fue íntimo mío en la Raspeliere»—. «Ya ve que los Verdurin no eran en absoluto unos bohemios —me decían las personas que oían hablar así a la princesa de Guermantes—, eran amigos de siempre de la familia de Saint-Loup». Acaso era yo el único que sabía, por mi abuelo, que, en efecto, los Verdurin no eran unos bohemios. Mas no era precisamente porque habían conocido a Odette. Pero es fácil amañar los relatos del pasado que nadie conoce ya, como los de los viajes por países donde nadie ha estado nunca.

—En fin —concluyó Gilberta—, ya que sale alguna vez de su torre de marfil, ¿no le serían más agradables unas pequeñas reuniones íntimas en mi casa, a las que invitaría a personas afines? Estas fiestas tan aparatosas no son a propósito para usted. Le he visto hablar con mi tía Oriana, que tiene todas las cualidades que se quiera, pero que no la ofendemos diciendo que no pertenece a la flor del pensamiento, ¿verdad?

Yo no podía comunicar a Gilberta lo que estaba pensando desde hacía una hora, pero creí que, en un punto de pura distracción, podría servir a mis placeres, los que, en realidad, no me parecía que hubieran de ser hablar de literatura con la duquesa de Guermantes y tampoco con madame de Saint-Loup. Cierto que tenía la intención de volver a vivir en la soledad desde el día siguiente, aunque esta vez con un fin. Ni en mi casa permitiría que fueran a verme en los momentos de trabajo, pues el deber de hacer mi obra se imponía al de ser cortés o hasta al de ser bueno. Desde luego insistirían, después de pasar tanto tiempo sin verme, ahora que acababan de encontrarme de nuevo y me creían curado, ahora que la labor de su jornada o de su vida había terminado o se había interrumpido, y sintiendo la misma necesidad de mí que en otro tiempo sentía yo por Saint-Loup; y porque, como ya observara en Combray cuando mis padres me hacían reproches en el momento en que yo acababa de tomar al margen de ellos las más loables resoluciones, los relojes interiores asignados a los hombres no están puestos a la misma hora: uno da la del descanso cuando el otro la del trabajo, uno la del castigo decretado por el juez cuando en el del culpable ya ha sonado hace tiempo la del arrepentimiento y del perfeccionamiento interior. Pero tendría el valor de contestar a los que vinieran a verme o me llamaran que tenía una cita urgente, capital, conmigo mismo para ciertas cosas esenciales de las que tenía que enterarme inmediatamente. Y, sin embargo, como hay poca relación entre nuestro yo verdadero y el otro, por el homonimato y el cuerpo común a ambos, la abnegación que nos hace sacrificar los deberes más fáciles, incluso los placeres, a los demás les parece egoísmo.

Y, por otra parte, ¿no era para ocuparme de ellos por lo que me alejaba de los que se quejarían de no verme, para ocuparme de ellos más a fondo, para realizarlos? ¿De qué serviría que siguiera perdiendo otros años más unas tardes en deslizar sobre el eco apenas expirado de sus palabras el sonido no menos vano de las mías, por el estéril gusto de un contacto mundano que excluye toda penetración? ¿No valía más que aquellos gestos que hacían, aquellas palabras que decían, su vida, su naturaleza, procurase yo describir su curva y deducir su ley? Desgraciadamente, tendría que luchar contra esa costumbre de ponerse en el lugar de los demás que, si favorece la concepción de una obra, en cambio retrasa su realización. Pues, por una cortesía superior, induce a sacrificar a los demás no sólo el propio placer, sino el propio deber, cuando, poniéndonos en el lugar de los demás, ese deber, cualquiera que sea, incluso quedándonos en la retaguardia si somos útiles en ella y no podemos prestar ningún servicio en el frente, parece nuestro placer, cuando no lo es en realidad.

Y muy lejos de creerme desgraciado por esta vida sin amigos, sin conversación, como han llegado a creer los más grandes, me daba cuenta de que las fuerzas de exaltación que se gastan en la amistad son vanas, se dirigen a una amistad particular que no lleva a nada y se desvían de una verdad a la que podían conducirnos. Pero en fin, aun cuando me fueran necesarios intervalos de reposo y de compañía, sentía que, más que las conversaciones intelectuales que la gente del gran mundo cree útiles para los escritores, ligeros amoríos con muchachas en flor serían un alimento selecto que yo podría en rigor permitir a mi imaginación, como al caballo famoso alimentado sólo de rosas. Lo que, de pronto, volvía yo a desear era aquello que soñé en Balbec, cuando, sin conocerlas todavía, vi pasar ante el mar a Albertina, a Andrea y a sus amigas. Pero desgraciadamente ya no podía intentar volver a ver a aquellas que precisamente en aquel momento tanto deseaba. La acción de los años, que había transformado a todos los seres a los que vi este día, y a la misma Gilberta, había ciertamente convertido a todas las que sobrevivían, como habría convertido a Albertina si no hubiera muerto, en unas mujeres demasiado diferentes de las que yo recordaba. Sufría por verme obligado a alcanzar por mí mismo a estas, pues el tiempo que cambia los seres no modifica la imagen que conservamos de ellos. Nada más doloroso que esa oposición entre la mutación de los seres y la fijeza del recuerdo, cuando comprendemos que lo que tan fresco se ha conservado en nuestra memoria no puede ya estarlo en la vida, que no podemos encontrar fuera lo que tan bello nos parece dentro de nosotros, lo que excita en nosotros un deseo, tan individual sin embargo, de volver a verlo, si no es buscándolo en una persona de la misma edad, es decir, en otro ser. Y es que, como muchas veces pude sospechar, lo que parece único en una persona deseada no le pertenece. Pero el tiempo transcurrido me daba de esto una prueba más completa, porque, pasados veinte años, yo quería, espontáneamente, buscar, en vez de las muchachas que había conocido, las que ahora poseían aquella juventud que las otras tenían entonces. (Por otra parte, no es sólo el despertar de nuestros deseos carnales lo que no corresponde a ninguna realidad, porque no tiene en cuenta el tiempo perdido. A veces deseaba que, por un milagro, entrasen hasta mí vivientes todavía, contra lo que había creído, mi abuela, Albertina. Creía verlas, mi corazón se lanzaba hacia ellas. Sólo una cosa olvidaba: que si vivieran de verdad, Albertina tendría ahora aproximadamente el aspecto con que vi en Balbec a madame Cottard, y que mi abuela, con más de noventa y cinco años, ya no me mostraría nada del bello rostro sereno y sonriente con el que todavía la imaginaba ahora, tan arbitrariamente como se imagina con barba a Dios Padre o como se representaba en el siglo XVII a los héroes de Homero con traje de hidalgos y sin tener en cuenta su antigüedad).

Miraba a Gilberta y no pensaba: «Quisiera volver a verla», pero le dije que me complacería invitándome con muchachas muy jóvenes, pobres a ser posible, para poder darles una alegría con pequeños regalos, y eso sin pedirles nada más que hacer renacer en mí los sueños, las tristezas de otro tiempo, quizá, algún día improbable, un casto beso. Gilberta sonrió y en seguida pareció buscar seriamente algo en su cabeza.

Así como a Elstir le gustaba ver encarnada ante él, en su mujer, la belleza veneciana que había pintado muchas veces en sus obras, yo me escudaba en la disculpa de que me atraía cierto egoísmo estético hacia las mujeres bellas que podían hacerme sufrir, y tenía cierto sentimiento de idolatría por las futuras Gilbertas, las futuras duquesas de Guermantes, las futuras Albertinas a las que podría conocer y que, pensaba yo, podrían inspirarme, como un escultor que se pasea en medio de bellos mármoles antiguos. Pero debí pensar que era anterior a ellas mi sentimiento del misterio de que las rodeaba; que mejor que pedir a Gilberta que me presentara a muchachas era ir a esos lugares donde nada nos ata a ellas, donde sentimos algo infranqueable entre ellas y nosotros, donde, a dos pasos, en la playa, camino del baño, nos sentimos separados de ellas por lo imposible. Así, mi sentimiento del misterio pudo aplicarse sucesivamente a Gilberta, a la duquesa de Guermantes, a Albertina, a tantas otras. Seguramente lo desconocido, y casi lo incognoscible, era ahora lo conocido, lo familiar, indiferente o doloroso, pero conservando, de lo que había sido, cierto encanto. Y a decir verdad, como esos calendarios que nos trae el cartero para pedirnos los aguinaldos, no había uno de mis años que no tuviera en su frontispicio, o intercalara en sus días, la imagen de una mujer que yo había deseado; imagen tanto más arbitraria porque a veces yo no había visto nunca a tal mujer, cuando era, por ejemplo, la doncella de madame Putbus, mademoiselle d’Orgeville o cualquier muchacha cuyo nombre viera en las notas de sociedad de un periódico, entre «el enjambre de encantadoras valsadoras». La adivinaba bonita, me enamoraba de ella y le componía un cuerpo ideal que dominaba con toda su estatura un paisaje de la provincia donde había leído, en el «Annuaire des Chateaux», que se encontraban las propiedades de su familia. En cuanto a las mujeres que yo había conocido, este paisaje era por lo menos doble. Cada una se alzaba, en un punto diferente de mi vida, enhiesta como una divinidad protectora y local, primero en medio de uno de esos paisajes soñados cuya yuxtaposición cuadriculaba mi vida y donde yo me había puesto a imaginarla; después, vista desde el lado del recuerdo, rodeada de parajes donde la había conocido y que me recordaba, unida a ellos, pues si nuestra vida es vagabunda, nuestra memoria es sedentaria, y por más que nos lancemos sin tregua, nuestros recuerdos, pegados a los lugares de los que nosotros nos separamos, siguen combinando en ellos su vida cotidiana, como esos amigos momentáneos que el viajero se había hecho en una ciudad y a los que tiene que abandonar cuando la deja, porque ellos, que no se van, acabarán allí su jornada y su vida como si él estuviera allí todavía, al pie de la iglesia, ante el puerto y bajo los árboles del paseo. De suerte que la sombra de Gilberta se alargaba no sólo ante una iglesia de la Ile-de-France donde yo la imaginara, sino también en la avenida de un parque del camino de Méséglise, la de madame de Guermantes en un sendero húmedo donde crecían en copo racimos violetas y rojizos, o sobre el oro matinal de una acera parisiense. Y esta segunda persona, la nacida no del deseo, sino del recuerdo, no era única para cada una de estas mujeres. A cada una la había conocido en diversas ocasiones, en tiempos diferentes en los que era otra para mí, o en los que yo mismo era otro, sumergido en sueños de otro color. Y la ley que gobernó los sueños de cada año mantenía reunidos en torno a ellos los recuerdos de una mujer que en ellos conociera: por ejemplo, todo lo referente a la duquesa de Guermantes en la época de mi infancia se concentraba, por una fuerza atractiva, alrededor de Combray, y todo lo que se refería a la duquesa de Guermantes que iba a invitarme dentro de un momento a almorzar, en torno a un[51] sensitivo muy diferente; había varias duquesas de Guermantes, como, desde la Dama de rosa, hubo varias madame Swann, separadas por el éter incoloro de los años, y no podía saltar de una a otra, como no hubiera podido dejar un planeta para ir a otro del que le separa el éter. No sólo separada, sino diferente, engalanada con los sueños que de ella tuve en tiempos tan diferentes, como de una flora particular que no se encontrará en otro planeta; hasta el extremo de que, después de pensar que no iría a almorzar ni a casa de madame de Forcheville ni a casa de madame de Guermantes, sólo podía decirme —hasta tal punto me habría trasladado todo aquello a un mundo distinto— que la una no era persona diferente de la duquesa de Guermantes, descendiente de Genoveva de Brabante, y la otra de la Dama de rosa; sólo podía porque en mí un hombre instruido me lo afirmaba con la misma autoridad que un sabio me hubiera afirmado que una vía láctea de nebulosas procedía de la segmentación de una sola y misma estrella. Así, Gilberta, a la que yo pedía, sin embargo, sin darme cuenta, que me permitiera tener amigas como ella había sido en otro tiempo, no era ya para mí más que madame de Saint-Loup. Al verla ya no pensaba en el papel que antaño tuvo en mi amor, un papel que ella también había olvidado, mi admiración por Bergotte, por Bergotte, que había vuelto a ser simplemente para mí el autor de sus libros, sin acordarme (sino en recuerdos infrecuentes y enteramente separados) de la emoción de haber sido presentado al hombre, de la decepción, de la sorpresa de su conversación, en el salón de pieles blancas, lleno de violetas, al que tan pronto llevaban, colocándolas en tantas consolas diferentes, tantas lámparas. Todos los recuerdos que componían la primera mademoiselle Swann estaban, en efecto, seccionados de la Gilberta actual, retenidos muy lejos por las fuerzas de atracción de otro universo, en torno a una frase de Bergotte con la que formaban cuerpo y envueltos en un perfume de majuelo.

La fragmentaria Gilberta de hoy escuchó sonriendo mi petición. Después, reflexionando, adoptó un aire serio. Y esto me satisfacía, pues le impedía prestar atención a un grupo que ciertamente no le habría agradado ver[52]. En él figuraba la duquesa de Guermantes en gran conversación con una horrible vieja a la que yo miraba sin poder adivinar quién era: no sabía absolutamente nada de ella. Era Raquel, la actriz, ahora célebre, que iba a recitar en aquella fiesta versos de Víctor Hugo y de La Fontaine, con quien la tía de Gilberta, madame de Guermantes, estaba hablando en aquel momento. Pues la duquesa, consciente desde hacía mucho tiempo de ocupar la más destacada posición de París (sin darse cuenta de que tal posición sólo existe en las mentes que creen en ella y que muchas personas nuevas, si no la vieran en ninguna parte, si no leyeran su nombre en la reseña de ninguna fiesta elegante, creerían que no ocupaba en realidad ninguna posición), sólo en visitas lo más raras y espaciadas que podía y en un bostezo veía al Faubourg Saint-Germain, que, decía ella, la aburría mortalmente, y en cambio se permitía el capricho de almorzar con esta o la otra actriz que le parecía deliciosa. En los nuevos medios que frecuentaba, y como seguía siendo ella misma más de lo que creía, continuaba creyendo que aburrirse fácilmente era una superioridad intelectual, pero lo expresaba con una especie de violencia que daba a su voz cierta ronquera. Como yo le hablara de Brichot: «Ya me aburrió bastante durante veinte años», y como madame de Cambremer le aconsejara: «Relea lo que Schopenhauer dijo de la música», nos llamó la atención sobre esta frase diciendo con violencia: «¡Relea es una obra maestra! ¡Ah, eso sí que no!, que no nos la pegue». El viejo D’Albon sonrió reconociendo una de las formas del ingenio Guermantes. Gilberta, más moderna, permaneció impasible. Aunque hija de Swann, como un pato empollado por una gallina, era mas lakista: «A mí me parece emocionante; tiene una sensibilidad encantadora».

Pues si en estos períodos de veinte años los conglomerados de las camarillas se deshacían y se volvían a hacer según la atracción de los astros nuevos, destinados por lo demás a alejarse también ellos, a reaparecer luego, se producían en el alma de los seres cristalizaciones y luego disgregaciones seguidas de cristalizaciones. Si para mí madame de Guermantes fue muchas personas, para madame de Guermantes, para madame Swann, etc., una determinada persona había sido un favorito de una época anterior al asunto Dreyfus, después un fanático o un imbécil a partir del asunto Dreyfus, que había cambiado para ellos el valor de los seres y clasificado de otro modo los partidos, los cuales también, desde entonces, se habían deshecho y rehecho. Lo que en esto sirve poderosamente y añade su influencia a las puras afinidades intelectuales es el tiempo transcurrido, que nos hace olvidar nuestras antipatías, nuestros desdenes, las razones mismas que explicaban nuestras antipatías y nuestros desdenes. Si se analizara la elegancia de la joven madame de Cambremer, se encontraría que era hija del tendero de nuestra casa, Jupien, y que lo que pudo agregarse a esto para hacerla brillante era que su padre proporcionaba hombres a monsieur de Charlus. Pero todo esto combinado produjo efectos centelleantes, mientras que las causas ya lejanas no sólo eran desconocidas para muchos nuevos, sino que los que las habían conocido las olvidaron, pensando mucho más en el esplendor actual que en las vergüenzas pasadas, pues un nombre se toma siempre en su acepción actual. Y el interés de estas transformaciones de salones consistía en que eran también un efecto del tiempo perdido y un fenómeno de memoria.

La duquesa seguía dudando, por miedo a una escena de monsieur de Guermantes, ante Balthy y Mistinguett, que le parecían adorables, pero su amiga era decididamente Raquel. Las nuevas generaciones sacaban la conclusión de que la duquesa de Guermantes, a pesar de su nombre, debía de ser algún demi-castor[51a] que no había sido nunca completamente de la crema. Verdad es que, con algunos soberanos cuya intimidad le disputaban otras dos grandes señoras, madame de Guermantes se tomaba todavía la molestia de tenerlos a almorzar. Pero, por una parte, van muy de tarde en tarde, conocen a personas de poco más o menos y la duquesa, por la superstición de los Guermantes por el viejo protocolo (pues al mismo tiempo que le aburrían las personas bien educadas, le gustaba la buena educación), hacía escribir: «Su Majestad ha ordenado a la duquesa de Guermantes, Su Majestad se ha dignado», etc. Y las nuevas hornadas sociales, que ignoraban estas fórmulas, deducían de ellas que la duquesa ocupaba una posición subalterna. En cuanto a madame de Guermantes, aquella intimidad con Raquel podía significar que nos habíamos equivocado cuando creíamos a madame de Guermantes hipócrita y mentirosa en sus condenaciones de la elegancia, cuando pensábamos que al negarse a ir a casa de madame de Sainte-Euverte no lo hacía en nombre de la inteligencia, sino del snobismo, pues consideraba tonta a la marquesa sólo porque dejaba ver que era snob sin haber alcanzado todavía su propósito. Pero la intimidad con Raquel podía significar también, en realidad, que la duquesa era poco inteligente, insatisfecha y deseosa a última hora, cuando estaba ya cansada del mundo, de realizaciones, por ignorancia total de las verdaderas realidades intelectuales y un poco por ese espíritu de fantasía que a algunas damas distinguidas que se dicen: «será muy divertido» les hace terminar la velada de una manera aburridísima, haciendo la broma de ir a despertar a una persona a la que, finalmente, no saben qué decir, permaneciendo un momento junto a su cama sin quitarse el abrigo de fiesta, hecho lo cual se dan cuenta de que es muy tarde y acaban por irse a dormir.

Añadiremos que la antipatía que, desde hacía poco, le tenía a Gilberta la versátil duquesa podía hacerle sentir cierto gusto en recibir a Raquel, lo que le permitía, por otra parte, proclamar una de las máximas de los Guermantes: que eran demasiado numerosos para adoptar las querellas de los unos contra los otros (casi para guardar luto por ellas), independencia del «no tengo por qué» que reforzó la política que debieron adoptar con monsieur de Charlus, el cual, si la hubieran seguido, los habría indispuesto con todo el mundo.

En cuanto a Raquel, si bien es verdad que se había esforzado mucho por relacionarse con la duquesa de Guermantes (esfuerzo que esta no supo discernir bajo unos desdenes simulados, unas descortesías deliberadas, que la incitaron y le dieron gran idea de una actriz tan poco snob), seguramente se debía, en general, a la fascinación que las personas del gran mundo ejercen a partir de cierto momento sobre los bohemios más recalcitrantes, fascinación paralela a la que esos mismos bohemios ejercen sobre las personas del gran mundo, doble reflujo que corresponde a lo que es en el orden político la curiosidad recíproca y el deseo de alianza entre pueblos que se han combatido. Pero el deseo de Raquel podía tener una razón más particular. En casa de madame de Guermantes recibió en otro tiempo la más terrible afrenta que sufriera jamás. Poco a poco, Raquel la había no precisamente olvidado ni perdonado, pero el prestigio singular que, a sus ojos, dio aquello a la duquesa no se borraría jamás. Por lo demás, la conversación, de la que yo quería apartar la atención de Gilberta, quedó interrumpida, pues la anfitriona se dirigió a la actriz, a quien le tocaba en aquel momento recitar, y que en seguida dejó a la duquesa y apareció en el estrado.

Pero mientras tanto tenía lugar en el otro extremo de París un espectáculo muy diferente. Como he dicho, la Berma había invitado a algunas personas a tomar el té para festejar a su hijo y a su nuera. Mas los invitados no se apresuraban a llegar. Enterados de que Raquel recitaba versos en casa de la princesa de Guermantes (lo que escandalizaba mucho ala Berma, gran artista para la cual Raquel seguía siendo una furcia a la que permitían figurar en las obras donde ella misma, la Berma, desempeñaba el primer papel, porque Saint-Loup le pagaba sus trajes para la escena, y este escándalo era mayor porque corrió en París la noticia de que las invitaciones estaban a nombre de la princesa de Guermantes, pero que era Raquel quien, en realidad, recibía en casa de la princesa), la Berma volvió a escribir con insistencia a algunos fieles para que no faltasen a su merienda, pues sabía que eran también amigos de la princesa de Guermantes, a la que habían conocido cuando esta se llamaba Verdurin. Ahora bien, las horas pasaban y nadie llegaba a casa de la Berma. Bloch, al que habían preguntado si quería asistir, respondió ingenuamente: «No, prefiero ir a casa de la princesa de Guermantes». Esto era, ¡ay!, lo que todos, en el fondo de sí mismos, habían decidido. La Berma, con una enfermedad mortal que le impedía frecuentar el mundo, se había agravado cuando, para subvenir a las necesidades de lujo de su hija, necesidades que su yerno, enfermo y perezoso, no podía satisfacer, decidió volver a la escena. Sabía que con ello acortaba sus días, pero quería dar gusto a su hija, aportándole grandes ingresos, y a su yerno, al que detestaba, pero le complacía, pues, conociendo el amor que le tenía su mujer, temía que si ella le contrariaba, le impidiera, por maldad, ver a la hija. Esta, a la que amaba en secreto el médico que asistía al marido, se dejó convencer de que aquellas representaciones de Fedra no eran muy peligrosas para la madre. En cierto modo, obligó al médico a decírselo, y sólo esto retuvo de lo que él le contestó, pasando por alto las objeciones; en realidad, el médico dijo que no veía gran inconveniente en las representaciones de la Berma. Lo dijo porque se dio cuenta de que esto le sería más grato a la mujer a quien amaba, quizá también por ignorancia o porque sabía, además, que la enfermedad era de todos modos incurable, y es fácil resignarse a abreviar el martirio de los enfermos cuando lo que lo abrevia aprovecha a uno mismo; quizá también por la estúpida idea de que aquello agradaba a la Berma y, por lo tanto, debía de serle saludable, idea que le pareció justificada cuando recibió un palco de los hijos de la actriz, dejó por eso a todos sus enfermos y la Berma le pareció en la escena tan extraordinaria de vida como moribunda le pareciera la víspera. Y, en efecto, nuestras costumbres nos permiten, y en gran medida se lo permiten incluso a nuestros órganos, acomodarnos a una existencia que, a primera vista, parecería imposible. ¿Quién no ha visto a un viejo maestro de equitación cardíaco hacer todas las acrobacias que no creíamos que su corazón pudiera resistir un minuto? La Berma era también una antigua habituada a la escena, a la que estaban adaptados sus órganos tan perfectamente que, dándose con una prudencia indiscernible por el público, podía producir la ilusión de una buena salud sólo alterada por un mal puramente nervioso e imaginario. Después de la escena de la declaración a Hipólito, por más que la Berma presintiera la espantosa noche que iba a pasar, sus admiradores la aplaudían con todas sus fuerzas, declarándola más bella que nunca. Volvían los horribles sufrimientos, pero feliz por llevar a su hija los billetes azules, que, por una niñería de cómica vieja, tenía la costumbre de guardar dentro de las medias, de donde los sacaba con orgullo, esperando una sonrisa, un beso. Desgraciadamente, estos billetes no servían más que para que el yerno y la hija siguieran embelleciendo su hotel contiguo al de la madre: de aquí los incesantes martillazos que interrumpían el sueño, tan necesario, de la gran trágica. Innovaban cada habitación con arreglo a las variaciones de la moda y para adaptarse al gusto de monsieur de X o de Y, a quienes esperaban recibir. La Berma notaba que había huido el sueño, lo único que podía calmar su sufrimiento, pero se resignaba a no dormir, no sin un secreto desprecio por aquellas elegancias que le anticipaban la muerte, que hacían atroces sus últimos días. Seguramente, el desprecio se debía un poco a esto, venganza natural contra lo que nos hace daño y no podemos impedir. Pero era también porque, consciente de su genio, conociendo desde muy joven la insignificancia de todos esos decretos de la moda, ella había permanecido fiel a la Tradición, la había respetado siempre, le encantaba, y la Tradición le hacía juzgar las cosas y a las gentes como treinta años antes: por ejemplo, juzgar a Raquel no como la actriz de moda que era hoy, sino como la golfilla que ella había conocido. Por lo demás, la Berma no era mejor que su hija, que, por la herencia y por el contagio del ejemplo que una admiración muy natural hacía más eficaz, había sacado de ella su egoísmo, su implacable burla, su inconsciente crueldad. Sólo que la Berma había inmolado todo esto a su hija y así se había liberado de ello. Por otra parte, aun cuando la hija de la Berma no hubiera tenido siempre obreros en casa, habría cansado de todos modos a su madre, como las fuerzas atractivas, feroces y ligeras de la juventud fatigan a la vejez, a la enfermedad, que se agotan en el empeño de seguirlas. Todos los días era un nuevo almuerzo, y a la Berma le habrían tachado de egoísta si hubiera privado de él a su hija, y hasta si no hubiera asistido al almuerzo donde, para atraer, con gran dificultad, a algunas relaciones recientes y que se hacían rogar, contaban con la prestigiosa presencia de la madre ilustre. Para serles gratos, se la «prometían» a aquellas mismas relaciones para una fiesta. Y la pobre madre, gravemente ocupada en su enfrentamiento con la muerte instalada en ella, tenía que levantarse temprano y salir. Más aún, como, en la misma época, Réjane, en todo el deslumbramiento de su talento, dio en el extranjero unas representaciones que tuvieron un éxito enorme, el yerno dictaminó que la Berma no debía dejarse eclipsar, quiso que la familia recogiera la misma profusión de gloria y obligó a su suegra a unas tournées en las que tenían que ponerle morfina, que, por el estado de sus riñones, podía causarle la muerte. Esta misma atracción de la elegancia, del prestigio social, de la vida, hizo de bomba aspirante el día de la fiesta de la princesa de Guermantes, succionando hacia ella, con la fuerza de una máquina neumática, hasta a los más fieles asiduos de la Berma, mientras que en casa de esta no había, en consecuencia, más que vacío absoluto y muerte. Acudió un joven que no estaba seguro de que la fiesta en casa de la Berma no fuese, también, brillante. Cuando la Berma vio que pasaba la hora y comprendió que todo el mundo la abandonaba, mandó servir la merienda y se sentaron a la mesa, pero como para un ágape funerario. En el rostro de la Berma nada me recordaba ya aquel cuya fotografía tanto me impresionara un día de carnaval. La Berma llevaba la muerte en la cara, como suele decirse. Esta vez parecía de verdad un mármol del Erechteion. Sus endurecidas arterias estaban ya medio petrificadas y se le veían a lo largo de las mejillas unas largas cintas esculturales, con una rigidez mineral. Contrastando con esta terrible máscara osificada, los moribundos ojos tenían una vida relativa y brillaban débilmente como una sierpe dormida entre unas piedras. A todo esto, el joven que se había sentado a la mesa por cortesía, miraba constantemente la hora, atraído por la brillante fiesta de casa de los Guermantes. La Berma no tenía una palabra de reproche para los amigos que la habían abandonado y que esperaban ingenuamente que no se enterara de que habían ido a casa de los Guermantes. Se limitó a murmurar: «Una Raquel dando una fiesta en casa de la princesa de Guermantes. Hay que estar en París para ver estas cosas». Y, en silencio, y con una lentitud solemne, como quien cumple un rito funerario, comía pasteles prohibidos. Una cosa acentuaba la tristeza de la merienda y la furia del yerno. Raquel, a la que él y su mujer conocían muy bien, no los había invitado. Y su desasosiego era mayor porque el joven visitante le había dicho que conocía bastante bien a Raquel para que, si se iba en seguida a casa de los Guermantes, pudiera pedirle que invitara también, a última hora, al matrimonio frívolo. Pero la hija de la Berma estaba demasiado enterada del ínfimo nivel en que su madre situaba a Raquel, y sabía que le daría un disgusto mortal solicitando de la antigua ramera una invitación. Por eso dijo al joven y a su marido que era imposible. Pero se vengaba adoptando durante la merienda un gestecillo que expresaba el deseo de divertirse y la contrariedad de no poder hacerlo por aquella pesada de su madre. La Berma aparentaba no ver las muecas de su hija y, con voz moribunda, dirigía de cuando en cuando una palabra amable al joven visitante único. Pero en seguida se impuso la ráfaga de aire que empujaba a todos hacia los Guermantes y que me arrastró a mí mismo, y el joven se levantó y se fue, dejando a Fedra o a la muerte —no se sabía muy bien cuál de las dos era— acabando de comer, con su hija y su yerno, los pasteles funerarios.

Nos interrumpió la voz de la actriz, que iniciaba su recitación, una recitación inteligente, pues presuponía el poema que la actriz estaba recitando como un todo que existía antes de decirlo y del que sólo oíamos un fragmento, como si la artista, yendo por un camino, se encontrara durante unos momentos al alcance de nuestro oído.

El anuncio de las poesías que casi todo el mundo conocía resultó grato. Pero cuando los concurrentes vieron a la actriz, antes de comenzar, buscando por todas partes con los ojos, extraviado el gesto, levantando las manos con aire suplicante y lanzando como un gemido cada palabra, a todos les perturbó, casi les chocó aquella exhibición de sentimiento. Nadie había pensado que recitar versos pudiera ser una cosa como aquella. Poco a poco la gente se habitúa, es decir, olvida la primera sensación de malestar, toma lo que está bien, compara en su mente diversas maneras de recitar y se dice: esto está mejor, esto otro no está tan bien. Mas la primera vez, lo mismo que, en una causa sencilla, viendo a un abogado avanzar, levantar al aire un brazo del que pende la toga, comenzar con un tono amenazador, no nos atrevemos a mirar a nuestros vecinos. Pues nos figuramos que es grotesco, pero después de todo quizá es magnífico, y esperamos a ver en qué para.

Pero el auditorio se quedó estupefacto viendo que aquella mujer, antes de emitir un solo sonido, dobló las rodillas, extendió los brazos meciendo a un ser invisible, se tornó patizamba y de pronto, para decir unos versos muy conocidos, adoptó un aire suplicante. Todo el mundo se miraba, sin saber bien qué cara poner; algunos jóvenes mal educados estrangularon una carcajada; cada uno echaba a hurtadillas a su vecino esa mirada furtiva que en las comidas elegantes, cuando se tiene al lado un intrumento nuevo, tenedor para langosta, rallador de azúcar, etc., del que el invitado no conoce el uso y la manera, dirige a este otro invitado más distinguido con la esperanza de que lo utilizará antes, ofreciéndole así la posibilidad de imitarle. Así se hace también cuando alguien ata un verso que ignoramos pero que queremos hacer como si lo conociéramos y, como quien cede el paso ante una puerta, dejamos a uno más enterado, como por deferencia, el gusto de decir de quién es. De la misma manera, al escuchar a la actriz, cada cual esperaba, la cabeza baja y el ojo inquiridor, que otros tomasen la iniciativa de reír o criticar, o de llorar o aplaudir. Madame de Forcheville, que había venido expresamente de Guermantes, de donde la duquesa había sido casi expulsada, adoptó un continente atento, tenso, casi abiertamente desagradable, fuera por demostrar que era una enterada y no asistía como mundana, fuera por hostilidad hacia los concurrentes menos versados en literatura que hubieran podido hablarle de otra cosa, fuera por contención de toda su persona con el fin de saber si le gustaba o no le gustaba, o quizá porque, aun encontrando aquello «interesante», no le gustaba, al menos la manera de decir ciertos versos. Parece que esta actitud hubiera debido adoptarla más bien la princesa de Guermantes. Pero como estaba en su casa y ahora era tan avara como rica, y había decidido no dar a Raquel más que cinco rosas, hacia de claque. Provocaba entusiasmo y presionaba lanzando a cada momento exclamaciones entusiastas. Sólo en esto volvía a ser Verdurin, pues parecía escuchar los versos por su propio deleite, parecía haber querido que vinieran a decírselos a ella sola y que estuvieran allí por casualidad quinientas personas, sus amigos a quienes permitió asistir como a escondidas a su propio placer.

Sin embargo, observé, sin ninguna satisfacción de amor propio, pues era vieja y fea, que la actriz me guiñaba el ojo, aunque con cierta reserva. Durante toda la recitación dejó palpitar en sus ojos una sonrisa reprimida y penetrante que parecía el cebo de una aquiescencia que deseara de mi parte. Sin embargo, algunas señoras viejas, poco habituadas a los recitales poéticos, decían a un vecino: «¿Ha visto?», aludiendo a la mímica solemne, trágica, de la actriz, que no sabían cómo calificar. La duquesa de Guermantes notó la ligera indecisión y decidió la victoria exclamando, en mitad del poema, creyendo quizá que había terminado: «¡Es admirable!». Más de un invitado quiso subrayar esta exclamación con una mirada aprobatoria y con una inclinación de cabeza, para demostrar, más quizá que su comprensión de la recitadora, sus relaciones con la duquesa. Terminado el poema, ya al lado de la actriz oí a esta dar las gracias a madame de Guermantes y, al mismo tiempo, aprovechando que yo estaba junto a la duquesa, se dirigió a mí y me saludó expresivamente. Entonces comprendí que era una persona a la que yo debía de conocer, y que, al contrario de las miradas apasionadas del hijo de monsieur de Vaugoubert, que creí ser el saludo de alguien que se equivocaba, lo que yo había tomado en la actriz por una mirada de deseo no era más que una provocación contenida para que la saludara y la reconociera. Respondí a su saludo con un saludo sonriente.

—Estoy segura de que no me reconoce —dijo la recitadora a la duquesa.

—Claro que sí —contesté con seguridad—, la reconozco perfectamente.

—Bueno ¿quién soy?

No lo sabía ni por lo más remoto y mi situación iba resultando delicada. Afortunadamente, si durante los más hermosos versos de La Fontaine aquella mujer que con tanta seguridad los recitaba no había pensado, fuera por bondad, o por estupidez, o por azoramiento, más que en la dificultad de saludarme, Bloch, durante los mismos bellos versos, sólo había pensado en hacer sus preparativos para, nada más terminar la poesía, saltar como un sitiado que intenta una salida, y pasando, ya que no sobre el cuerpo, al menos sobre los pies de sus vecinos, correr a felicitar a la recitadora, bien por un equivocado concepto del deber, bien por afán de ostentación.

—¡Qué gracioso ver aquí a Raquel! —me dijo al oído. Este nombre mágico rompió inmediatamente el encantamiento que había dado a la amante de Saint-Loup la desconocida forma de aquella vieja inmunda. En cuanto supe quién era, la reconocí perfectamente.

—Ha sido magnífico —dijo a Raquel, y después de estas simples palabras, satisfecho su deseo, se alejó y le costó tanto trabajo e hizo tanto ruido para volver a su sitio que Raquel tuvo que esperar más de cinco minutos antes de recitar su segunda poesía. Terminada esta, Les deuxpigeons, madame de Morienval se acercó a madame de Saint-Loup, a la que sabía muy letrada pero sin recordar bastante que tenía el ingenio sutil y sarcástico de su padre:

—Es la fábula de La Fontaine, ¿verdad? —le preguntó, creyendo haberla reconocido, pero sin estar completamente segura, pues conocía muy mal las fábulas de La Fontaine y, además, creía que eran cosas de niños que no se recitan en sociedad. Para tener tal éxito, seguramente la artista debió de imitar las fábulas de La Fontaine, pensaba la buena señora. Y Gilberta la afianzó sin querer en esta idea, pues, como no quería a Raquel, le gustaba decir que, con semejante dicción, no quedaba nada de las fábulas, y lo dijo de esa manera demasiado sutil que era la manera de su padre y que dejaba a las personas ingenuas en la duda sobre lo que quería decir:

—Una cuarta parte es invención de la intérprete, otra cuarta parte es locura, otra cuarta parte no tiene ningún sentido, el resto es de La Fontaine —lo cual permitió a madame de Morienval sostener que lo que acababan de oír no era Les deux pigeons de La Fontaine, sino un arreglo en el que a lo sumo una cuarta parte era de La Fontaine, lo que no extrañó a nadie, dada la extraordinaria ignorancia de aquel público.

Pero a uno de los amigos de Bloch que llegó con retraso tuvo este la satisfacción de preguntarle si había oído alguna vez a Raquel, de hacerle una descripción extraordinaria de su dicción, exagerando y, a la vez, sintiendo un extraño placer, que no había experimentado al oírla, en exagerar contando, revelando a otro aquella dicción modernista. Después, Bloch, con una emoción también exagerada, felicitó a Raquel en un tono de falsete y presentó a su amigo, el cual declaró que a nadie admiraba tanto como a ella, y Raquel, que ahora conocía a señoras de la alta sociedad y las copiaba sin darse cuenta, contestó:

—¡Oh!, me satisface mucho, me honra su apreciación. —El amigo de Bloch le preguntó qué le parecía la Berma—. La pobre mujer parece que está en la última miseria. No carecía, no diré de talento, pues en el fondo no era verdadero talento, no le gustaban más que cosas horribles, pero, en fin, no cabe duda de que ha sido útil; trabajaba de una manera más viva que las otras, y además era una buena persona, generosa, se arruinó por los demás. Y como lleva tanto tiempo sin ganar un céntimo, porque al público hace ya mucho que no le gusta lo que ella hace… De todos modos —añadió riendo—, le diré que, por mi edad, no he podido oírla, naturalmente, hasta sus últimos tiempos y cuando yo era demasiado joven para darme cuenta.

—¿No decía muy bien los versos? —aventuró el amigo de Bloch por halagar a Raquel, que contestó:

—¡Oh!, lo que es eso, nunca supo decir uno, era prosa, chino, volapuk, cualquier cosa menos un verso.

Pero me daba cuenta de que el tiempo que pasa no determina forzosamente el proceso en las artes. Y así como un autor del siglo XVII que no conoció ni la Revolución francesa, ni los descubrimientos científicos, ni la Guerra, puede ser superior a un escritor de hoy, y acaso hasta Fagon era un médico tan grande como Du Boulbon (compensando aquí la superioridad del genio la inferioridad del saber), así la Berma estaba, como suele decirse, cien codos por encima de Raquel, y el tiempo, dándole categoría de vedette al mismo tiempo que a Elstir, había levantado a una mediocridad y consagrado a un genio.

No es de extrañar que la antigua amante de Saint-Loup despellejara a la Berma. Lo habría hecho cuando era joven. Pero aunque no lo hubiera hecho entonces, lo haría ahora.

Si una mujer del gran mundo de la más destacada inteligencia, de la mayor bondad, se hace actriz y despliega grandes talentos en este oficio nuevo para ella y no encuentra en él más que triunfos, si nos encontramos con ella al cabo del tiempo nos extrañará oír no su lenguaje propio, sino el de las comediantes, su especial grosería con los compañeros, lo que treinta años de teatro añaden al ser humano cuando han pasado sobre él. Sobre Raquel habían pasado y no salía del gran mundo.

—Dígase lo que se quiera, es admirable, tiene línea, carácter, es inteligente, nadie ha dicho nunca los versos así —se adelantó a decir la duquesa temiendo que Gilberta se metiera con Raquel. Pero Gilberta se dirigió hacia otro grupo para evitar un conflicto con su tía. Madame de Guermantes, en la declinación de su vida, había sentido despertarse en ella curiosidades nuevas. El gran mundo ya no tenía nada que enseñarle. La idea de que ocupaba en él el primer lugar era tan evidente para ella como la altura del cielo azul encima de la tierra. No creía tener que afirmar una posición que juzgaba inquebrantable. En cambio, leyendo, yendo al teatro, le hubiera gustado tener una prolongación de aquellas lecturas, de aquellos espectáculos; así como antaño todo lo más exquisito del gran mundo acudía familiarmente al jardincillo donde se tomaba naranjada, para que conservara, entre las brisas perfumadas de la noche y las nubes de polen, el gusto del gran mundo, así ahora otro apetito la hacía desear conocer las razones de estas o aquellas polémicas literarias, conocer a los autores, ver a las actrices. Su espíritu fatigado reclamaba una nueva alimentación. Por conocer a unos y a otros, se acercó a mujeres con las que en otro tiempo no hubiera querido intercambiar tarjetas y que hacían valer su intimidad con el director de cierta revista esperando ganarse así a la duquesa. La primera actriz invitada creyó ser la única en un medio extraordinario, un medio que a la segunda le pareció más mediocre cuando vio a la que la había precedido. La duquesa, porque ciertas tardes recibía a soberanos, creía que nada había cambiado en su posición. En realidad, ella, la única de una sangre verdaderamente sin mezcla, ella que, nacida Guermantes, podía firmar Guermantes-Guermantes cuando no firmaba La duquesa de Guermantes, ella que incluso a sus cuñadas les parecía algo de lo más preciado, como un Moisés salvado de las aguas, un Cristo huyendo a Egipto, un Luis XVII escapado del Temple, lo más puro de lo más puro, ahora, sin duda ofreciendo un sacrificio en el ara de esa necesidad hereditaria de alimento espiritual que determinó la decadencia social de madame de Villeparisis, había llegado a ser a su vez una madame de Villeparisis, en cuya casa las mujeres snobs temían encontrar a esta o a la otra, y de la que los jóvenes, comprobando el hecho cumplido sin saber lo que le precedió, creían que era una Guermantes de menor abolengo, de un año menos bueno, una Guermantes venida a menos.

Pero puesto que los mejores escritores, al acercarse la vejez o después de un exceso de producción, dejan a veces de tener talento, bien se puede disculpar que las mujeres del gran mundo, a partir de cierto momento, dejen de ser inteligentes. Swann no encontraba ya en la inteligencia dura de la duquesa de Guermantes la «ductilidad» de la joven princesa de Laumes. Madame de Guermantes, fatigada al menor esfuerzo, decía a destiempo muchísimas tonterías. Cierto que, en todo momento y muchas veces en aquella misma fiesta, volvía a ser la mujer que conocí y hablaba de cosas mundanas con ingenio. Pero al lado de esto ocurría a menudo que aquella palabra chispeante bajo unos bellos ojos, y que durante tanto tiempo mantuvo bajo su cetro espiritual a los hombres más eminentes de París, centelleaba todavía, pero, por decirlo así, en el vacío. Cuando llegaba el momento de colocar una frase, se interrumpía durante el mismo número de segundos que en otro tiempo, parecía dudar, producir, pero la frase que lanzaba entonces no valía nada. ¡Y qué pocas personas lo notaban! La continuidad del procedimiento les hacía creer en la supervivencia del ingenio, como les ocurre a esas personas que, supersticiosamente apegadas a una marca de pastelería, siguen encargando las pastas a una misma casa sin darse cuenta de que ahora son detestables. Ya durante la guerra, la duquesa había dado muestras de este debilitamiento. Si alguien decía la palabra cultura, ella le detenía, sonreía, encendía su bella mirada y lanzaba: «la KKKKultura», lo que hacía reír a los amigos que creían hallar de nuevo en esto el ingenio de los Guermantes. Y desde luego el molde era el mismo, la misma entonación, la misma sonrisa que habían encantado a Bergotte, el cual, por lo demás, había conservado también sus mismos cortes de frase, sus interjecciones, sus puntos suspensivos, sus epítetos, mas para no decir nada. Pero los recién llegados se extrañaban, y a veces, si no caían un día en que estaba graciosa y «en plena posesión de sus medios», decían: «¡Qué tonta es!».

Por otra parte, la duquesa se las arreglaba para canalizar su encanallamiento y que no se extendiera a las personas de su familia que le valían una gloria aristocrática. Si, en el teatro, cumpliendo su papel de protectora de las artes, había invitado a un ministro o a un pintor y este o aquel le preguntaba ingenuamente si su cuñada o su marido estaban allí, la duquesa, timorata con las soberbias apariencias de la audacia, contestaba insolente: «No lo sé. Yo, desde que salgo de casa, ya no sé lo que hace mi familia. Para todos los hombres políticos, para todos los artistas, soy viuda». Así evitaba que el recién llegado, demasiado expresivo, se ganara sofiones —y le valiera a ella misma reprimendas— de madame de Marsantes y de Basin.

—No sabe usted cómo me alegra verle. Dios mío, ¿cuándo le vi la última vez?…

—De visita en casa de madame d’Agrigente, donde la veía a usted a menudo.

—Claro que sí, yo iba a menudo, hijito mío, porque a Basin le gustaba en aquel momento. Siempre me reunía con él en casa de su amiguita del momento, porque me decía: «No dejes de ir a hacerle una visita». En el fondo, esto me parecía un poco inconveniente, como una especie de «visita de digestión» que me mandaba hacer una vez que él había consumido. Acabé por acostumbrarme bastante pronto. Pero lo peor es que yo tenía que conservar las relaciones después de romper él las suyas. Esto me hacía pensar siempre en el verso de Víctor Hugo:

Emporte le bonheur et laisse-moi l’ennui[53]

Como ocurre en la misma poesía, yo entraba a pesar de todo con una sonrisa, pero verdaderamente no era justo; Basin debía haberme dejado el derecho de ser versátil con sus queridas, pues, acumulando así todas las que él iba dejando, acabé por no tener una sola tarde para mí. De todos modos, aquel tiempo ahora me parece dulce, en comparación con el presente. Que haya vuelto a engañarme no podría sino serme grato, porque eso me rejuvenece. Pero preferiría su antigua manera. Hacía mucho tiempo que no me engañaba y ya no se acordaba de la manera de hacerlo. ¡Ah!, pero no nos llevamos mal de todas maneras, nos hablamos, y hasta nos queremos bastante —me dijo la duquesa, temiendo que yo hubiese comprendido que estaban completamente separados, y como quien dice de alguien que está muy enfermo: «Pero habla muy bien todavía, le estuve leyendo esta mañana durante una hora». Añadió—: Voy a decirle que está usted aquí, querrá verle. —Y se dirigió hacia el duque, que estaba sentado en un canapé junto a una señora, hablando con ella. Me sorprendió encontrarle lo mismo que antes, sólo con el pelo más blanco, tan majestuoso y tan guapo como siempre. Pero al ver a su mujer, que se acercaba a hablarle, puso un gesto tan fiero que la duquesa no tuvo más remedio que retirarse—. Está ocupado, no sé lo que hace, ya le verá usted luego —me dijo madame de Guermantes, prefiriendo dejarme que me las arreglara solo—. Se acercó Bloch a nosotros y me preguntó de parte de su americana quién era una joven duquesa que estaba allí; le contesté que era la sobrina de monsieur de Bréauté, pero a Bloch no le decía nada este nombre y pidió explicaciones. ¡Ah, Bréauté! —exclamó madame de Guermantes dirigiéndose a mí—; se acuerda usted de eso. ¡Qué viejo, qué lejano! Era un snob. Una de aquellas personas que vivían cerca de casa de mi suegra. No le interesaría a usted, monsieur Bloch; es curioso para este pequeño, que conoció todo eso en otro tiempo a la vez que yo —añadió madame de Guermantes señalándome, y demostrándome con estas palabras de muchas maneras todo el tiempo que había transcurrido—. Las amistades, las opiniones de madame de Guermantes se habían renovado tanto desde aquella época, que consideraba retrospectivamente como un snob a su encantador Babal. Por otra parte, no sólo se había quedado atrás en el tiempo, sino que tenía también él —y de esto no me había dado cuenta cuando, al entrar yo en el gran mundo, le creí una de las notabilidades esenciales de París, pensando que permanecería siempre asociado a su historia mundana como Colbert a la del reinado de Luis XIV— su marca provinciana, era vecino de campo de la vieja duquesa, y como tal se había relacionado con él la princesa de Laumes. Sin embargo, este Bréauté, despojado de su ingenio, relegado a unos años tan lejanos cuya época marcaba él (lo que demostraba que, desde entonces, la duquesa le había olvidado por completo) y en los alrededores de Guermantes, era —cosa que jamás creyera yo la primera noche de la ópera cómica, cuando me pareció un dios náutico que habitaba en su antro marino— un lazo entre la duquesa y yo, porque ella recordaba que yo le había conocido, luego que yo era amigo de ella, si no procedente del mismo mundo que ella, al menos viviendo en el mismo mundo desde hacía mucho más tiempo que muchas personas presentes, que ella lo recordaba, y bastante imperfectamente sin embargo, puesto que había olvidado ciertos detalles que entonces me parecían a mí esenciales: que yo no iba a Guermantes y no era más que un pequeño burgués de Combray en el tiempo en que ella asistía a la misa de boda de mademoiselle Percepied, a quien ella no invitaba, a pesar de todos los ruegos de Saint-Loup, en los años siguientes a su aparición en la ópera Cómica. A mí esto me parecía capital, pues precisamente en aquel momento la vida de la duquesa de Guermantes me parecía como un paraíso en el que yo no entraría. Pero a ella le parecía como su misma vida mediocre de siempre, y como, a partir de cierto momento, yo había comido a menudo en su casa; como, además, había sido, aun antes de aquel momento, un amigo de su tía y de su sobrino, no sabía exactamente en qué época comenzó nuestra intimidad y no se daba cuenta del formidable anacronismo que cometía poniendo el comienzo de nuestra amistad unos años antes. Pues con esto resultaba que yo habría conocido a la madame de Guermantes con el nombre de Guermantes, cosa imposible, que habría sido recibido en el nombre de sílabas doradas, en el Faubourg Saint-Germain, cuando no había hecho más que ir a comer a casa de una dama como otra cualquiera, y que me había invitado a veces, no a descender al reino submarino de las Nereidas, sino a pasar la velada en el palco de su prima. Si usted quiere detalles sobre Bréauté, que no valía mucho la pena —añadió dirigiéndose a Bloch—, pídaselos a este pequeño (que vale cien veces más): ha comido cincuenta veces con él en mi casa. ¿Verdad que fue en mi casa dónde le conoció? En todo caso, fue en mi casa donde conoció a Swann. —Y me sorprendió tanto que pudiera creer que yo había conocido a monsieur de Bréauté en otro sitio y, por consiguiente, que yo frecuentaba el gran mundo antes de conocerla, como ver que creía que había conocido en su casa a Swann. Mintiendo menos que Gilberta cuando decía de Bréauté: «Es un antiguo vecino del campo, me gusta hablar con él de Tansonville», cuando la verdad es que en otro tiempo, en Tansonville, no los trataba, habría podido decir yo de Swann: «Es un vecino del campo que venía a menudo a vernos por la noche», cuando la verdad es que Swann me recordaba en realidad algo muy distinto de los Guermantes—. No sé cómo decirle. Era un hombre que se le llenaba la boca hablando de altezas. Tenía un lote de historias bastante divertidas sobre gente de Guermantes, sobre mi suegra, sobre madame de Varambon antes de estar con la princesa de Parma. Pero ¿quién sabe hoy quién era madame de Varambon? Sí, este pequeño ha conocido a toda esa gente, pero todo eso se acabó, es una gente de la que no queda ni el nombre y que, por lo demás, no merecía sobrevivir. —Y a pesar de que el gran mundo parece una cosa homogénea y de que, en realidad, las relaciones sociales llegan en él al máximo de concentración y todo en él se comunica, me daba cuenta de que quedan provincias, o al menos de que el Tiempo las forma, que cambian de nombre y que no son ya comprensibles para los que llegan a ellas después de cambiar su configuración.

—Era una buena señora que decía unas cosas increíblemente estúpidas —continuó la duquesa, que, insensible a esa poesía de lo incomprensible que es un efecto del tiempo, extraía de todo el elemento gracioso, asimilable a la literatura tipo Meilhac, ingenio de los Guermantes—. Durante un tiempo tuvo la manía de tragar continuamente unas pastillas que entonces daban contra la tos y que se llamaban pastillas Géraudel —añadió riéndose ella misma de un nombre tan especial, tan conocido antaño, tan desconocido hoy para las personas a quienes hablaba—. «Madame de Varambon (le decía mi suegra), tantas pastillas Géraudel le van a estropear el estómago». «Pero señora duquesa (contestaba madame de Varambon), ¿cómo quiere usted que hagan daño al estómago si van a los bronquios?». Y después decía ella: «La duquesa tiene una vaca tan hermosa, tan hermosa, que la toman siempre por un semental».

Y madame de Guermantes hubiera seguido con mucho gusto contando historias de madame de Varambon, de las que conocíamos centenares, pero nos dábamos cuenta de que aquel nombre no despertaba en la memoria ignorante de Bloch ninguna de las imágenes que surgían para nosotros en cuanto se trataba de madame de Varambon, de monsieur de Bréauté, del príncipe de Agrigente y, por esto mismo, evocaba quizá en él un prestigio que yo sabía exagerado pero que me parecía comprensible, no por haberlo experimentado yo mismo, pues nuestros propios errores y nuestras propias ridiculeces rara vez nos tornan, aun cuando nos demos cuenta de ellos, más indulgentes para los de los demás.

La realidad, insignificante por lo demás, de aquel tiempo tan lejano se había perdido de tal modo que alguien preguntó no lejos de mí si la finca de Tansonville la había heredado Gilberta de su padre monsieur de Forcheville, y otro contestó: «¡Nada de eso! Procede de la familia de su marido. Todo eso es de la parte de Guermantes. Tansonville está muy cerca de Guermantes. Perteneció a madame de Marsantes, la madre del marqués de Saint-Loup. Sólo que estaba muy hipotecada. Por eso se la dieron como dote al novio y la fortuna de mademoiselle de Forcheville la redimió». Otra vez, alguien a quien yo hablaba de Swann para hacerle comprender lo que era un hombre de talento, me dijo: «¡Oh, sí!, la duquesa de Guermantes me ha contado frases de él; era un señor al que usted conoció en casa de ella, ¿verdad?».

Realmente, el pasado se había transformado de tal modo en el espíritu de la duquesa (o bien las demarcaciones que existían en el mío habían estado siempre tan lejos del suyo que lo que fue acontecimiento para mí pasó inadvertido para ella) que podía suponer que yo había conocido a Swann en su casa y también a monsieur de Bréauté, formándome así un pasado de hombre del gran mundo que ella llevaba incluso demasiado atrás. Pues aquella noción del tiempo transcurrido que yo acababa de adquirir, la duquesa la tenía también, y es más, ella, con una ilusión inversa a la mía al creerlo más corto de lo que era, exageraba en cambio, lo hacía remontar demasiado lejos, especialmente sin tener en cuenta esa infinita línea de demarcación entre el momento en que fue para mí un nombre, después el objeto de mi amor, y el momento en que ya no fue para mí más que una mujer cualquiera del gran mundo. Ahora bien, yo no había ido a su casa hasta aquel segundo período en que ella era para mí otra persona. Pero estas diferencias escapaban a sus propios ojos, y no le habría parecido singular que yo hubiese estado en su casa dos años antes, sin saber que era otra persona, con otras alfombras, y su persona no tenía para ella misma, como para mí, ninguna discontinuidad.

Le dije:

—Eso me recuerda la primera noche que fui a casa de la princesa de Guermantes, creyendo que no estaba invitado y que me iban a poner en la puerta; usted llevaba un vestido rojo y unos zapatos rojos.

—¡Santo Dios, qué viejo es todo eso! —exclamó la duquesa de Guermantes, acentuando así para mí la impresión del tiempo transcurrido. Miraba a lo lejos con melancolía y sin embargo insistió particularmente en el vestido rojo. Le pedí que me lo describiera, lo que hizo complaciente—. Ahora ya no se llevaría eso. Eran unos vestidos que se llevaban en aquellos tiempos.

—Pero ¿no era bonito? —le dije. La duquesa tenía siempre miedo de dar una ventaja contra ella con sus palabras, de decir algo que la disminuyera.

—Claro que sí, a mí me parecía aquello muy bonito. Ya no se lleva porque ya no se hace. Pero se volverá a llevar; todas las modas vuelven, en vestidos, en música, en pintura —añadió con fuerza, pues creía encontrar cierta originalidad en esta filosofía. Pero la tristeza de envejecer le devolvió su lasitud, que una sonrisa le disputó—. ¿Está usted seguro de que eran zapatos rojos? Yo creía que eran dorados. —Le aseguré que me acordaba perfectamente, sin decir la circunstancia que me permitía afirmarlo—. Es usted muy amable recordando eso —me dijo en un tono tierno, pues las mujeres llaman amabilidad a acordarse de su belleza, como los artistas a admirar sus obras. Por otra parte, por lejano que sea el pasado, cuando se es una mujer inteligente como era la duquesa, puede no olvidarse—. ¿Recuerda usted —me dijo en agradecimiento a mi recuerdo de su vestido y de sus zapatos— que le llevamos Basin y yo a su casa? Esperaba usted a una muchacha que iba a ir a verle después de medianoche. Basin se reía con toda el alma pensando que recibía usted visitas a tales horas. —En efecto, aquella noche fue Albertina a verme después de la fiesta de la princesa de Guermantes; lo recordaba tan bien como la duquesa, aunque Albertina me era ya tan indiferente como lo sería para madame de Guermantes si madame de Guermantes supiera que la muchacha por la que no pude entrar en su casa era Albertina. Y es que mucho tiempo después de salir de nuestro corazón los pobres muertos, su polvo indiferente sigue mezclado, sirviendo de aleación, a las circunstancias del pasado. Y, sin amarlos ya, ocurre que al evocar una habitación, una avenida, un camino, donde ellos estuvieron a cierta hora, nos vemos obligados, para que ocupen su sitio, a aludir a ellos, aun sin echarlos de menos, aun sin nombrarlos, aun sin permitir que los identifiquen. (Madame de Guermantes no identificaba a la muchacha que tenía que ir a mi casa aquella noche, no supo nunca quién fue y sólo por la singularidad de la hora y de la circunstancia se refirió a ella). Tales son las formas últimas y poco envidiables de la supervivencia.

Si los juicios de la duquesa sobre Raquel eran mediocres en sí mismos, me interesaban porque, también ellos, marcaban una hora nueva en la esfera del reloj. Pues la duquesa no había perdido más que lo perdiera Raquel el recuerdo de la velada que esta pasó en su casa, pero tampoco había sido menor en la duquesa que en Raquel la transformación de aquel recuerdo.

—Debo decirle —me advirtió— que me interesa tanto más oírla, y oír aclamarla, cuanto que yo la descubrí, la valoré, la levanté, la impuse en una época en que nadie la conocía y en que todo el mundo se burlaba de ella. Sí, hijito, esto le extrañará, pero la primera casa donde la oyeron en público fue la mía. Sí, mientras que todas las personas supuestamente de vanguardia como mi nueva prima —dijo señalando irónicamente a la princesa de Guermantes, que para Oriana seguía siendo madame Verdurin— la habrían dejado morir de hambre sin dignarse oírla, yo la encontré interesante y mandé a ofrecerle una retribución por venir a representar a mi casa ante todo lo más encopetado. Puedo decir, con una frase un poco tonta y pretenciosa, pues en el fondo el talento no necesita a nadie, que yo la lancé. Claro que no tenía necesidad de mí. —Yo esbocé un gesto de protesta y vi que madame de Guermantes estaba muy dispuesta a aceptar la tesis contraria—. ¿Sí? ¿Cree usted que el talento necesita apoyo, alguien que lo descubra? En el fondo puede que tenga razón. Es curioso, dice usted precisamente lo mismo que Dumas me decía en otro tiempo. En ese caso estoy muy contenta si he servido de algo, por poco que sea, desde luego no en el talento, sino en la fama de una artista como esa. —Madame de Guermantes prefería abandonar su idea de que el talento revienta solo como un abceso, porque era más lisonjero para ella, pero también porque, desde hacía algún tiempo, al recibir a gente nueva, y estando además cansada, se había vuelto bastante humilde, interrogaba a los demás, les preguntaba su opinión para formarse una—. No necesito decirle —continuó— que ese inteligente público que se llama el gran mundo no entendía nada de aquello. Protestaban, reían. Ya podía yo decirles: «Es curioso, es interesante, es una cosa que hasta ahora no se había hecho», pues no me creían, como nunca me han creído en nada. Es como lo que representaba Raquel, una cosa de Maeterlinck, que ahora es muy conocido, pero que en aquel momento todo el mundo se burlaba de él, mientras que yo lo encontraba admirable. Hasta me extraña, cuando pienso en ello, que una campesina como yo, que no ha tenido más educación que la de las muchachas de su provincia, haya apreciado desde el primer momento esas cosas. Naturalmente, no habría sabido decir por qué, pero me gustaba, me hacía tilín; mire, a Basin, que no tiene nada de sensible, le impresionó el efecto que me producía aquello. Me dijo: «No quiero que oigas esos absurdos, te ponen enferma». Y era verdad, porque me tienen por una mujer fría y en el fondo soy un manojo de nervios.

En este momento se produjo un incidente inesperado. Un criado se acercó a decir a Raquel que la hija de la Berma y su yerno querían hablar con ella. Ya hemos visto que la hija de la Berma había resistido al deseo que tenía su marido de pedir una invitación a Raquel. Pero cuando se marchó el joven invitado, el aburrimiento del joven matrimonio junto a la madre fue aún mayor; los atormentaba la idea de que otros se estaban divirtiendo: en fin, aprovechando un momento en que la Berma se retiró a su cuarto escupiendo un poco de sangre, se pusieron a toda prisa unos trajes más elegantes, mandaron a buscar un coche y se presentaron en casa de la princesa de Guermantes sin estar invitados. Raquel, sospechando lo ocurrido y secretamente halagada, adoptó un tono arrogante y dijo al criado que no podía molestarse, que le escribiesen unas palabras diciéndole el objeto de su insólito paso. El criado volvió con una tarjeta en la que la hija de la Berma había garabateado que ella y su marido no habían podido resistir al deseo de oír a Raquel y le rogaban que les permitiera entrar. Raquel se sonrió por la ingenuidad de su pretexto y por su propio triunfo. Mandó contestarles que lo sentía muchísimo, pero que ya había terminado el recital. En la antesala, donde se prolongaba la espera de la pareja, los criados comenzaban ya a burlarse de los dos postulantes rechazados. La vergüenza de una afrenta, el recuerdo de lo poquísimo que era Raquel comparada con la Berma, incitaron a la hija de esta a proseguir hasta el fin un propósito que, al principio, sólo inició por simple necesidad de diversión. Mandó a pedir a Raquel como un favor, aunque no hubiera de oírla, permiso para estrecharle la mano. Raquel estaba hablando con un príncipe italiano, seducido, según decían, por la atracción de su gran fortuna, cuyo origen disimulaban un poco algunas relaciones mundanas; la actriz midió la inversión de las situaciones que ahora ponía a sus pies a los hijos de la ilustre Berma. Después de contar a todo el mundo de una manera divertida el incidente mandó a decir al joven matrimonio que entrara, lo que el joven matrimonio hizo sin hacerse rogar, hundiendo de golpe la posición social de la Berma como habían destruido su salud. Raquel lo comprendió y comprendió también que su amabilidad condescendiente le daría a ella en el gran mundo fama de más bondad y al joven matrimonto fama de mayor bajeza que a ella y a él les daría su negativa. En consecuencia, los recibió, abriéndoles ostentosamente los brazos, diciendo con gesto de protectora importante y que sabe olvidar su importancia:

—¡Ya lo creo, con mucho gusto! La princesa estará encantada.

Ignorando que en el teatro se creía que era ella quien invitaba, temió que, si negaba la entrada a los hijos de la Berma, estos dudaran no de su buena voluntad, lo que le tenía sin cuidado, sino de su influencia. La duquesa de Guermantes se alejó instintivamente, pues a medida que alguien parecía buscar el gran mundo, bajaba en la estimación de la duquesa. En aquel momento la sentía únicamente por la bondad de Raquel y habría vuelto la espalda a los hijos de la Berma si se los hubieran presentado. Entre tanto, Raquel iba componiendo en su cabeza la frase graciosa con que abrumaría al día siguiente a la Berma entre bastidores: «Sentí muchísimo que su hija tuviera que hacer antesala. Es que no entendí, a pesar de que me enviaba tarjetas y tarjetas». Estaba encantada de asestar a la Berma aquel golpe. Quizá de haber sabido que sería un golpe mortal habría retrocedido. A la gente le gusta causar víctimas, pero sin quedar mal, dejándolas vivir. Por otra parte, ¿en qué estaba su falta? Unos días más tarde dijo riendo: «La cosa es gorda, quise ser más amable con sus hijos de lo que nunca fue ella para mí, y a poco me acusan de haberla asesinado. Pongo por testigo a la duquesa». Parece que todos los malos sentimientos de los actores y todo lo artificial de la vida de teatro pasan a los hijos, sin que el trabajo obstinado sea en ellos un derivativo como lo es en la madre; las grandes trágicas suelen morir víctimas de los complots domésticos tramados en torno a ellas, como tantas veces les ocurría al final de las obras que representaban.

Por lo demás, la vida de la duquesa no dejaba de ser muy desdichada, y por una razón que se traducía en un paralelo descenso social del mundo que frecuentaba monsieur de Guermantes. El duque, que, calmado desde hacía tiempo por su avanzada edad y que, aunque fuerte aún, había dejado de engañar a madame de Guermantes, se había enamorado de madame de Forcheville, sin que se conocieran bien los comienzos de estas relaciones[54]. Pero llegaron a tomar tales proporciones que el viejo, imitando en este último amor la manera de los antiguos, secuestraba a su amante hasta el punto de que, así como mi amor por Albertina repitió, con grandes variaciones, el amor de Swann por Odette, el amor de monsieur de Guermantes recordaba el mío por Albertina. Le exigía que almorzara, que comiera con él, estaba siempre en su casa; ella se aprovechaba de esto con amigos que, sin ella, jamás habrían tenido relaciones con el duque de Guermantes y que acudían por conocerle, un poco como quien va a casa de una cocotte por conocer a un soberano que es su amante. Madame de Forcheville era desde hacía tiempo una mujer del gran mundo. Pero, volviendo, a estas alturas, a sus antiguas costumbres, y con un orgulloso anciano que, después de todo, era en casa de su querida el personaje importante, se rebajaba buscando solamente los peinadores que a él le gustaban, la cocina que él prefería, halagando a sus amigos diciéndoles que le había hablado de ellos, como decía a mi tío abuelo que había hablado de él al Gran Duque que le mandaba cigarrillos; en una palabra, pese a la elevación de su posición mundana, y por la fuerza de circunstancias nuevas, tendía a ser de nuevo la Dama de rosa, tal como yo la vi en mi infancia. Claro que hacía muchos años que mi tío Adolfo había muerto. Mas la sustitución en torno nuestro de las antiguas personas por otras nuevas ¿nos impide acaso volver a empezar la misma vida? A estas nuevas circunstancias se había prestado Odette seguramente por avaricia, también porque, bastante buscada en el gran mundo cuando tenía una hija casadera, desdeñada desde que Gilberta se casó con Saint-Loup, se dio cuenta de que el duque de Guermantes, capaz de todo por ella, le llevaría muchas duquesas quizá encantadas de jugarle una mala pasada a su amiga Oriana; acaso, en fin, incitada por el descontento de la duquesa y, por un sentimiento femenino de rivalidad, encantada de vencerla[55]. Saint-Loup, hasta su muerte, llevó a su casa fielmente a su mujer. ¿No eran los dos herederos a la vez de monsieur de Guermantes y de Odette, la cual, por otra parte, sería seguramente la principal heredera del duque? Además, hasta unos sobrinos Courvoisier muy difíciles, madame de Marsantes, la princesa de Trania, iban allí con la esperanza de la herencia, sin preocuparse de que esto pudiera contrariar a madame de Guermantes, de la que Odette, picada por sus desdenes, hablaba mal.

El viejo duque de Guermantes ya no salía, pues pasaba los días y las noches con ella. Pero esta vez fue un momento a verla, a pesar de lo que le contrariaba encontrar a su mujer. Yo no le había visto y seguramente no le habría reconocido si no me lo hubieran señalado claramente. Ya no era más que una ruina, pero una ruina soberbia, y menos aún que una ruina: esa bella cosa romántica que puede ser una roca en la tempestad. Azotada por todas partes por las olas de sufrimiento, de cólera de sufrir, de la marea ascendente de la muerte que la circundaba, su cara, desmoronada como un bloque, conservaba el estilo, la firmeza que siempre admiré en ella; estaba carcomida como una de esas cabezas antiguas demasiado estropeadas pero con las que tanto nos gusta decorar un despacho. Parecía solamente pertenecer a una época más antigua que la suya de antes, no sólo por lo rudo y curtido que ahora aparecía en su materia antes tan brillante, sino porque a la expresión de sagacidad y de jovialidad había sucedido una involuntaria, una inconsciente expresión, amasada por la enfermedad, de lucha contra la muerte, de resistencia, de dificultad para vivir. Las arterias, perdida toda elasticidad, habían dado a su rostro, tan abierto antes, una dureza escultural. Y, sin que el duque se diera cuenta, descubría aspectos de nuca, de pómulo, de frente, en los que el ser, como obligado a agarrarse con encarnizamiento a cada minuto, parecía sacudido por una trágica ráfaga, mientras que los blancos mechones de su magnífica cabellera, menos espesa, venían a azotar con su espuma el invadido promontorio del rostro. Y como esos reflejos extraños, únicos, que sólo la llegada de la tormenta en que todo va a hundirse da a las rocas que hasta entonces fueran de otro color, comprendí que el gris plomo de las mejillas acartonadas y marchitas, el gris casi blanco y como lana de cordero de los mechones indómitos, la leve luz aún concedida a los ojos que apenas veían, eran tintes no irreales, al contrario, demasiado reales, pero fantásticos y tomados de la paleta, de la luz, inimitable en sus negros espantables y proféticos, de la vejez, de la proximidad de la muerte.

El duque no se quedó más que unos momentos, lo suficiente para que yo comprendiera que Odette, toda entregada a pretendientes más jóvenes, se burlaba de él. Pero, cosa curiosa, él, que en otro tiempo estaba casi ridículo cuando adoptaba las trazas de un rey de teatro, tenía ahora un aspecto verdaderamente grande, un poco como su hermano, a quien la vejez, librándole de todo lo accesorio, le hacía parecerse. Y, como su hermano, el duque, antes tan orgulloso aunque de otra manera, parecía casi respetuoso, aunque también de otra manera. Pues no había sufrido la decadencia de su hermano, reducido a saludar con una cortesía de enfermo desmemoriado a los que antes desdeñara. Pero era demasiado viejo y, cuando quiso pasar la puerta y bajar la escalera para salir, la vejez, que es después de todo el estado más mísero para los hombres y que los precipita de su pináculo de la manera más parecida a los reyes de las tragedias griegas; la vejez, obligándole a detenerse en el vía crucis en que se convierte la vida de los inválidos amenazados, a enjugarse la frente madorosa, a titubear buscando con los ojos un escalón que se escapa, porque, para sus pasos inseguros, para sus ojos empañados, necesitaría un apoyo, dándole a su pesar el aire de implorarlo de los demás dulce y tímidamente; la vejez le había hecho, más aún que augusto, suplicante.

Como no podía pasar sin Odette, como estaba siempre instalado en su casa en el mismo sillón del que, por la vejez y por la gota, le era difícil levantarse, monsieur de Guermantes la dejaba recibir a unos amigos que estaban contentísimos de ser presentados al duque, de dejarle la palabra, de oírle hablar de la vieja sociedad, de la marquesa de Villeparisis, del duque de Chartres.

En consecuencia, estas posiciones aparentemente intomables del duque y de la duquesa de Guermantes, del barón de Charlus, habían perdido en el Faubourg Saint-Germain su inviolabilidad, como cambian todas las cosas en este mundo, por la acción de un principio interior en el que no se había pensado: en monsieur de Charlus, el amor de Charlie, que le hizo esclavo de los Verdurin, el reblandecimiento después; en madame de Guermantes, una afición a la novedad y al arte; en monsieur de Guermantes, un amor exclusivo, como había habido otros en su vida, pero que la flaqueza de la edad hacía más tiránico y a cuyas debilidades no oponía ya su mentís, su tributo mundano a la severidad del salón de la duquesa, donde el duque ya no aparecía nunca y que además apenas funcionaba ya. Así cambia la figura de las cosas de este mundo; así el centro de los imperios, y el catastro de las fortunas, y la carta de las situaciones, todo lo que parecía definitivo, se renueva perpetuamente, y los ojos de un hombre que ha vivido pueden contemplar el cambio más completo precisamente allí donde le parecía más imposible.

A veces, bajo la mirada de los cuadros antiguos reunidos por Swann en una disposición de «coleccionista» que acentuaba el carácter pasado de moda, antiguo, de la escena, con aquel duque tan «Restauración» y aquella cocotte tan «Segundo Imperio», en uno de aquellos peinadores que al duque le gustaban, la Dama de rosa le interrumpía con su locuacidad; el duque se paraba en seco y le clavaba una mirada feroz. Quizá se había dado cuenta de que también ella, como la duquesa, decía a veces tonterías; quizá, en una alucinación de viejo, creía que era un rasgo de ingenio intempestivo de madame de Guermantes que le cortaba la palabra, y se creía en el hotel de Guermantes, como esas fieras enjauladas que por un momento se figuran que están aún libres en los desiertos de África. Y alzando bruscamente la cabeza, con sus ojos pequeños, redondos y amarillos que tenían el destello de ojos de fiera, le clavaba una de aquellas miradas que en otro tiempo, en casa de madame de Guermantes, cuando esta hablaba demasiado, me hicieran temblar. El duque miraba así un momento a la audaz Dama de rosa. Pero esta le hacía frente, no desviaba los ojos y, al cabo de unos instantes que parecían largos a los espectadores, el viejo león domado, recordando que estaba, no libre en casa de la duquesa, en aquel Sahara donde el felpudo del vestíbulo marcaba la entrada, sino en casa de madame de Forcheville, en la jaula del zoológico, hundía entre los hombros la cabeza, de la que pendía aún una espesa cabellera que no se podría decir si era rubia o blanca, y reanudaba su relato. Parecía no haber entendido lo que madame de Forcheville había querido decirle y que, por otra parte, no solía tener gran sentido. Le permitía invitar a amigos a comer con él; con una manía adquirida en sus antiguos amores, que no era para extrañar a Odette, habituada a ver la misma manía en Swann, y que a mí me impresionaba recordándome mi vida con Albertina, exigía que aquellas personas se retirasen temprano para ser él el último en despedirse de Odette. Inútil decir que, apenas se marchaba, Odette iba a reunirse con otros. Pero el duque no lo sospechaba o prefería aparentar que no lo sospechaba: los viejos pierden vista como pierden oído, su clarividencia se oscurece, la fatiga hace aflojar la vigilancia. Y a cierta edad es en un personaje de Moliere —ni siquiera en el olímpico amante de Alcmena, sino en un risible Geronte— en el que se transforma inevitablemente Júpiter. Además, Odette engañaba a monsieur de Guermantes, y también le cuidaba, sin gracia, sin grandeza. Era mediocre en este papel como en todos los demás. No es que la vida no se los hubiera ofrecido hermosos a menudo, pero no sabía representarlos.

Y, en realidad, cada vez que quise verla en lo sucesivo, no pude conseguirlo, pues monsieur de Guermantes, queriendo conciliar con sus celos las exigencias de su higiene, sólo le permitía las fiestas diurnas, y esto a condición de que no fueran bailes. Esta reclusión que le imponían me la confesó ella con franqueza, por diversas razones. La principal es que, aunque ya no había escrito más que artículos o publicado estudios, se imaginaba que era un autor conocido, lo que le hacía decir hasta ingenuamente, recordando el tiempo en que yo iba a la avenida de las Acacias para verla pasar, y más tarde a su casa: «¡Ah, si yo hubiera podido adivinar que usted iba a llegar a ser un gran escritor!». Y como había oído decir que a los escritores les gusta tratar a las mujeres para documentarse, para que les cuenten historias de amor, ahora Odette, para interesarme, tornaba a ser conmigo simple cocotte. Me contaba: «Verá, una vez había un hombre que se enamoró de mí y al que yo amaba también perdidamente. Vivíamos una vida divina. Él tenía que hacer un viaje a América y yo tenía que ir con él. La víspera de la marcha pensé que era preferible no esperar a que disminuyera un amor que no se podía mantener siempre en aquel punto. Tuvimos una última velada en la que él estaba convencido de que yo me iba con él, fue una noche loca, yo gozaba con él deleites infinitos y tenía la desesperación de sentir que no volvería a verle. Aquella mañana había ido a dar mi billete a un viajero al que no conocía. Quería comprármelo. Le contesté: “No, me hace usted un gran favor tomándomelo; no quiero dinero”». Después, otra historia: «Un día estaba yo en los Champs-Elysées. Monsieur de Bréauté, al que no había visto más que una vez, se puso a mirarme con tal insistencia que me detuve y le pregunté por qué se permitía mirarme de aquel modo. Me contestó: “La miro porque lleva un sombrero ridículo”. Era verdad. Era un sombrerito con pensamientos, las modas de aquel tiempo eran horribles. Pero yo estaba furiosa y le dije: “No le permito hablarme así”. Empezó a llover. Le dije: “Sólo le perdonaría si tuviera un coche”. “Pues precisamente tengo un coche y la voy a acompañar”. “No, quiero su coche, pero no a usted”. Subí al coche y él echó a andar bajo la lluvia. Pero por la noche llega a mi casa, pasamos dos años de un amor loco». «Venga una vez a tomar el té conmigo, le contaré cómo conocí a monsieur de Forcheville. En el fondo —dijo con aire melancólico— me he pasado la vida encerrada porque sólo he tenido grandes amores con hombres terriblemente celosos. No hablo de monsieur de Forcheville, pues en el fondo era un mediocre y yo nunca he podido amar de verdad más que a personas inteligentes. Pero, ya ve, monsieur Swann era tan celoso como este pobre duque; por este me privo de todo porque sé que no es feliz en su casa. Por monsieur Swann era porque le amaba locamente, y yo creo que bien se puede sacrificar el baile y el mundo y todo lo demás por dar gusto al hombre que la ama a una, aunque sólo sea por evitarle preocupaciones. Pobre Carlos, era tan inteligente, tan seductor, exactamente el tipo de hombre que a mí me gustaba». Y quizá era verdad. Hubo un tiempo en que Swann le gustó, precisamente el tiempo en que ella no era su tipo. A decir verdad, no lo fue nunca. Sin embargo, al principio, la amó tanto y tan dolorosamente. Pasado el tiempo, le sorprendía esta contradicción. Si pensamos lo fuerte que es en la vida de los hombres la proporción de los sufrimientos por mujeres «que no eran su tipo», no hay tal contradicción. Quizá esto se debe a muchas causas; en primer lugar, porque esas mujeres no son «nuestro tipo» nos dejamos al principio amar sin amar nosotros, luego dejamos que nos gane una costumbre que no se hubiera producido con una mujer de «nuestro tipo» y que, sintiéndose deseada, discutiría, no nos concedería más que algunas citas, pocas, no se instalaría en nuestra vida ocupando todas nuestras horas de tal modo que, pasado el tiempo, si llega el amor y la mujer nos falta, por una riña, por un viaje en el que nos deja sin noticias, no nos arranca un solo lazo, sino mil. Después, el hábito es sentimental porque no hay gran deseo físico en su base, y si nace el amor, el cerebro trabaja mucha más: hay una novela en vez de una necesidad. No desconfiamos de las mujeres que no son «nuestro tipo», las dejamos amarnos, y si después las amamos nosotros, las amamos cien veces más que a las otras, sin tener con ellas siquiera la satisfacción del deseo cumplido. Por estas razones y otras muchas, el hecho de que sintamos nuestras mayores penas con las mujeres que no son «nuestro tipo» no depende sólo de esa ironía del destino que sólo realiza nuestra felicidad bajo la forma que menos nos place. Una mujer que es «nuestro tipo» no suele ser peligrosa, pues no le gustamos, nos contenta, nos deja pronto, no se instala en nuestra vida, y en amor lo peligroso y procreador de sufrimiento no es la mujer misma, es su presencia de todos los días, la curiosidad de lo que hace en todos los momentos; no es la mujer, es el hábito.

Tuve la cobardía de decir que aquello era gentil y noble por su parte, pero yo sabía lo falso que era aquello y que su franqueza iba trenzada con mentiras. A medida que me iba contando aventuras, yo pensaba con espanto en todo lo que Swann había ignorado, que tanto le hubiera hecho sufrir por haber puesto su sensibilidad en aquel ser, un ser al que él adivinaba con seguridad, sólo por sus miradas cuando veía a un hombre o a una mujer desconocidos y que le gustaban. En el fondo, Odette hacía aquello sólo por darme lo que ella creía temas de novela. Se engañaba, y no es que no contribuyera en todo tiempo y abundantemente a las reservas de mi imaginación, pero de una manera más involuntaria y por un acto emanado de mí mismo que sacaba de ella, sin su intervención, las leyes de su vida.

Monsieur de Guermantes guardaba sus rayos y truenos sólo para la duquesa, sobre cuyas libres frecuentaciones no dejaba madame de Forcheville de llamar la atención irritada de monsieur de Guermantes. La duquesa era, pues, muy desgraciada. Verdad es que monsieur de Charlus, a quien hablé una vez del asunto, aseguraba que su hermano no fue el primero en delinquir, que la leyenda de pureza de la duquesa estaba hecha, en realidad, de un incalculable número de aventuras hábilmente disimuladas. Yo no había oído hablar nunca de esto. Para casi todo el mundo, madame de Guermantes era una mujer muy diferente. En las mentes imperaba la idea de que fue siempre irreprochable. Entre estas dos ideas yo no podía decidir cuál de ellas se ajustaba a la verdad, a esa verdad que casi siempre ignoran las tres cuartas partes de las personas. Desde luego, recordaba ciertas miradas azules y vagabundas de la duquesa de Guermantes en la nave de Combray, pero, por supuesto, aquellas miradas no refutaban verdaderamente ninguna de las dos ideas, y una y otra podían darles un sentido diferente y también aceptable. En mi locura, niño de mí, las tomé un instante por miradas de amor a mí dirigidas. Después comprendí que no eran más que las miradas benévolas de una señora feudal, como las de las vidrieras de iglesia, a sus vasallos. ¿Había que creer ahora que mi primera idea era la verdadera, y que, si más tarde la duquesa no me habló nunca de amor, es porque temía comprometerse con un amigo de su tía y de su sobrino más que con un niño desconocido encontrado por casualidad en San Hilario de Combray?

La duquesa pudo tener por un instante la alegría de sentir su pasado más consistente porque era compartido por mí, pero al hacerle yo unas preguntas sobre el provincianismo de monsieur de Bréauté, al que en la época yo distinguía poco de monsieur de Sagan o de monsieur de Guermantes, volvió a su punto de vista de mujer de mundo, es decir, de vilipendiadora de la mundanidad. Mientras me hablaba, la duquesa me enseñaba el hotel. En otros salones más pequeños había algunos íntimos que preferían aislarse para escuchar la música. En un saloncito Imperio, donde unos pocos fracs negros escuchaban sentados en un canapé, se veía al lado de una psyché sostenida por una minerva una chaise longe, situada en forma rectilínea pero curvada interiormente como una cuna, y donde estaba tendida una mujer joven. Su postura descuidada, que ni la entrada de la duquesa le hizo alterar, contrastaba con el maravilloso esplendor de su vestido Imperio en una seda nacarada junto a la cual habrían palidecido los más rojos fucsias y en cuyo tejido nácar parecían haber estado clavadas mucho tiempo insignias y flores, pues conservaba su huella en hueco. Saludó a la duquesa inclinando ligeramente su bella cabeza morena. Aunque era pleno día, como había ordenado cerrar los cortinones, para mayor recogimiento en la música, habían encendido sobre un trípode, para que la gente no se torciera los pies, una urna donde irisaba un débil resplandor. En respuesta a mi pregunta, la duquesa de Guermantes me dijo que era madame de Sainte-Euverte. Entonces quise saber qué era aquella señora de la madame de Sainte-Euverte que yo había conocido. Madame de Guermantes me dijo que era la mujer de un sobrino nieto, pareció soportar la idea de que pertenecía a la familia La Rochefoucauld, pero negó que ella hubiera conocido personas de la familia Sainte-Euverte. Le recordé la velada (de la que, a decir verdad, sólo de oídas tuve noticia) donde, princesa de Laumes, encontró a Swann. Madame de Guermantes afirmó que nunca estuvo en aquella velada. La duquesa había sido siempre un poco mentirosa y ahora lo era más. Madame de Sainte-Euverte era para ella un salón —por lo demás bastante venido a menos con el tiempo— del que le gustaba renegar. No insistí.

—No, al que pudo usted entrever en mi casa, porque era inteligente, es al marido de esa señora de quien usted habla y con la que yo no me relacionaba.

—Pero si no tenía marido.

—Se lo figuró usted porque estaban separados, pero era mucho más agradable que ella.

Acabé por comprender que un hombre enorme, altísimo, muy gordo, con el pelo enteramente blanco, al que yo encontraba más o menos en todas partes y cuyo nombre no supe nunca era el marido de madame de Sainte-Euverte. Había muerto el año anterior. En cuanto a la sobrina ignoro si la causa de que escuchara la música en aquella postura sin moverse por nadie era una enfermedad de estómago, de los nervios, una flebitis, un parto próximo, reciente o fracasado. Lo más probable es que, orgullosa de sus bellas sedas rojas, pensara hacer en su chaise longe el efecto de una madame Récamier. No se daba cuenta de que provocaba en mí una nueva expansión de aquel nombre Sainte-Euverte, que, con tan largo intervalo, marcaba la distancia y la continuidad del Tiempo. El Tiempo es lo que ella mecía en aquella cuna donde florecían el nombre de Sainte-Euverte y el estilo Imperio en sedas de fucsias rojas. Madame de Guermantes declaró que había odiado siempre ese estilo Imperio; quería decir que lo detestaba ahora, y era cierto, pues seguía la moda, aunque con algún retraso. Sin complicar la cosa hablando de David, al que conocía poco, de muy joven había creído a Ingres el más aburrido de los tópicos, después, repentinamente, el más sabroso de los maestros del arte nuevo, hasta detestar a Delacroix. Poco importan los grados que la llevaron de aquel culto a la reprobación, pues son matices del gusto que el crítico de arte refleja diez años antes de la conversación de las mujeres superiores. Después de criticar el estilo Imperio se disculpó de haberme hablado de una gente tan insignificante como los Sainte-Euverte y de simplezas como el lado provinciano de Bréauté, pues estaba tan lejos de pensar por qué me interesaba aquello como lo estaba madame de Sainte-Euverte de La Rochefoucauld, buscando el bien de su estómago o un efecto ingresco, de sospechar que me había encantado su nombre, el de su marido, no el más glorioso de su propia familia, y que yo le atribuía, en aquella estancia llena de atributos, la función de acunar el Tiempo.

—Pero ¿por qué le he hablado de esas tonterías, cómo pueden interesarle? —exclamó la duquesa. Dijo esta frase a media voz y nadie pudo oírla. Pero un joven (que me interesó después por un nombre mucho más familiar para mí en otro tiempo que el de Sainte-Euverte) se levantó con gesto exasperado y se fue más lejos para escuchar con más recogimiento. Estaban tocando la Sonata de Kreutzer, pero como se habían equivocado en el programa, creía que era un trozo de Ravel que le habían dicho que era tan hermoso como una obra de Palestrina, pero difícil de entender. En su brusco movimiento para cambiar de sitio tropezó, por la semioscuridad, con un bargueño, y esto hizo mover la cabeza a muchas personas para las que aquel ejercicio tan sencillo de mirar atrás suspendía un poco el suplicio de escuchar «religiosamente» la Sonata de Kreutzer. Y madame de Guermantes y yo, causantes de aquel pequeño escándalo, nos apresuramos a cambiar de salón.

—Sí, ¿cómo esas naderías pueden interesar a un hombre de su mérito? Es como hace un momento, cuando le estaba viendo hablar con Gilberta de Saint-Loup. No es digna de usted. Para mí esa mujer es ni más ni menos que nada, ni siquiera es una mujer, es lo más artificial y lo más burgués que conozco —pues la duquesa, hasta en su defensa de la Intelectualidad, mezclaba prejuicios de aristócrata—. Además, ¿debería usted venir a casas como esta? Todavía hoy lo comprendo, porque había ese recital de Raquel, que puede interesarle. Pero por bello que el recital haya sido, Raquel no se da ante este público. Le invitaré a almorzar solo con ella. Entonces verá usted qué persona es. Pero es cien veces superior a todo lo que hay aquí. Y después del almuerzo le recitará Verlaine. Ya verá usted[56]. Pero a estos batiburrillos como hoy, no, no debe usted ir. A menos que sea para estudiar… —añadió con un gesto de duda, de desconfianza y sin aventurar demasiado, pues no sabía muy exactamente en qué consistía el género de operaciones improbables a que se refería.

—¿No cree usted —dije a la duquesa— que será penoso para madame de Saint-Loup oír así, como acaba de hacerlo, a la antigua querida de su marido?

Vi formarse en el rostro de madame de Guermantes esa barra oblicua que, con razonamientos, enlaza lo que se acaba de oír con pensamientos poco agradables. Razonamientos inexpresados, verdad es, pero todas las cosas graves que decimos no reciben jamás respuesta verbal ni escrita. Sólo los tontos requieren en vano diez veces seguidas una respuesta a una carta que han cometido la torpeza de escribir y que era una coladura; pues a esas cartas no se contesta nunca más que con actos, pero la comunicante a la que creemos impuntual nos dice monsieur cuando nos encuentra, en lugar de llamarnos por nuestro nombre de pila. Mi alusión al enredo de Saint-Loup con Raquel no era tan grave y sólo pudo desagradar durante un segundo a madame de Guermantes recordándole que yo había sido amigo de Roberto y quizá su confidente sobre los disgustos que le había producido a Raquel su velada en casa de la duquesa. Pero esta no persistió en sus pensamientos, la barra tempestuosa se borró y madame de Guermantes contestó a mi pregunta sobre madame de Saint-Loup:

—Le diré, creo que le importa poco, porque Gilberta no amó nunca a su marido. Es una horrible personilla. Le gustó la situación, el nombre, ser mi sobrina, salir de su fango, después de lo cual ya no pensó más que en volver a él. Le diré que me daba mucha pena por el pobre Roberto, porque aunque no era un águila, se daba muy bien cuenta, y de muchas cosas. No hay que decirlo, porque después de todo es mi sobrina, no tengo pruebas positivas de que le engañara, pero hubo un montón de historias. Le digo que sí, que lo sé, que Roberto quiso batirse con un oficial de Méséglise. Pero fue por todo esto por lo que se enroló Roberto, la guerra le parecería como una liberación de sus penas de familia; si quiere que le diga lo que pienso, no es que le mataron, es que se hizo matar. Ella no tuvo la menor pena, hasta me asombró por un raro cinismo en la ostentación de su indiferencia, y me disgustó mucho, porque yo quería bien al pobre Roberto. A usted le extrañará quizá, porque me conocen mal, pero todavía pienso a veces en él: yo no olvido a nadie. Nunca me dijo nada, pero comprendía muy bien que yo lo adivinaba todo. Vamos, si hubiera querido, por poco que fuera, a su marido, ¿cómo iba a poder soportar con esa tranquilidad estar en el mismo salón que la mujer de la que Roberto estuvo tantos años perdidamente enamorado?; puede decirse que siempre, pues tengo la seguridad de que eso no acabó nunca, ni siquiera durante la guerra. ¡Pero se le echaría al cuello! —exclamó la duquesa, olvidando que ella misma, al invitar a Raquel y al hacer posible la escena que consideraba inevitable si Gilberta hubiera amado a Roberto, obraba quizá cruelmente—. No —concluyó—, le digo que es una cochina.

Una expresión así era posible en madame de Guermantes por la pendiente que ella bajaba desde el medio de los Guermantes agradables a la sociedad de los comediantes, y también porque injertaba aquello en un género siglo XVIII que ella consideraba muy verde, en fin, porque se lo creía permitido todo. Pero esta expresión se la dictaba el odio que le tenía a Gilberta, una necesidad de herirla en efigie, ya que no fuera posible materialmente. Y, al mismo tiempo, la duquesa pensaba justificar así toda su conducta con Gilberta o más bien contra Gilberta, en el mundo, en la familia, hasta en cuestión de los intereses y de la herencia de Roberto.

Pero como aveces los juicios que se hacen reciben de hechos que se ignoran y que no se han podido suponer una justificación aparente, Gilberta, que tenía sin duda un poco del ascendiente de su madre (y, desde luego, yo había contado sin darme cuenta con esta facilidad, al pedirle que me pusiera en relación con muchachas muy jóvenes), previa reflexión, sacó de la petición que le hice, y seguramente para que el beneficio no saliera de la familia, una conclusión más audaz que todas las que yo hubiera podido suponer; me dijo:

—Si me lo permite, voy a ir a buscar a mi hija para presentársela. Está allí hablando con el joven Mortemart y con otros chicuelos sin interés. Estoy segura de que será una simpática amiga para usted. —Le pregunté si Roberto estaba contento de tener una hija—. ¡Oh!, estaba muy orgulloso de ella. Pero, naturalmente, conociendo sus gustos, creo —dijo ingenuamente Gilberta— que hubiera preferido un chico.

Aquella muchacha, cuyo nombre y cuya fortuna podían hacer esperar a su madre que se casaría con un príncipe real y coronaría toda la obra ascendente de Swann y de su mujer, eligió después por marido a un hombre de letras oscuro, pues no tenía ningún snobismo, e hizo descender de nuevo a aquella familia a un nivel más bajo de aquel de donde saliera. Entonces fue muy difícil hacer creer a las generaciones nuevas que los padres de aquel oscuro matrimonio tuvieran una gran posición. Resucitaron milagrosamente los nombres de Swann y de Odette de Crécy para permitir a la gente decirnos que nos engañábamos, que no eran una familia tan encopetada.

La impresión y la alegría que aquellas palabras me produjeron fueron sustituidas en seguida, mientras madame de Saint-Loup se encaminaba a otro salón, por esa idea del Tiempo pasado que también me devolvía, a su modo, y aun sin haberla visto todavía, mademoiselle de Saint-Loup. ¿No era esta, como la mayor parte de las personas, por lo demás, como son en los bosques las «estrellas» de los cruces dónde vienen a converger caminos procedentes, también en nuestra vida, desde los puntos más distintos? Para mí eran muchos los que iban a parar a mademoiselle de Saint-Loup y tendían sus radios en torno a ella. Y, sobre todo, iban a parar a ella los dos grandes caminos donde yo había dado tantos paseos y vivido tantos sueños —por su padre Roberto de Saint-Loup, el camino de Guermantes; por Gilberta, su madre, el camino de Méséglise, que era «el camino de Swann». Uno de ellos, por la madre de la muchacha y los Champs-Elysées, me llevaba a Swann, a mis noches de Combray, al camino de Méséglise; el otro, por su padre, a mis tardes de Balbec, donde le veía junto al mar soleado—. Ya se tendían transversales entre estos dos caminos. Pues si tuve tanto empeño en ir a aquel Balbec real donde conocí a Saint-Loup, fue en gran parte por lo que Swann me había dicho sobre las iglesias, sobre todo sobre la iglesia persa, y, por otra parte, por Roberto de Saint-Loup, sobrino de la duquesa de Guermantes, enlazaba, también en Combray, con el camino de Guermantes. Pero mademoiselle de Saint-Loup conducía a otros muchos puntos de mi vida, a la Dama de rosa, que era su abuela y a la que vi en casa de mi tío abuelo. Aquí otra transversal, pues el criado de aquel tío abuelo, que aquel día me introdujo y más tarde me permitió, dándome una fotografía, identificar a la Dama de rosa, era el padre del joven al que amaron no sólo monsieur de Charlus, sino el padre mismo de mademoiselle de Saint-Loup, que por él hizo desgraciada a su madre. ¿Y no fue el abuelo de mademoiselle de Saint-Loup, Swann, el primero que me habló de la música de Vinteuil, como fue Gilberta la primera que me habló de Albertina? Y hablando a Albertina de la música de Vinteuil descubrí quién era su gran amiga y comencé con ella aquella vida que la condujo a la muerte y que tantas penas me causó. Y fue también el padre de mademoiselle de Saint-Loup quien trató de que volviera Albertina. Y[57] hasta toda mi vida mundana, ya en París, en el salón de los Swann o de los Guermantes, ya en el extremo opuesto, en casa de los Verdurin, alineándose así, junto a los dos caminos de Combray, de los Champs-Elysées, la bella terraza de la Raspeliere. Por otra parte, ¿qué seres hemos conocido que, para contar nuestra amistad con ellos, no nos obliguen a situarlos sucesivamente en los lugares más diferentes de nuestra vida? Una vida de Saint-Loup pintada por mí se desarrollaría en todas las decoraciones y afectaría a toda mi vida, hasta a las partes de esa vida a las que más ajeno fue, como mi abuela o como Albertina. Por otra parte, por opuestos que fuesen, los Verdurin estaban relacionados con Odette por el pasado de esta, con Roberto de Saint-Loup por Charlie; ¡y qué papel no había desempeñado en su casa la música de Vinteuil! Por último, Swann amó a la hermana de Legrandin, el cual conoció a monsieur de Charlus, cuya pupila se casó con el joven Cambremer. Desde luego, si se trata únicamente de nuestros corazones, el poeta hizo bien en hablar de los «misteriosos hilos» que la vida rompe. Pero es más cierto aún que los teje sin cesar entre los seres, entre los acontecimientos, que entrecruza sus hilos, que los dobla para reforzar la trama, de suerte que entre el menor punto de nuestro pasado y todos los demás hay una espesa red de recuerdos que sólo nos deja la elección de las comunicaciones.

Puede decirse que, si yo intentara no usarla inconscientemente, sino recordar lo que fue para mí, no había una sola de las cosas que nos servían en aquel momento que no fuera cosa viva, y viva con una vida personal para nosotros, transformada luego con nuestro uso en simple materia industrial. Mi presentación a mademoiselle de Saint-Loup iba a tener lugar en casa de madame Verdurin: ¡con qué deleite volvía yo a pensar en todos nuestros viajes con aquella Albertina —de la que yo iba a pedir a mademoiselle de Saint-Loup que fuera un sucedáneo— en el trenecillo, hacia Doville, para ir a casa de madame Verdurin, aquella misma madame Verdurin que había anudado y roto, antes de mi amor por Albertina, el del abuelo y la abuela de mademoiselle de Saint-Loup! Estábamos rodeados de los cuadros de aquel Elstir que me presentó Albertina. Y para fundir mejor todos mis pasados, madame Verdurin, como Gilberta, se casó con un Guermantes.

No podríamos contar nuestras relaciones con un ser al que hemos conocido, aunque sea poco, sin hacer que se sucedan los sitios más diferentes de nuestra vida. Así, cada individuo —y yo mismo era uno de esos invididuos— medía para mí el tiempo por la revolución que realizó no sólo en torno de sí mismo, sino en torno de los demás, y especialmente por las posiciones que ocupó sucesivamente con relación a mí. Y todos esos diferentes planos con arreglo a los cuales el Tiempo, desde que yo acababa de recobrarlo en aquella fiesta, disponía mi vida, haciéndome pensar que, en un libro que se propusiera contar una, habría que emplear, en lugar de la psicología plana que se aplica generalmente, una especie de psicología del espacio, daban sin duda una belleza nueva a esas resurrecciones que mi memoria operaba mientras estaba solo en la biblioteca, porque la memoria, al introducir el pasado en el presente sin modificarlo, tal como era cuando era presente, suprime precisamente esa gran dimensión del Tiempo con arreglo a la cual se realiza la vida.

Vi acercarse a Gilberta. A mí, para quien la boda de Saint-Loup, los pensamientos que me ocupaban entonces y que eran los mismos esta mañana, eran de ayer, me extrañó ver a su lado a una muchacha de unos dieciséis años cuya elevada estatura medía aquella distancia que yo no había querido ver. El tiempo incoloro e inasible, para que yo pudiese, por decirlo así, verlo y tocarlo, se había materializado en ella y la había modelado como una obra maestra, mientras que, paralelamente, en mí, no había hecho, ¡ay!, más que su obra. Mientras tanto, mademoiselle de Saint-Loup estaba ante mí. Tenía los ojos profundamente hundidos y penetrantes, y también la nariz encantadora ligeramente saliente en forma de pico y curva, quizá no como la de Swann, sino como la de Saint-Loup[58]. El alma de aquel Guermantes se había esfumado; pero la encantadora cabeza de ojos penetrantes del pájaro que voló había venido a posarse sobre los hombros de mademoiselle de Saint-Loup, lo que hacía pensar mucho a los que habían conocido a su padre. Me pareció muy bella: llena aún de esperanzas, reidora, formada de los mismos años que yo había perdido, parecida a mi juventud.

Además, esta idea del Tiempo tenía para mí otro valor: era un acicate, me decía que ya era hora de comenzar si quería conseguir lo que a veces sintiera en el transcurso de mi vida, en breves fogonazos, camino de Guermantes, en mis paseos en coche con madame de Villeparisis, y que me hizo considerar la vida como digna de ser vivida. ¡Cuánto más me lo parecía ahora que creía poder esclarecerla, esa vida que vivimos en las tinieblas, traída a la verdad de lo que era, esa vida que falseamos continuamente, por fin realizada en un libro! ¡Qué feliz sería, pensaba yo, el que pudiera escribir un libro así, qué labor ante él! Para dar una idea de esa felicidad, habría que tomar comparaciones entre las artes más elevadas y más diferentes; pues ese escritor que, por otra parte, en cada carácter presentaría las caras opuestas para mostrar su volumen, tendría que preparar su libro minuciosamente, con continuos reagrupamientos de fuerzas, como una ofensiva, soportarlo como una fatiga, aceptarlo como una regla, construirlo como una iglesia, seguirlo como un régimen, vencerlo como un obstáculo, conquistarlo como una amistad, sobrealimentarlo como a un niño, crearlo como un mundo, sin prescindir de esos misterios que probablemente sólo tienen explicación en otros mundos y cuyo presentimiento es lo que más nos conmueve en la vida y en el arte. Y en esos grandes libros hay partes que sólo han tenido tiempo de ser esbozadas y que seguramente no se terminarán nunca, por la misma amplitud del plano del arquitecto. ¡Cuántas grandes catedrales permanecen inacabadas! Se le alimenta, se fortifican sus partes débiles, se le ampara, pero luego es él quien crece, quien designa nuestra tumba, quien la protege contra los rumores y, durante algún tiempo, contra el olvido. Mas, volviendo a mí mismo, yo pensaba más modestamente en mi libro, y aún sería inexacto decir que pensaba en quienes lo leyeran, en mis lectores. Pues, a mi juicio, no serían mis lectores, sino los propios lectores de sí mismos, porque mi libro no sería más que una especie de esos cristales de aumento como los que ofrecía a un comprador el óptico de Combray; mi libro, gracias al cual les dada yo el medio de leer en sí mismos, de suerte que no les pediría que me alabaran o me denigraran, sino sólo que me dijeran si es efectivamente esto, si las palabras que leen en ellos mismos son realmente las que yo he escrito (pues, por lo demás, las posibles divergencias a este respecto no siempre se debían a que yo me hubiera equivocado, sino a que a veces los ojos del lector no fueran los ojos que convienen a mi libro para leer bien en sí mismo). Y, cambiando a cada momento de comparación según que me representara mejor y más materialmente la tarea a la que me entregaba, pensaba que, en mi gran mesa de madera blanca, mirado por Francisca, como todos los seres sin pretensiones que viven junto a nosotros tienen cierta intuición de nuestras tareas (y yo había olvidado a Albertina lo bastante para haber perdonado a Francisca lo que hizo con ella), trabajaría junto a ella, y casi como ella (al menos como ella trabajaba antes: ahora, tan vieja ya, no veía ni gota); pues, prendiendo aquí un papel suplementario, construiría mi libro, no me atrevo a decir, ambiciosamente, como una catedral, sino simplemente como un vestido. Aunque no tuviera junto a mí todos mis papelotes, como decía Francisca, y aunque me faltara precisamente el que necesitaba, Francisca comprendería bien mi nerviosismo, siempre decía que no podía coser si no tenía el número del hilo y los botones que hacían falta. Y, además, porque, a fuerza de vivir de mi vida, Francisca había llegado a una especie de comprensión instintiva del trabajo literario, una comprensión más exacta que la de muchas personas inteligentes, y con mayor razón que la de los tontos. Así, por ejemplo, cuando, años atrás, escribí mi artículo para Le Figaro, mientras el viejo mayordomo, con esa especie de conmiseración que exagera siempre un poco lo que tiene de penosa una labor que no se practica, que ni siquiera se concibe, y hasta una costumbre que no se tiene, como las personas que nos dicen: «Cómo debe cansarle estornudar así», compadecía sinceramente a los escritores diciendo: «Qué rompecabezas debe de ser eso». Francisca, por el contrario, adivinaba mi felicidad y respetaba mi trabajo. Lo único que le molestaba era que yo le contase de antemano mi artículo a Bloch, temiendo que me lo pisara, y diciendo: «Toda esa gente es para desconfiar, son unos copiones». Y Bloch se preparaba, en efecto, una coartada retrospectiva diciéndome, cada vez que le esbozaba algo que le parecía bien: «Hombre, es curioso, yo he hecho algo casi parecido, tendré que leértelo». (No habría podido leérmelo todavía, porque lo iba a escribir aquella misma noche).

A fuerza de pegar unos con otros aquellos papeles que Francisca llamaba mis papelotes, se iban rompiendo por uno u otro lado. ¿No podría Francisca, en caso necesario, ayudarme a consolidarlos, de la misma manera que ponía piezas en las partes usadas de sus vestidos, o que mientras esperaba al cristalero como yo al impresor, ponía un pedazo de periódico en el lugar del cristal roto?[59]

Por otra parte, como en un libro las individualidades (humanas o no) se componen de impresiones numerosas que, tomadas de muchas muchachas, de muchas iglesias, de muchas sonatas, sirven para hacer una sola sonata, una sola iglesia, una sola muchacha, ¿no haría yo mi libro como hacía Francisca su estofado de vaca, que le gustaba mucho a monsieur de Norpois, con una gelatina enriquecida con tantos y tan selectos trozos de carne? Y yo realizaría por fin lo que, en mis paseos por el camino de Guermantes, tanto deseé y creí imposible, como, al volver, me parecía imposible acostumbrarme nunca a irme a la cama sin dar un beso a mi madre, o, después, a la idea de que a Albertina le gustaban las mujeres, idea con la cual acabé por vivir sin siquiera notar su presencia; pues nuestros más grandes temores, como nuestras mayores esperanzas, no son superiores a nuestras fuerzas y podemos acabar por dominar los unos y realizar las otras.

Sí, esta idea del Tiempo que yo acababa de formarme decía que ya era hora de ponerme a la obra. Ya era hora, desde luego; pero, y esto justificaba la ansiedad que se había apoderado de mí desde que entré en el salón, cuando las muecas de los rostros me dieron la noción del tiempo perdido, ¿tenía todavía tiempo y me encontraba además en estado de hacerla? El espíritu tiene sus paisajes para cuya contemplación sólo se le da un tiempo. Yo había vivido como un pintor subiendo por un camino que bordea un lago cuya vista le oculta una cortina de roca y de árboles. De pronto, lo divisa por una brecha que le permite verlo entero, y coge los pinceles. Pero se acerca ya la noche y no puede pintar, una noche tras la cual no se levanta el día. Al principio, como yo no había empezado nada, podía estar inquieto, aunque, por mi edad, creyese tener por delante algunos años, pues podía llegarme la hora a los pocos minutos. Había, en efecto, que partir de esto, de que tenía un cuerpo, es decir, que estaba perpetuamente amenazado por un doble peligro, exterior, interior. Además, hablaba así por comodidad de lenguaje, pues el peligro interior, como el de la hemorragia cerebral, es también exterior, puesto que es del cuerpo. Y tener un cuerpo es la gran amenaza para el espíritu, la vida humana y pensante, de la que debemos decir no precisamente que es un milagroso perfeccionamiento de la vida animal y física, sino más bien que es una imperfección, todavía tan rudimentaria como la existencia común de los protozoarios en políperos, como el cuerpo de la ballena, etc., en la organización de la vida espiritual. El cuerpo encierra al espíritu en una fortaleza; pronto la fortaleza queda sitiada por todas partes y el espíritu, al fin, tiene que rendirse.

Mas, limitándome a distinguir las dos clases de peligros que amenazan al espíritu, y comenzando por el exterior, recordaba que ya me había ocurrido a menudo en la vida, en momentos de excitación intelectual en los que alguna circunstancia había suspendido en mí toda actividad física, por ejemplo cuando salí en coche, a medios pelos, del restaurante de Rivebelle para ir a un casino próximo, sentir muy claramente en mí el objeto presente de mi pensamiento y comprender que dependía de una casualidad, no sólo que este objeto no hubiera entrado todavía en mi pensamiento, sino que fuera aniquilado con mi cuerpo mismo. Por entonces, esto me preocupaba poco. Mi animación no era prudente, no era inquieta. Me importaba poco que aquella alegría terminara al cabo de un segundo y entrara en la nada. Ahora no ocurría lo mismo; y es que la felicidad que sentía no provenía de una tensión puramente subjetiva de los nervios que los aísla del pasado, sino, por el contrario, de un ensanchamiento de mi espíritu donde se rehacía, se actualizaba aquel pasado y me daba, pero ¡ay!, momentáneamente, un valor de eternidad. Hubiera querido legar esta a los que pudiera enriquecer con mi tesoro. Desde luego lo que sentí en la biblioteca y quería proteger era todavía goce, pero ya no un goce egoísta, o al menos de un egoísmo (pues todos los altruismos fecundos de la naturaleza se desarrollan de un modo egoísta, el altruismo humano que no es egoísta es estéril, es el altruismo del escritor que deja de trabajar para recibir a un amigo desgraciado, para aceptar una función pública, para escribir artículos de propaganda), de un egoísmo utilizable para otro. Yo no tenía ya mi indiferencia de los retornos de Rivebelle, me sentía acrecido con aquella obra que llevaba en mí (como con algo precioso y frágil que me hubieran confiado y que yo quisiera entregar intacto en las manos a que iba destinado y que no eran las mías). Ahora, sentirme portador de una obra hacía para mí más temible un accidente que me costara la vida, lo hacía hasta absurdo (en la medida en que esta obra me parecía necesaria y duradera), era contradicción con mi deseo, con el vuelo de mi pensamiento, pero no por eso menos posible, pues como los accidentes son producidos por causas materiales, pueden perfectamente tener lugar en el momento en que los hacen detestables unos deseos muy diferentes, que ellos destruyen sin conocerlos. Yo sabía muy bien que mi cerebro era una rica cuenca minera donde había una extensión inmensa y muy variada de yacimientos valiosos. Pero ¿tendría tiempo de explotarlos? Yo era la única persona capaz de hacerlo. Por dos razones: con mi muerte habría desaparecido no sólo el único obrero minero capaz de extraer esos minerales, sino hasta el yacimiento mismo; ahora bien, pasado un momento, cuando volviera a mi casa, bastaría que el auto que yo tomara chocase con otro auto para que mi cuerpo quedara destruido y mi espíritu, del que se retiraría la vida, tuviera que abandonar para siempre las ideas nuevas que en este momento, no habiendo tenido tiempo de ponerlas en mayor seguridad en un libro, apretaba ansiosamente, con su pulpa estremecida, protectora, pero frágil. Y, por una extraña coincidencia, este temor razonado del peligro nacía en mí en un momento en que, desde hacía poco, la idea de la muerte había llegado a serme indiferente. El temor de dejar de ser yo me había horrorizado antes, y me horrorizaba a cada nuevo amor que sentía (por Gilberta, por Albertina), porque no podía soportar la idea de que un día ya no existiera el ser que las amaba, lo que sería como una especie de muerte. Pero, a fuerza de renovarse, este miedo se había tornado, naturalmente, en una tranquilidad confiada.

Ni siquiera era necesario el accidente cerebral. Sus síntomas, sensibles para mí por cierto vacío en la cabeza y por un olvido de todas las cosas que ya sólo encontraba por casualidad, como cuando, al arreglar esas cosas, encontramos una que habíamos olvidado hasta que teníamos que buscarla, hacían de mí como un avaro de cuya caja fuerte, rota, se van yendo las riquezas a medida que las acumula. Durante un tiempo existió en mí un yo que deploró perder esas riquezas, y pronto me di cuenta de que la memoria, al retirarse, se llevaba también aquel yo.

Si en aquel tiempo la idea de la muerte me ensombreció el amor, como se ha visto, ahora el recuerdo del amor me ayudaba, desde hacía tiempo, a no temer la muerte. Pues comprendía que morir no era cosa nueva, sino que, por el contrario, desde mi infancia había muerto ya muchas veces. Tomando el período menos antiguo, ¿no me había importado Albertina más que mi vida? ¿Podía yo entonces concebir mi persona sin que continuara mi amor por Albertina? Ahora bien, ya no la amaba, era no el ser que la amó, sino otro diferente que no la amaba, había dejado de amarla cuando pasé a ser otro. Y no sufría por ser otro, por no amar ya a Albertina; y ciertamente llegar un día a no tener mi cuerpo no podía parecerme en modo alguno una cosa tan triste como me pareciera tiempo atrás que llegara un día en que ya no amara a Albertina. Y, sin embargo, ¡qué poco me importaba ahora no amarla ya! Esas muertes sucesivas, tan temidas por mí, a quien tenían que aniquilar, tan indiferentes, tan suaves una vez cumplidas y cuando el que las temía ya no estaba aquí para sentirlas, me habían hecho comprender desde hacía tiempo cuán insensato sería temer la muerte. Y ahora que, desde hacía poco, había llegado a serme indiferente, comenzaba de nuevo a temerla, verdad es que bajo otra forma, no por mí, sino por mi libro, para cuya eclosión era indispensable, al menos durante algún tiempo, esta vida por tantos peligros amenazada. Dice Victor Hugo:

Il faut que l’herbe pousse et que les enfants meurent[60].

Yo digo que la ley cruel del arte es que los seres mueran y que nosotros mismos muramos agotando todos los sufrimientos, para que nazca la hierba no del olvido, sino de la vida eterna, la hierba firme de las obras fecundas, sobre la cual vendrán las generaciones a hacer, sin preocuparse de los que duermen debajo, su «almuerzo en la hierba».

He hablado de los peligros exteriores; hay también los peligros interiores. Si me librara de un accidente venido de fuera, quién sabe si no tendría que dejar de aprovechar esa gracia por un accidente sobrevenido dentro de mí, por alguna catástrofe interna, antes de que transcurrieran los meses necesarios para escribir ese libro.

Cuando, pasado un rato, volviera a mi casa por los Champs-Elysées, ¿quién me aseguraba que no me iba a dar el mismo mal que a mi abuela, la tarde en que fue conmigo a dar aquel paseo que iba a ser para ella el último, sin que lo sospechara, con esa ignorancia, que es la nuestra, de una aguja llegada al punto, ignorado por ella, en que el resorte disparado del reloj va a dar la hora? Quizá el temor a haber recorrido ya casi todo el minuto que precede al primer golpe de la hora, cuando ya este se prepara, acaso ese miedo al golpe que está a punto de producirse en mi cerebro, ese temor era como un oscuro conocimiento de lo que iba a ocurrir, como un reflejo en la conciencia del estado precario del cerebro cuyas arterias van a ceder, lo que no es más imposible que esa repentina aceptación de la muerte que tienen algunos heridos cuando, aunque el médico y el deseo de vivir intentan engañarlos, dicen, viendo lo que va a ser: «Voy a morir, estoy dispuesto», y escriben unas letras despidiéndose de la familia.

Y, en efecto, esta cosa singular fue lo que ocurrió antes de comenzar mi libro, y ocurrió en una forma que jamás hubiera sospechado. Una noche que salí me encontraron mejor cara que otras veces, se extrañaron de que conservara todo el pelo negro. Pero estuve tres veces a punto de caer al bajar la escalera. No fue más que una salida de dos horas; pero cuando volví noté que ya no tenía ni memoria, ni pensamiento, ni fuerza, ni existencia ninguna. Ya podían haber venido a nombrarme rey, a embargarme, a detenerme, que habría dejado hacer lo que quisieran sin decir palabra, sin abrir los ojos, como esas personas mareadas que, al pasar en un barco el mar Caspio, ni siquiera insinúan la menor resistencia si les dicen que los van a tirar al mar. Yo no tenía, propiamente hablando, ninguna enfermedad, pero me daba cuenta de que ya no era capaz de nada, como les ocurre a los viejos, muy vivaces la víspera y que, al sufrir una fractura de fémur o una indigestión, pueden llevar todavía durante algún tiempo en la cama una existencia que no es más que una preparación más o menos larga para una muerte ya ineluctable. Uno de mis yos, el que antaño iba a esos festines bárbaros que se llaman banquetes y donde, en los hombres de blanco[61], en las mujeres medio desnudas y empenachadas, los valores están tan alterados que si alguien no llega a comer después de haber aceptado, o simplemente no llega hasta el asado, comete un acto más culpable que los actos inmorales de que se habla ligeramente durante esa comida, igual que de las muertes recientes, y las únicas disculpas para no asistir serían la muerte o una grave enfermedad, siempre que se avisara a tiempo de que el que se disculpa se está muriendo, para poder invitar a otro que haga el número catorce, aquel que yo había conservado en mí sus escrúpulos y perdido su memoria. En cambio, el otro yo, el que concibió su obra se acordaba. Había recibido una invitación de madame Molé y me había enterado de que el hijo de madame Sazerat había muerto. Estaba decidido a emplear una de aquellas horas en las que no podía pronunciar una palabra, con la lengua trabada como mi abuela durante su agonía, o tragar leche, a enviar mis excusas a madame Molé y mi pésame a madame Sazerat. Pero a los pocos momentos olvidé que tenía que hacerlo. Feliz olvido, pues la memoria de mi obra velaba e iba a dedicarse a poner los primeros cimientos la hora de supervivencia que me era concedida. Desgraciadamente, al coger un cuaderno para escribir, resbaló a mi lado la tarjeta de invitación de madame Molé. Inmediatamente, el yo desmemoriado pero que tenía preeminencia sobre el otro, como ocurre con todos esos bárbaros escrupulosos que han asistido a un banquete, apartaba el cuaderno, escribía a madame Molé (la cual, por lo demás, me habría agradecido mucho, de haberlo sabido, que antepusiera a mis trabajos de arquitectura mi respuesta a su invitación). Bruscamente, una palabra de mi respuesta me recordaba que madame Sazerat había perdido a su hijo, le escribía también, luego, sacrificado un deber real a la obligación ficticia de ser cortés y sensible, caía sin fuerzas, cerraba los ojos, y ya no podía hacer otra cosa que vegetar durante ocho días. Sin embargo, si todos mis deberes inútiles, a los que estaba dispuesto a sacrificar el verdadero, salían al cabo de unos minutos de mi cabeza, la idea de mi construcción no me abandonaba un momento. No sabía si el gran plano general sería una iglesia donde los fieles aprenderían poco a poco verdades y descubrirían armonías, o si resultaría, como un monumento druídico en la cumbre de una isla, algo que nadie frecuentaría jamás. Pero yo estaba decidido a consagrarle mis fuerzas, que se iban como a su pesar y para darme tiempo a cerrar «la puerta funeraria» una vez terminadas las paredes. Pronto pude mostrar algunos esbozos. Nadie entendió nada. Hasta los que fueron favorables a mi percepción de las verdades que quería luego grabar en el templo me felicitaron por haberles descubierto al «microscopio» —cuando la verdad es que me había servido de un telescopio— unas cosas muy pequeñas al parecer, pero porque estaban situadas a gran distancia, y que cada una de ellas era un mundo. Allí donde yo buscaba las grandes leyes, me llamaban desenterrador de detalles. Por otra parte, ¿para qué diablos hacía aquello? De joven tuve facilidad, y a Bergotte le parecieron «perfectas» mis páginas de colegial. Pero, en vez de trabajar, viví en la pereza, en la disipación de los placeres, en la enfermedad, en los cuidados, en las manías, y ahora emprendía mi obra en vísperas de morir, sin saber nada de mi oficio. Ya no me sentía con fuerzas para hacer frente a mis obligaciones con las letras, ni a mis deberes con mi pensamiento y mi obra, menos aún con ambos. En cuanto a las primeras, el olvido de las cartas que tenía que escribir, etc., simplificaba un poco mi tarea. Pero, de pronto, la asociación de ideas me traía al cabo de un mes el recuerdo de mis remordimientos, y me abrumaba el sentido de mi impotencia. Me sorprendió ser indiferente a esto, pero es que, desde el día en que las piernas me temblaron de tal modo bajando la escalera, me torné indiferente a todo, y ya no aspiraba más que al descanso, mientras llegaba el gran descanso que acabaría por venir. Mi indiferencia por los sufragios de los dilectos actuales no era porque yo aplazara para después de mi muerte la admiración que, a mi parecer, debía suscitar mi obra. Los dilectos de después de mi muerte podían pensar lo que quisieran, tampoco esto me preocupaba. En realidad, si pensaba en mi obra y no en las cartas a las que tenía que contestar, no era porque hiciera gran diferencia de importancia entre las dos cosas, como en el tiempo de mi pereza y después en el tiempo de mi trabajo hasta el día en que tuve que agarrarme a la barandilla de la escalera. La organización de mi memoria, de mis preocupaciones, iba unida a mi obra, quizá porque, mientras que las cartas recibidas las olvidaba en seguida, la idea de mi obra permanecía en mi cabeza, siempre la misma, en perpetuo devenir. Pero también esta idea llegó a serme importuna. Era para mí como un hijo cuya madre moribunda tiene que imponerse la fatiga de ocuparse de él sin tregua, entre las inyecciones y las ventosas. Quizá le ama todavía, pero sólo lo sabe por el deber, superior a sus fuerzas, que tiene de ocuparse de él. En mí, las fuerzas del escritor no estaban ya a la altura de las exigencias egoístas de la obra. Desde el día de la escalera, nada en el mundo, ninguna alegría, viniera de la amistad de la gente, de los progresos de mi obra, de la esperanza de la gloria, llegaba ya a mí más que como un sol tan pálido que no tenía la virtud de calentarme, de hacerme vivir, de darme un deseo cualquiera; y aun era demasiado brillante, por pálido que fuera, para mis ojos que querían cerrarse, y me volvía de cara a la pared. Hasta donde podía notar el movimiento de mis labios, creo que debía de tener una sonrisita de la comisura ínfima de la boca cuando una dama me escribía: «Me ha sorprendido mucho no recibir respuesta a mi carta». Sin embargo, esto me recordaba aquella carta y le contestaba. Para que no me creyeran ingrato, quería poner mi amabilidad actual al nivel de la que la gente había podido tener conmigo. Y estaba abrumado de imponer a mi existencia agonizante la fatiga sobrehumana de la vida. La pérdida de la memoria me ayudaba un poco operando cortes en mis obligaciones; mi obra las reemplazaba.

Esta idea de la muerte se instaló definitivamente en mí como un amor. No es que yo amase ala muerte, la detestaba. Pero, después de pensar en ella de cuando en cuando como en una mujer a la que no amamos, ahora el pensamiento de la muerte se adhería a la capa más profunda de mi cerebro tan profundamente que no podía ocuparme de una cosa sin que esa cosa atravesara, en primer lugar, la idea de la muerte, y aunque no me ocupara de nada y permaneciera en un reposo completo, la idea de la muerte me daba una compañía tan permanente como la idea del yo. No creo que, el día en que llegué a estar medio muerto, fueran los accidentes —la imposibilidad de bajar una escalera, de recordar un nombre, de levantarme— lo que caracterizó aquello, lo que, por un razonamiento hasta inconsciente, dio origen a la idea de la muerte, que yo estaba ya casi muerto, sino más bien lo uno y otro llegó a la vez, que inevitablemente ese gran espejo del espíritu reflejaba una realidad nueva. Sin embargo, yo no veía cómo se podía pasar, sin ser advertido, de los males que sufría a la muerte completa. Pero entonces pensaba en los demás, en todos los que mueren cada día sin que el hiato entre su enfermedad y su muerte nos parezca extraordinario. Hasta pensaba que si ciertos malestares no me parecían mortales tomados uno a uno, aunque creyese en mi muerte, era sólo (más aún que por los engaños de la esperanza) porque los veía desde el interior, lo mismo que los más convencidos de que ha llegado su fin se convencen, sin embargo, fácilmente de que si no pueden pronunciar ciertas palabras, eso no tiene nada que ver con un ataque, con la afasia, etc., sino que se debe a un cansancio de la lengua, a un estado nervioso análogo al tartamudeo, al agotamiento subsiguiente a una indigestión.

Lo que yo quería escribir era otra cosa, otra cosa más larga y para más de una persona. Más larga de escribir. Por el día, lo más que podía hacer era intentar dormir. Si trabajaba, sería sólo de noche. Pero necesitaría muchas noches, quizá cien, acaso mil. Y viviría con la ansiedad de no saber si el Arbitro de mi destino, menos indulgente que el sultán Sheriar, por la mañana, cuando interrumpiera mi relato, se dignaría aplazar la ejecución de mi sentencia de muerte y permitirme continuarlo la próxima noche. No es que yo pretendiese volver a hacer, en ningún aspecto, Las mil y una noches, ni tampoco las Memorias de Saint-Simon, escritas las dos también de noche, ni ninguno de los libros que me gustaban en mi inocencia de niño, supersticiosamente apegado a ellos, mis amores, no pudiendo imaginar sin horror una obra diferente de ellos. Pero, como Elstir Chardin, sólo renunciando a ello se puede rehacer lo que se ama[62]. Sería un libro tan largo como Las mil y una noches, pero muy diferente. Desde luego, cuando estamos enamorados de una obra quisiéramos hacer algo muy parecido, pero tenemos que sacrificar nuestro amor del momento, no pensar en nuestro gusto, sino en una verdad que no nos pregunta nuestras preferencias y nos prohíbe pensar en ellas. Y solamente siguiendo esta verdad se encuentra a veces lo que se ha abandonado y se escribe, olvidándolos, los «Cuentos árabes» o las «Memorias de Saint-Simon» de otra época. Pero ¿me quedaría tiempo? ¿No sería demasiado tarde?

No me decía sólo: «¿Me quedará tiempo?», sino: «¿Puedo hacerlo?». La enfermedad, que, como un inexorable director de conciencia, me hacía morir para el mundo, me hizo un servicio («pues si la semilla del trigo no muere una vez sembrada, quedará sola, pero si muere dará muchos frutos»): la enfermedad que, después de haberme protegido la pereza contra la facilidad, iba quizá a protegerme contra la pereza, la enfermedad había gastado mis fuerzas y, como había observado desde hacía tiempo, especialmente cuando dejé de amar a Albertina, las fuerzas de mi memoria. Ahora bien, la recreación por la memoria de las impresiones en las que luego había que profundizar, que había que esclarecer, que transformar en equivalentes de inteligencia, ¿no era acaso una de las condiciones, casi la esencia misma de la obra de arte tal como la concibiera un momento antes en la biblioteca? ¡Ah, si yo tuviera todavía las fuerzas que estaban aún intactas en la fiesta que entonces evoqué al ver François le Champi! De aquella fiesta, donde mi madre abdicó, databa, con la muerte lenta de mi abuela, la declinación de mi voluntad, de mi salud. Todo se decidió en el momento en que no pudiendo ya soportar la espera hasta el día siguiente para posar los labios en el rostro de mi madre, me decidí, salté de la cama y, en camisón, me fui a instalar a la ventana por donde entraba la luz de la luna hasta que oí marcharse a monsieur Swann. Mis padres le habían acompañado, oí abrirse la puerta del jardín, sonar la campanilla, volver a cerrarse…

Entonces pensé de pronto que si tenía aún fuerzas para realizar mi obra, aquella fiesta que —como antaño en Combray ciertos días que influyeron sobre mí— me dio, hoy mismo, a la vez la idea de mi obra y el miedo de no poder realizarla, marcaría ciertamente ante todo en esta la forma que antaño presentí en la iglesia de Combray, y que, habitualmente, nos es invisible, la del Tiempo.

Sin duda hay otros muchos errores de nuestros sentidos —hemos visto que diversos episodios de este relato me lo demostraron— que falsean para nosotros el aspecto real de este mundo. Pero, en fin, en la transcripción más exacta que yo me esforzaría por dar, podría, en rigor, no cambiar el lugar de los sonidos, abstenerme de separarlos de su causa, al lado de la cual la inteligencia los sitúa a posteriori, aunque hacer cantar dulcemente la lluvia en medio de la estancia y caer en diluvio en el patio la ebullición de nuestra tisana no debiera ser en suma más desconcertante que lo que tan a menudo hacen los pintores cuando pintan, muy cerca o muy lejos de nosotros, según las leyes de la perspectiva, la intensidad de los colores y la primera ilusión de la mirada nos los hagan ver, una vela o un pico que luego el razonamiento trasladará a distancias a veces enormes. Aunque el error sea más grave, podría continuar, como se suele hacer, poniendo trazos en el rostro de una transeúnte, cuando en el lugar de la nariz, de las mejillas y de la barbilla, no debiera haber más que un espacio vacío sobre el que jugaría cuando más el reflejo de nuestros deseos. Y aun cuando yo no tuviera tiempo de preparar, cosa ya mucho más importante, las cien máscaras que conviene poner a un mismo rostro, aunque sea según los ojos que lo ven y el sentido con que leen los rasgos, y, para los mismos ojos, según la esperanza o el miedo, o, por el contrario, según el amor y el hábito que ocultan durante treinta años las mutaciones de la edad; en fin, aun cuando no me propusiera —y mi relación con Albertina bastaba, sin embargo, para demostrarme que, sin esto, todo es ficticio y falso— representar a ciertas personas, no fuera, sino dentro de nosotros, donde sus menores actos pueden determinar trastornos mortales y hacer variar también la luz del cielo moral según las diferencias de presión de nuestra sensibilidad o cuando una nube de peligro, alterando la serenidad de nuestra certidumbre bajo la cual un objeto es tan pequeño, multiplica en un momento su magnitud; aun cuando yo no pudiera introducir estas mutaciones y otras muchas (cuya necesidad, si queremos pintar la realidad, ha podido aparecer en el transcurso de este relato) en la transcripción de un universo que había que dibujar de nuevo todo entero, al menos no dejaría de describir en él al hombre con la largura no de su cuerpo, sino de sus años, como si hubiera de arrastrarlos con él cuando camina, tarea cada vez más enorme y que acaba por vencerle.

Por lo demás, que ocupamos un lugar que aumenta continuamente en el Tiempo lo siente todo el mundo, y esta universalidad no podía menos de alegrarme, porque lo que yo debía procurar esclarecer es la verdad, la verdad que todos sospechan. No sólo todo el mundo siente que ocupamos un lugar en el Tiempo, sino que el más simple mide este lugar aproximadamente como mediría el que ocupamos en el espacio, puesto que personas sin especial perspicacia, al ver a dos hombres que no conocen, los dos con bigote negro o afeitados, dicen que son dos hombres de unos veinte años el uno, de unos cuarenta el otro. Desde luego, solemos equivocarnos en esta evaluación, pero el hecho de haber creído que podíamos hacerla significa que considerábamos la edad como cosa medible. Al segundo hombre de bigote negro se le han sumado efectivamente veinte años más.

Si era esta noción del tiempo evaporado, de los años transcurridos no separados de nosotros, lo que ahora tenía yo la intención de poner tan fuertemente de relieve es porque en este mismo momento, en el hotel del príncipe de Guermantes, aquel ruido de los pasos de mis padres despidiendo a monsieur Swann, aquel tintineo repercutiente, ferruginoso, insistente, estrepitoso y fresco de la pequeña campanilla que me anunciaba que monsieur Swann se había ido por fin y que mamá iba a subir, volví a oírlos, eran los mismos, situados sin embargo en un pasado tan lejano. Entonces, pensando en todos los acontecimientos que se situaban forzosamente entre el momento en que los oí y la fiesta de los Guermantes, me aterró pensar que era verdaderamente aquella campanilla la que aún tintineaba en mí, sin que me fuera posible modificar en nada el tintineo de su badajo, puesto que no recordaba ya bien cómo se paraba, y, para aprenderlo de nuevo, para escucharlo bien, tuve que esforzarme por no oír el son de las conversaciones que las máscaras sostenían en torno mío. Para intentar oírlo de más cerca tenía que descender dentro de mí mismo. Luego aquel tintineo era allí donde estaba, como estaba también, entre él y el momento presente, todo aquel pretérito indefinidamente desarrollado que yo no sabía que llevaba en mí. Cuando la campanilla sonó, yo existía ya, y desde entonces para que yo oyese aún su tintineo, era necesario que no hubiera habido discontinuidad, que yo no hubiera dejado ni un momento de existir, de pensar, de tener consciencia de mí, puesto que aquel momento antiguo estaba aún en mí, que pudiera todavía volver hasta él, con sólo descender más profundamente en mí. Y porque así contienen las horas del pasado, pueden los cuerpos humanos causar tanto daño a quienes los aman, porque guardan tantos recuerdos de alegrías y de deseos ya borrados para ellos, pero tan crueles para el que contempla y prolonga en el orden del tiempo el cuerpo querido del que está celoso, celoso hasta desear su destrucción. Pues, después de la muerte, el Tiempo se retira del cuerpo, y los recuerdos tan indiferentes, tan empalidecidos, se borran en la que ya no existe y pronto se borrarán en aquel a quien aún torturan, pero en el cual acabarán por perecer cuando deje de sustentarlo el deseo de un cuerpo vivo.

Me producía un sentimiento de fatiga y de miedo percibir que todo aquel tiempo tan largo no sólo había sido vivido, pensado, segregado por mí sin una sola interrupción, sentir que era mi vida, que era yo mismo, sino también que tenía que mantenerlo cada minuto amarrado a mí, que me sostenía, encaramado yo en su cima vertiginosa, que no podía moverme sin moverlo. La fecha en que yo oía el sonido de la campanilla del jardín de Combray, tan distante y sin embargo interior, era un punto de referencia en esta dimensión enorme que yo no me conocía. Me daba vértigo ver tantos años debajo de mí, aunque en mí, como si yo tuviera leguas de estatura.

Acababa de comprender por qué el duque de Guermantes, que, mirándole sentado en una silla, me impresionó por lo poco que había envejecido, aunque tenía debajo de sus pies tantos años más que yo, al levantarse e intentar mantenerse en pie vaciló sobre unas piernas temblonas como las de esos viejos arzobispos sobre los cuales lo único sólido es la cruz de metal y hacia los que se precipitan unos seminaristas grandullones, y avanzó, no sin temblar como una hoja, sobre la cima poco practicable de ochenta y tres años, como si los hombres fueran encaramados en unos zancos vivos que crecen continuamente, que a veces llegan a ser más altos que campanarios, que acaban por hacerles la marcha difícil y peligrosa y de los que de pronto se derrumban[63]. Me daba miedo que mis zancos fueran ya tan altos bajo mis pasos, me parecía que no iban a conservar la fuerza suficiente para mantener mucho tiempo unido a mí aquel pasado que descendía ya tan lejos. Si me diese siquiera el tiempo suficiente para realizar mi obra, lo primero que haría sería describir en ella a los hombres ocupando un lugar sumamente grande (aunque para ello hubieran de parecer seres monstruosos), comparado con el muy restringido que se les asigna en el espacio, un lugar, por el contrario, prolongado sin límite en el Tiempo, puesto que, como gigantes sumergidos en los años, lindan simultáneamente con épocas tan distantes, entre las cuales vinieron a situarse tantos días.